¡Aleluya, Aleluya, Aleluya! ¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya! En este corto compartimos una micro-reflexión sobre el significado de la Resurrección del Señor.
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¡Verdaderamente ha resucitado! Aleluya, aleluya, aleluya.
¡Cristo ha resucitado! Ese ha sido nuestro
“grito de batalla”, nuestra exclamación de júbilo durante una semana. Estamos
culminando la Octava de Pascua, esa prolongación litúrgica del júbilo de la
Resurrección que termina mañana. Y la lectura evangélica que nos propone la
liturgia (Mc 16,9-15) es un resumen de las apariciones de Jesús narradas por
los demás evangelistas, el signo positivo de que Jesús está vivo. Habiendo sido
el relato de Marcos cronológicamente el primero en escribirse, algunos exégetas
piensan que esta parte del relato no fue escrita por Marcos, sino añadida
posteriormente en algún momento durante los siglos I y II, tal vez para
sustituir un fragmento perdido del relato original. Otros, por el contrario,
aluden a una fuente designada como “Q”, de la cual los sinópticos se nutrieron.
El pasaje comienza con la aparición a María
Magdalena, continúa con la aparición a los caminantes de Emaús, y culmina con
la aparición a los Once “cuando estaban a la mesa” (de nuevo el símbolo eucarístico).
El autor subraya la incredulidad de los Once ante el anuncio de María Magdalena
y los de Emaús. Tal vez quiera enfatizar que los apóstoles no eran personas que
se creían cualquier cuento, que su fe no se consolidó hasta que tuvieron el
encuentro con el Resucitado. Ese detalle le añade credibilidad al hecho de la
Resurrección. Algo extraordinario tiene que haber ocurrido que les hizo cambiar
de opinión y encendió en ellos la fe Pascual.
Termina con la última exhortación de Jesús a
sus discípulos (y a nosotros): “ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a
toda la creación”.
Esa fe Pascual, avivada por el evento de
Pentecostés, es la que brinda a los apóstoles la valentía para enfrentar a las
autoridades judías en la primera lectura (Hc 4,13-21) de hoy, que es
continuación de la de ayer en la que habían pasado la noche en la cárcel por
predicar la resurrección de Jesús en cuyo nombre obraban milagros y anunciaban
la Buena Noticia del Reino, siguiendo el mandato de Jesús de ir al mundo entero
y proclamar el Evangelio a toda la creación.
Confrontados con sus acusadores, quienes
intentaban prohibirle “predicar y enseñar el nombre de Jesús”, Pedro, lleno del
Espíritu Santo, proclamó: “Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos
visto y oído”. Recordemos las palabras de Jesús al concluir el relato de la
aparición de Jesús en medio de ellos en el Evangelio del jueves (Lc 24,35-48),
en el que concluye diciendo: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá,
resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la
conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por
Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto”.
Concluye la primera lectura diciendo que “no
encontraron la manera de castigarlos, porque el pueblo entero daba gloria a
Dios por lo sucedido”. El poder de la Palabra, “más cortante que espada de
doble filo” (Hb 4,2). Imposible de resistir…
Durante esta semana hemos estado celebrando la
Resurrección de Jesús. No se trata de un acontecimiento del pasado; se trata de
un acontecimiento presente, tan real como lo fue para los Once y los demás
discípulos. Y como Pedro en la primera lectura, estamos llamados a ser
testigos. ¡Jesús vive; verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya, aleluya,
aleluya!
¡Aleluya, Aleluya,
Aleluya! ¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya!
Tan solo había adentro “las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”.
“¿Qué has visto de camino, María, en la
mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos,
sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!” (de la
Secuencia para la liturgia del Domingo de la Resurrección del Señor).
