“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Este es el párrafo final del Evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Lc 11,5-13). Y debemos leerlo dentro del contexto del Padrenuestro que Jesús acaba de enseñar a sus discípulos.
Ayer leíamos cómo en el Padrenuestro Jesús nos ha enseñado a tratar a Dios como Abba, con la misma confianza y familiaridad con que un niño trata a su padre. ¿Cuántas veces vemos a los niños pedirle algo a su padre, y si no lo consiguen de inmediato, seguir insistiendo hasta ponerse impertinentes, hasta que el padre, con tal de “quitárselos de encima”, siempre que se trate de algo que no les malcríe o les dañe, los complacen?
La parábola nos presenta a un amigo que le pide tres panes al otro en medio de la noche (acaba de decirnos que tenemos que pedir al Padre “el pan nuestro de cada día”). Ante la negativa inicial del segundo, el primero sigue insistiendo, hasta que el amigo “si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite”. Jesús nos está enseñando que, siendo hijos del Padre, podemos y debemos ser insistentes en nuestra oración. Que debemos reiterar nuestras peticiones, como el amigo impertinente de la parábola, o como la viuda que comparece ante el juez inicuo de la que nos hablará Jesús más adelante (Lc 18,4-5).
Con la oración final de este pasaje Jesús reitera nuestra filiación divina, y nos recuerda que la mejor respuesta que Dios puede brindarnos a nuestras oraciones es, ¡nada más ni nada menos que el Espíritu Santo! “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Ese Espíritu Santo que derrama sus siete dones sobre nosotros y nos da la fortaleza para superar las pruebas y aceptar la voluntad del Padre.
“Quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre”. En la primera lectura (Gál 3,1-5), Pablo nos recuerda el ingrediente principal de la oración, y el requisito para recibir el Espíritu: “Contestadme a una sola pregunta: ¿recibisteis el Espíritu por observar la ley o por haber respondido a la fe? ¿Tan estúpidos sois? ¡Empezasteis por el espíritu para terminar con la carne! ¡Tantas magníficas experiencias en vano! Si es que han sido en vano. Vamos a ver: Cuando Dios os concede el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿por qué lo hace? ¿Porque observáis la ley o porque respondéis a la fe?”
“Sed perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto”. Con esa frase pronunciada por Jesús termina la lectura evangélica
que la liturgia nos propone para hoy (Mt 5,43-48). Y esa perfección se
manifiesta en el amor que Dios prodiga a toda la humanidad, sin distinción, aún
sobre los que no le conocen, aquellos que lo ignoran, aquellos que lo odian.
Esa es la medida que se nos exige. ¡Uf!
“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu
prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros
enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre
que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la
lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio
tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?”
La ley del amor. Jesús la repite sin
cansancio. No podemos acercarnos a Él sin toparnos de frente con ese mensaje.
Jesús nos ofrece la filiación divina (¡qué regalo!). Hay un solo requisito:
amar; amar sin distinción y sin excepciones, especialmente a aquellos que nos
hacen la vida imposible, aquellos que nos traicionan, nos odian, aquellos que
son “diferentes”… Y más aún, orar por los que nos persiguen, los que nos hacen
daño. Tú nos has mostrado el camino: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lc 23,34). Señor, ¡qué difícil se nos hace seguirte!
Tú siempre nos hablas claro, sin dobleces: “Les
doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he
amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). ¿No será eso
nada más que un sueño, un ideal, una ilusión, una quimera, una ingenuidad de Tu
parte, Señor?
Pero Tú nunca nos pides nada que no podamos
lograr; y mientras más difícil la encomienda, más cerca de nosotros estás para
ayudarnos. En este caso nos dejaste el Espíritu de Verdad que iba a venir y
hacer morada en nosotros: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo
no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen,
porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,16-17).
Durante este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos
hace un llamado a la conversión. Esa conversión de corazón es una obra de la
Gracia de Dios. Como nos dice el libro de las Lamentaciones: “Conviértenos
Señor, y nos convertiremos” (Lm 5,21). Y esa Gracia que obra la conversión en
nosotros la recibimos cuando le abrimos nuestro corazón a ese Espíritu de la Verdad
y le permitimos que haga morada en nosotros; ese Espíritu que es el Amor entre
el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Solo entonces podremos decir
con san Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál
2,20).
Como primera lectura para hoy la liturgia nos
presenta la narración del hecho que sella definitivamente la liberación del
pueblo judío de la esclavitud en Egipto: el cruce del Mar Rojo, la culminación
de la Pascua, y el comienzo de la marcha a través del desierto (Ex 14,21-15,1).
