REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 18-06-20

“Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino”…

En el Sermón de la Montaña que hemos estado leyendo en estos días, Jesús agrupa algunos consejos sobre la oración dados por Él en varias ocasiones.

En el evangelio que leíamos ayer Jesús nos decía: “cuando vayas a rezar, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido”. Nos estaba enseñando la importancia de ese tiempo “a solas” con el Señor, ese “coloquio amoroso” tan necesario para desarrollar esa relación filial íntima con el Padre. Cuando hablo a mis estudiantes de este tema siempre lo comparo con esas palabras que los novios se dicen al oído. Palabras cuyo contenido solo ellos conocen, y que van cimentado esos lazos de amor que siguen creciendo día a día. Así tiene que ser nuestra relación con Dios.

En la lectura de hoy (Mt 6,7-15), Jesús nos recalca la importancia de la oración personal, al aconsejarnos que no seamos  “como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso”. A lo que se refiere Jesús es que si no acompañamos nuestra plegaria comunitaria, en alta voz, con la oración personal, íntima, aquella se convierte en meras palabras que de tanto repetirlas llegan perder su sentido y eficacia.

Jesús nos enseña la importancia de alabar, de dar gracias, antes de pedir. Mucha veces nuestra oración, aún la personal, se convierte en un listado de peticiones y quejas, olvidándonos de que el Padre, que “ve en lo escondido”, ya conoce nuestras necesidades. Nos recuerda que toda conversación (así debe ser la verdadera oración) con el Padre debe comenzar dándole las gracias por la vida, por el privilegio de permitirnos dirigirnos a Él como verdaderos hijos.

Además de enseñarnos a dirigirnos al Padre como Abba, el nombre con que los niños hebreos se dirigían a su padre (“Abba nuestro…”), cuyo Reino esperamos, a aceptar Su santa voluntad, y a confiar en Su divina providencia y protección contra las acechanzas del maligno, nos establece la norma, la medida, en que vamos a ser acreedores de Su perdón cuando le fallamos (que para la mayoría de nosotros es a diario): “perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.

Además de repetirlo mecánicamente (como los gentiles cuya “palabrería” Él critica), ¿en algún momento nos detenemos a pensar en lo que estamos diciendo respecto al perdón? Si le pedimos al Padre que nos perdone en la misma medida que perdonamos a los que nos ofenden, ¿seremos acreedores de Su perdón? ¡Uf! Una vez más Jesús nos la pone difícil. ¿Quién dijo que el seguimiento de Jesús era fácil? “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23).

Nuevamente tenemos que decir: ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. Él nos advirtió que el camino iba a ser empinado, pero nos dio la herramienta para hacerlo llevadero. Hace dos días Él mismo nos decía: “Amad a vuestros enemigos”. El Padre nos perdona porque nos ama, porque el perdón es fruto del amor. Si le escuchamos y seguimos en lo primero (amar incluso a nuestros enemigos), lo segundo (perdonar a los que nos ofenden) es consecuencia lógica, obligada.

Finalmente, hemos de abandonarnos a Su santa Voluntad, confiados en que Él en su infinita bondad y misericordia, nos concederá todo y solo lo que nos conviene.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMO QUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 28-09-19

“Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”.

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este sábado de la vigésimo quinta semana del tiempo ordinario (Lc 9, 43b-45) se sitúa, dentro de la narración de Lucas, justo al final de la actividad de Jesús en Galilea, antes del comienzo de la “subida” de Jesús a Jerusalén.

Hasta ahora hemos visto el éxito de la predicación de Jesús, pero sobre todo el entusiasmo y admiración generados entre la gente que lo seguía, motivados primordialmente por sus milagros y portentos. Una admiración “ficticia”. Jesús quería asegurarse que sus discípulos no se dejaran apantallar por el éxito de su gestión; quería apartar de ellos toda expectativa de mesianismo terrenal, enfatizando el fin que le aguardaba, y cómo ese final habría de ser la culminación de su misión salvadora.

