En este corto reflexionamos sobre la parábola del sembrador y el llamado que Jesús nos hace a ser “terreno bueno” para que la semilla de su Palabra de grano.
El Evangelio de hoy (Lc 13,18-21) nos presenta dos “extractos” del discurso parabólico de Jesús acerca del Reino, y nos presenta dos perspectivas del Reino: la extensión del mismo, representada por el grano de mostaza, y su intensidad, representada por la levadura.
Cuando Jesús intenta explicar a sus discípulos la naturaleza del Reino, está consciente que no resulta fácil hacerlo en una manera que sea comprensible, pues se trata de algo “que no es de este mundo” (Jn 18,36), algo que ya ha llegado pero que todavía no ha alcanzado su plenitud (“Ya, pero todavía…”). Por eso tiene que recurrir a comparaciones, al uso de parábolas.
Son tantas las alusiones de Jesús al Reino citadas por Lucas, que resultaría impráctico citarlas todas en tan breve espacio. A manera de ejemplo, comienza diciendo que Él ha venido a anunciar la “buena nueva” del Reino de Dios (4,43); declara “bienaventurados” a los pobres, porque a ellos les pertenece el Reino (6,20); envía a los “doce” a proclamar el Reino (9,2); anuncia que el Reino “está cerca” (10,9-11); cuando enseña a sus discípulos a orar les instruye que digan: “venga a nosotros tu Reino”; dice que de los niños, y de los que son como ellos es el Reino (18,16); y finalmente, el buen ladrón le dice a Jesús: “acuérdate de mí cuando vayas a tu Reino” (23,42).
El Reino, eso por lo que hay que dejar casa, mujer, hermanos, padre e hijos (18,29), rebasa toda comprensión por parte de los discípulos. Pero para que no se desanimen, les asegura que con los pocos recursos que tienen, pueden llevar a cabo su misión.
Para ello recurre primero al grano de mostaza, la semilla más pequeña de todas (los representa a ellos, los humildes comienzos del Reino), que cuando se planta y crece se convierte en un arbusto en el que anidan los pájaros. El Reino es algo que crece, que “brota” de la tierra, como lo hace una semilla cuando germina; es la vida misma que se abre paso poco a poco para romper la tierra que la aprisiona, y alzarse sobre ella. Nos enseña que el Reino no es algo estático, circunscrito a unos límites territoriales o temporales. Tiene que crecer y ha de seguir creciendo, aunque a veces su crecimiento sea lento, casi imperceptible.
La levadura, por su parte, le imparte a la imagen del Reino que Jesús quiere transmitir ese elemento de potencia de transformación que ocurre de forma casi imperceptible, como cuando la masa se mezcla con la levadura viva y se deja cubierta para esperar que fermente, y se transforma en una hogaza lista para ser metida en el horno. El Reino ha de seguir transformándose, creciendo, hasta llegar a su plenitud en el día final, cuando se lleven a cabo las bodas del Cordero (Cfr. Ap 21).
Jesús nos envía a proclamar la buena noticia del Reino. Tenemos que seguir regando la semilla para que germine, rogándole al Señor que envíe operarios a su mies (Mt 9,38; Lc 10,2). Anda, ¡atrévete!; la paga es abundante: la Vida eterna (Cfr. Rm 6,23; Mt 10,32).
El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 8,4-15), la parábola del sembrador, es uno de esos que no requiere interpretación, pues el mismo Jesús se encargó de explicarla a sus discípulos. La conclusión destaca la importancia de escuchar y guardar la Palabra de Dios. En el pasaje siguiente de Lucas, Jesús reafirma esa conclusión: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). De esta manera Jesús destaca que aún su propia madre es más madre de Él por escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios que por haberlo parido. Como el mismo Jesús dice al final de la parábola: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.
Como primera lectura tenemos la continuación de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15,35-37.42-49). El pasaje que contemplamos hoy es secuela de la primera lectura que leyéramos el pasado jueves (1 Cor 15,1-11), que nos presentaba la veracidad del hecho de la resurrección de Jesús. Hoy Pablo aborda el tema de nuestra resurrección. La manera en que lo plantea apunta a que la controversia que pretende explicar surge no tanto del “hecho” de la resurrección, sino del “cómo”: “¿Y cómo resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo traerán?”. La controversia parece girar en torno a la diferencia entre la concepción judía y la concepción griega de la relación entre el alma y el cuerpo, y cómo esto podría afectar el “proceso” de la resurrección.
