Isaías, el profeta del Adviento, continúa dominando la liturgia para este tiempo tan especial. En la primera lectura de hoy (Is 29,17-24), el profeta anuncia que “pronto, muy pronto… oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos”. Ese prodigio, entre otros, se convertirá en el signo de que el Mesías ha llegado.
En el relato evangélico seguimos con Mateo, que nos presenta a Jesús abriendo los ojos de dos ciegos (Mt 9,27-31). Así se da el cumplimiento de la profecía de Isaías, lo que prueba que los tiempos mesiánicos ya han llegado con la persona de Jesús de Nazaret. Y como en tantos otros casos, la fe es un factor esencial para que se efectúe el milagro: “Jesús les dijo: ‘¿Creéis que puedo hacerlo?’ A lo que ellos replicaron: ‘Sí, Señor.’ Entonces les tocó los ojos, diciendo: ‘Que os suceda conforme a vuestra fe.’ Y se les abrieron los ojos”. A pesar de que Jesús les “ordenó severamente” que no contaran su curación milagrosa a nadie, ellos, “al salir, hablaron de él por toda la comarca”.
Los ciegos del relato creyeron en Jesús y creyeron que Él podía curar su ceguera. Y su fe fue recompensada. Tuvieron un encuentro personal con Jesús y sintieron su poder. La actitud de ellos de salir a contar a todos lo sucedido es la reacción natural de todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús. El que ha tenido esa experiencia siente un gozo, una alegría, que tiene que compartir con todo el que encuentra en su camino. Es la verdadera “alegría del cristiano”.
Nuestro problema es que muchas veces nos conformamos con una imagen estática de Jesús, nuestra relación con Él se limita a ritos, estampitas, imágenes y crucifijos, y no abrimos nuestros corazones para dejarle entrar, para tener un encuentro personal, íntimo, con Él, para sentir el calor de su abrazo; ese abrazo misericordioso en el que hallamos descanso para nuestras almas (Mt 11,29).
En ocasiones miramos a nuestro alrededor y vemos el caos, la violencia, el desamor que aparenta reinar en nuestro entorno, y pensamos que las promesas de Isaías no se han cumplido. Eso es señal de que no hemos tenido ese encuentro personal con Jesús, porque si lo hubiésemos tenido, estaríamos gritándolo a los siete vientos; y contagiaríamos a otros con ese gozo indescriptible hasta convertirlo en una epidemia de amor.
Apenas estamos comenzando el Adviento, y como nos dijera el papa emérito Benedicto XVI hace unos años, el Adviento “nos invita una vez más, en medio de muchas dificultades, a renovar la certeza de que Dios está presente: Él ha venido al mundo, convirtiéndose en un hombre como nosotros, para traer la plenitud de su designio de amor. Y Dios exige que también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en el mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él quiere entrar en el mundo siempre de nuevo, y quiere siempre de nuevo hacer resplandecer su Luz en la noche”.
Que pasen un hermoso fin de semana; y no olviden visitar la Casa del Padre. Él y su Hijo les esperan para derramar su amor sobre ustedes, que es el Espíritu Santo.
Hoy celebramos el cumpleaños de nuestra Mamá, María la Madre de Dios y madre nuestra. Y como todo cumpleaños, es motivo de alegría y de fiesta. La fiesta coincide con el cumplimiento del término de nueve meses desde la fiesta de la Inmaculada Concepción que celebramos el 8 de diciembre.
Esta es una de solo tres fiestas litúrgicas que conmemoran el nacimiento de alguien (las otras dos son el nacimiento de Jesús, y el de San Juan Bautista). Y con razón, pues con el nacimiento de María ya entra en la historia la que estaba predestinada a ser la madre del Mesías anhelado, de ese que iba a liberarnos del pecado y de la muerte. María, la nueva Arca de la Alianza, la “primera custodia” que llevó dentro de sí por nueve meses nada más ni nada menos que al mismo Dios encarnado; ese que hizo saltar de alegría al precursor en el vientre de su madre cuando María fue a visitarle.