Este es un hecho salvífico tan importante, que
marcó un hito en la historia y la fe del pueblo de Israel, y en nuestra propia
fe, al punto de que tanto judíos como cristianos estamos convencidos que
aquella noche Yahvé salvó a los israelitas de la esclavitud en Egipto. Así lo
proclamamos en el pregón pascual que cantamos la noche de la Vigilia Pascual:
“Ésta es la noche en que sacaste de Egipto a los israelitas, nuestros padres, y
les hiciste pasar a pie el Mar Rojo”.
El mismo pregón nos recuerda, que al igual que
en aquella primera noche de Pascua Yahvé libró a su pueblo elegido de la
esclavitud en Egipto, Jesús, con su Pascua, nos liberó a nosotros, el nuevo
pueblo de Dios, del pecado y de la muerte: “Esta es la noche en que, rotas las
cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”. Y más adelante
añade: “Esta es la noche en la que, por toda la tierra, los que confiesan su fe
en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado,
son restituidos a la gracia y agregados a los santos”.
Finalmente, la oración que sigue a la tercera
lectura de la Vigilia, nos dice: “el Mar Rojo fue imagen de la fuente
bautismal, y el pueblo liberado de la esclavitud, imagen de la familia
cristiana”. Esta oración nos sirve de introducción a la lectura evangélica que
nos propone la liturgia para hoy, el pasaje conocido como “la verdadera familia
de Jesús” (Mt 12,46-50):
“Todavía estaba hablando a la multitud, cuando
su madre y sus hermanos, que estaban afuera, trataban de hablar con él. Alguien
le dijo: ‘Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren hablarte’. Jesús
le respondió: ‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?’. Y señalando con
la mano a sus discípulos, agregó: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. Porque
todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi
hermano, mi hermana y mi madre’”.
“Todo el que hace la voluntad de mi Padre que
está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Con esta
aseveración Jesús destaca que aún su propia madre es más madre de Él por hacer
la voluntad del Padre que por haberle parido. Más aun, nos está ofreciendo a
todos el calor y la intimidad de una familia. Esta postura es cónsona con su
predicación del Amor como fundamento de la nueva Ley. Ya no se trata de un Dios
distante (relación vertical), inalcanzable, a quien debemos someternos. Con
Jesús hemos pasado a formar parte de la “familia divina”, en la que todos somos
hermanos y hermanas en Cristo Jesús (relación horizontal) y adquirimos el
carácter de hijos del Padre.
¿Te interesa pertenecer a la familia de Jesús?
“Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi
hermano, mi hermana y mi madre”.
“Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. Con esa frase pronunciada por Jesús termina la lectura evangélica que la liturgia nos propone para hoy (Mt 5,43-48). Y esa perfección se manifiesta en el amor que Dios prodiga a toda la humanidad, sin distinción, aún sobre los que no le conocen, aquellos que lo ignoran, aquellos que lo odian. Esa es la medida que se nos exige. ¡Uf!
“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu
prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros
enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre
que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la
lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio
tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?”
La ley del amor. Jesús la repite sin cansancio. No podemos acercarnos a Él sin toparnos de frente con ese mensaje. Jesús nos ofrece la filiación divina (¡qué regalo!). Hay un solo requisito: amar; amar sin distinción y sin excepciones, especialmente a aquellos que nos hacen la vida imposible, aquellos que nos traicionan, nos odian, aquellos que son “diferentes”… Y más aún, orar por los que nos persiguen, los que nos hacen daño. Tú nos has mostrado el camino: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Señor, ¡qué difícil se nos hace seguirte!
Tú siempre nos hablas claro, sin dobleces: “Les
doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he
amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). ¿No será eso
nada más que un sueño, un ideal, una ilusión, una quimera, una ingenuidad de Tu
parte, Señor?
Pero Tú nunca nos pides nada que no podamos
lograr; y mientras más difícil la encomienda, más cerca de nosotros estás para
ayudarnos. En este caso nos dejaste el Espíritu de Verdad que iba a venir y
hacer morada en nosotros: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo
no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen,
porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,16-17).