Hoy es el día más importante en la liturgia de
la Iglesia. Celebramos el acontecimiento más importante en la historia de la
humanidad. Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho el regalo de la Resurrección,
que hace realidad la promesa de vida eterna. “Si Cristo no hubiera resucitado,
vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14). La Resurrección, y el encuentro con el
Resucitado, fueron los eventos que hicieron comprender a los apóstoles todo lo
que el Señor les había anunciado pero que ellos no habían comprendido a
cabalidad.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para este día (Jn 20,1-9), es la versión de Juan de lo ocurrido en la
mañana gloriosa de aquél domingo en que Jesús resucitó. El pasaje nos muestra a
María Magdalena llegando al sepulcro de madrugada y encontrando quitada la
lápida del sepulcro. Inmediatamente dio razón del acontecimiento a Pedro y al
“discípulo a quien tanto quería Jesús”, quienes salieron corriendo hacia el
sepulcro. El segundo, que era más joven llegó primero y esperó que Pedro
llegara y entrara primero en la tumba vacía; tan solo había adentro “las vendas
en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo
con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”. Leí en algún lugar una vez,
que en aquél tiempo cuando un artesano itinerante (como lo era Jesús) terminaba
su labor, se quitaba el delantal de trabajo y lo enrollaba; así el que le había
contratado sabía que había terminado. Jesús había culminado la labor que le
había encomendado el Padre; se había entregado por nosotros y por nuestra
salvación. Y como signo de ello, se quitó el sudario y lo enrolló…
Nos dice la Escritura que luego entró el más
joven, “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él
había de resucitar de entre los muertos”. El sepulcro vacío es el llamado
“signo negativo” de la resurrección de Jesús, que junto al “signo positivo”, es
decir, las apariciones, constituyen prueba irrefutable de que Jesús en efecto
ha resucitado.
Debemos recordar, por otro lado, que Jesús
resucitó con un cuerpo glorificado. Un misterio que no comprenderemos hasta que
tengamos la misma experiencia en el día
final, cuando entremos junto a Él en la Jerusalén celestial. Por eso podía
atravesar paredes (Jn 20,19) y al mismo tiempo comer (Lc 24, 30-31; Jn 21,
5.12-23), y por eso no todos podían verlo; solo aquellos a quienes Él se lo
permitía. Así lo vemos en la primera lectura de hoy (Hc 10,34a.37-43): “Dios lo
resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los
testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él
después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio
de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos”.
Hoy celebramos el evento más importante de la
historia de la salvación, la culminación del Misterio Pascual de Jesús, quien
venciendo la muerte nos liberó que la esclavitud, haciendo posible su promesa
de vida eterna para todo el que crea en Él (Jn 11, 25b-26). La fe nos permite
participar y ser testigos de la Resurrección. Por eso en la liturgia
eucarística exclamamos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”.
Señor, resucita en mi corazón, para que yo
también pueda ser testigo de esa gloriosa Resurrección que celebramos hoy.
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
“María mantuvo la cabeza en alto con la certeza de que iba a verlo nuevamente; que su hijo iba a resucitar”.
Hoy, Sábado Santo, no hay liturgia; por eso no
hay lecturas. Durante el día de hoy tampoco se celebra la Eucaristía. La
Iglesia nos brinda la oportunidad de continuar en silencio contemplando a Jesús
muerto. Con la Vigilia Pascual que celebramos en la noche se inaugura el Tiempo
Pascual.
Las Normas Litúrgico-Pastorales para el Sábado
Santo, haciendo referencia a la Carta Circular sobre la preparación y celebración
de las fiestas pascuales, establecen que durante el Sábado Santo la Iglesia
permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte y su
descenso a los infiernos, y esperando, en la oración y el ayuno, su
Resurrección. Por eso se aconseja prolongar durante ese día el “sagrado ayuno
pascual” que se practicó ayer.
Hoy es un día lleno de emociones encontradas,
en el cual lloramos la muerte de Jesús, pero a la vez estamos en la espera
ansiosa de su gloriosa Resurrección y la alegría que experimentaremos al
escuchar el Pregón Pascual.