Con el nacimiento de María comienza la culminación de la divina revelación en la persona de Cristo Jesús. Es el umbral de la “plenitud de los tiempos”. No debemos olvidar que María concebiría sin ayuda de varón. Por tanto, la sangre de Jesús, derramada en la Cruz, fue la misma sangre de María; la composición genética humana de Jesús, que le dio carne al Verbo, fue la misma de María. Por eso se dice que el nacimiento de María constituye una especie de “prólogo” de la Encarnación. Es en este punto que comienza propiamente el Nuevo Testamento.
María es la “llena de gracia”, aquella virgen que habían anunciado los profetas, según nos refiere Mateo en la conclusión de lectura evangélica de hoy (Mt 1,1-16.18-23): “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’.” Por eso celebramos con alegría su cumpleaños.
“…La liturgia no acostumbra celebrar el nacimiento terreno de los santos (la única excepción la constituye San Juan Bautista). Celebra, en cambio, el día de la muerte, al que llama dies natalis, día del nacimiento para el Cielo. Por el contrario, cuando se trata de la Virgen Santísima Madre del Salvador, de aquella que más se asemeja a Él, aparece claramente el paralelismo perfecto existente entre Cristo y Su Madre. Y así como de Cristo celebra la concepción (Anunciación) el 25 de marzo y el Nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen celebra la Concepción el 8 de diciembre y su Nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la Resurrección y la Ascensión de Jesús, también celebra la Asunción y la realeza de la Virgen. San Andrés de Creta, refiriéndose al día del Nacimiento de la Virgen, exclama: ‘Hoy, en efecto, ha sido construido el Santuario del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en Sí al Supremo Hacedor’.” (De la Homilía del Cardenal J. Ratzinger – papa emérito Benedicto XVI) La fiesta de la plenitud y el alivio publicada en el libro El Rostro de Dios, de Editorial Sígueme).
“Porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra
tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te
construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu
Dios contigo”. Así termina la primera lectura de hoy, tomada del libro del
profeta Isaías (62,1-5). Encontramos en este pasaje esa imagen que permea todo
el Antiguo Testamento y nos presenta la relación entre Dios y su Pueblo, entre
Dios y nosotros, como la que existe entre el marido y la mujer. Ese amor que es
una mezcla perfecta del amor que llamamos “eros” y el amor “agapé” (Cfr. Encíclica Deus caritas est del papa emérito Benedicto XVI); ese amor que
quiere poseer y a la vez entregarse, que quiere la intimidad, pero está
dispuesto a sacrificarlo todo, hasta la misma intimidad, por el bien del ser
amado.
Sí, así nos ama Dios a nosotros, a ti y a mí;
¡con pasión, con locura! “Y este, igual que un esposo que sale de su alcoba, se
alegra como un atleta al recorrer su camino…” (Sal 19,6). Así se siente Dios después de un momento de
intimidad con nosotros. Nos ama hasta el punto que nos envió a su único Hijo
para que se inmolara por nuestra salvación, por nuestro bien, por nuestra
felicidad eterna. Y todo por amor…
Y es en ese mismo ambiente de bodas que Jesús comienza
su vida pública, su primer “signo” (Juan llama “signos” a los milagros de
Jesús), como vemos en la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para
este segundo domingo del Tiempo durante el año (Jn 2,1-11), el pasaje de las
bodas de Caná. Y allí, junto a Él, propiciando ese milagro, estaba su madre
María, nuestra Madre. Llegada la plenitud de los tiempos (Cfr. Gál 4,4), Dios nos envió a su Hijo, el “vino nuevo”, el mejor
vino reservado por el “novio” para lo último: “Y entonces (el mayordomo) llamó
al novio y le dijo: ‘Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están
bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora’”. Los
novios comenzaban una nueva vida. Así Jesús nos ofrece una nueva vida, la vida
eterna.
Y su madre María nos da la fórmula para poder
disfrutar de ese vino nuevo: “Hagan lo que él diga”. Si escuchamos su Palabra y
la ponemos en práctica (Cfr. Lc
11,28), podremos sentirnos amados por Dios como la novia en su noche de bodas…
“Oh Dios, siempre fiel y lleno de amor: Tu
Hijo Jesús compartió con gente ordinaria la alegría de una boda, en Caná.