Durante este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos hace un llamado a la conversión. Esa conversión de corazón es una obra de la Gracia de Dios. Como nos dice el libro de las Lamentaciones: “Conviértenos Señor, y nos convertiremos” (Lm 5,21). Y esa Gracia que obra la conversión en nosotros la recibimos cuando le abrimos nuestro corazón a ese Espíritu de la Verdad y le permitimos que haga morada en nosotros; ese Espíritu que es el Amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Solo entonces podremos decir con san Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis,
llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que
llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le
dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un
huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar
cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el
Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Este es el párrafo final del Evangelio
que nos propone la liturgia para hoy (Lc 11,5-13). Y debemos leerlo dentro del
contexto del Padrenuestro que Jesús acaba de enseñar a sus discípulos.
En el Padrenuestro Jesús nos ha enseñando a tratar a Dios como Abba, con la misma confianza y familiaridad con que un niño trata a su padre. ¿Cuántas veces vemos a los niños pedirle algo a su padre, y si no lo consiguen de inmediato, seguir insistiendo hasta ponerse impertinentes, hasta que el padre, con tal de “quitárselos de encima”, siempre que se trate de algo que no les malcríe o les dañe, los complacen?
La parábola nos presenta a un amigo que le
pide tres panes al otro en medio de la noche (acaba de decirnos que tenemos que
pedir al Padre “el pan nuestro de cada día”). Ante la negativa inicial del
segundo, el primero sigue insistiendo, hasta que el amigo “si no se levanta y
se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le
dará cuanto necesite”. Jesús nos está enseñando que, siendo hijos del Padre, podemos
y debemos ser insistentes en nuestra oración. Que debemos reiterar nuestras
peticiones, como el amigo impertinente de la parábola, o como la viuda que
comparece ante el juez inicuo de la que nos hablará Jesús más adelante (Lc
18,4-5).
Con la oración final de este pasaje Jesús reitera nuestra filiación divina, y nos recuerda que la mejor respuesta que Dios puede brindarnos a nuestras oraciones es, ¡nada más ni nada menos que el Espíritu Santo! “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Ese Espíritu Santo que derrama sus siete dones sobre nosotros y nos da la fortaleza para superar las pruebas y aceptar la voluntad del Padre. “Quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre”.
En la primera lectura (Ga 3,1-5), Pablo nos recuerda el ingrediente principal de la oración, y el requisito para recibir el Espíritu: “Contestadme a una sola pregunta: ¿recibisteis el Espíritu por observar la ley o por haber respondido a la fe? ¿Tan estúpidos sois? ¡Empezasteis por el espíritu para terminar con la carne! ¡Tantas magníficas experiencias en vano! Si es que han sido en vano. Vamos a ver: Cuando Dios os concede el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿por qué lo hace? ¿Porque observáis la ley o porque respondéis a la fe?”
El pasaje que nos presenta la liturgia de hoy
como primera lectura (Sab 2,1a.12-22) parece un adelanto (como esos que nos dan
en el cine) del drama de la Pasión que vamos a contemplar al final de la
Cuaresma. El libro de la Sabiduría es uno de los llamados “deuterocanónicos”
que no forman parte de la Biblia protestante. Fue escrito durante la era de la
restauración, luego del destierro en Babilonia. Sin este libro la Biblia se
quedaría “coja”, pues el mismo sirve como una especie de “puente” entre el
Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento.
Cuando leemos este pasaje nos parece estar
escuchando a los perseguidores de Jesús. Luego de reprochar su conducta,
enfatizando su osadía al llamarse “Hijo del Señor”, deciden acabar con Él: “Veamos
si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si es el
justo hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo
someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su
moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues
dice que hay quien se ocupa de él”.
Esta lectura nos sirve de preámbulo al pasaje
del Evangelio según san Juan que contemplamos hoy (Jn 7,1-2.10.25-30). Este es
uno de esos pasajes que la liturgia nos presenta fragmentados, por lo que es
recomendable leerlo en su totalidad (los versículos 1-30), para poder
entenderlo.
Juan nos reafirma la persona de Jesús como
enviado del Padre, el único que le conoce y, por tanto, el único vehículo para
conocer al Padre. “A mí me conocéis, y conocéis de dónde vengo. Sin embargo, yo
no vengo por mi cuenta, sino enviado por el que es veraz; a ése vosotros no lo
conocéis; yo lo conozco, porque procedo de él, y él me ha enviado”.
Pero la trama sigue complicándose. Vemos cómo
el cerco va cerrándose cada vez más alrededor de la persona de Jesús, cómo va
desarrollándose la conspiración que dentro de unos días se concretizará. Él
está viviendo la experiencia de sentirse acorralado, rodeado de odio. Ve
acercarse el fin… Tiene que ser cuidadoso, mide sus actuaciones, porque
“todavía no ha llegado su hora”.