Durante aquél primer Sábado Santo, mientras
todos se dispersaron confundidos, como ovejas sin pastor, ante la muerte de
Jesús, solo una persona mantuvo su fe incólume con la certeza de que si Jesús
había dicho que resucitaría al tercer día, iba de hecho a resucitar: su Madre
María. Ese día, dentro del profundo dolor que le causó la pérdida de su Hijo, en
el mismo momento que corrieron la piedra que serviría de lápida al sepulcro, comenzó
para la María lo que yo llamo su “segundo Adviento”. Aquí se pone de manifiesto
la fe inquebrantable de María en su Hijo, de quien ella tiene la certeza de que
es Dios.
Tuvimos un párroco que decía que tal era la
certeza de María de que su Hijo iba a resucitar, que cuando finalmente abandonó
el sepulcro, mientras todos seguían preguntándose qué iba a pasar ahora que
Jesús había muerto, ella se fue a su casa a limpiarla y disponer todo para
cuando su Hijo regresara. De hecho, si examinamos los relatos sobre la
resurrección, encontraremos que su madre no estaba entre las mujeres piadosas
que fueron al sepulcro para terminar de embalsamar a Jesús. Algunos se
preguntan por qué. La contestación es obvia: ¿Cómo iba a ir su Madre a
embalsamarlo, cuando estaba esperando su Resurrección? Y aunque las Escrituras
tampoco lo dicen, yo también tengo la certeza de que Jesús fue a visitar a su
Madre antes que a sus discípulos.
Como sabemos, la liturgia dedica los sábados a María. Santo Tomás nos dice que esto se debe a que en ese primer Sábado Santo solo ella tenía fe absoluta en el Redentor, y en ella descansó la fe de toda la Iglesia entre la muerte y resurrección de Jesús. Por eso la Iglesia también nos la propone como modelo de fe para todos los creyentes.
Te invitamos a ver y escuchar el Sermón de la soledaden nuestro canal de You Tube, Dela mano de María TV, pulsando el enlace sobre el título.
Hoy es un buen día para continuar meditando
sobre el santo sacrificio de la Cruz ofrecido de una vez y por todas por
nuestra salvación y la del mundo entero, mientras nos preparamos para la “Gran
Noche”, cuando cantaremos el Aleluya anunciado la gloriosa Resurrección de
Nuestro Salvador, que culminó su Misterio Pascual.
“ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”.
¡Cristo ha resucitado! Ese ha sido nuestro
“grito de batalla”, nuestra exclamación de júbilo durante una semana. Estamos
culminando la Octava de Pascua, esa prolongación litúrgica del júbilo de la
Resurrección que termina mañana. Y la lectura evangélica que nos propone la
liturgia (Mc 16,9-15) es un resumen de las apariciones de Jesús narradas por
los demás evangelistas, el signo positivo de que Jesús está vivo. Habiendo sido
el relato de Marcos cronológicamente el primero en escribirse, algunos exégetas
piensan que esta parte del relato no fue escrita por Marcos, sino añadida
posteriormente en algún momento durante los siglos I y II, tal vez para
sustituir un fragmento perdido del relato original. Otros, por el contrario,
aluden a una fuente designada como “Q”, de la cual los sinópticos se nutrieron.
El pasaje comienza con la aparición a María
Magdalena, continúa con la aparición a los caminantes de Emaús, y culmina con
la aparición a los Once “cuando estaban a la mesa” (de nuevo el símbolo eucarístico).
El autor subraya la incredulidad de los Once ante el anuncio de María Magdalena
y los de Emaús. Tal vez quiera enfatizar que los apóstoles no eran personas que
se creían cualquier cuento, que su fe no se consolidó hasta que tuvieron el
encuentro con el Resucitado. Ese detalle le añade credibilidad al hecho de la
Resurrección. Algo extraordinario tiene que haber ocurrido que les hizo cambiar
de opinión y encendió en ellos la fe Pascual.
Termina con la última exhortación de Jesús a
sus discípulos (y a nosotros): “ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a
toda la creación”.