Prepara la mesa para nosotros y escáncianos el vino sabroso de tu alianza,
atráenos más cerca hacia ti y envíanos a acercarnos más a los hermanos. Caldea
nuestros corazones con tu mismo amor. Haz que nuestras vidas se conviertan en
fiesta, canto sin fin de alegría y alabanza dirigido a ti, nuestro Dios vivo,
por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Oración colecta).
Isaías, el profeta del Adviento, continúa
dominando la liturgia para este tiempo tan especial. En la primera lectura de
hoy (Is 29,17-24), el profeta anuncia que “pronto, muy pronto… oirán los sordos
las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los
ciegos”. Ese prodigio, entre otros, se convertirá en el signo de que el Mesías
ha llegado.
En el relato evangélico seguimos con Mateo,
que nos presenta a Jesús abriendo los ojos de dos ciegos (Mt 9,27-31). Así se
da el cumplimiento de la profecía de Isaías, lo que prueba que los tiempos
mesiánicos ya han llegado con la persona de Jesús de Nazaret. Y como en tantos
otros casos, la fe es un factor esencial para que se efectúe el milagro: “Jesús
les dijo: ‘¿Creéis que puedo hacerlo?’ A lo que ellos replicaron: ‘Sí, Señor.’
Entonces les tocó los ojos, diciendo: ‘Que os suceda conforme a vuestra fe.’ Y
se les abrieron los ojos”. A pesar de que Jesús les “ordenó severamente” que no
contaran su curación milagrosa a nadie, ellos, “al salir, hablaron de él por
toda la comarca”.
Los ciegos del relato creyeron en Jesús y
creyeron que Él podía curar su ceguera. Y su fe fue recompensada. Tuvieron un
encuentro personal con Jesús y sintieron su poder. La actitud de ellos de salir
a contar a todos lo sucedido es la reacción natural de todo el que ha tenido un
encuentro personal con Jesús. El que ha tenido esa experiencia siente un gozo,
una alegría, que tiene que compartir con todo el que encuentra en su camino. Es
la verdadera “alegría del cristiano”.
Nuestro problema es que muchas veces nos
conformamos con una imagen estática de Jesús, nuestra relación con Él se limita
a ritos, estampitas, imágenes y crucifijos, y no abrimos nuestros corazones
para dejarle entrar, para tener un encuentro personal, íntimo, con Él, para
sentir el calor de su abrazo; ese abrazo misericordioso en el que hallamos
descanso para nuestras almas (Mt 11,29).
En ocasiones miramos a nuestro alrededor y
vemos el caos, la violencia, el desamor que aparenta reinar en nuestro entorno,
y pensamos que las promesas de Isaías no se han cumplido. Eso es señal de que
no hemos tenido ese encuentro personal con Jesús, porque si lo hubiésemos
tenido, estaríamos gritándolo a los siete vientos; y contagiaríamos a otros con
ese gozo indescriptible hasta convertirlo en una epidemia de amor.
Apenas estamos comenzando el Adviento, y como
nos dijera el papa emérito Benedicto XVI hace unos años, el Adviento “nos
invita una vez más, en medio de muchas dificultades, a renovar la certeza de
que Dios está presente: Él ha venido al mundo, convirtiéndose en un hombre como
nosotros, para traer la plenitud de su designio de amor. Y Dios exige que
también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en el mundo. A
través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él quiere entrar en el
mundo siempre de nuevo, y quiere siempre de nuevo hacer resplandecer su Luz en
la noche”.
Que pasen un hermoso fin de semana; y no
olviden visitar la Casa del Padre. Él y su Hijo les esperan para derramar su
amor sobre ustedes, que es el Espíritu Santo.
Hoy celebramos el cumpleaños de nuestra Mamá,
María la Madre de Dios y madre nuestra. Y como todo cumpleaños, es motivo de
alegría y de fiesta. La fiesta coincide con el cumplimiento del término de
nueve meses desde la fiesta de la Inmaculada Concepción que celebramos el 8 de
diciembre.