Sin pretender entrar en disquisiciones filosóficas profundas (cosa que tampoco haremos aquí), Pablo le plantea a sus opositores el ejemplo de la semilla, que para poder tener plenitud de vida, tiene que morir primero: “Igual pasa en la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual”. De esta manera Pablo explica la naturaleza del cuerpo glorificado (Cfr. Fil 3,21) que hemos de adquirir en el día final cuando todos resucitaremos (Jn 5,29; Mt 25,46); ese día en que esperamos formar parte de esa enorme muchedumbre, “imposible de contar”, de gentes que comparecerán frente al Cordero a rendirle culto por toda la eternidad, vestidas con túnicas blancas y palmas en las manos (Cfr. Ap 7,9.15).
El “hecho” de la resurrección no está en controversia. En cuanto al “cómo”, eso es una cuestión de fe. Si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús y a su Palabra salvífica, tenemos la certeza de que si Él lo dijo, por su poder lo va a hacer. “Para Dios, nada es imposible” (Lc 1,37). Jesús resucitó gracias a su naturaleza divina; y gracias al Espíritu que nos dejó, y a su presencia en la Eucaristía, nosotros también participamos de su naturaleza divina. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).
Mañana, cuando acudamos a la Casa del Padre y nos acerquemos a la mesa del Señor a recibir la Eucaristía, recordemos que estamos recibiendo Vida eterna. Lindo fin de semana a todos.
El evangelio que nos propone la liturgia de hoy (Mt 13,24-30), nos presenta otra de las parábolas del Reino: la parábola de la cizaña. Y al igual que hizo con la parábola del sembrador que leyéramos el miércoles de esta semana, que luego explicó, Él mismo va a explicar esta parábola a sus discípulos en la lectura evangélica del martes próximo (Mt 13,36-43): “El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema: así será el fin del tiempo: el Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre”.
Resulta claro que el mensaje que Jesús quiere transmitir a través de esta parábola es de naturaleza escatológica, es decir, relacionada con el final de los tiempos y el juicio final que ha de venir entonces. Jesús es consciente de nuestra debilidad, de nuestra inclinación al pecado. Sabe que el maligno va a estar constantemente al acecho (Cfr. 1 Pe 5,8), como la yerba mala que trata de ahogar la buena cosecha. Por eso cuando los ángeles, encargados de hacer cumplir la sentencia del juicio final, le preguntan al “Hijo del Hombre” si arrancan la cizaña, este les contesta que no, porque pueden, sin querer, arrancar también el trigo.
Cuando Jesús hablaba en parábolas a los de su tiempo, lo hacía en un lenguaje que ellos entendían, y los que saben de siembra y cosecha de trigo saben que aunque al principio el trigo y la cizaña crecen más o menos a la misma altura, eventualmente el trigo crece mucho más alto, lo que permite que los obreros al cortar con su hoz no confundan la espiga del trigo con la de la cizaña.
Así mismo ocurrirá al final de los tiempos con los que escuchen la palabra del Padre y la pongan en práctica; descollarán por encima de los que se dejen seducir por el Maligno. Entonces vendrán los ángeles del Señor “y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido”. Y “los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre”.
Esta parábola nos presenta otra característica de Jesús: su infinita paciencia. Contrario al Mesías justiciero que esperaban los judíos, que vendría a “castigar” a los “malos” (los enemigos del pueblo escogido, los “paganos”), Jesús se mezcla con ellos, los invita a su mesa, y tiene con ellos la misma paciencia que tuvo Yahvé para con su pueblo a lo largo de toda su historia, tolerando y perdonando todas sus infidelidades.
Hoy Jesús nos pregunta: Y tú, ¿eres trigo o cizaña? Si somos trigo, brillaremos “como el sol en el Reino del Padre”. Si optamos por ser cizaña, entonces “será el llanto y el rechinar de dientes” (me encanta esa frase)… Jesús nos llama, pero no nos obliga (Ap 3,20). Y no se cansa de esperar.
La liturgia de hoy nos presenta como lectura evangélica (Mt 13,1-9) el comienzo del “discurso parabólico” de Jesús, que ocupa todo el capítulo 13 del Evangelio según san Mateo e incluye siete parábolas, las llamadas “parábolas del Reino”.