Esa fe Pascual, avivada por el evento de
Pentecostés, es la que brinda a los apóstoles la valentía para enfrentar a las
autoridades judías en la primera lectura (Hc 4,13-21) de hoy, que es
continuación de la de ayer en la que habían pasado la noche en la cárcel por
predicar la resurrección de Jesús en cuyo nombre obraban milagros y anunciaban
la Buena Noticia del Reino, siguiendo el mandato de Jesús de ir al mundo entero
y proclamar el Evangelio a toda la creación.
Confrontados con sus acusadores, quienes
intentaban prohibirle “predicar y enseñar el nombre de Jesús”, Pedro, lleno del
Espíritu Santo, proclamó: “Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos
visto y oído”. Recordemos las palabras de Jesús al concluir el relato de la
aparición de Jesús en medio de ellos en el Evangelio del jueves (Lc 24,35-48),
en el que concluye diciendo: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá,
resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la
conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por
Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto”.
Concluye la primera lectura diciendo que “no
encontraron la manera de castigarlos, porque el pueblo entero daba gloria a
Dios por lo sucedido”. El poder de la Palabra, “más cortante que espada de
doble filo” (Hb 4,2). Imposible de resistir…
Durante esta semana hemos estado celebrando la
Resurrección de Jesús. No se trata de un acontecimiento del pasado; se trata de
un acontecimiento presente, tan real como lo fue para los Once y los demás
discípulos. Y como Pedro en la primera lectura, estamos llamados a ser
testigos. ¡Jesús vive; verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya, aleluya,
aleluya!
Tan solo había adentro “las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”.
¡Aleluya, Aleluya,
Aleluya! ¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya!
“¿Qué has visto de camino, María, en la
mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos,
sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!” (de la
Secuencia para la liturgia del Domingo de la Resurrección del Señor).
Hoy es el día más importante en la liturgia de
la Iglesia. Celebramos el acontecimiento más importante en la historia de la
humanidad. Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho el regalo de la Resurrección,
que hace realidad la promesa de vida eterna. “Si Cristo no hubiera resucitado,
vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14). La Resurrección, y el encuentro con el
Resucitado, fueron los eventos que hicieron comprender a los apóstoles todo lo
que el Señor les había anunciado pero que ellos no habían comprendido a
cabalidad.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para este día (Jn 20,1-9), es la versión de Juan de lo ocurrido en la
mañana gloriosa de aquél domingo en que Jesús resucitó. El pasaje nos muestra a
María Magdalena llegando al sepulcro de madrugada y encontrando quitada la
lápida del sepulcro. Inmediatamente dio razón del acontecimiento a Pedro y al
“discípulo a quien tanto quería Jesús”, quienes salieron corriendo hacia el
sepulcro. El segundo, que era más joven llegó primero y esperó que Pedro
llegara y entrara primero en la tumba vacía; tan solo había adentro “las vendas
en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo
con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”. Leí en algún lugar una vez,
que en aquél tiempo cuando un artesano itinerante (como lo era Jesús) terminaba
su labor, se quitaba el delantal de trabajo y lo enrollaba; así el que le había
contratado sabía que había terminado. Jesús había culminado la labor que le
había encomendado el Padre; se había entregado por nosotros y por nuestra
salvación. Y como signo de ello, se quitó el sudario y lo enrolló…
Nos dice la Escritura que luego entró el más
joven, “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él
había de resucitar de entre los muertos”. El sepulcro vacío es el llamado
“signo negativo” de la resurrección de Jesús, que junto al “signo positivo”, es
decir, las apariciones, constituyen prueba irrefutable de que Jesús en efecto
ha resucitado.
Debemos recordar, por otro lado, que Jesús
resucitó con un cuerpo glorificado. Un misterio que no comprenderemos hasta que
tengamos la misma experiencia en el día
final, cuando entremos junto a Él en la Jerusalén celestial. Por eso podía
atravesar paredes (Jn 20,19) y al mismo tiempo comer (Lc 24, 30-31; Jn 21,
5.12-23), y por eso no todos podían verlo; solo aquellos a quienes Él se lo
permitía. Así lo vemos en la primera lectura de hoy (Hc 10,34a.37-43): “Dios lo
resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los
testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él
después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio
de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos”.