Esta es una de solo tres fiestas litúrgicas
que conmemoran el nacimiento de alguien (las otras dos son el nacimiento de
Jesús, y el de San Juan Bautista). Y con razón, pues con el nacimiento de María
ya entra en la historia la que estaba predestinada a ser la madre del Mesías
anhelado, de ese que iba a liberarnos del pecado y de la muerte. María, la
nueva Arca de la Alianza, la “primera custodia” que llevó dentro de sí por
nueve meses nada más ni nada menos que al mismo Dios encarnado; ese que hizo
saltar de alegría al precursor en el vientre de su madre cuando María fue a
visitarle.
Con el nacimiento de María comienza la
culminación de la divina revelación en la persona de Cristo Jesús. Es el umbral
de la “plenitud de los tiempos”. No debemos olvidar que María concebiría sin
ayuda de varón. Por tanto, la sangre de Jesús, derramada en la Cruz, fue la misma
sangre de María; la composición genética humana de Jesús, que le dio carne al
Verbo, fue la misma de María. Por eso se dice que el nacimiento de María
constituye una especie de “prólogo” de la Encarnación. Es en este punto que
comienza propiamente el Nuevo Testamento.
María es la “llena de gracia”, aquella virgen
que habían anunciado los profetas, según nos refiere Mateo en la conclusión de
lectura evangélica de hoy (Mt 1,1-16.18-23): “Mirad: la Virgen concebirá y dará
a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’.”
Por eso celebramos con alegría su cumpleaños.
“…La liturgia no acostumbra celebrar el
nacimiento terreno de los santos (la única excepción la constituye San Juan
Bautista). Celebra, en cambio, el día de la muerte, al que llama dies
natalis, día del nacimiento para el Cielo. Por el contrario, cuando se
trata de la Virgen Santísima Madre del Salvador, de aquella que más se asemeja
a Él, aparece claramente el paralelismo perfecto existente entre Cristo y Su
Madre. Y así como de Cristo celebra la concepción (Anunciación) el 25 de marzo
y el Nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen celebra la Concepción el 8
de diciembre y su Nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la Resurrección
y la Ascensión de Jesús, también celebra la Asunción y la realeza de la Virgen.
San Andrés de Creta, refiriéndose al día del Nacimiento de la Virgen, exclama: ‘Hoy,
en efecto, ha sido construido el Santuario del Creador de todas las cosas, y la
creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en Sí al
Supremo Hacedor’.” (De la Homilía del Cardenal J. Ratzinger – papa emérito
Benedicto XVI) La fiesta de la plenitud y el alivio publicada en el
libro El Rostro de Dios, de Editorial Sígueme).
Ir por lana y salir trasquilado. Ese refrán
popular podría describir lo que le ocurrió en la lectura evangélica de hoy (Mc
11,27-33) a los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos que pretendieron
una vez más poner a prueba o, mejor aún, restarle credibilidad a Jesús cuestionando
sus acciones en el Templo (acababa de echar a los mercaderes). Ya no
encontraban cómo detener su mensaje. La única salida era desprestigiarlo, minar
su autoridad: “¿Quién te ha dado semejante autoridad?”
Jesús, que como hemos dicho en ocasiones
anteriores es un maestro del debate, los desarma con su respuesta, tan aguda
como inesperada. Los pone en “evidencia”, los desarma. “Os voy a hacer una
pregunta y, si me contestáis, os diré con qué autoridad hago esto: El bautismo
de Juan ¿era cosa de Dios o de los hombres? Contestadme”.
Los sumos sacerdotes, los escribas y los presbíteros
son personas inteligentes. Quieren desmerecer a Jesús, pero quieren retener el favor
de pueblo. Jesús les ha hecho un planteamiento respecto a una figura
importantísima para los judíos: Juan el Bautista. “Si decimos que es de Dios,
dirá: ‘¿Y por qué no le habéis creído?” Pero como digamos que es de los
hombres…’ (Temían a la gente, porque todo el mundo estaba convencido de que
Juan era un profeta). Y respondieron a Jesús: ‘No sabemos’”. Jesús les replicó:
“Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto”.
