Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese
tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los
pecadores, a reconciliarnos con Él. Nuestra débil naturaleza humana, esa
inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la
tentación.
La primera lectura (Gn 2,7-9;3,1-7) nos
presenta la primera caída del hombre cuando, seducidos por la serpiente, el
hombre y la mujer se dejaron arropar por la soberbia y quisieron ser como Dios
(ya no necesitarían de Él). De esa manera entró el pecado al mundo, a la
humanidad; el pecado original.
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre,
experimentó también en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios, se vio
libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación. Pero
logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno. De
paso, en un acto de misericordia, conociendo nuestra inclinación al pecado, nos
dejó el sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de
estar en comunión plena con el Dios uno y trino (Jn 20,23).
La lectura evangélica de hoy (Mt 4,1-11) nos
presenta la versión de Mateo de las tentaciones en el desierto. En el lenguaje
bíblico el desierto es lugar de tentación, y el número cuarenta es también
simbólico, un tiempo largo e indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”.
Así, vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras
vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de
Jesús, que quedará manifestado al final de la Cuaresma con su muerte y
resurrección.
La lectura nos presenta al diablo tentando a
Jesús en el desierto. Hacia el final, Jesús sintió hambre, fue entonces cuando el
maligno redobló su tentación (siempre actúa así). Aprovechándose de esa necesidad
básica del hombre, y reconociendo que Jesús es Dios y tiene el poder, le
propuso convertir una piedra en pan para calmar el hambre física. Creyó que lo
tenía “arrinconado”. Pero Jesús, fortalecido por cuarenta días de oración y
ayuno, venció la tentación.
Del mismo modo Jesús vence las otras dos
tentaciones del diablo: primero tentándolo para que haga alarde de su divinidad
saltando al vacío sin que su cuerpo sufra daño alguno, y luego prometiéndole poder
y gloria terrenales a cambio de postrarse ante él. Finalmente, el diablo tuvo
que retirarse del lugar sin lograr que Jesús cayera en la tentación.
La versión de Lucas de este pasaje (4,1-13)
dice que el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así mismo se comporta con
nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido la tentación, cuando
ya el maligno está buscando la forma de tentarnos nuevamente, “como un león
rugiente” (Cfr. 1 Pe 5,8), pendiente
al primer momento de debilidad para atacar. Y una vez averigua cuál es nuestro
flanco débil, por ahí nos va a atacar siempre.
Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión,
tiempo de penitencia, tiempo de reconciliación. Durante este tiempo la liturgia
nos invita a tornarnos hacia Él con confianza para decirle: “Misericordia, Dios
mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi
delito, limpia mi pecado” (Sal 50).
Reconcíliate con Dios, reconcíliate con tu
hermano… Hoy es el día, mañana puede ser muy tarde.
“Cuando destierres de ti la opresión, el gesto
amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies
el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se
volverá mediodía. El Señor te dará reposo permanente, en el desierto saciará tu
hambre”. Con este oráculo del Señor comienza la primera lectura que nos
presenta la liturgia de hoy (Is 58, 9b-14).
Continuamos en la tónica de las prácticas
penitenciales a las que se nos llama en el tiempo de Cuaresma. Este pasaje que
leemos hoy nos evoca aquel del profeta Oseas: “Porque yo quiero amor y no
sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos (6,6)”. Jesús se hará eco
de este pasaje en Mt 12,7: “Si hubieran comprendido lo que significa: Misericordia
quiero y no sacrificio”.
Nos encontramos ante el imperativo del amor
que constituye el fundamento y el objeto del mensaje de Jesús. Jesús nos está
invitando a ayunar de todas las cosas que nos apartan de Él, de todo
sentimiento o actitud que nos aparte de nuestros hermanos, pues “cada vez que
lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40).
Por eso, cada vez que nos despojamos de todo
sentimiento y actitud negativos contra nuestro prójimo, cada vez que “partimos
nuestro pan” con el hambriento, nuestra luz “brillará en las tinieblas” (Cfr. Mt 5,15; Lc 11,33), y “el Señor en
el desierto saciará nuestra hambre”. Cuando hablamos de partir nuestro pan con
el hambriento, no se trata solo de saciar su hambre corporal, implica también
compartir nuestro tiempo, brindar consuelo y apoyo al necesitado, y enseñar al
que no sabe. Entonces Él saciará nuestra hambre de Él mismo en el desierto de
nuestras vidas.
Como podemos apreciar, todas las obras de
misericordia, tanto corporales como espirituales, no son más que
manifestaciones del Amor de Dios que se derrama sobre y a través de nosotros a
toda la humanidad.