La primera de esas parábolas, que leemos hoy, es la “parábola del sembrador”. En esta conocida parábola, un hombre salió a sembrar y la semilla cayó en cuatro clases de terreno (a la orilla del camino, en terreno pedregoso, entre zarzas, y en terreno bueno) pero solo la semilla que cayó en tierra buena dio grano. Esta parábola, que recogen los tres sinópticos, es una que no requiere un gran ejercicio de hermenéutica para interpretarla, pues el mismo Jesús se la explica a sus discípulos, según veremos en la lectura evangélica de este viernes.
A lo largo de todos los relatos evangélicos encontramos que Jesús enseña utilizando parábolas. El término “parábola” viene del griego y significa “comparación”. La parábola es, pues, una breve comparación basada en una experiencia de la vida diaria, que tiene por finalidad enseñar una verdad espiritual. Jesús vino a predicar los secretos y las maravillas, los misterios del Reino de Dios. Esos misterios sobrepasan el entendimiento humano; se refieren a verdades que el hombre no puede descubrir por sí mismo.
Sin embargo, los galileos sí entendían de árboles, de pájaros, de animales de labranza, de la tierra, de semillas, de la siembra y la cosecha y la amenaza de la cizaña, de la pesca. También de las aves de rapiña, de los rebaños y el peligro de las zorras, de las gallinas y sus polluelos, etc.
Jesús echa mano de esas experiencias cotidianas para explicar los secretos y maravillas del Reino de Dios. De ese modo las parábolas de Jesús trascienden su tiempo y sirven para nosotros hoy, pues para nosotros resulta más fácil familiarizarnos con las costumbres de la época de Jesús que tratar de entender por nuestra cuenta los misterios del Reino. Durante las próximas dos semanas estaremos leyendo estas “parábolas del Reino”, y a través de ellas, adentrándonos en los misterios del Reino.
Toda la misión de Jesús puede resumirse en una frase: “Tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado” (Lc 4,43).
Pero el significado de las parábolas solo puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios, pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe, “aun lo que tiene se le quitará” (13,12). No es algo que dependa de la capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto, pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt 11,25).
Señor, ayúdame a ser “tierra buena”, para recibir en nuestros corazones la Palabra que tu Hijo nos brinda y, entendiendo sus maravillas, convertirnos en verdaderos ciudadanos el Reino. Por Jesucristo Nuestro Señor.
La liturgia pascual continúa narrándonos la
misión evangelizadora de Pablo. En el pasaje que contemplábamos ayer lo vimos
en Atenas predicado en el areópago. A pesar de que logró algunas conversiones
no tuvo el éxito esperado, y la lectura de hoy (Hc 18,1-8) nos lo muestra
abandonando Atenas y dirigiéndose a Corinto.
Allí se encontró con Aquila y su mujer
Priscila, con quienes se juntó. Contrario a lo que el Espíritu le dictaba,
Pablo insistía en continuar tratando de convertir a los judíos, tal vez motivado
por su formación como fariseo. El fracaso de Pablo con los judíos de Corinto fue
rotundo. Tan solo Crispo, el jefe de la sinagoga, se convirtió. Ante los
insultos y la férrea oposición de los judíos, Pablo se sacudió la ropa y les
dijo: “Vosotros sois responsables de lo que os ocurra, yo no tengo culpa. En
adelante me voy con los gentiles”. Y así lo hizo.
Pablo permaneció en Corinto por
aproximadamente un año y medio, en donde logró muchas conversiones entre los
gentiles, que conformaron una comunidad cristiana a la que luego escribiría dos
cartas. Pablo pasó muchos dolores de cabeza con esa comunidad, pero no se
rindió; continuó predicando hasta que la semilla plantada dio fruto.
A nosotros muchas veces nos ocurre lo mismo en
medio del mundo arropado por el secularismo en que nos ha tocado vivir. Vemos
que nuestra predicación no rinde los frutos que esperamos o, al menos, no tan
rápido como quisiéramos. Tal vez inclusive puede que sea otro quien coseche los
frutos. Pero así es la semilla del Reino, que se siembra y va creciendo bajo
tierra, fuera de nuestra vista, hasta que el día propicio germina y da fruto.
Es ahí donde entra en juego el Espíritu Santo que nos da el don de la paciencia
que nos hace madurar; madurez que nos aviva la esperanza (Rm 5,3) y nos permite
seguir adelante.
La lectura evangélica (Jn 16,16-20) continúa
narrando la sobremesa de la última cena y el discurso de despedida de Jesús,
quien sigue tratando de explicar a sus discípulos su muerte inminente y su
posterior resurrección, algo que no entenderán hasta que ocurra. Jesús intenta
explicarle estos misterios utilizando una especie de juego de palabras: “Dentro
de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver”. Como no
comprenden, trata de explicárselos de otra manera: “Pues sí, os aseguro que
lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros
estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”.
