REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEMANA XXXIV DEL T.O. (2) 25-11-14

destruccion del templo

En la lectura evangélica para la liturgia de hoy (Lc 21,5-11), Jesús utiliza un lenguaje simbólico muy familiar para los judíos de su época, el llamado género apocalíptico, una especie de “código” que todos comprendían.  Al igual que con la primera lectura (Ap 14,14-19), que participa del mismo género, no podemos hacer una lectura literal de los textos, so pena de caer en interpretaciones erróneas y pasar por alto su sentido profundo.

El Evangelio nos sitúa en el comienzo del último discurso de Jesús, el llamado “discurso escatológico”, en el cual se mezclan dos eventos: el fin de Jerusalén y el fin del mundo, siendo el primero un símbolo del segundo. Ello hace que el mensaje que encierra el pasaje sea válido para todos los tiempos.

Los que seguían a Jesús comentaban sobre la belleza del Templo, considerado una de las siete maravillas del mundo antiguo, “por la calidad de la piedra y los exvotos” (los exvotos son los dones u ofrendas como una muleta, una figura de cera, o de plata u otro metal, cabellos, tablillas, cuadros, etc., que los fieles dedican a Dios en señal y recuerdo de un beneficio recibido, y que se cuelgan en los muros o en la techumbre de los templos). Jesús enfatiza la fragilidad y transitoriedad de las obras humanas, por más portentosas que sean: “Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”.

La pregunta de los discípulos no se hizo esperar: “Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?” Nuestra naturaleza humana nos lleva a querer saber cuándo y cómo, y qué señales debemos esperar; esa obsesión con el tiempo lineal, cuando nuestra verdadera preocupación debe ser por las cosas eternas. A lo largo de la historia encontramos personas que se nutren y aprovechan del miedo y la incertidumbre que produce ese “final de los tiempos”. Fue así en tiempos de Jesús y continúa siéndolo hoy. Por eso Jesús advierte a sus discípulos: “Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: ‘Yo soy’, o bien ‘El momento está cerca’; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida”.

Son muchas las sectas que han florecido vendiendo un mensaje del fin inminente, para luego tener que cambiar la “fecha” una y otra vez. Me causa una mezcla de lástima y tristeza ver a tantas personas que se llaman católicos, genuinamente preocupados por la supuesta llegada del fin de los tiempos en diversas fechas. Jesús nos advierte contra aquellos que nos digan que “el momento está cerca”. Él mismo nos dice también que: “En cuanto a ese día y esa hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt 24,36).

Para nosotros los cristianos el día y la hora no deben tener importancia alguna. Lo importante es estar preparados, para que cuando llegue el novio, nos encuentre con las lámparas encendidas y con aceite para alimentarlas. Así entraremos con Él a la sala nupcial (Mt 25,1-13).

REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO XXXIII DEL T.O. (A) 16-11-14

Parabola de los talentos

“Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes”, y luego se marchó. Así comienza la “parábola de los talentos” que nos presenta la liturgia de hoy (Mt 25,14-30). A cada uno le dejó talentos según su capacidad; a uno cinco, a otro dos, y a otro uno. Al final de la parábola vemos que “al cabo de mucho tiempo” el hombre regresó a pedir cuentas a cada uno sobre qué había hecho con los talentos que le había encomendado. Siempre me ha llamado la atención el uso en esta parábola de la moneda muy valiosa llamada “talento”, que es la misma palabra que utilizamos para describir los dones, los carismas, las habilidades que Dios nos ha prodigado.

La figura del hombre que se va a extranjero nos evoca la persona de Jesús, quien luego de su gloriosa resurrección, nos dejó a cargo de “sus bienes” (“Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura” – Mc 16,15), para regresar en el último día, cuando tendremos que rendir cuentas sobre nuestra gestión aquí en la tierra.