Dentro de todo este drama, Jesús se mantiene
cauteloso pero sereno. Sabe quién le ha enviado y para qué ha sido enviado.
Tiene que cumplir su misión salvadora. Se siente amado por el Padre y conoce
sus secretos. Todo está en manos del Padre.
Jesús nos revela que Dios es nuestro Padre (Mt
6,9, Lc 11,2), por eso, al igual que Él, somos hijos de Dios (Jn 1,12; Rm
8,15-30) y coherederos de la gloria.
Contemplamos la serenidad, la paz de Jesús en
medio de la persecución y el odio que le rodeaba, y sabemos que esa paz es
producto de saberse amado por el Padre. Ese amor que le permite sentirse
acompañando en medio del desierto. Vivía esa intimidad con el Padre, que se
nutría de la oración constante.
Hoy, especialmente en estos tiempos de
pandemia que nos ha tocado vivir, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de
vivir como Él esa intimidad con el Padre, para que seamos reconfortados por Su
presencia en medio de la tribulación. Abandonarnos a Su misericordia, como un
niño en brazos de su padre o, mejor aún, su madre. Ese es el secreto.
“Sed perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto”. Con esa frase pronunciada por Jesús termina la lectura evangélica
que la liturgia nos propone para hoy (Mt 5,43-48). Y esa perfección se
manifiesta en el amor que Dios prodiga a toda la humanidad, sin distinción, aún
sobre los que no le conocen, aquellos que lo ignoran, aquellos que lo odian,
aquellos que blasfeman contra Él. Esa es la medida que se nos exige. ¡Uf!
“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu
prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros
enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre
que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la
lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio
tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?”
La ley del amor. Jesús la repite sin
cansancio. No podemos acercarnos a Él sin toparnos de frente con ese mensaje.
Jesús nos ofrece la filiación divina (¡qué regalo!). Hay un solo requisito:
amar; amar sin distinción y sin excepciones, especialmente a aquellos que nos
hacen la vida imposible, aquellos que nos traicionan, nos odian, aquellos que
son “diferentes”… Y más aún, orar por los que nos persiguen, los que nos hacen
daño. Tú nos has mostrado el camino: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lc 23,34). ¡Señor, qué difícil se nos hace seguirte!
Tú siempre nos hablas claro, sin dobleces: “Les
doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he
amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). ¿No será eso
nada más que un sueño, un ideal, una ilusión, una quimera, una ingenuidad de Tu
parte, Señor?
Pero Tú nunca nos pides nada que no podamos
lograr; y mientras más difícil la encomienda, más cerca de nosotros estás para
ayudarnos. En este caso nos dejaste el Espíritu de Verdad que iba a venir y
hacer morada en nosotros: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo
no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen,
porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,16-17).
Durante este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos
invita a la conversión. Esa conversión de corazón es una obra de la Gracia de
Dios. Como nos dice el libro de las Lamentaciones: “Conviértenos Señor, y nos
convertiremos” (Lm 5,21). Y esa Gracia que obra la conversión en nosotros la
recibimos cuando le abrimos nuestro corazón a ese Espíritu de la Verdad y le
permitimos que haga morada en nosotros; ese Espíritu que es el Amor entre el
Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Solo entonces podremos decir con
san Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
El Señor nos vuelve a conceder este año un tiempo propicio para prepararnos a celebrar con el corazón renovado el gran Misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria. Debemos volver continuamente a este Misterio, con la mente y con el corazón. De hecho, este Misterio no deja de crecer en nosotros en la medida en que nos dejamos involucrar por su dinamismo espiritual y lo abrazamos, respondiendo de modo libre y generoso.
1. El Misterio pascual, fundamento de la conversión
La alegría del cristiano brota de la escucha y de la aceptación de la Buena Noticia de la muerte y resurrección de Jesús: el kerygma. En este se resume el Misterio de un amor «tan real, tan verdadero, tan concreto, que nos ofrece una relación llena de diálogo sincero y fecundo» (Exhort. ap. Christus vivit, 117). Quien cree en este anuncio rechaza la mentira de pensar que somos nosotros quienes damos origen a nuestra vida, mientras que en realidad nace del amor de Dios Padre, de su voluntad de dar la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). En cambio, si preferimos escuchar la voz persuasiva del «padre de la mentira» (cf. Jn 8,45) corremos el riesgo de hundirnos en el abismo del sinsentido, experimentando el infierno ya aquí en la tierra, como lamentablemente nos testimonian muchos hechos dramáticos de la experiencia humana personal y colectiva.
