En este corto te explicamos por qué celebramos la Natividad de la Santísima Virgen María el 8 de septiembre, y el significado de su nacimiento en la historia de la salvación.
Ya estamos en el umbral de la Navidad, y la liturgia continúa orientándonos hacia ella y preparándonos para la Gran Noche. Se nos ha presentado el poder de Dios que hace posible que mujeres estériles, incluso de edad avanzada, conciban y den a luz hijos que intervendrán en la historia humana para hacer posible la historia de la salvación. María será la culminación: Una criatura nacida de una virgen, un regalo absoluto de Dios, el inicio de una nueva humanidad.
La primera lectura de hoy (1 Sam 1,24-28) nos narra la presentación de Samuel a Elí por parte de su madre Ana, una mujer estéril que había orado para que Dios le concediera el don de la maternidad: “Este niño es lo que yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo cedo al Señor de por vida, para que sea suyo”. Ana está consciente de que ese hijo, producto de la gracia de Dios, no le pertenece. María llevará ese gesto a su máxima expresión al entregar a su Hijo a toda la humanidad. Cuando María dio a luz al Niño Dios lo colocó en un pesebre, en vez de estrecharlo contra su pecho, como sería el instinto de toda madre. Así lo puso a disposición de todos nosotros.
La lectura que se nos presenta como salmo es el llamado Cántico de Ana, tomado también del libro de Samuel (1 Sam 2,1.4-5.6-7). Este es el cántico de alabanza que Ana entona después que entrega y consagra a su hijo al templo. Todos los exégetas reconocen en este cántico de alabanza la inspiración para el hermoso canto del Magníficat, que contemplamos hoy como lectura evangélica (Lc 1,46-56). Este cántico nos demuestra además que no importa cuán “estéril” de buenas obras haya sido nuestra vida, el Señor es capaz de “levantarnos del polvo”, “hacernos sentar entre príncipes” y “heredar el trono de gloria”, pues es Dios quien “da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”. Tan solo tenemos que confiar en Dios y dejarnos llevar por el Espíritu.
Ambas mujeres, María y Ana, reconocen su pequeñez ante Dios. Nos demuestran que si confiamos en el Señor Él obrará maravillas en nosotros; que Dios es el Dios de los pobres, los anawim. En este sentido María representa la culminación de la espera de siglos del pueblo de Israel, especialmente los pobres y los oprimidos; ella es la realización de las promesas que le han mantenido vigilante. Al humillarse ante Dios se ha enaltecido ante Él (Cfr. Lc 14,11).
Cuando María nos dice que “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”, no lo dice por ella misma ni por sus méritos, pues acaba de declararse “esclava” del Señor, sino por las maravillas que el Señor ha obrado en ella. Así mismo lo hará con todo el que escuche Su Palabra y la ponga en práctica. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 123).
Dios no desampara un corazón contrito y humillado (Sal 50). En estos dos días que restan del Adviento, pidamos al Señor la humildad necesaria para que Él fije su mirada en nosotros y haga morada en nuestros corazones, como lo hizo en el de María.
Hasta ahora la liturgia nos ha estado ofreciendo como primera lectura para el tiempo ordinario, pasajes del Antiguo Testamento. A partir de esta 27ma semana, y hasta el final del tiempo ordinario (semana 34), estaremos contemplando lecturas del Nuevo Testamento, comenzando con las cartas de Pablo.
Y como para “despertarnos”, Pablo (Gál 1,6-12) arremete con ira santa contra aquellos falsos pastores que pretenden predicarnos un evangelio distinto al de Jesucristo, adaptando su mensaje a lo que su feligresía quiere escuchar: “Pues bien, si alguien os predica un evangelio distinto del que os hemos predicado –seamos nosotros mismos o un ángel del cielo–, ¡sea maldito! Lo he dicho y lo repito: Si alguien os anuncia un evangelio diferente del que recibisteis, ¡sea maldito! Cuando digo esto, ¿busco la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿Trato de agradar a los hombres? Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Cristo”.
Y es que como hemos dicho en innumerables ocasiones, el mensaje de Cristo tiene unas exigencias que muchos prefieren ignorar, concentrándose en las partes “bonitas”, como si la Cruz no fuera parte integrante de ese mensaje de salvación. “El que quiera seguirme…”
El Evangelio (Lc 10,25-37), por su parte, nos presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta parábola se han escrito “ríos de tinta” (ahora diríamos gigabytes y gigabytes de data). Además de la historia, edificante por demás, que nos presenta la misma, algunos exégetas ven en la compasión del samaritano una imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del samaritano al final de la parábola una especie de prefiguración del retorno de Cristo al final de los tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un reflejo de la historia de la salvación, al igual que en las “parábolas del Reino”.