Y Dios, que es justo, nunca nos va a exigir más de lo que podemos dar (“a cada cual según su capacidad”), pero la parábola nos está diciendo que tenemos que dar el máximo, utilizar esos talentos que Dios nos ha encomendado para la gran obra de la construcción de Reino. La actitud del que, temeroso, escondió la moneda para no perderla, nos apunta a otra exigencia. No podemos “sentarnos” sobre nuestros talentos para no arriesgarnos a perderlos. No. Tenemos que estar dispuestos a arriesgarlo todo por el Reino. No arriesgar nada equivale a no ganar nada. Se nos ha encomendado la semilla del Reino. Si nos conformamos con guardarla en nuestro corazón y no salimos a sembrarla por temor a que no dé fruto, estaremos obrando igual que el empleado que hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Por eso insisto tanto en que tenemos que formarnos para que podamos formar a otros.

Como hemos dicho en innumerables ocasiones, evangelizar, “invertir” los bienes que el Señor nos ha encomendado no quiere decir que todos tenemos que salir a predicar de palabra el evangelio por campos y ciudades. El Señor es claro: “a cada cual según su capacidad”. Hay muchas formas de predicar la Buena Nueva del Reino, siendo nuestro ejemplo de vida, arriesgándonos a la burla y al discrimen, la mejor de ellas. Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Cuáles son mis talentos que puedo poner al servicio del prójimo para adelantar la causa del Reino? Cantar, acompañar enfermos, cocinar, limpiar, barrer, leer, enseñar, predicar… Cuando regrese el “Señor”, ¿qué cuentas voy a rendir?

En esta parábola encontramos nuevamente la figura del “banquete” como premio para el que ha sabido administrar sus talentos, y las tinieblas y el “llanto y el rechinar de dientes” para el que no lo ha hecho. Y tú, ¿a dónde quieres ir?

Espero que estés pasando un lindo fin de semana. Si aún no lo has hecho, visita la Casa del Padre; Él te espera.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEMANA XXXII DEL T.O. (2) 15-11-14

juez inicuo

El Evangelio de hoy nos presenta la parábola del “juez inicuo” (Lc 18,1-8). En esta parábola encontramos a una viuda que recurría ante un juez para pedirle que le hiciera justicia frente a su adversario. Y aunque el juez “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”, fue tanta la insistencia de la viuda que el juez terminó haciéndole justicia con tal de salir de ella: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara” (Cfr. Lc 11,5-13).

Al terminar la parábola Jesús mismo explica el significado de la misma: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”

Esta parábola exhorta a todo el que sigue a Jesús a confiar plenamente en la justicia divina, en que Dios siempre ha de tomar partido con el que sufre injusticias o persecución por su nombre. Este pasaje nos evoca aquel momento en que Dios, movido por la opresión de su pueblo, decidió intervenir por primera vez en la historia de la humanidad: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios” (Ex 3,7-8).

La parábola nos invita, además, a orar sin cesar (1 Tes 5,17), sin perder las esperanzas, sin desaliento, aun cuando a veces parezca que el Señor se muestra sordo ante nuestras súplicas. El mismo Lucas precede la parábola con una introducción que apunta al tema central de la misma: “Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”.

Nos enseña también a luchar sin desfallecer en la construcción de Reino, sin importar las injusticias ni persecuciones que suframos, con la certeza de que, tarde o temprano, en Su tiempo, Dios nos hará justicia. Por eso nuestra oración ha de ser insistente, pero dejando en manos de Dios el “cuándo” y el “cómo” vendrá en nuestro auxilio.