Los discípulos no entendían en aquel momento
que Jesús tenía que morir y luego resucitar, para con su muerte y resurrección
abrirnos las puertas a la vida eterna. Antes de la última cena se los había
dicho y tampoco lo habían comprendido: “Les aseguro que si el grano de trigo
que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn
12,24).
¡Cuántas veces en nuestras vidas no podemos
“ver” a Jesús en medio de la oscuridad que nos rodea! ¡Cuántas veces sentimos
ese vacío, esa ausencia! Pero cuando tenemos la certeza de que si perseveramos
en la oración, “dentro de poco” volveremos a verlo y “nuestra tristeza se
convertirá en alegría”, nos sentimos consolados. Para eso tenemos que creer en
Jesús y creerle a Jesús. Porque para Él no hay desierto ni abismo que no pueda
conquistar.
Marcos continúa presentándonos las parábolas
de Jesús relacionadas con el Reino. Al igual que ayer, en la lectura evangélica
de hoy (Mc 4,26-34) nos presenta dos de ellas, ambas relacionadas con la agricultura.
Jesús desarrolló su ministerio en una cultura acostumbrada a la siembra, que
podía relacionarse con el lenguaje de la agricultura. De nuevo encontramos a
Jesús enseñando con parábolas, utilizando vivencias que les resultaban
familiares a los que escuchaban. “Con muchas parábolas parecidas les exponía la
palabra, acomodándose a su entender”.
En la primera de las parábolas Jesús compara
el Reino de Dios con una semilla que se siembra en la tierra y, sin que el campesino
sepa cómo, desde el mismo momento en que la siembra, comienzan a ocurrir una
serie de maravillas, allí, en lo oculto, bajo la tierra. Y cuando él se
levanta, encuentra que la semilla ha germinado. Un verdadero misterio. Una vez
siembra la semilla ya no depende de él; las fuerzas ocultas de la naturaleza
toman su curso, y “la tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los
tallos, luego la espiga, después el grano”. Finalmente llega el momento de la
cosecha, “Se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Pero si no siembra,
nunca va a cosechar.
Así es el Reino de Dios, como una semilla viva
que hay que sembrar. No nos podemos cruzar de brazos. Hay que sembrar, hay que
arriesgarse. Y el campo en que hemos de sembrarla son las almas de los que nos escuchan
anunciar ese Reino. ¡Tenemos que sembrar! Tenemos que confiar en que esa
semilla va a ir geminando lentamente, oculta en lo más profundo de las almas.
Al igual que la semilla de la parábola, una vez la sembramos ya no depende de
nosotros. La Palabra de Dios y el anuncio del Reino tienen una fuerza y poder
misteriosos que harán germinar esa semilla de una u otra manera. Pero ¡tenemos
que atrevernos a sembrar! Si no sembramos no podemos cosechar. Del mismo modo
que el campesino confía en las fuerzas de la naturaleza al sembrar su semilla,
así tenemos que confiar nosotros en la Fuerza de la Palabra de Dios para hacer
germinar los frutos del anuncio del Reino.
La segunda parábola que nos presenta la
lectura de hoy, la del grano de mostaza, nos apunta a que no importa cuán
pequeña sea la semilla que sembremos, tiene el potencial de crecer como la más
grande de las hortalizas, “y echar ramas tan grandes que los pájaros pueden
cobijarse y anidar en ellas”.
A veces nos cohibimos de sembrar pensando que
nuestra “semilla” es pequeña, no nos atrevemos a anunciar el Reino de Dios,
porque “tenemos poco que decir”. Ninguna semilla es demasiado pequeña. Si hemos
recibido la Palabra de Dios anunciando el Reino, tan solo tenemos que
arriesgarnos, atrevernos a regar la semilla. No olvidemos que esa Palabra tiene
poder creador, capaz de hacerla germinar aún en las condiciones más
desfavorables. Entonces nos sorprenderemos cuando ese anuncio, al parecer
insignificante, “echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y
anidar en ellas”. El mensaje de Jesús es consistente: “Vayan por todo el mundo,
anuncien la Buena Noticia a toda la creación”.
