REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS 01-01-23

Hoy es el primer día del año calendario y el último día de Octava de Navidad, que es la prolongación de la Solemnidad de la Natividad del Señor. Y la Iglesia lo celebra honrando a María bajo su mayor título, con la Solemnidad de Santa María, madre de Dios.

Y aunque esta advocación mariana es tal vez la más antigua que se conoce en la Iglesia occidental, su celebración parece remontarse al siglo sexto, con la dedicación, un 1º de enero, del templo “Santa María Antigua” en el Foro Romano, uno de los primeros templos marianos de Roma.

En 1931, luego de que el calendario litúrgico hubiese instituido la celebración de la circuncisión del Niño Jesús para esa misma fecha, el papa Pío XI introdujo en el calendario litúrgico universal la Fiesta de María madre de Dios para el 11 de octubre, en conmemoración del décimo quinto centenario del Concilio de Éfeso, que decretó solemnemente el dogma de la Maternidad divina de María.

Te invitamos a ver nuestro vídeo sobre este dogma en nuestro canal de YouTube, De la mano de María TV.

Luego, en el proemio del capítulo 8 de la Constitución Lumen Gentium (LG 52), el Concilio Vaticano II, al reflexionar sobre el misterio de la encarnación, nos invita a venerar la memoria “en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo”.

En atención a ello, con la reforma del calendario litúrgico posterior al Concilio Vaticano II, la Iglesia restituyó la celebración para el 1ro de enero con categoría de Solemnidad y precepto, bajo el título de Santa María, Madre de Dios.

¿Y qué mejor manera de culminar la octava de la Natividad del Señor, y celebrar el comienzo del año calendario, que acogiéndonos al amparo y protección de la Santísima Virgen María?

Siempre que comenzamos un nuevo año calendario, hablamos de las famosas “resoluciones de año nuevo”. Te invito a hacer la mejor resolución de año nuevo: esforzarte para recorrer el camino a la santidad a la que todos somos llamados. Si te has caído, levántate; si te has apartado, date vuelta y regresa al camino.

Para ello, te invito a fijar tu mirada en la Madre de Nuestro Señor y madre nuestra. En ella, que además de madre es amor, servicio, fidelidad, alegría, santidad y pureza, encontramos el camino más seguro que nos conduce hacia su Hijo, y nos introduce en su vida, ayudándonos a conformarnos plenamente con Él escuchando su Palabra y poniéndola por obra, de modo que algún día podamos decir con el apóstol: “y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).

Santa María, madre de Dios, muéstranos el camino a la santidad.

¡Bendiciones, y feliz año nuevo!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 12-10-22

“Ay de vosotros los fariseos, que amáis el primer asiento en las sinagogas…”

En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 11,42-46), Jesús continúa su condena a los fariseos y doctores de la ley, lanzando contra ellos “ayes” que resaltan su hipocresía al “cumplir” con la ley, mientras “pasan por alto el derecho y el amor de Dios”. Jesús sigue insistiendo en la primacía del amor y la pureza de corazón por encima del ritualismo vacío de aquellos que buscan agradar a los hombres más que a Dios o, peor aún, acallar su propia conciencia ante la vida desordenada que llevan. Todos los reconocimientos y elogios que su conducta pueda propiciar no les servirán de nada ante los ojos del Señor, que ve en lo más profundo de nuestros corazones, por encima de las apariencias (Cfr. Salmo 138; 1 Sam 16,7).

Así, critica también inmisericordemente a aquellos a quienes les encantan los reconocimientos y asientos de honor en las sinagogas (¡cuántos de esos tenemos hoy en día!), y a los que estando en posiciones de autoridad abruman a otros con cargas muy pesadas que ellos mismos no están dispuestos a soportar.

El Señor nos está pidiendo que practiquemos el derecho y el amor de Dios ante todo; que no nos limitemos a hablar grandes discursos sobre la fe, demostrando nuestro conocimiento de la misma, sino que asumamos nuestra responsabilidad como cristianos de practicar la justicia y el derecho, que no es otra cosa que cumplir la Ley del amor. De lo contrario seremos cristianos de “pintura y capota”, “sepulcros blanqueados”, hipócritas, que presentamos una fachada admirable y hermosa ante los hombres, mientras por dentro estamos podridos.