En el pasaje que contemplamos ayer (Lc 9,18-22), vimos el primer anuncio de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

La lectura de hoy, que contiene el segundo anuncio de la pasión en el relato de Lucas, comienza reiterando “la admiración general por lo que (Jesús) hacía”. Tal parece que los discípulos se dejaban contagiar fácilmente por ese entusiasmo. Jesús percibe esto y, por el lenguaje fuerte que utiliza, parece regañar a sus discípulos: “Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”. Es como si les dijera: “entiéndanlo bien, cabezones”.

A pesar de que el lenguaje utilizado por Jesús alude claramente a los profetas Daniel (7,13-14) e Isaías (53,2-12), los discípulos no lo entendieron. “Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido”. No “cogían el sentido” porque estaban disfrutando vicariamente del éxito de Jesús; algo así como cuando el manejador, los luminotécnicos, sonidistas y músicos, se disfrutan el éxito de un famoso cantante. Estaban embriagados por la fama de su maestro.

La realidad es que no comprendían porque no querían comprender. No querían dañar aquello tan bueno que estaban sintiendo. Por eso “les daba miedo preguntarle sobre el asunto”.

Algo parecido nos sucede a nosotros cuando queremos disfrutar del amor, de la bondad y misericordia de Dios, pero no queremos saber de la “cruz”. Preferimos tararear pretendiendo que cantamos, como los niños malcriados, para no escuchar cuando Jesús nos dice: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). Tan solo nos gustan los pasajes “bonitos”, como cuando nos dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28).

Se nos olvida que la Cruz representa el mayor acto de amor, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte, el camino hacia la Gloria. En palabras de Lope de Vega: “Sin Cruz no hay Gloria ninguna, ni con Cruz eterno llanto,  Santidad y Cruz es una, no hay Cruz que no tenga santo, ni santo sin Cruz alguna”.

EL AÑO NUEVO EN PERSPECTIVA CRISTIANA

A punto de concluir este año que ha estado lleno de pruebas para el mundo, nuestro país y nuestra vida personal, comparto con ustedes esta joya que he leído hoy, de la pluma de san Juan Pablo II; un mensaje que sigue siendo tan válido y relevante como lo fue hace treinta y cuatro años cuando fue escrito. Espero que lo disfruten y mediten como lo hice yo.

Audiencia general del Papa san Juan Pablo II el 29 de diciembre de 1982 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Esta última audiencia general del año está toda ella impregnada de la luz de la Santa Navidad que acabamos de celebrar, y nos lleva además a reflexionar sobre la inminente celebración, tan rica de significado humano, del paso del año viejo al nuevo.

En efecto, la historia del hombre, iluminada por el misterio del Dios hecho hombre, Nuestro Señor Jesucristo, adquiere una clara orientación hacia el mundo de lo divino.  La fiesta de Navidad da un sentido cristiano a la sucesión de los acontecimientos y a los sentimientos humanos, proyectos y esperanzas, y permite descubrir en este rítmico y aparentemente mecánico correr del tiempo, no sólo las líneas de tendencia del peregrinaje humano, sino también los signos, las pruebas y las llamadas de la Providencia y Bondad Divina.

2. ¿Vamos hacia lo mejor? ¿Vamos hacia lo peor? Para el cristiano no hay duda: la Redención de Cristo, que comienza en la Santa Noche de Navidad, lleva progresivamente a la humanidad redimida y que acoge esta Redención, al triunfo sobre el mal y sobre la muerte.

Ciertamente a medida que se va hacia Dios aumentan pruebas y dificultades. Esto vale tanto para el camino de la Iglesia como para cada uno de los cristianos. Las fuerzas hostiles a la verdad y a la justicia -como nos explica todo el libro del Apocalipsis- aumentan, en el curso de la historia, sus tramas y su violencia contra quien quiere seguir el camino del Redentor. Por tanto, en definitiva, a pesar de los riesgos y las derrotas parciales, la historia marcha hacia el triunfo del bien, hacia la victoria final de Cristo. 

3. Así, pues, para el cristiano el progreso histórico es una realidad y una esperanza cierta; no es sin embargo el simple resultado de una especie de proceso dialéctico que nos exima de nuestro compromiso personal por la justicia y la santidad; y el hecho de estar colocados, mediante la Redención, en una corriente de gracia divina que nos lleva hacia el Reino, no quita la lamentable posibilidad, por parte de cualquiera de nosotros, de substraerse voluntariamente a la fuerza benéfica de ese influjo divino.