El evangelio que nos propone la liturgia de
hoy (Mt 13,24-30), nos presenta otra de las parábolas del Reino: la parábola de
la cizaña. Y al igual que hizo con la parábola del sembrador que leyéramos el miércoles
de esta semana, que la explicó en el evangelio del viernes, Él mismo va a
explicar esta parábola a sus discípulos en la lectura evangélica del martes
próximo (Mt 13,36-43): “El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre;
el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña
son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la
cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se
arranca la cizaña y se quema: así será el fin del tiempo: el Hijo del Hombre
enviará a sus ángeles y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y
malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar
de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre”.
Resulta claro que el mensaje que Jesús quiere
transmitir a través de esta parábola es de naturaleza escatológica, es decir,
relacionada con el final de los tiempos y el juicio final que ha de venir
entonces. Jesús es consciente de nuestra debilidad, de nuestra inclinación al
pecado. Sabe que el maligno va a estar constantemente al acecho (Cfr. 1 Pe 5,8), como la yerba mala que
trata de ahogar la buena cosecha. Por eso cuando los ángeles, encargados de
hacer cumplir la sentencia del juicio final, le preguntan al “Hijo del Hombre”
si arrancan la cizaña, este les contesta que no, porque pueden, sin querer,
arrancar también el trigo.
Cuando Jesús hablaba en parábolas a los de su
tiempo, lo hacía en un lenguaje que ellos entendían, y los que saben de siembra
y cosecha de trigo saben que aunque al principio el trigo y la cizaña crecen
más o menos a la misma altura, eventualmente el trigo crece mucho más alto, lo
que permite que los obreros al cortar con su hoz no confundan la espiga del
trigo con la de la cizaña.
Así mismo ocurrirá al final de los tiempos con
los que escuchen la palabra del Padre y la pongan en práctica; descollarán por
encima de los que se dejen seducir por el Maligno. Entonces vendrán los ángeles
del Señor “y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los
arrojarán al horno encendido”. Y “los justos brillarán como el sol en el Reino
de su Padre”.
Esta parábola nos presenta otra característica
de Jesús: su infinita paciencia. Contrario al Mesías justiciero que esperaban
los judíos, que vendría a “castigar” a los “malos” (los enemigos del pueblo
escogido, los “paganos”), Jesús se mezcla con ellos, los invita a su mesa, y
tiene con ellos la misma paciencia que tuvo Yahvé para con su pueblo a lo largo
de toda su historia, tolerando y perdonando todas sus infidelidades.
Hoy Jesús nos pregunta: Y tú, ¿eres trigo o
cizaña? Si somos trigo, brillaremos “como el sol en el Reino del Padre”. Si optamos
por ser cizaña, entonces “será el llanto y el rechinar de dientes”… Jesús nos
llama, pero no nos obliga (Ap 3,20). Y no se cansa de esperar.
Como primera lectura para hoy (Ex 20,1-17) la
liturgia nos regala el decálogo, lo que podríamos llamar el texto fundamental de
la Alianza entre Dios y su pueblo, dada por Dios a Moisés en el monte Sinaí (de
ahí que se le llame la “Alianza del Sinaí”). La breve lectura de hoy es el
comienzo de una recitación más detallada de la Ley que se recoge en los
capítulos 20 al 23 del libro del Éxodo.
Los primeros tres mandamientos se refieren a
nuestra relación con Dios, comenzando con el más importante: “No tendrás otros
dioses frente a mí”. Los restantes siete establecen las normas de convivencia
con nuestro prójimo.
Ese decálogo (palabra que quiere decir
literalmente: “diez palabras”) es la base de toda la ley y la fe
judeo-cristiana. Y los preceptos de ley, los mandamientos contenidos en el
mismo, son tan válidos y vigentes hoy como lo fueron para aquellos israelitas.
No queremos continuar sin antes resaltar las
palabras de Dios que sirven de preámbulo a los mandamientos: “Yo soy el Señor,
tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud”. Nos está recordando que es
un Dios que se compadece de su pueblo, que lo cuida, lo protege (Cfr. Ex 3,7-10). Si los sacó de la
esclavitud, no puede venir ahora a oprimirlo con cargas pesadas. Los
mandamientos no pretenden, por tanto, quitarnos la libertad. Por contrario, al
aceptar sus preceptos estamos ejercitando nuestra libertad para adherirnos a
los mismos y de ese modo llevar una vida digna y agradable a los ojos de Dios,
y en armonía con nuestro prójimo y nosotros mismos.