Por eso, en esta Cuaresma 2020 quisiera dirigir a todos y cada uno de los cristianos lo que ya escribí a los jóvenes en la Exhortación apostólica Christus vivit: «Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez» (n. 123). La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren.
2. Urgencia de conversión
Es saludable contemplar más a fondo el Misterio pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible sólo en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado «que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad.
Así pues, en este tiempo favorable, dejémonos guiar como Israel en el desierto (cf. Os 2,16), a fin de poder escuchar finalmente la voz de nuestro Esposo, para que resuene en nosotros con mayor profundidad y disponibilidad. Cuanto más nos dejemos fascinar por su Palabra, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.
3. La apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos
El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra. A pesar de la presencia —a veces dramática— del mal en nuestra vida, al igual que en la vida de la Iglesia y del mundo, este espacio que se nos ofrece para un cambio de rumbo manifiesta la voluntad tenaz de Dios de no interrumpir el diálogo de salvación con nosotros. En Jesús crucificado, a quien «Dios hizo pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21), ha llegado esta voluntad hasta el punto de hacer recaer sobre su Hijo todos nuestros pecados, hasta “poner a Dios contra Dios”,como dijo el papa Benedicto XVI (cf. Enc. Deus caritas est, 12). En efecto, Dios ama también a sus enemigos (cf. Mt 5,43-48).
El diálogo que Dios quiere entablar con todo hombre, mediante el Misterio pascual de su Hijo, no es como el que se atribuye a los atenienses, los cuales «no se ocupaban en otra cosa que en decir o en oír la última novedad» (Hch 17,21). Este tipo de charlatanería, dictado por una curiosidad vacía y superficial, caracteriza la mundanidad de todos los tiempos, y en nuestros días puede insinuarse también en un uso engañoso de los medios de comunicación.
4. Una riqueza para compartir, no para acumular sólo para sí mismo
Poner el Misterio pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría.
Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá, considerando las dimensiones estructurales de la economía. Por este motivo, en la Cuaresma de 2020, del 26 al 28 de marzo, he convocado en Asís a los jóvenes economistas, empresarios y change-makers, con el objetivo de contribuir a diseñar una economía más justa e inclusiva que la actual. Como ha repetido muchas veces el magisterio de la Iglesia, la política es una forma eminente de caridad (cf. Pío XI, Discurso a la FUCI, 18 diciembre 1927). También lo será el ocuparse de la economía con este mismo espíritu evangélico, que es el espíritu de las Bienaventuranzas.
Invoco la intercesión de la Bienaventurada Virgen María sobre la próxima Cuaresma, para que escuchemos el llamado a dejarnos reconciliar con Dios, fijemos la mirada del corazón en el Misterio pascual y nos convirtamos a un diálogo abierto y sincero con el Señor. De este modo podremos ser lo que Cristo dice de sus discípulos: sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14).
Roma, junto a San Juan de Letrán, 7 de octubre de 2019 Memoria de Nuestra Señora, la Virgen del Rosario
La Iglesia universal celebra hoy la fiesta
litúrgica del Bautismo del Señor, otra de las grandes epifanías
(manifestaciones) de Jesús, y la liturgia nos regala como primera lectura el
comienzo del primer cántico del Siervo de Yahvé en el libro del profeta Isaías
(42,1-4.6-7). Ese pasaje prefigura la lectura evangélica, que es la versión de Mateo
del Bautismo de Jesús (Mt 3,13-17).
En la primera lectura el Señor se manifiesta
por boca de Isaías: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien
prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu”. Como podemos apreciar, el
paralelismo de este pasaje con el Evangelio es asombroso: “Apenas se bautizó
Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba
como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: ‘Éste
es mi Hijo, el amado, mi predilecto’”.
En la Solemnidad de la Epifanía decíamos que
la Iglesia celebra tres epifanías importantes: La Epifanía ante los Reyes Magos,
la Epifanía a Juan el Bautista en el Río Jordán cuando Jesús fue bautizado, y
la Epifanía a sus discípulos en las Bodas de Caná. En la que celebramos hoy, no
solo experimentamos una manifestación de Jesús; tenemos una verdadera teofanía en la que se manifiestan las
tres personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Ese gesto de Jesús de bautizarse como “uno
más”, junto a los pecadores, sin necesitar bautismo por estar libre de todo
pecado, enfatiza el carácter totalizante de la encarnación. Jesús se hizo uno
con nosotros, uno de nosotros. Pero su doble naturaleza se revela en el
Espíritu que desciende sobre Él y la voz del Padre que le llama “Hijo” (“Por
eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios” – Lc 1,35).