Hoy nos limitaremos a señalar que el relato está precedido de una discusión sobre el mandamiento más importante: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30-31); mandamiento que recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus hogares en un receptáculo llamado mezuzah, y el mandato sobre el prójimo contenido en Lev 19,18. Jesús llevará este último mandamiento un paso más allá, al pedirnos que amemos a nuestro prójimo, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado (Jn 13,34).
Lo cierto es que este relato nos enfrenta al pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos en nuestros pecados, al hacer un examen de conciencia, pensamos en las actuaciones en que hemos incurrido que resultan ofensivas a Dios. Robar, matar, fornicar, mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar al prójimo que lo necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde, y si me detengo… “Voy a ensuciarme la ropa…”
“En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él; ¿acaso el mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final” Jesús encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse de cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el que pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”
Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).
¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el levita de la parábola!
Hoy celebramos la Fiesta de Nuestra Señora del Carmen, también conocida simplemente como la Virgen del Carmen, Nuestra Señora del Monte Carmelo, Flor del Carmelo, y Stella Maris (Estrella del Mar).
Esta es una de las advocaciones más antiguas, si no la más antigua, de la Virgen María. Deriva su nombre del Monte Carmelo (del hebreo Karmel, o Al-Karem, que quiere decir “jardín”), que se yergue en la costa oriental del Mar Mediterráneo, a la vista del puerto marítimo de Haifa. Fue en este monte que el profeta Elías tuvo la visión de la nube (1 Re 18,44) que pondría fin a la sequía que había azotado la región.
Desde los primeros ermitaños que se establecieron en el Monte Carmelo, se ha interpretado la nube de la visión de Elías (1 Re 18,44) como un símbolo de la Virgen María Inmaculada. Una tradición dice que Elías interpretó la visión de aquella nube como un símbolo de la llegada del Salvador esperado, que nacería de una doncella inmaculada para traer una lluvia de bendiciones. Desde entonces, aquella pequeña comunidad que tenía por hogar el Monte Carmelo, se dedicó a rezar por la que sería madre del Redentor, comenzando así la devoción a Nuestra Señora del Monte Carmelo.
Fue en ese lugar que, en el siglo XII, un grupo de hombres, inspirados por el profeta Elías, fundó la orden de los Carmelitas.
Dijimos que otro nombre por el cual se conoce a la Virgen del Carmen es Estrella del Mar, o Stella Maris. Antes de que existieran las brújulas, ni los medios de navegación electrónicos modernos, los marineros se guiaban por las estrellas. Cuando los sarracenos invadieron el Carmelo, los Carmelitas se vieron obligados a abandonar por un tiempo el monasterio. Otra antigua tradición dice que antes de partir se les apareció la Virgen mientras cantaban el Salve Regina y ella prometió ser para ellos su Estrella del Mar. De aquí la analogía con La Virgen María quien como, estrella del mar, nos guía por las aguas difíciles de la vida hacia el puerto seguro que es Cristo. Por eso también es patrona de marineros, pescadores, y todos los que se hacen a la mar.
En Puerto Rico, por ser fiesta litúrgica, se contemplan las lecturas propias de la celebración.
Como primera lectura se nos presenta el pasaje en que Zacarías (2,14-17) profetiza el jubiloso acontecimiento del nacimiento del Salvador: “Grita de júbilo y alégrate, hija de Sión: porque yo vengo a habitar en medio de ti –oráculo del Señor-”. “Hija de Sión” es uno de los nombres que se le daban en el Antiguo Testamento al pueblo de Dios (en referencia al Monte Sión, centro de la Historia de la Salvación).
Cuando en la Anunciación el ángel saluda a María diciéndole “Alégrate, llena de gracia”, la Virgen está representando al nuevo Pueblo de Dios. Por eso “Hija de Sión” es también uno de los títulos que se dan a Nuestra Señora, invitada por Dios a una gran alegría, que expresa su papel extraordinario de madre del Mesías, convirtiéndose en la mujer que desde antaño veneraban los ermitaños del Monte Carmelo, sin conocer su identidad, pero sí su misión de convertirse en madre del Redentor.