Por otra parte, Jesús habla de que Dios ha de hacer justicia a “sus elegidos”. ¿Quiénes son los elegidos? “Los que han sido elegidos según la previsión de Dios Padre, y han sido santificados por el Espíritu para obedecer a Jesucristo y recibir la aspersión de su sangre” (1 Pe 1,1-2). Son aquellos que Él “ha elegido en Él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Somos elegidos, o más bien, nos convertimos en elegidos cuando seguimos el camino de santidad que Él nos ha trazado y que nos lleva a ser irreprochables, POR EL AMOR. De nuevo el imperativo del Amor…

Terminamos con la pregunta final que Jesús plantea a los que le seguían, y que debemos plantearnos nosotros: Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEMANA XXIX DEL T.O. (2) 22-10-14

Estad-atentos larger

El Evangelio que contemplamos en la liturgia de hoy (Lc 12,39-48) es continuación del que leíamos ayer y, de hecho, continúa el tema de la exhortación a la vigilancia y al servicio como preparación para el “regreso” inesperado de Jesús: “Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Pero la tónica de hoy se sienta con la pregunta de Pedro: “Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?”.

Después de haber invitado a la vigilancia a todo cristiano Jesús centra su mensaje en aquellos “administradores” que el “amo” ha puesto al frente de su “servidumbre”, es decir a los pastores de la Iglesia, que tendrán que rendirle cuentas cuando llegue el amo. “Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá”.

Esta parábola nos evoca el capítulo 34 de Ezequiel cuando Yahvé, por voz del profeta increpa a los pastores de Israel por haber descuidado el rebaño que se les confió: “¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿Acaso los pastores no deben apacentar el rebaño? Pero ustedes se alimentan con la leche, se visten con la lana, sacrifican a las ovejas más gordas, y no apacientan el rebaño” (vv. 2-4). “Porque mis ovejas han sido expuestas a la depredación y se han convertido en presa de todas las fieras salvajes por falta de pastor; porque mis pastores no cuidan a mis ovejas; porque ellos se apacientan a sí mismos, y no a mis ovejas” (v. 8).

Tal vez Pedro entendió que como él había sido nombrado “persona a cargo”, “responsable” (Cfr. Mt 16,18), estaba seguro en su “puesto”. De nuevo la naturaleza humana interponiéndose, creando esos “fantasmas” del orgullo que se interponen entre nosotros y el verdadero seguimiento de Jesús. Pero Jesús no vacila en derrumbar su falso orgullo. Le dice todo lo contrario; mientras más responsabilidades se nos encomienden, más estricto será el Señor al momento de exigirnos cuentas.

La tentación de utilizar, oprimir, e ignorar las necesidades de aquellos que están bajo los que ocupan posiciones de autoridad es grande. El mismo Jesús nos lo advirtió: “Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos.” (Mc 10,42-44).

Hoy, pidamos al Señor por nuestros obispos, sacerdotes, diáconos y laicos comprometidos a cargo de los diversos ministerios  o movimientos, para que adquieran conciencia de la grave responsabilidad que conlleva su elección por parte del Señor, y que como mucho se les ha encomendado, mucho se les exigirá; y que mientras más sirvan, mayor será su recompensa.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEMANA XXIX DEL T.O. (2) 21-10-14

lampara encendida

“Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos”. Así de corta y contundente es la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 12,35-38).

Esta lectura, que nos evoca la parábola de las vírgenes necias y prudentes (Mt 25,1-13), enfatiza la necesidad de permanecer vigilantes, con la cintura ceñida (el delantal de trabajo puesto) y la lámpara (de la fe) encendida, pues nadie sabe el día en que el Señor “regresará”. Esa figura de ceñirnos el “delantal de trabajo” nos apunta a que tenemos que estar siempre prestos a servir (Cfr. Lc 17,8; Jn 13,4; Ef 6,14); y la lámpara encendida nos recuerda que debemos estar prestos a la acción, a servir en todo momento, día y noche.

La lectura nos habla del Señor que “vuelve” de la boda, el único evento del cual los judíos del tiempo de Jesús llegaban tarde en la noche. Y nos dice que tenemos que estar listos para abrirle “apenas venga y llame”.  Si Jesús llega de imprevisto nos corremos el riego de no estar preparados. Podríamos pensar que esta lectura tiene un sentido escatológico, es decir, que se refiere únicamente a esa “segunda venida” de Jesús en el final de los tiempos. Pero, como digo siempre a mis estudiantes, la Palabra de Dios es “viva y eficaz”, y nos habla, nos interpela aquí y ahora.