Con esa “apertura” del cielo seguida de la
frase que acabamos de escuchar, se establece una nueva relación entre Dios y la
humanidad a través del Ungido. Así, todos los que nacemos del agua y del
Espíritu por medio del Bautismo, nos convertimos en “hijos amados y predilectos”
del Padre y, por tanto, hermanos de Jesús y coherederos de la Gloria. Por eso
podemos llamar a Dios “Padre”, y Él puede llamarnos “hijos”. Así se cumple la
profecía: “Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo” (2 Sam 7,14; Cfr. Hb 1,5).
La efusión del Espíritu Santo sobre Jesús le
lanza a comenzar su misión redentora y lo acompañará a lo largo de toda ella. Nosotros,
los que por medio del Bautismo hemos participado de la muerte, y participamos
de la misma Vida y el mismo Espíritu del Señor, estamos llamados a continuar Su
obra salvadora, convirtiéndonos en “Evangelios vivientes” en el mundo y en la
historia.
“Dios todopoderoso y eterno, que en el
bautismo de Cristo, en el Jordán, quisiste revelar solemnemente que Él era tu
Hijo amado enviándole tu Espíritu Santo, concede a tus hijos de adopción,
renacidos del agua y del Espíritu Santo, perseverar siempre en tu benevolencia”.
(Oración Colecta).
Como primera lectura para hoy la liturgia nos
presenta la narración del hecho que sella definitivamente la liberación del
pueblo judío de la esclavitud en Egipto: el cruce del Mar Rojo, la culminación
de la Pascua, y el comienzo de la marcha a través del desierto (Ex 14,21-15,1).
Este es un hecho salvífico tan importante, que
marcó un hito en la historia y la fe del pueblo de Israel, y en nuestra propia
fe, al punto de que tanto judíos como cristianos estamos convencidos que
aquella noche Yahvé salvó a los israelitas de la esclavitud en Egipto. Así lo
proclamamos en el pregón pascual que cantamos la noche de la Vigilia Pascual:
“Ésta es la noche en que sacaste de Egipto a los israelitas, nuestros padres, y
les hiciste pasar a pie el Mar Rojo”.
El mismo pregón nos recuerda, que al igual que
en aquella primera noche de Pascua Yahvé libró a su pueblo elegido de la
esclavitud en Egipto, Jesús, con su Pascua, nos liberó a nosotros, el nuevo
pueblo de Dios, del pecado y de la muerte: “Esta es la noche en que, rotas las
cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”. Y más adelante
añade: “Esta es la noche en la que, por toda la tierra, los que confiesan su fe
en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado,
son restituidos a la gracia y agregados a los santos”.
Finalmente, la oración que sigue a la tercera
lectura de la Vigilia, nos dice: “el Mar Rojo fue imagen de la fuente
bautismal, y el pueblo liberado de la esclavitud, imagen de la familia
cristiana”. Esta oración nos sirve de introducción a la lectura evangélica que
nos propone la liturgia para hoy, el pasaje conocido como “la verdadera familia
de Jesús” (Mt 12,46-50):
“Todavía estaba hablando a la multitud, cuando
su madre y sus hermanos, que estaban afuera, trataban de hablar con él. Alguien
le dijo: ‘Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren hablarte’. Jesús
le respondió: ‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?’. Y señalando con
la mano a sus discípulos, agregó: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. Porque
todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi
hermano, mi hermana y mi madre’”.
“Todo el que hace la voluntad de mi Padre que
está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Con esta
aseveración Jesús destaca que aún su propia madre es más madre de Él por hacer
la voluntad del Padre que por haberle parido. Más aun, nos está ofreciendo a
todos el calor y la intimidad de una familia. Esta postura es cónsona con su
predicación del Amor como fundamento de la nueva Ley. Ya no se trata de un Dios
distante (relación vertical), inalcanzable, a quien debemos someternos. Con
Jesús hemos pasado a formar parte de la “familia divina”, en la que todos somos
hermanos y hermanas en Cristo Jesús (relación horizontal) y adquirimos el
carácter de hijos del Padre.
¿Te interesa pertenecer a la familia de Jesús?
“Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi
hermano, mi hermana y mi madre”.