Fueron víctimas de su propio relativismo. Querían
desprestigiar Jesús, pero querían mantener el favor del pueblo. En otras
palabras, querían estar con Dios y con los hombres. ¿Cuántas veces nos ocurre
eso a nosotros? Queremos seguir a Jesús y sus enseñanzas, pero queremos
mantener el favor de los que nos rodean. Queremos “disfrazar” la verdad, que
las cosas sean como nos gustaría que fueran, no necesariamente como Jesús nos
enseñó. Intentamos “acomodar” la doctrina de Jesús a nuestra conducta y a
nuestro discurso para no perder el favor de los que nos rodean. Preferimos
decir “no sabemos” antes que enfrentarnos a nuestra propia cobardía, a nuestra
conciencia moral.
Es lo que el papa emérito Benedicto XVI ha
llamado la dictadura del relativismo: “A quien tiene una fe clara, según el
Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo.
Mientras que el relativismo, es decir, dejarse ‘llevar a la deriva por
cualquier viento de doctrina’, parece ser la única actitud adecuada en los
tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no
reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y
sus antojos”.
Los fariseos hablan en términos de “autoridad”,
pero conciben la autoridad en términos de dominio, de poder, de fuerza, “¿Quién
te ha dado semejante autoridad?”. No comprenden que la única autoridad de Jesús
es el amor, la capacidad de hacerse igual, hacerse uno con el otro, hacerse
cercano. Pierden de vista que en hebreo la palabra procede de una raíz que
significa “hacerse igual a”. La “autoridad” de Jesús brota de su amor infinito.
Es la autoridad de la Cruz, del que ama hasta el extremo de dar la vida por
nosotros. “Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 11,30).
Ayer reflexionamos sobre las lecturas propias de la Memoria de Nuestra Señora, Virgen de los Dolores. De no haber sido así, como primera lectura hubiésemos leído 1 Cor 12,12-14.27-31a, en la cual san Pablo nos expone su criterio sobre los distintos carismas, y cómo cada uno de ellos es necesario para el buen funcionamiento de la Iglesia. En la lectura de hoy (1 Cor 12,31-13,13) va un paso más allá y nos presenta el imperativo que le da sentido y coherencia a esa diversidad de dones que nos mencionaba ayer: el amor. En este pasaje, conocido como “himno al amor”, Pablo nos plantea que sin ese elemento del amor, los carismas dejan de serlo, pierden su sentido, se convierten en meros actos mecánicos que, a lo sumo, podrían catalogarse de filantropía; algo así como la oración hueca, ritualista, que Jesús criticaba a los fariseos.
Mientras algunas versiones de la Biblia utilizan
la palabra “amor”, otras utilizan “caridad”. Lo cierto es que ambas podrían
prestarse a malas interpretaciones. La palabra utilizada por Pablo es agapé,
que tiene un significado más profundo (Cfr.
Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est). A diferencia del “amor-eros”,
que está más relacionado con el “amor-deseo” o el “querer”, el “amor-agapé”
es el “amor-don”, es el amor que se manifiesta en la entrega, en la capacidad
de sacrificarse por el ser amado para su felicidad.
Se trata de ese amor que el mismo Pablo nos
describe con adjetivos precisos: “El amor es paciente, afable; no tiene
envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita;
no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la
verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin
límites. El amor no pasa nunca” (ver. 4-8a). Es el amor de madre, que a su vez
es reflejo del amor de Dios. Es el amor plasmado en las Bienaventuranzas. No
dudo que al describir todas las cualidades del amor, Pablo estuviera describiendo
la persona de Jesús.
Si analizamos la doctrina de Jesús, podemos
concluir que toda ella gira en torno al amor, se nutre de él, se concretiza en
él. El amor es el “pegamento” que mantiene unida toda la enseñanza de Jesús. Si
lo removemos de la ecuación, todo se viene abajo, pierde su forma, su sentido.