En su significado profundo el verdadero progreso histórico que, como dice el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, 39), es preparación al Reino de Dios, no puede más que ser el efecto de los esfuerzos humanos sostenidos por la fuerza redentora de la Sangre de Cristo. El Verbo Divino, al encarnarse, redimió el tiempo y la historia, llevándoles hacia la salvación del hombre y su bienaventuranza en la visión beatífica y dándoles un impulso progresivo incontenible, si bien contrastado.

4. La Sagrada Familia de Nazaret es el modelo de todas las familias cristianas.

Vale especialmente para la familia el problema que nos hemos planteado en términos generales: ¿Los valores de la familia están decayendo? ¿Los valores de la familia se están reforzando? También aquí nuestra respuesta de fe no puede ser más que una respuesta de esperanza y de sano optimismo cristiano, que no cierra los ojos a la gravedad de los fenómenos involutivos reales, sino que sabe reconocer también los fenómenos de crecimiento y saca de las dificultades que ofrecen ciertos procesos de decadencia la ocasión para una búsqueda más fervorosa de la santidad y de un valiente testimonio también en este sector fundamental de la vida, como es el de la familia.

El año litúrgico, con sus festividades periódicas que tienden a recordarnos y hacernos vivir los principales fundamentos del pensar y el actuar cristiano, es un inestimable don de Dios, presente en nuestra historia: un don, se puede decir, de la Santa Navidad. Las festividades litúrgicas sostienen de este modo nuestra fidelidad al mensaje evangélico, permitiéndonos al mismo tiempo hacer fructificar continuamente su infinita virtualidad.

La fiesta de la Sagrada Familia es uno de los principales puntos luminosos que nos ofrece la liturgia en nuestro camino terreno; con ellos podemos comprender el significado escatológico del tiempo y cómo verdaderamente Cristo, elevado en la Cruz, atrae a Sí todas las cosas (cf. Jn 12, 32)

5. La liturgia, de la que estamos viviendo en estos días algunos momentos particularmente intensos, nos ilumina así acerca del sentido del tiempo y de la historia, por lo cual, si surge en nosotros la impresión de que el mal está aumentando y triunfando, ella nos responde con el misterio de la Navidad, que nos introduce en el  misterio de la Cruz.

NO AUMENTA EL MAL, AUMENTAN LAS PRUEBAS. Y puesto que Dios, junto con la prueba da también la fuerza para superarla (cf. I Cor 10, 13), la abundancia del mal, que nos quiere herir y seducir, termina por transformarse en una sobreabundancia de bien y de gloria. Por eso San Pablo pudo decir que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rom, 5, 20).

En el curso del tiempo aumentan los ataques contra el Reino de Dios y contra los que quieren seguir piadosamente a Cristo; pero aumenta también el don de fortaleza que les concede el Espíritu Santo, de modo que al final todo se resuelve en la victoria para cuantos han permanecido fieles.

Esta es, queridos hermanos y hermanas, la perspectiva con la que debemos encaminarnos a afrontar y vivir el año nuevo que tenemos delante.

La vida de aquí abajo no es por sí misma, un cómodo y garantizado viaje hacia lo mejor. Desde los primeros años de nuestra vida nos damos cuenta de ello si tenemos los ojos abiertos. Lo mejor es ciertamente una perspectiva real; la humanidad, guiada por el Pueblo de Dios, está marchando en esta dirección; pero para cada uno de nosotros esta marcha hacia lo “mejor” no está privada de riesgos y de dificultades; y sobre todo está sometida cada día a la prueba de nuestra responsabilidad, debe ser el objeto de una elección libre.

La luz de Belén y la luz del Pesebre nos indican la dirección hacia lo mejor, nos hablan de la victoria final del bien, nos animan a caminar con esperanza y sin miedo, “sin apartarnos ni a la derecha ni a la izquierda”(Jos 23, 6)

Joannes Paulus II