Hoy celebramos el evento más importante de la
historia de la salvación, la culminación del Misterio Pascual de Jesús, quien
venciendo la muerte nos liberó que la esclavitud, haciendo posible su promesa
de vida eterna para todo el que crea en Él (Jn 11, 25b-26). La fe nos permite
participar y ser testigos de la Resurrección. Por eso en la liturgia
eucarística exclamamos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”.
Señor, resucita en mi corazón, para que yo
también pueda ser testigo de esa gloriosa Resurrección que celebramos hoy.
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
“María mantuvo la cabeza en alto con la certeza de que iba a verlo nuevamente; que su hijo iba a resucitar”.
Hoy, Sábado Santo, no hay liturgia; por eso no
hay lecturas. Con la Vigilia Pascual que celebraremos en la noche se inaugura
el Tiempo Pascual.
Hoy es un día lleno de emociones encontradas,
en el cual lloramos la muerte de Jesús, pero a la vez estamos en la espera
ansiosa de su gloriosa Resurrección y la alegría que experimentaremos esta
noche al escuchar el Pregón Pascual. Dentro de este marco, les invito a centrar
nuestra atención en la que podríamos llamar la protagonista de este día.
Durante aquél primer Sábado Santo, mientras
todos se dispersaron confundidos como ovejas sin pastor ante la muerte de
Jesús, solo una persona mantuvo su fe incólume con la certeza de que, si Jesús
había dicho que resucitaría al tercer día, iba a resucitar: su Madre María.
Vio a su hijo siendo clavado en una Cruz; vio
cuando lo bajaron de la Cruz y lo recibió en su regazo. Sabía que lo que tenía
en sus brazos era un cadáver, pero lo adoraba como al Dios que era, al Dios que
ella tenía la certeza que iba a resucitar. Toda esta demostración de fe se
confirmó luego a María con la gloriosa resurrección de Cristo que culminó su
Misterio Pascual.
La tradición coloca a María, primero dentro
del sepulcro, y luego después de cerrada la piedra que lo cubría. Por eso, dentro
de toda la tristeza indescriptible de la Pasión, muerte y entierro de su hijo,
María mantuvo la cabeza en alto con la certeza de que iba a verlo nuevamente;
que su hijo iba a resucitar.
Ese día, dentro del profundo dolor que le
causó la pérdida de su Hijo, en el mismo momento que corrieron la piedra que
serviría de lápida al sepulcro, comenzó para la María lo que yo llamo su
“segundo Adviento”. Aquí se pone de manifiesto la fe inquebrantable de María en
su Hijo, de quien ella tiene la certeza de que es Dios.
Si examinamos los relatos sobre la
resurrección, encontraremos que su madre no estaba entre las mujeres piadosas
que fueron al sepulcro para terminar de embalsamar a Jesús. Algunos se
preguntan por qué. La contestación es obvia: ¿Cómo iba a ir su Madre a
embalsamarlo, cuando estaba esperando su Resurrección?
Como sabemos, la liturgia dedica los sábados a
María. Santo Tomás nos dice que esto se debe a que en ese primer Sábado Santo
solo ella tenía fe absoluta en el Redentor, y en ella descansó la fe de toda la
Iglesia entre la muerte y resurrección de Jesús. Por eso la Iglesia también nos
la propone como modelo de fe para todos los creyentes.
Esa fe inquebrantable, esa certeza absoluta de
que su hijo iba a resucitar, es tal vez la lección más grande que podemos
obtener de María.
Hoy es un buen día para continuar meditando
sobre el santo sacrificio de la Cruz ofrecido de una vez y por todas por
nuestra salvación y la del mundo entero, mientras nos preparamos para la “Gran
Noche”, cuando cantaremos el Aleluya anunciado la gloriosa Resurrección de
Nuestro Salvador, que culminó su Misterio Pascual.