Hoy, en esta celebración de Nuestra Señora, pidámosle que sea nuestra Estrella de Mar que nos dirija al puerto seguro que es su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Hoy celebramos la solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista, patrono de la Arquidiócesis de San Juan, Puerto Rico (y nombre que le dieron a la Isla los colonizadores españoles). La Iglesia habitualmente recuerda el día de la muerte de los santos y santas. Esta fiesta es una de dos excepciones (la otra es la Virgen María, cuyo nacimiento celebramos el 8 de septiembre). Estos dos nacimientos, junto al de Jesús el 25 de diciembre, son los únicos nacimientos que la Iglesia celebra.
Para este día la liturgia nos presenta como primera lectura el “segundo canto del Siervo” del libro del profeta Isaías (49,1-6), uno de los cantos vocacionales más hermosos de la Biblia, y que puede muy bien referirse al llamado particular de cada uno de nosotros.
Cada vez que leo el evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 1,57-66.80), viene a mi mente este pasaje tomado de uno de mis libros favoritos, Te he llamado por tu nombre, de Piet Van Breemen: “Antes de que mis padres escogieran mi nombre, Dios ya lo tenía en su pensamiento. Me llamó por mi nombre, y existí; me dio mi nombre, y gracias a él los demás pueden dirigirse a mí, y yo puedo responder, ser responsable. Dios sigue pronunciando mi nombre, y de ese modo me llama a ponerme incesantemente en marcha, a estar en continuo crecimiento”.
Desde la eternidad, Dios ya nos había pensado y, más aún, sabía nuestro nombre; y ese nombre va atado a una misión que Él mismo ha encomendado a cada uno de nosotros. Por eso somos únicos, irrepetibles; y por eso nuestra misión, aunque parezca sencilla, forma parte de ese plan maestro de Dios que llamamos historia de la salvación.
Ese fue el caso de Juan el Bautista. Al igual que ocurre muchas veces hoy día, pretendían poner al niño el mismo nombre de su padre: Zacarías. Pero Dios tenía otros planes. “¡No! Se va a llamar Juan”, exclamó su madre Isabel, inspirada tal vez por el Espíritu Santo con que María la había contagiado en la Visitación (Lc 1,39-56); el mismo nombre que el Ángel le había anunciado a Zacarías al informarle que su esposa, la que llamaban estéril, iba a dar a luz un hijo. Por eso Zacarías escribe en una tablilla: “Juan es su nombre”; y en cumplimento de lo profetizado por el ángel (1,20) recupera su voz.
El nombre escogido por Dios para el niño, Juan, significa “Dios es propicio” (o misericordioso), y también “Don de Dios”, y apunta a la inminencia e importancia del camino que Juan habrá de preparar: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”, porque Jesús llega (Cfr. Lc 3,4). Cuando Dios piensa nuestro nombre, en el mismo va implícita la misión que tenemos que desempeñar en la vida, es decir nuestra vocación.
En esta solemnidad de San Juan Bautista, pidamos al Señor que nos ayude a discernir cuál es la misión que Él tenía en mente para cada uno de nosotros el día en que nos llamó por nuestro nombre, y existimos…
¡Aleluya, Aleluya,
Aleluya! ¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya!
“¿Qué has visto de camino, María, en la
mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos,
sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!” (de la
Secuencia para la liturgia del Domingo de la Resurrección del Señor).
Hoy es el día más importante en la liturgia de
la Iglesia. Celebramos el acontecimiento más importante en la historia de la
humanidad. Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho el regalo de la Resurrección,
que hace realidad la promesa de vida eterna. “Si Cristo no hubiera resucitado,
vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14). La Resurrección, y el encuentro con el
Resucitado, fueron los eventos que hicieron comprender a los apóstoles todo lo
que el Señor les había anunciado pero que ellos no habían comprendido a
cabalidad.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para este día (Jn 20,1-9), es la versión de Juan de lo ocurrido en la
mañana gloriosa de aquél domingo en que Jesús resucitó. El pasaje nos muestra a
María Magdalena llegando al sepulcro de madrugada y encontrando quitada la
lápida del sepulcro. Inmediatamente dio razón del acontecimiento a Pedro y al
“discípulo a quien tanto quería Jesús”, quienes salieron corriendo hacia el
sepulcro. El segundo, que era más joven llegó primero y esperó que Pedro
llegara y entrara primero en la tumba vacía; tan solo había adentro “las vendas
en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo
con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”. Leí en algún lugar una vez,
que en aquél tiempo cuando un artesano itinerante (como lo era Jesús) terminaba
su labor, se quitaba el delantal de trabajo y lo enrollaba; así el que le había
contratado sabía que había terminado. Jesús había culminado la labor que le
había encomendado el Padre; se había entregado por nosotros y por nuestra
salvación. Y como signo de ello, se quitó el sudario y lo enrolló…
Nos dice la Escritura que luego entró el más
joven, “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él
había de resucitar de entre los muertos”. El sepulcro vacío es el llamado
“signo negativo” de la resurrección de Jesús, que junto al “signo positivo”, es
decir, las apariciones, constituyen prueba irrefutable de que Jesús en efecto
ha resucitado.