La lectura evangélica (Lc 5,27-32) nos
presenta la versión de Lucas de la vocación de Leví (Mateo). Mateo era un
hombre embebido en la rutina diaria de su trabajo como cobrador de impuestos.
Pero al cruzar su mirada con la de Jesús, y escuchar su voz instándole a
seguirle, comprendió en un instante que su vida, como él la conocía, no tenía
sentido, que había “algo más”, y ese algo era Jesús. Jesús y el amor
incondicional que percibió en Su mirada.
El publicano, odiado por todos, contado, junto
con las prostitutas y los criminales entre el grupo de los “pecadores” por la
sociedad del tiempo de Jesús, se sintió amado, tal vez por primera vez en su
vida. Mateo comprendió de momento cuán vacía había sido su vida hasta entonces.
Y allí y entonces, aquél amor que percibió en la mirada de Jesús abrasó su alma
y provocó su conversión. “Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió”.
La Iglesia nos llama a la conversión durante
la Cuaresma. Y la liturgia de hoy nos da la fórmula. Fijemos nuestros ojos en
la mirada amorosa de Jesús, y abramos nuestros corazones a Su amor
incondicional. ¿Quién puede resistirse?
Continuamos adentrándonos en el tiempo fuerte
de la Cuaresma, ese tiempo de conversión en que se nos llama a practicar tres
formas de penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Las lecturas que nos
presenta la liturgia para hoy tratan la práctica del ayuno.
La primera, tomada del libro del profeta
Isaías (58,1-9a), nos habla del verdadero ayuno que agrada al Señor. Comienza
denunciando la práctica “exterior” del ayuno por parte del pueblo de Dios;
aquél ayuno que podrá mortificar el cuerpo pero no está acompañado de, ni
provocado por, un cambio de actitud interior, la verdadera “conversión” de
corazón. El pueblo se queja de que Dios no presta atención al ayuno que
practica, a lo que Dios, por voz del profeta les responde: “¿Es ése el ayuno
que el Señor desea para el día en que el hombre se mortifica?, mover la cabeza
como un junco, acostarse sobre saco y ceniza, ¿a eso lo llamáis ayuno, día
agradable al Señor?”
No, el ayuno agradable a Dios, el que Él
desea, se manifiesta en el arrepentimiento y la conversión: “El ayuno que yo
quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los
cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con
el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no
cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, enseguida
te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria
del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá:
‘Aquí estoy’” (¿No les parece estar escuchando al Papa Francisco?).
De nada nos vale privarnos de alimento, o como
hacen algunos, privarse de bebidas alcohólicas durante la cuaresma, para luego
tomarse en una juerga todo lo que no se tomaron durante ese tiempo, diz que
para celebrar la Pascua de Resurrección, sin ningún vestigio de conversión. Eso
no deja de ser una caricatura del ayuno.
El Salmo que leemos hoy (50), el Miserere, pone de manifiesto el
sacrificio agradable a Dios: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera
un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un
corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Ese es el sacrificio, el
“ayuno” agradable a Dios.
La lectura evangélica (Mt 9,14-15) nos
presenta el pasaje de los discípulos de Juan que criticaban a los de Jesús por
no observar rigurosamente el ayuno ritual (debemos recordar que según la
tradición, Juan el Bautista pertenecía al grupo de los esenios, quienes eran
más estrictos que los fariseos en cuanto a las prácticas rituales). Jesús les
contesta: “¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el
novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces
ayunarán”. “Boda”: ambiente de fiesta; “novio”: nos evoca el desposorio de Dios
con la humanidad, esa figura de Dios-esposo y pueblo-esposa que utiliza el
Antiguo Testamento para describir la relación entre Dios y su pueblo. Es
ocasión de fiesta, gozo, alegría, júbilo. Nos está diciendo que los tiempos
mesiánicos han llegado. No hay por qué ayunar, pues no se trata de ayunar por
ayunar.
Luego añade: “Llegará un día en que se lleven
al novio y entonces ayunarán”. Ayer leíamos el primer anuncio de su Pasión por
parte de Jesús en Lucas; hoy lo hacemos en Mateo. Nos hace mirar al final de la
Cuaresma, la culminación de su pacto de amor con la humanidad, su Misterio
Pascual.
Acabamos de comenzar el “tiempo fuerte” de
Cuaresma, y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este “jueves
después de ceniza” es la versión de Lucas del primer anuncio de la Pasión (Lc
9,22-25). Siempre nos ha llamado la atención el hecho de que los anuncios de la
Pasión de Jesús van unidos al anuncio de su gloriosa Resurrección. “El Hijo del
hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos
sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
Pero Jesús va más allá. Nos invita a seguirle,
señalándonos de paso el camino de la salvación: “El que quiera seguirme, que se
niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. Vemos que
la fórmula que Jesús nos propone está matizada por tres verbos: “negarse”, “tomar”
la cruz y “seguirle”. Examinemos brevemente el significado y alcance de cada
uno.