La pregunta obligada es: ¿Estoy preparado para servir en todo momento, en toda circunstancia? Si el Señor llega, ¿me encontrará con el delantal ceñido a la cintura? ¿Y cómo puede el Señor llegar si no al final de los tiempos? Cuando el Señor me habla a través de su Palabra en las celebraciones litúrgicas, ¿le presto atención?, ¿le escucho? “El que los escucha a ustedes, me escucha a mí; el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí” (Lc 10,16). Cuando me encuentro con un hermano necesitado, ¿estoy presto a servirle, a llenar su necesidad? “Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer…” (Mt 25,35-36). Si mantengo encendida la lámpara de la fe, ¿no puedo acaso encontrar a Jesús en todos los acontecimientos de mi vida, en mis penas, mis alegrías, mis triunfos, mis fracasos?

Por eso, tenemos que mantenernos vigilantes y despiertos, para que cuando el Señor llegue podamos escucharle, reconocerle y abrirle, para dejarle entrar en nuestros corazones. “Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa, y comeré con el y él conmigo” (Ap 3,20). Y entonces Él se ceñirá el delantal, “nos hará sentar a la mesa y nos irá sirviendo”.

En este santo día, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de mantenernos vigilantes para servirle en todo momento y lugar.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (Memoria de san Ignacio de Loyola) 31-08-14

alfarero celestial

Hoy celebramos la memoria de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús (mejor conocida como la orden de los Jesuitas), de la cual fue su primer general. Este santo, conocido por sus “Ejercicios espirituales”, tuvo una vida llena de aventuras que comenzó con una corta carrera militar que fue tronchada al ser gravemente herido el 20 de mayo de 1521 durante una batalla en la que él luchaba en defensa del castillo de Pamplona.

Esas heridas requirieron una larga convalecencia durante la cual, a falta de otro material de lectura, se sumergió en la lectura de la vida de Cristo y biografías de santos. Ese evento marcó el inicio de su largo camino de conversión, que culminó con la fundación de la Compañía de Jesús, que fue aprobada por el papa Pablo III, el 27 de septiembre de 1540.

El evangelio de hoy (Mt 13,47-53) nos presenta la parábola de la red, la última de las parábolas del Reino que ocupan el capítulo 13 de san Mateo. Les referimos a nuestra reflexión para el pasado domingo XVII del T.O., en la que comentamos esta parábola.

Esta lectura evangélica, con sabor escatológico, del final de los tiempos, nos presenta la imagen del Reino como una red en la que caben tanto los peces buenos como los malos. Nos apunta también al hecho de que el Reino ya está aquí, que ha comenzado. La ventaja que tenemos es que el Pescador nos da la oportunidad de ser contados entre los “peces buenos”. Y de la misma manera que nos creó del barro (Gn 2,7), si nos entregamos a las manos del Alfarero, Él puede triturarnos y hacernos de nuevo; criaturas nuevas nacidas de la conversión, el “hombre nuevo” de que nos habla san Pablo (Cfr. Ef 4,24). Entonces seremos contados entre los elegidos (Cfr. Ap 7).

La primera lectura de hoy, tomada del profeta Jeremías (18,1-6), nos presenta la figura del alfarero. Con esta figura Dios le está diciendo al profeta que así como cuando el alfarero no está satisfecho con la vasija que ha hecho, en vez de desanimarse, la rompe y comienza otra pieza con ese mismo barro, Él hará lo mismo con el pueblo. Del mismo modo actúa Dios con nosotros, mostrándonos una vez más Su infinita paciencia, que hace que nunca se canse de esperar nuestra conversión, como lo hizo con san Ignacio de Loyola. A veces ese proceso es doloroso, pero cuando vemos el resultado final, comprendemos que era necesario.

En la celebración eucarística entonamos un cántico que dice “Yo quiero ser Señor amado, como el barro en manos del alfarero, toma mi vida hazla de nuevo, yo quiero ser un vaso nuevo”.