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación».
¡Cristo ha resucitado! Ese ha sido nuestro “grito de batalla”, nuestra exclamación de júbilo durante una semana. Estamos culminando la Octava de Pascua, esa prolongación litúrgica del júbilo de la Resurrección que termina mañana. Y la lectura evangélica que nos propone la liturgia (Mc 16,9-15) es un resumen de las apariciones de Jesús narradas por los demás evangelistas, el signo positivo de que Jesús está vivo. Habiendo sido el relato de Marcos cronológicamente el primero en escribirse, algunos exégetas piensan que esta parte del relato no fue escrita por Marcos, sino añadida posteriormente en algún momento durante los siglos I y II, tal vez para sustituir un fragmento perdido del relato original. Otros, por el contrario, aluden a una fuente designada como “Q”, de la cual los sinópticos se nutrieron.
El pasaje comienza con la aparición a María
Magdalena, continúa con la aparición a los caminantes de Emaús, y culmina con
la aparición a los Once “cuando estaban a la mesa” (de nuevo el símbolo eucarístico).
El autor subraya la incredulidad de los Once ante el anuncio de María Magdalena
y los de Emaús. Tal vez quiera enfatizar que los apóstoles no eran personas que
se creían cualquier cuento, que su fe no se consolidó hasta que tuvieron el
encuentro con el Resucitado. Ese detalle le añade credibilidad al hecho de la
Resurrección. Algo extraordinario tiene que haber ocurrido que les hizo cambiar
de opinión y encendió en ellos la fe Pascual.
Termina con la última exhortación de Jesús a
sus discípulos (y a nosotros): “ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a
toda la creación”.
Esa fe Pascual, avivada por el evento de
Pentecostés, es la que brinda a los apóstoles la valentía para enfrentar a las
autoridades judías en la primera lectura (Hc 4,13-21) de hoy, que es
continuación de la de ayer en la que habían pasado la noche en la cárcel por
predicar la resurrección de Jesús en cuyo nombre obraban milagros y anunciaban
la Buena Noticia del Reino. Ello, siguiendo el mandato de Jesús de ir al mundo
entero y proclamar el Evangelio a toda la creación.
Confrontados con sus acusadores, quienes
intentaban prohibirle “predicar y enseñar el nombre de Jesús”, Pedro, lleno del
Espíritu Santo, proclamó: “Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos
visto y oído”. Recordemos las palabras de Jesús al concluir el relato de la
aparición de Jesús en medio de ellos en el Evangelio del jueves (Lc 24,35-48),
en el que concluye diciendo: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá,
resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la
conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por
Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto”.
Concluye la primera lectura diciendo que “no
encontraron la manera de castigarlos, porque el pueblo entero daba gloria a
Dios por lo sucedido”. El poder de la Palabra, “más cortante que espada de
doble filo” (Hb 4,2). Imposible de resistir…
Durante esta semana hemos estado celebrando la
Resurrección de Jesús. No se trata de un acontecimiento del pasado; se trata de
un acontecimiento presente, tan real como lo fue para los Once y los demás
discípulos. Y como Pedro en la primera lectura, estamos llamados a ser
testigos. ¡Jesús vive; verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya, aleluya,
aleluya!
Sabía que lo que tenía en sus brazos era un cadáver, pero lo adoraba como al Dios que era, al Dios que ella tenía la certeza que iba a resucitar.
Hoy, Sábado Santo, no hay liturgia; por eso no hay lecturas. Con la Vigilia Pascual que celebraremos en la noche se inaugura el Tiempo Pascual.
Hoy es un día lleno de emociones encontradas, en el cual lloramos la muerte de Jesús, pero a la vez estamos en la espera ansiosa de su gloriosa Resurrección y la alegría que experimentaremos esta noche al escuchar el Pregón Pascual. Dentro de este marco, les invito a centrar nuestra atención en la que podríamos llamar la protagonista de este día.