El “negarse a sí mismo” implica que el
verdadero discípulo de Jesús tiene que ser capaz de relegar a un segundo plano su
interés propio para atender las necesidades del prójimo; tiene que superar la
cultura del “yo”; tiene que “vaciarse”. Es decir, tiene que estar completamente
libre para “darse” a los demás tal como lo hizo Jesús. Esta opción de vida
generalmente implica privaciones, dolor y sufrimiento, que asociamos también a
“cargar con la cruz”.
El “tomar la cruz”, o cargar con la cruz, tiene
un significado más profundo de lo que aparenta a primera vista. Para
comprenderlo a plenitud tenemos que adentrarnos en la ambiente cultural de la
época de Jesús. “Cargar con la cruz” era el último acto del condenado a la
ignominiosa muerte de cruz; era recorrer el camino al lugar donde se iba a
efectuar la ejecución llevando a cuestas el madero (patibulum), mientras todos le abucheaban, le escupían y se burlaban
de él. Más terrible aún era tal vez el sentimiento de sentirse despreciado por
todos y expulsado de la sociedad, al punto que esa persona se consideraba
muerta para todos los fines legales, sin derechos ni defensa alguna. De igual
modo los que nos llamamos discípulos de Jesús tenemos que estar prestos a
cargar con nuestra “cruz de cada día” soportando la burla y el desprecio, aún
de los nuestros, pensando, no en el dolor ni en la humillación del momento,
sino en la resurrección del día final (Cfr.
Jn 6,54).
El “seguirle”, como hemos visto, implica mucho
más que un mero seguimiento exterior, un dirigirse en la misma dirección. El
seguimiento de Jesús va mucho más allá. Se trata de un seguimiento interior,
una adhesión a Su proyecto de vida, una comunión de vida, un estar dispuesto a
compartir el destino del Maestro. Es el camino que vamos a recorrer durante
esta Cuaresma, durante la cual acompañaremos a Jesús camino a su Pasión y
muerte, pero con la mirada fija en la Gran Noche; la Vigilia Pascual, que es la
antesala de la culminación del Misterio Pascual de Jesús: su Resurrección
gloriosa. ¡Vivimos para esa Noche!
Hoy celebramos el miércoles de ceniza. Comenzamos el tiempo “fuerte” de Cuaresma.
Durante este tiempo especial la Iglesia nos invita a prepararnos para la
celebración de la Pascua de Jesús.
La Cuaresma fue inicialmente creada como la
tercera y última etapa del catecumenado, justo antes de recibir los tres
sacramentos de iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía.
Durante ese tiempo, junto a los catecúmenos, la iglesia entera, los ya
bautizados, vivían como una renovación bautismal, un tiempo de conversión más
intensa.
Como parte de la preparación a la que la
Iglesia nos invita durante este tiempo, nos exhorta a practicar tres formas de
penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Estas tres formas de penitencia
expresan la conversión, con relación a nosotros mismos (el ayuno), con relación
a Dios (la oración), y a nuestro prójimo (limosna). Y las lecturas que nos
brinda la liturgia para este día, nos presentan la necesidad de esa “conversión
de corazón”, junto a las tres prácticas penitenciales mencionadas.
La primera lectura, tomada del profeta Joel
(2,12-18), nos llama a la conversión de corazón, a esa metanoia de que hablará Pablo más adelante; esa que se da en lo más
profundo de nuestro ser y que no es un mero cambio de actitud, sino más bien
una transformación total que afecta nuestra forma de relacionarnos con Dios,
con nuestro prójimo, y con nosotros mismos: “oráculo del Señor, convertíos a mí
de todo corazón con ayunos, llantos y lamentos; rasgad vuestros corazones, no
vuestros vestidos”.
En la misma línea de pensamiento encontramos a
Jesús en la lectura evangélica (Mt 6,1-6.16-18). En cuanto a la limosna nos
dice: “cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen
los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la
gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio,
cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así
tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Respecto a la oración: “Cuando oréis, no seáis
como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las
esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya
han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto,
cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve
en lo secreto, te lo recompensará”.
Y sobre el ayuno nos dice: “Cuando ayunéis, no
pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer
ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga. Tú,
en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu
ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu
Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.