Hoy les invito a que nos preguntemos: ¿Estoy dispuesto a entregarme en manos del Alfarero Celestial para que Él me triture y me moldee en un “vaso nuevo” que sea de Su agrado?

REFLEXIÓN PARA EL XVI DOMINGO DEL T.O. 20-07-14

trigo cizaña2

El evangelio que nos propone la liturgia de hoy (Mt 13,24-43), nos presenta tres de las parábolas del Reino: la parábola de la cizaña, la del grano de mostaza, y la de la levadura. Y al igual que hizo con la parábola del sembrador que leyéramos el pasado domingo, Él mismo explica la parábola de la cizaña a sus discípulos (en otra ocasión habíamos reflexionado sobre versión de Lucas de las otras dos parábolas): “El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema: así será el fin del tiempo: el Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre”.

Resulta claro que el mensaje que Jesús quiere transmitir a través de esta parábola es de naturaleza escatológica, es decir, relacionada con el final de los tiempos y el juicio final que ha de venir entonces. Jesús es consciente de nuestra debilidad, de nuestra inclinación al pecado. Sabe que el maligno va a estar constantemente al acecho (Cfr. 1 Pe 5,8), como la yerba mala que trata de ahogar la buena cosecha. Por eso cuando los ángeles, encargados de hacer cumplir la sentencia del juicio final, le preguntan al “Hijo del Hombre” si arrancan la cizaña, este les contesta que no, porque pueden, sin querer, arrancar también el trigo.

Cuando Jesús hablaba en parábolas a los de su tiempo, lo hacía en un lenguaje que ellos entendían, y los que saben de siembra y cosecha de trigo saben que aunque al principio el trigo y la cizaña crecen más o menos a la misma altura, eventualmente el trigo crece mucho más alto, lo que permite que los obreros al cortar con su hoz no confundan la espiga del trigo con la de la cizaña.

Así mismo ocurrirá al final de los tiempos con los que escuchen la palabra del Padre y la pongan en práctica; descollarán por encima de los que se dejen seducir por el Maligno. Entonces vendrán los ángeles del Señor “y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido”. Y “los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre”.

Esta parábola nos presenta otra característica de Jesús: su infinita paciencia. Contrario al Mesías justiciero que esperaban los judíos, que vendría a “castigar” a los “malos” (los enemigos del pueblo escogido, los “paganos”), Jesús se mezcla con ellos, los invita a su mesa, y tiene con ellos la misma paciencia que tuvo Yahvé para con su pueblo a lo largo de toda su historia, tolerando y perdonando todas sus infidelidades.

Hoy Jesús nos pregunta: Y tú, ¿eres trigo o cizaña? Si somos trigo, brillaremos “como el sol en el Reino del Padre”. Si optamos por ser cizaña, entonces “será el llanto y el rechinar de dientes”… Jesús nos llama, pero no nos obliga (Ap 3,20). Y no se cansa de esperar.

La decisión es nuestra…

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 04-12-13

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La primera lectura de la liturgia para hoy (Is 25,6-10a) continúa presentándonos al futuro Mesías y nos habla de un banquete al que todos serán invitados: “El Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos”. El mismo Jesús utilizaría en muchas ocasiones esta figura del banquete para referirse al Reino.

El profeta añade que en ese tiempo el Señor “aniquilará la muerte para siempre” y “enjugará las lágrimas de todos los rostros”. Entonces todo será alegría, pues habrá llegado aquél de quien esperábamos la salvación, y solo habrá motivo para celebrar y gozar esa salvación. De nuevo, esta lectura nos crea gran expectativa ante la inminente llegada de los nuevos tiempos que el Mesías vendrá a inaugurar con su presencia entre nosotros. Tiempos de gozo y abundancia.