Somos muy dados a juzgar a los demás, a ver la paja en el ojo ajeno ignorando la viga que tenemos en el nuestro (Cfr. Mt 7,3), olvidándonos que nosotros también seremos juzgados. Es a lo que nos insta san Pablo en la primera lectura de hoy (Gál 5, 18-25 2,1-11) cuando nos dice: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu.”.

A partir del Año del Jubileo Extraordinario de la Misericordia proclamado por el papa Francisco hace unos años, este nos ha venido invitando a todos, al pueblo santo de Dios que es la Iglesia, a poner el énfasis en la misericordia por encima de la rigidez de las instituciones, de los títulos y la jerarquía. La Iglesia del siglo XXI ha de ser la Iglesia de los pobres, de los marginados. De ellos se nutre y a ellos se debe. Y para lograrlo no hay que reinventar la rueda, lo único que se requiere es leer y poner en práctica el Evangelio de Jesucristo y los documentos del Concilio Vaticano II.

Siempre que pienso en la Iglesia de los pobres vienen a mi mente las palabras que el Espíritu Santo puso en boca del Cardenal Claudio Hummes cuando le dijo al entonces Cardenal Bergoglio al momento de ser elegido como Papa: “No te olvides de los pobres”; frase que dio origen al nombre papal que este escogió.

Hoy, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que nos permita guiar nuestras obras por la justicia y el amor a Dios y al prójimo, no por los méritos o reconocimiento que podamos recibir por las mismas.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 06-10-22

“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Este es el párrafo final del Evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Lc 11,5-13). Y debemos leerlo dentro del contexto del Padrenuestro que Jesús acaba de enseñar a sus discípulos.

Ayer leíamos cómo en el Padrenuestro Jesús nos ha enseñado a tratar a Dios como Abba, con la misma confianza y familiaridad con que un niño trata a su padre. ¿Cuántas veces vemos a los niños pedirle algo a su padre, y si no lo consiguen de inmediato, seguir insistiendo hasta ponerse impertinentes, hasta que el padre, con tal de “quitárselos de encima”, siempre que se trate de algo que no les malcríe o les dañe, los complacen?

La parábola nos presenta a un amigo que le pide tres panes al otro en medio de la noche (acaba de decirnos que tenemos que pedir al Padre “el pan nuestro de cada día”). Ante la negativa inicial del segundo, el primero sigue insistiendo, hasta que el amigo “si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite”. Jesús nos está enseñando que, siendo hijos del Padre, podemos y debemos ser insistentes en nuestra oración. Que debemos reiterar nuestras peticiones, como el amigo impertinente de la parábola, o como la viuda que comparece ante el juez inicuo de la que nos hablará Jesús más adelante (Lc 18,4-5).

Con la oración final de este pasaje Jesús reitera nuestra filiación divina, y nos recuerda que la mejor respuesta que Dios puede brindarnos a nuestras oraciones es, ¡nada más ni nada menos que el Espíritu Santo! “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Ese Espíritu Santo que derrama sus siete dones sobre nosotros y nos da la fortaleza para superar las pruebas y aceptar la voluntad del Padre.

“Quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre”. En la primera lectura (Gál 3,1-5), Pablo nos recuerda el ingrediente principal de la oración, y el requisito para recibir el Espíritu: “Contestadme a una sola pregunta: ¿recibisteis el Espíritu por observar la ley o por haber respondido a la fe? ¿Tan estúpidos sois? ¡Empezasteis por el espíritu para terminar con la carne! ¡Tantas magníficas experiencias en vano! Si es que han sido en vano. Vamos a ver: Cuando Dios os concede el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿por qué lo hace? ¿Porque observáis la ley o porque respondéis a la fe?”

No basta con ser “bueno”; hay que tener fe.