Debemos recordar, por otro lado, que Jesús
resucitó con un cuerpo glorificado. Un misterio que no comprenderemos hasta que
tengamos la misma experiencia en el día
final, cuando entremos junto a Él en la Jerusalén celestial. Por eso podía
atravesar paredes (Jn 20,19) y al mismo tiempo comer (Lc 24, 30-31; Jn 21,
5.12-23), y por eso no todos podían verlo; solo aquellos a quienes Él se lo
permitía. Así lo vemos en la primera lectura de hoy (Hc 10,34a.37-43): “Dios lo
resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los
testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él
después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio
de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos”.
Hoy celebramos el evento más importante de la
historia de la salvación, la culminación del Misterio Pascual de Jesús, quien
venciendo la muerte nos liberó que la esclavitud, haciendo posible su promesa
de vida eterna para todo el que crea en Él (Jn 11, 25b-26). La fe nos permite
participar y ser testigos de la Resurrección. Por eso en la liturgia
eucarística exclamamos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”.
Señor, resucita en mi corazón, para que yo
también pueda ser testigo de esa gloriosa Resurrección que celebramos hoy.
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
La liturgia de hoy nos brinda como primera
lectura (Gn 37,3-4.12-13a.17b-28) la historia de José, uno de los doce hijos de
Jacob (Israel). Esta narración tiene el propósito de explicar la procedencia de
la tribu de José y el porqué de su preeminencia sobre las demás tribus. La
historia nos presenta cómo la providencia divina hace que un acto, producto de
la envidia y la maldad de los hermanos de José, desencadene una serie de
eventos que culminan con la salvación del pueblo.
Así, al final de la narración, José dirá a sus
hermanos: “El designio de Dios ha transformado en bien el mal que ustedes
pensaron hacerme, a fin de cumplir lo que hoy se realiza: salvar la vida a un
pueblo numeroso” (Gn 50,20).
Esta historia nos demuestra a nosotros cómo
Dios muchas veces permite que nos sucedan cosas que nos hieren, nos causan
daño, pero con el tiempo descubrimos que todo tenía un propósito. Alguien ha
dicho que “Dios escribe derecho en renglones torcidos”. Es en la prueba, en la mortificación, que nos
purificamos, como el oro en el crisol: “Por eso, ustedes se regocijan a pesar
de las diversas pruebas que deben sufrir momentáneamente: así, la fe de
ustedes, una vez puesta a prueba, será mucho más valiosa que el oro perecedero
purificado por el fuego, y se convertirá en motivo de alabanza, de gloria y de
honor el día de la Revelación de Jesucristo” (1 Pe 1,6-7).
Los hermanos de José lo vendieron por veinte
monedas, y al llevar a cabo ese acto detestable e inmoral, sin saberlo, estaban
contribuyendo a realizar un episodio importante en la historia del pueblo de
Israel y, de paso, al desarrollo de la historia de la salvación; esa que Yahvé
tenía dispuesta desde el principio (Cfr.
Gn 3,15).
Asimismo, cuando meditemos sobre la Pasión de
Nuestro Señor durante la Semana Santa, veremos cómo Jesús también es vendido
por treinta monedas de plata y posteriormente torturado y asesinado. Lo que
aparenta ser una derrota, un fracaso estrepitoso, se convierte en el acto de
amor más sublime en la historia de la humanidad, en la victoria definitiva
sobre el pecado y la muerte, dando paso a nuestra salvación. La “locura de la
cruz”, que cuando la miramos desde la óptica de la fe se convierte en “fuerza
de Dios” (Cfr. 1 Cor 1,18).