Así, la lectura evangélica (Mt 15,29-37) nos muestra cómo en la persona de Jesús se cumple esa profecía. A Él acuden todos los que sufren alguna dolencia: tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos otros; y “los echaban a sus pies, y él los curaba”. La lectura nos dice que la gente se admiraba. Pero no tanto por las curaciones milagrosas, sino porque esos portentos eran el signo más patente de la llegada del Mesías. Así, la llegada del Mesías en se convierte en una fiesta para todos los que sufren (Cfr. Mt 11.28), quienes ven retroceder el mal, el sufrimiento y las lágrimas, para dar paso a la felicidad. Cuando Dios pasa, derrama sobre todos su Santo Espíritu que se manifiesta como una estela de alegría que deja tras de si.

¡El Mesías ha llegado! Y con Él la plenitud de los tiempos. No hay duda. Con Él ha llegado también la abundancia. “Siete panes y unos pocos peces” parecerán poco para alimentar una muchedumbre, que en la versión de Marcos se nos dice eran “unas cuatro mil personas” (Mc 8,9). Pero en manos del Mesías, ese “poco” se convierte en “todo” lo necesario para saciar el hambre de aquella multitud.

No obstante, si miramos a nuestro alrededor, nos percatamos que aún quedan por cumplirse muchas de las profecías del Antiguo Testamento, especialmente aquellas que tienen que ver con la paz y la justicia. El Reino está aquí, pero todavía está “en construcción”. Hace unos días hablábamos del sentido escatológico del Adviento, de esa espera de la segunda venida de Jesús que va a marcar la culminación de los tiempos, cuando se establecerá definitivamente el Reinado de Dios por toda la eternidad. En ese sentido, el Adviento adquiere también para nosotros un significado parecido al que le daban los primeros cristianos.

Hoy vemos cuántos hermanos padecen de hambre, como aquella muchedumbre que seguía a Jesús. Y la solución del hambre se encontró en el reparto fraterno, en el amor que nos lleva a estar atentos a las necesidades de los demás. En ninguno de los evangelios se menciona quién tenía los panes y los peces que fueron entregados a Jesús. Alguien anónimo, que con su generosidad propició el milagro.

En este tiempo de Adviento, compartamos nuestro “pan”, material y espiritual, para que todos conozcan la abundancia del Amor de Jesús, y anhelen su venida. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 02-12-13

adviento 1

Comenzamos la primera semana de Adviento con dos primeras lecturas alternativas, ambas de esperanza, tomadas del libro del profeta Isaías (2,1-5 o 4,2-6). Ambas nos refieren a ese final de los tiempos en que todos los pueblos, judíos y gentiles, pondrán su mirada en Jerusalén, en el monte Sión, que los atraerá hacia sí.

Ayer contemplábamos la primera de ellas. La segunda continúa refiriéndonos a ese momento en que “la gloria del Señor, en lo más alto de todo, será un reparo y una choza, para dar sombra contra el calor durante el día, y servir de abrigo y refugio contra la tempestad y la lluvia”. Y como todas las lecturas escatológicas, nos remite al final de los tiempos y nos brinda un mensaje de esperanza. ¿Qué final de los tiempos? ¿El “fin del mundo”, el fin de la “antigua alianza”, o el fin de nuestra vida? Como siempre, hay una “zona gris” en la cual los “finales” se confunden. Lo importante es que, como quiera que lo consideremos, el mensaje es uno de esperanza, de salvación, para aquellos que fijen su mirada en el Señor.

La lectura evangélica (Mt 8,5-11), por su parte, nos pinta un cuadro de esa “espera”, “anticipación”, en la que todos estamos inmersos y que se percibe más marcada en este tiempo del Adviento. Esta recoge la versión de Mateo del pasaje de la curación del criado del centurión. Cabe resaltar que no fue Jesús quien le llamó; fue él quien se acercó a Jesús tan pronto entró en Cafarnaún. Resulta obvio que este hombre, un pagano, oficial del ejército opresor, odiado por todos, se encontraba en espera de Jesús (Él viene para todos). Tenía la certeza de que Jesús habría de venir y podía curar a su criado. Por eso le esperaba, y lo hacía con esa “anticipación” del que espera algo maravilloso. Por eso salió presuroso a su encuentro tan pronto le vio. Reconoció a Jesús, se acercó a Él, y creyó en Él y en su Palabra. “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe”.