Más adelante, Jesús nos reiterará la
importancia y la vigencia de los mandamientos (Mt 5, 17-19), con un ingrediente
adicional que les da sentido, que se convierte en una motivación para vivirlos:
el Amor que se recoge en el Sermón de la Montaña. “Amaos los unos a los otros
como yo os he amado” (Jn 13,34). O como dirá más adelante san Pablo: “El que
ama al prójimo ha cumplido la ley” (Rm 13,8). Les invito a repasar la segunda
sección de la tercera parte del Catecismo de la Iglesia Católica, en donde el
Magisterio de la Iglesia nos explica la vigencia e importancia de los diez
mandamientos.
La lectura evangélica de hoy (Mt 13,18-23) es
la explicación que Jesús da a sus discípulos de la parábola del sembrador. Es
como si Jesús hiciera una “homilía” sobre su Palabra para beneficio de sus
discípulos.
Pero nos llama la atención un detalle que Jesús
no explica en ese momento, y suscita una pregunta: ¿Por qué el “sembrador”
(Dios) “desperdicia” la semilla regándola en toda clase de terreno, y hasta
fuera del terreno (a la orilla del camino)? ¿No sería más lógico que sembrara
en el terreno bueno, como lo haría un buen sembrador? La contestación es
sencilla: Él quiere que todos nos salvemos (Cfr.
1 Tm 2,4; 2 Pe 3,9), por eso hace llover (siembra) su Palabra (semilla) sobre
malos y buenos (tierra mala y buena) – (Cfr.
Mt 5,45). El ser tierra mala o buena depende de nosotros.
Eso es lo hermoso de Jesús; Él no te juzga,
tan solo te brinda su amor incondicional. ¿Lo aceptas?
La liturgia de hoy nos presenta como lectura
evangélica (Mt 13,1-9) el comienzo del “discurso parabólico” de Jesús, que
ocupa todo el capítulo 13 del Evangelio según san Mateo e incluye siete
parábolas, las llamadas “parábolas del Reino”.
La primera de esas parábolas, que leemos hoy,
es la “parábola del sembrador”. En esta conocida parábola, un hombre salió a
sembrar y la semilla cayó en cuatro clases de terreno (a la orilla del camino,
en terreno pedregoso, entre zarzas, y en terreno bueno) pero solo la semilla
que cayó en tierra buena dio grano. Esta parábola, que recogen los tres
sinópticos, es una que no requiere un gran ejercicio de hermenéutica para
interpretarla, pues el mismo Jesús se la explica a sus discípulos, según
veremos en la lectura evangélica de este viernes.
A lo largo de todos los relatos evangélicos
encontramos que Jesús enseña utilizando parábolas. El término “parábola” viene
del griego y significa “comparación”. La parábola es, pues, una breve
comparación basada en una experiencia de la vida diaria, que tiene por
finalidad enseñar una verdad espiritual. Jesús vino a predicar los secretos y
las maravillas, los misterios del Reino de Dios. Esos misterios sobrepasan el
entendimiento humano; se refieren a verdades que el hombre no puede descubrir
por sí mismo.
Sin embargo, los galileos sí entendían de
árboles, de pájaros, de animales de labranza, de la tierra, de semillas, de la
siembra y la cosecha y la amenaza de la cizaña, de la pesca. También de las
aves de rapiña, de los rebaños y el peligro de las zorras, de las gallinas y
sus polluelos, etc.
Jesús echa mano de esas experiencias
cotidianas para explicar los secretos y maravillas del Reino de Dios. De ese
modo las parábolas de Jesús trascienden su tiempo y sirven para nosotros hoy,
pues para nosotros resulta más fácil familiarizarnos con las costumbres de la
época de Jesús que tratar de entender por nuestra cuenta los misterios del
Reino. Durante las próximas dos semanas estaremos leyendo estas “parábolas del
Reino”, y a través de ellas, adentrándonos en los misterios del Reino.
Toda la misión de Jesús puede resumirse en una
frase: “Tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he
sido enviado” (Lc 4,43).
Pero el significado de las parábolas solo
puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios,
pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las
personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe
entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe,
“aun lo que tiene se le quitará” (13,12). No es algo que dependa de la
capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer
nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto,
pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al
momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt 11,25).
Señor, ayúdame a ser “tierra buena”, para
recibir en nuestros corazones la Palabra que tu Hijo nos brinda y, entendiendo
sus maravillas, convertirnos en verdaderos ciudadanos el Reino. Por Jesucristo
Nuestro Señor.