Durante aquél primer Sábado Santo, mientras
todos se dispersaron confundidos como ovejas sin pastor ante la muerte de
Jesús, solo una persona mantuvo su fe incólume con la certeza de que si Jesús
había dicho que resucitaría al tercer día, iba a resucitar: su Madre María.
Vio a su hijo siendo clavado en una Cruz; vio
cuando lo bajaron de la Cruz y lo recibió en su regazo. Sabía que lo que tenía
en sus brazos era un cadáver, pero lo adoraba como al Dios que era, al Dios que
ella tenía la certeza que iba a resucitar. Toda esta demostración de fe se
confirmó luego a María con la gloriosa resurrección de Cristo que culminó su
Misterio Pascual.
La tradición coloca a María, primero dentro
del sepulcro, y luego después de cerrada la piedra que lo cubría. Por eso, dentro
de toda la tristeza indescriptible de la Pasión, muerte y entierro de su hijo,
María mantuvo la cabeza en alto con la certeza de que iba a verlo nuevamente;
que su hijo iba a resucitar.
Ese día, dentro del profundo dolor que le
causó la pérdida de su Hijo, en el mismo momento que corrieron la piedra que
serviría de lápida al sepulcro, comenzó para la María lo que yo llamo su
“segundo Adviento”. Aquí se pone de manifiesto la fe inquebrantable de María en
su Hijo, de quien ella tiene la certeza de que es Dios.
Si examinamos los relatos sobre la
resurrección, encontraremos que su madre no estaba entre las mujeres piadosas
que fueron al sepulcro para terminar de embalsamar a Jesús. Algunos se
preguntan por qué. La contestación es obvia: ¿Cómo iba a ir su Madre a
embalsamarlo, cuando estaba esperando su Resurrección?
Como sabemos, la liturgia dedica los sábados a
María. Santo Tomás nos dice que esto se debe a que en ese primer Sábado Santo
solo ella tenía fe absoluta en el Redentor, y en ella descansó la fe de toda la
Iglesia entre la muerte y resurrección de Jesús. Por eso la Iglesia también nos
la propone como modelo de fe para todos los creyentes.
Esa fe inquebrantable, esa certeza absoluta de
que su hijo iba a resucitar, es tal vez la lección más grande que podemos
obtener de María.
Hoy es un buen día para continuar meditando
sobre el santo sacrificio de la Cruz ofrecido de una vez y por todas por
nuestra salvación y la del mundo entero, mientras nos preparamos para la “Gran
Noche”, cuando cantaremos el Aleluya anunciado la gloriosa Resurrección de
Nuestro Salvador, que culminó su Misterio Pascual.
El Tiempo de Adviento es un tiempo de preparación, sus
distintos símbolos nos encaminan hacia la Navidad, las velas nos recuerdan que
debemos estar vigilantes ante la llegada de Jesús. Sin embargo, desde el punto
de vista litúrgico, surge la siguiente duda: ¿se canta el Aleluya y el Gloria
durante estas cuatro semanas que dura el Adviento? Lo explicaremos a
continuación.
El Aleluya es una aclamación que precede a la proclamación del Evangelio, y no se omite durante el Tiempo de Adviento. Esta aclamación refleja alegría ante la Buena Noticia (Evangelio) que está por proclamarse (sólo en el Tiempo de Cuaresma, el Aleluya no se canta; se sustituye por otro canto que no contenga dicha palabra).
El canto del Gloría sí se omite durante el Tiempo de Adviento, excepto en dos casos: para la Solemnidad de la Inmaculada Concepción (08 de diciembre) y para la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe (12 de diciembre, solemnidad en México). Se vuelve a entonar hasta en la Misa de nochebuena, el 24 de diciembre.
Recordemos que en la misa y en los demás sacramentos, cada
canto tiene su sentido y su lugar. Es de suma importancia formarnos en el tema
de música litúrgica, sólo así le daremos a cada celebración y a cada Tiempo
litúrgico el sentido que merece.