El Adviento es un tiempo especial de gracia para todos, los que estamos (o creemos estar) “adentro” y los que están “afuera” o alejados. Ya se respira en el ambiente ese “algo” que no podemos describir y que llamamos con varios nombres, y que no es otra cosa que un anuncio de confianza y fe en Dios; ese Dios que viene para todos, los de “cerca” y los de “lejos”, los pobres y los ricos, los tristes y los alegres, para traernos su regalo de salvación. Y la espera de ese evento nos causa excitación, nos llena de gozo. Es el espíritu del Adviento.

En estos tiempos tan difíciles que estamos viviendo hay mucha gente desorientada, deprimida, ansiosa, desesperanzada. Personas que no han tenido la oportunidad de encontrarse con Jesús, pero que tienen buenos sentimientos, como el centurión (¡conozco tantos de esos!). Tan solo hay que esperar; esperar con fe. En este tiempo de Adviento, oremos al Señor para que nos conceda el espíritu de espera y la fe del centurión, para reconocerle y recibirle en nuestros corazones, especialmente aquellos que se encuentran alejados, de modo que al final del Adviento todos podamos gritar al unísono: “¡Es Navidad!”

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO, CICLO A, 01-12-13

adviento-2013

A Isaías se le llama el “profeta del Adviento”, porque su profecía domina la liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. En Isaías encontramos la promesa y la esperanza de que se cumplan todos los sueños mesiánicos del pueblo de Israel; esos sueños que hallarán cumplimiento en la persona de Jesús en quien, según nos resalta Mateo en su relato evangélico, se cumplen todas las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Pero no debemos pasar por alto que este tiempo también nos remite, como a los primeros cristianos, a la segunda venida de Jesús al final de los tiempos.

Las normas universales sobre el año litúrgico nos presentan así este tiempo: “El tiempo de Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre” (N.U., 39).

Las lecturas que nos ofrece la liturgia para este primer domingo de Adviento tienen sabor escatológico, es decir, nos remiten a esa “espera” de la parusía, la segunda venida de Jesús. La primera lectura, tomada del libro de Isaías (2,1-5), nos habla del “final de los días” en que todos los pueblos convergerán en la ciudad santa de Jerusalén (Cfr. Ap 21,9-27), y ya la guerra y la violencia serán cosa del pasado. “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas”.

La segunda lectura, tomada de la carta del Apóstol san Pablo a los Romanos (13,11-14), nos exhorta a estar vigilantes a esa segunda venida de Jesús: “La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”. Lo cierto es que con el nacimiento de Jesús se inauguró el Reino que el pueblo esperaba, ese Reino que ya ha comenzado pero que no está concretizado. El “final de los tiempos” es aquí y ahora, hasta tanto llegue el Hijo del hombre cubierto de gloria para dejar instaurado su Reinado por toda la eternidad. De ahí el llamado a estar vigilantes, pues no sabemos el día ni la hora. En ocasiones anteriores hemos recalcado que para cada uno de nosotros ese “día” puede ser en cualquier momento, incluso hoy mismo. Entonces pasaremos a ese estado en que el tiempo lineal desaparece, y solo existe el hoy de la eternidad. De ahí que san Pablo nos exhorta a estar “vestidos” de nuestro Señor Jesucristo, para que esa “hora” no nos sorprenda en pecado.

Así nos advierte la lectura evangélica (Mt 24,37-44): “Por lo tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor… estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.

Aunque nuestra vida debería ser un constante Adviento, este tiempo nos invita a convertirnos en otros “cristos” de manera que, llegada la hora, podamos reinar junto a Él por toda la eternidad (Cfr. Ap 22,5).

No olvides visitar la Casa del Padre. ¿Qué, mejor manera de comenzar el Adviento?