Al igual que la conversión, las prácticas
penitenciales del ayuno, la oración y la limosna, han de ser de corazón, y que
solo Él se entere. Esa es la única penitencia que agrada al Señor. La
“penitencia” exterior, podrá agradar, y hasta impresionar a los demás, pero no
engaña al Padre, “que está en lo escondido” y ve nuestros corazones.
Al comenzar esta Cuaresma, pidamos al Señor
que nos permita experimentar la verdadera conversión de corazón, al punto que podamos
decir con san Pablo: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Cfr. Gal 2,20).
El Señor nos vuelve a conceder este año un tiempo propicio para prepararnos a celebrar con el corazón renovado el gran Misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria. Debemos volver continuamente a este Misterio, con la mente y con el corazón. De hecho, este Misterio no deja de crecer en nosotros en la medida en que nos dejamos involucrar por su dinamismo espiritual y lo abrazamos, respondiendo de modo libre y generoso.
1. El Misterio pascual, fundamento de la conversión
La alegría del cristiano brota de la escucha y de la aceptación de la Buena Noticia de la muerte y resurrección de Jesús: el kerygma. En este se resume el Misterio de un amor «tan real, tan verdadero, tan concreto, que nos ofrece una relación llena de diálogo sincero y fecundo» (Exhort. ap. Christus vivit, 117). Quien cree en este anuncio rechaza la mentira de pensar que somos nosotros quienes damos origen a nuestra vida, mientras que en realidad nace del amor de Dios Padre, de su voluntad de dar la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). En cambio, si preferimos escuchar la voz persuasiva del «padre de la mentira» (cf. Jn 8,45) corremos el riesgo de hundirnos en el abismo del sinsentido, experimentando el infierno ya aquí en la tierra, como lamentablemente nos testimonian muchos hechos dramáticos de la experiencia humana personal y colectiva.
Por eso, en esta Cuaresma 2020 quisiera dirigir a todos y cada uno de los cristianos lo que ya escribí a los jóvenes en la Exhortación apostólica Christus vivit: «Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez» (n. 123). La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren.
2. Urgencia de conversión
Es saludable contemplar más a fondo el Misterio pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible sólo en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado «que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad.
Así pues, en este tiempo favorable, dejémonos guiar como Israel en el desierto (cf. Os 2,16), a fin de poder escuchar finalmente la voz de nuestro Esposo, para que resuene en nosotros con mayor profundidad y disponibilidad. Cuanto más nos dejemos fascinar por su Palabra, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.
3. La apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos
El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra. A pesar de la presencia —a veces dramática— del mal en nuestra vida, al igual que en la vida de la Iglesia y del mundo, este espacio que se nos ofrece para un cambio de rumbo manifiesta la voluntad tenaz de Dios de no interrumpir el diálogo de salvación con nosotros. En Jesús crucificado, a quien «Dios hizo pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21), ha llegado esta voluntad hasta el punto de hacer recaer sobre su Hijo todos nuestros pecados, hasta “poner a Dios contra Dios”,como dijo el papa Benedicto XVI (cf. Enc. Deus caritas est, 12). En efecto, Dios ama también a sus enemigos (cf. Mt 5,43-48).
El diálogo que Dios quiere entablar con todo hombre, mediante el Misterio pascual de su Hijo, no es como el que se atribuye a los atenienses, los cuales «no se ocupaban en otra cosa que en decir o en oír la última novedad» (Hch 17,21). Este tipo de charlatanería, dictado por una curiosidad vacía y superficial, caracteriza la mundanidad de todos los tiempos, y en nuestros días puede insinuarse también en un uso engañoso de los medios de comunicación.
4. Una riqueza para compartir, no para acumular sólo para sí mismo
Poner el Misterio pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría.
Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá, considerando las dimensiones estructurales de la economía. Por este motivo, en la Cuaresma de 2020, del 26 al 28 de marzo, he convocado en Asís a los jóvenes economistas, empresarios y change-makers, con el objetivo de contribuir a diseñar una economía más justa e inclusiva que la actual. Como ha repetido muchas veces el magisterio de la Iglesia, la política es una forma eminente de caridad (cf. Pío XI, Discurso a la FUCI, 18 diciembre 1927). También lo será el ocuparse de la economía con este mismo espíritu evangélico, que es el espíritu de las Bienaventuranzas.
Invoco la intercesión de la Bienaventurada Virgen María sobre la próxima Cuaresma, para que escuchemos el llamado a dejarnos reconciliar con Dios, fijemos la mirada del corazón en el Misterio pascual y nos convirtamos a un diálogo abierto y sincero con el Señor. De este modo podremos ser lo que Cristo dice de sus discípulos: sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14).
Roma, junto a San Juan de Letrán, 7 de octubre de 2019 Memoria de Nuestra Señora, la Virgen del Rosario