José, a quien sus hermanos desecharon, e
incluso conspiraron para matar, se convirtió en la salvación de sus hermanos y
de todo su pueblo. Asimismo Jesús, mediante su Misterio Pascual, se convirtió
en la salvación para toda la humanidad, incluyendo los que no le aman.
“La piedra que desecharon los arquitectos es
ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro
patente” (Sal 118,22; Mt 21,42).
Durante este tiempo de Cuaresma, meditemos
sobre el Misterio Pascual de Jesús y cómo Jesús, por amor, ofrendó su vida para
el perdón de los pecados de toda la humanidad, los cometidos y por cometer. Los
tuyos y los míos.
La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy es la versión de Mateo de la parábola de los “labradores asesinos”. Para una reflexión sobre la versión de Marcos sobre la misma ver: http://delamanodemaria.com/?p=5482.
Ya estamos en el umbral de la Navidad, y la
liturgia continúa orientándonos hacia ella y preparándonos para la Gran Noche.
Se nos ha presentado el poder de Dios que hace posible que mujeres estériles,
incluso de edad avanzada, conciban y den a luz hijos que intervendrán en la
historia humana para hacer posible la historia de la salvación. María será la
culminación: Una criatura nacida de una virgen, un regalo absoluto de Dios, el
inicio de una nueva humanidad.
La primera lectura de hoy (1 Sam 1,24-28) nos
narra la presentación de Samuel a Elí por parte de su madre Ana, una mujer
estéril que había orado para que Dios le concediera el don de la maternidad: “Este
niño es lo que yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo
cedo al Señor de por vida, para que sea suyo”. Ana está consciente de que ese
hijo, producto de la gracia de Dios, no le pertenece. María llevará ese gesto a
su máxima expresión al entregar a su Hijo a toda la humanidad. Cuando María dio
a luz al Niño Dios lo colocó en un pesebre, en vez de estrecharlo contra su
pecho, como sería el instinto de toda madre. Así lo puso a disposición de todos
nosotros.
La lectura que se nos presenta como salmo es
el llamado Cántico de Ana, tomado
también del libro de Samuel (1 Sam 2,1.4-5.6-7). Este es el cántico de alabanza
que Ana entona después que entrega y
consagra a su hijo al templo. Todos los exégetas reconocen en este cántico de
alabanza la inspiración para el hermoso canto del Magníficat, que contemplamos
hoy como lectura evangélica (Lc 1,46-56). Este cántico nos demuestra además que
no importa cuán “estéril” de buenas obras haya sido nuestra vida, el Señor es
capaz de “levantarnos del polvo”, “hacernos sentar entre príncipes” y “heredar
el trono de gloria”, pues es Dios quien “da la muerte y la vida, hunde en el
abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”. Tan solo
tenemos que confiar en Dios y dejarnos llevar por el Espíritu.
Ambas mujeres, María y Ana, reconocen su
pequeñez ante Dios. Nos demuestran que si confiamos en el Señor Él obrará
maravillas en nosotros; que Dios es el Dios de los pobres, los anawim. En este sentido María representa
la culminación de la espera de siglos del pueblo de Israel, especialmente los
pobres y los oprimidos; ella es la realización de las promesas que le han
mantenido vigilante. Al humillarse ante Dios se ha enaltecido ante Él (Cfr. Lc 14,11).
Cuando María nos dice que “Desde ahora me
felicitarán todas las generaciones”, no lo dice por ella misma ni por sus
méritos, pues acaba de declararse “esclava” del Señor, sino por las maravillas
que el Señor ha obrado en ella. Así mismo lo hará con todo el que escuche Su
Palabra y la ponga en práctica. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que
hizo el cielo y la tierra” (Sal 123).
Dios no desampara un corazón contrito y
humillado (Sal 50). En estos dos días que restan del Adviento, pidamos al Señor
la humildad necesaria para que Él fije su mirada en nosotros y haga morada en
nuestros corazones, como lo hizo en el de María.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc
10,25-37), nos presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta
parábola se han escrito “ríos de tinta”. Además de la historia, edificante por
demás, que nos presenta la misma, algunos exégetas ven en la compasión del
samaritano una imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del
samaritano al final de la parábola una especie de prefiguración del retorno de
Cristo al final de los tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un
reflejo de la historia de la salvación, al igual que en las “parábolas del
Reino”.