“En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se
tengan los unos a los otros” (Jn 13,35).
Pablo finaliza recalcando que aún los más
grandes carismas son limitados, pasarán, acabarán “cuando llegue lo perfecto”.
Lo cierto es que cuando finalmente veamos cara a cara a Dios, ya no
necesitaremos de la fe, porque le estaremos viendo; tampoco necesitaremos la
esperanza, porque ya estaremos disfrutando del Reino de los cielos y la vida
eterna como felicidad nuestra. Solo el amor nos bastará, pues estaremos amando
y dejándonos arropar por el infinito amor de Dios. Eso es el “cielo”.
Hoy, pidamos al Señor, fuente de todo amor,
que nos conceda la gracia de que el amor sea una parte tan importante e
imprescindible de nuestra identidad como cristianos, que todas nuestras obras
estén motivadas por el amor.
Hoy celebramos el cumpleaños de nuestra Mamá, María la Madre de Dios y madre nuestra. Y como todo cumpleaños, es motivo de alegría y de fiesta. La fiesta coincide con el cumplimiento del término de nueve meses desde la fiesta de la Inmaculada Concepción que celebramos el 8 de diciembre.
Esta es una de solo tres fiestas litúrgicas
que conmemoran el nacimiento de alguien (las otras dos son el nacimiento de
Jesús, y el de San Juan Bautista). Y con razón, pues con el nacimiento de María
ya entra en la historia la que estaba predestinada a ser la madre del Mesías
anhelado, de ese que iba a liberarnos del pecado y de la muerte. María, la
nueva Arca de la Alianza, la “primera custodia” que llevó dentro de sí por
nueve meses nada más ni nada menos que al mismo Dios encarnado; ese que hizo
saltar de alegría al precursor en el vientre de su madre cuando María fue a
visitarle.
Con el nacimiento de María comienza la
culminación de la divina revelación en la persona de Cristo Jesús. Es el umbral
de la “plenitud de los tiempos”. No debemos olvidar que María concebiría sin
ayuda de varón. Por tanto, la sangre de Jesús, derramada en la Cruz, fue la misma
sangre de María; la composición genética humana de Jesús, que le dio carne al
Verbo, fue la misma de María. Por eso se dice que el nacimiento de María
constituye una especie de “prólogo” de la Encarnación. Es en este punto que
comienza propiamente el Nuevo Testamento.
María es la “llena de gracia”, aquella virgen
que habían anunciado los profetas, según nos refiere Mateo en la conclusión de
lectura evangélica de hoy (Mt 1,1-16.18-23): “Mirad: la Virgen concebirá y dará
a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’.”
Por eso celebramos con alegría su cumpleaños.
“…La liturgia no acostumbra celebrar el nacimiento terreno de los santos (la única excepción la constituye San Juan Bautista). Celebra, en cambio, el día de la muerte, al que llama dies natalis, día del nacimiento para el Cielo. Por el contrario, cuando se trata de la Virgen Santísima Madre del Salvador, de aquella que más se asemeja a Él, aparece claramente el paralelismo perfecto existente entre Cristo y Su Madre. Y así como de Cristo celebra la concepción (Anunciación) el 25 de marzo y el Nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen celebra la Concepción el 8 de diciembre y su Nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la Resurrección y la Ascensión de Jesús, también celebra la Asunción y la realeza de la Virgen. San Andrés de Creta, refiriéndose al día del Nacimiento de la Virgen, exclama: ‘Hoy, en efecto, ha sido construido el Santuario del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en Sí al Supremo Hacedor’.” (De la Homilía del Cardenal J. Ratzinger – papa emérito Benedicto XVI) La fiesta de la plenitud y el alivio publicada en el libro El Rostro de Dios, de Editorial Sígueme).
El Señor nos vuelve a conceder este año un tiempo propicio para prepararnos a celebrar con el corazón renovado el gran Misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria. Debemos volver continuamente a este Misterio, con la mente y con el corazón. De hecho, este Misterio no deja de crecer en nosotros en la medida en que nos dejamos involucrar por su dinamismo espiritual y lo abrazamos, respondiendo de modo libre y generoso.
1. El Misterio pascual, fundamento de la conversión
La alegría del cristiano brota de la escucha y de la aceptación de la Buena Noticia de la muerte y resurrección de Jesús: el kerygma. En este se resume el Misterio de un amor «tan real, tan verdadero, tan concreto, que nos ofrece una relación llena de diálogo sincero y fecundo» (Exhort. ap. Christus vivit, 117). Quien cree en este anuncio rechaza la mentira de pensar que somos nosotros quienes damos origen a nuestra vida, mientras que en realidad nace del amor de Dios Padre, de su voluntad de dar la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). En cambio, si preferimos escuchar la voz persuasiva del «padre de la mentira» (cf. Jn 8,45) corremos el riesgo de hundirnos en el abismo del sinsentido, experimentando el infierno ya aquí en la tierra, como lamentablemente nos testimonian muchos hechos dramáticos de la experiencia humana personal y colectiva.
Por eso, en esta Cuaresma 2020 quisiera dirigir a todos y cada uno de los cristianos lo que ya escribí a los jóvenes en la Exhortación apostólica Christus vivit: «Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez» (n. 123). La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren.
2. Urgencia de conversión
Es saludable contemplar más a fondo el Misterio pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible sólo en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado «que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad.
Así pues, en este tiempo favorable, dejémonos guiar como Israel en el desierto (cf. Os 2,16), a fin de poder escuchar finalmente la voz de nuestro Esposo, para que resuene en nosotros con mayor profundidad y disponibilidad. Cuanto más nos dejemos fascinar por su Palabra, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.
3. La apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos
El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra. A pesar de la presencia —a veces dramática— del mal en nuestra vida, al igual que en la vida de la Iglesia y del mundo, este espacio que se nos ofrece para un cambio de rumbo manifiesta la voluntad tenaz de Dios de no interrumpir el diálogo de salvación con nosotros. En Jesús crucificado, a quien «Dios hizo pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21), ha llegado esta voluntad hasta el punto de hacer recaer sobre su Hijo todos nuestros pecados, hasta “poner a Dios contra Dios”,como dijo el papa Benedicto XVI (cf. Enc. Deus caritas est, 12). En efecto, Dios ama también a sus enemigos (cf. Mt 5,43-48).
El diálogo que Dios quiere entablar con todo hombre, mediante el Misterio pascual de su Hijo, no es como el que se atribuye a los atenienses, los cuales «no se ocupaban en otra cosa que en decir o en oír la última novedad» (Hch 17,21). Este tipo de charlatanería, dictado por una curiosidad vacía y superficial, caracteriza la mundanidad de todos los tiempos, y en nuestros días puede insinuarse también en un uso engañoso de los medios de comunicación.
4. Una riqueza para compartir, no para acumular sólo para sí mismo
Poner el Misterio pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría.
Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá, considerando las dimensiones estructurales de la economía. Por este motivo, en la Cuaresma de 2020, del 26 al 28 de marzo, he convocado en Asís a los jóvenes economistas, empresarios y change-makers, con el objetivo de contribuir a diseñar una economía más justa e inclusiva que la actual. Como ha repetido muchas veces el magisterio de la Iglesia, la política es una forma eminente de caridad (cf. Pío XI, Discurso a la FUCI, 18 diciembre 1927). También lo será el ocuparse de la economía con este mismo espíritu evangélico, que es el espíritu de las Bienaventuranzas.
Invoco la intercesión de la Bienaventurada Virgen María sobre la próxima Cuaresma, para que escuchemos el llamado a dejarnos reconciliar con Dios, fijemos la mirada del corazón en el Misterio pascual y nos convirtamos a un diálogo abierto y sincero con el Señor. De este modo podremos ser lo que Cristo dice de sus discípulos: sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14).
Roma, junto a San Juan de Letrán, 7 de octubre de 2019 Memoria de Nuestra Señora, la Virgen del Rosario