La parábola está precedida por una discusión
sobre el mandamiento más importante: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al
prójimo como a ti mismo”; mandamiento que recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un
pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus hogares en un
receptáculo llamado mezuzah, y el
mandato sobre el prójimo contenido en Lev 19,18. Jesús llevará este último
mandamiento un paso más allá, al pedirnos que amemos a nuestro prójimo, no como
a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado (Jn 13,34).
Lo cierto es que este relato nos enfrenta al
pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me
refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos
que “…he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos
en nuestros pecados, al hacer un examen de conciencia, pensamos en las
actuaciones en que hemos incurrido que resultan ofensivas a Dios. Robar, matar,
fornicar, mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar
al prójimo que lo necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado…
Voy tarde, y si me detengo… “Voy a ensuciarme la ropa…”
“En el atardecer de nuestra vida seremos
juzgados en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él;
¿acaso el mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve
sed y me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final”
Jesús encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer,
tuve sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse
de cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el
que pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es
necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los
medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un
hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”
Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en
cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos
que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más
pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).
¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el
levita de la parábola!
Hoy celebramos la Fiesta de Nuestra Señora del
Carmen, también conocida simplemente como la Virgen del Carmen, Nuestra Señora
del Monte Carmelo, Flor del Carmelo, y Stella Maris (Estrella del Mar).
Esta es una de las advocaciones más antiguas,
si no la más antigua, de la Virgen María. Deriva su nombre del Monte Carmelo
(del hebreo Karmel, o Al-Karem, que quiere decir “jardín”), que
se yergue en la costa oriental del Mar Mediterráneo, a la vista del puerto
marítimo de Haifa. Fue en este monte que el profeta Elías tuvo la visión de la
nube (1 Re 18,44) que pondría fin a la sequía que había azotado la región.
Desde los primeros ermitaños que se
establecieron en el Monte Carmelo, se ha interpretado la nube de la visión de
Elías (1 Re 18,44) como un símbolo de la Virgen María Inmaculada. Una tradición
dice que Elías interpretó la visión de aquella nube como un símbolo de la
llegada del Salvador esperado, que nacería de una doncella inmaculada para
traer una lluvia de bendiciones. Desde entonces, aquella pequeña comunidad que
tenía por hogar el Monte Carmelo, se dedicó a rezar por la que sería madre del
Redentor, comenzando así la devoción a Nuestra Señora del Monte Carmelo.
Fue en ese lugar que, en el siglo XII, un
grupo de hombres, inspirados por el profeta Elías, fundó la orden de los
Carmelitas.
Dijimos que otro nombre por el cual se conoce
a la Virgen del Carmen es Estrella del Mar, o Stella Maris. Antes de que
existieran las brújulas, ni los medios de navegación electrónicos modernos, los
marineros se guiaban por las estrellas. Cuando los sarracenos invadieron el
Carmelo, los Carmelitas se vieron obligados a abandonar por un tiempo el
monasterio. Otra antigua tradición dice que antes de partir se les apareció la
Virgen mientras cantaban el Salve Regina y ella prometió ser para ellos su
Estrella del Mar. De aquí la analogía con La Virgen María quien como, estrella
del mar, nos guía por las aguas difíciles de la vida hacia el puerto seguro que
es Cristo. Por eso también es patrona de marineros, pescadores, y todos los que
se hacen a la mar.
En Puerto Rico, por ser fiesta litúrgica, se
contemplan las lecturas propias de la celebración.
Como primera lectura se nos presenta el pasaje
en que Zacarías (2,14-17) profetiza el jubiloso acontecimiento del nacimiento
del Salvador: “Grita de júbilo y alégrate, hija de Sión: porque yo vengo a
habitar en medio de ti –oráculo del Señor-”. “Hija de Sión” es uno de los
nombres que se le daban en el Antiguo Testamento al pueblo de Dios (en
referencia al Monte Sión, centro de la Historia de la Salvación).
Cuando en la Anunciación el ángel saluda a
María diciéndole “Alégrate, llena de gracia”, la Virgen está representando al
nuevo Pueblo de Dios. Por eso “Hija de Sión” es también uno de los títulos que
se dan a Nuestra Señora, invitada por Dios a una gran alegría, que expresa su
papel extraordinario de madre del Mesías, convirtiéndose en la mujer que desde
antaño veneraban los ermitaños del Monte Carmelo, sin conocer su identidad,
pero sí su misión de convertirse en madre del Redentor.
Hoy, en esta celebración de Nuestra Señora,
pidámosle que sea nuestra Estrella de Mar que nos dirija al puerto seguro que
es su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.