Hoy es el primer día del año calendario y el último día de Octava de Navidad, que es la prolongación de la Solemnidad de la Natividad del Señor. Y la Iglesia lo celebra honrando a María bajo su mayor título, con la Solemnidad de Santa María, madre de Dios.
Y aunque esta advocación mariana es tal vez la más antigua que se conoce en la Iglesia occidental, su celebración parece remontarse al siglo sexto, con la dedicación, un 1º de enero, del templo “Santa María Antigua” en el Foro Romano, uno de los primeros templos marianos de Roma.
En 1931, luego de que el calendario litúrgico hubiese instituido la celebración de la circuncisión del Niño Jesús para esa misma fecha, el papa Pío XI introdujo en el calendario litúrgico universal la Fiesta de María madre de Dios para el 11 de octubre, en conmemoración del décimo quinto centenario del Concilio de Éfeso, que decretó solemnemente el dogma de la Maternidad divina de María.
Luego, en el proemio del capítulo 8 de la Constitución Lumen Gentium (LG 52), el Concilio Vaticano II, al reflexionar sobre el misterio de la encarnación, nos invita a venerar la memoria “en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo”.
En atención a ello, con la reforma del calendario litúrgico posterior al Concilio Vaticano II, la Iglesia restituyó la celebración para el 1ro de enero con categoría de Solemnidad y precepto, bajo el título de Santa María, Madre de Dios.
¿Y qué mejor manera de culminar la octava de la Natividad del Señor, y celebrar el comienzo del año calendario, que acogiéndonos al amparo y protección de la Santísima Virgen María?
Siempre que comenzamos un nuevo año calendario, hablamos de las famosas “resoluciones de año nuevo”. Te invito a hacer la mejor resolución de año nuevo: esforzarte para recorrer el camino a la santidad a la que todos somos llamados. Si te has caído, levántate; si te has apartado, date vuelta y regresa al camino.
Para ello, te invito a fijar tu mirada en la Madre de Nuestro Señor y madre nuestra. En ella, que además de madre es amor, servicio, fidelidad, alegría, santidad y pureza, encontramos el camino más seguro que nos conduce hacia su Hijo, y nos introduce en su vida, ayudándonos a conformarnos plenamente con Él escuchando su Palabra y poniéndola por obra, de modo que algún día podamos decir con el apóstol: “y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
Santa María, madre de Dios, muéstranos el camino a la santidad.
Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria.
Como primera lectura propia de la memoria, la liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).
Este pasaje es también uno de los más ricos en contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último y definitivo rey del linaje de David.
Para entender el alcance del Evangelio, y su relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey” y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Por eso decimos que María es la “Reina del Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la “Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María “fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte”.
Desde allí, en el trono que su Hijo ha dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra abogada. Es por ello que en esa hermosa oración de la Salve decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente hoy, sino todos los días de nuestras vidas.
La primera lectura de la liturgia para hoy (Hc
18,23-28) nos presenta a Pablo emprendiendo su tercer viaje misionero. Nos dice
el relato que recorrió Galacia y Frigia “animando a los discípulos”. Pablo, el
evangelizador incansable. “¡Ay de mí si no evangelizo!” (1 Cor 9,16). Desde su
encuentro con el Resucitado en el camino a Damasco, donde fue inundado por el
Amor infinito de Jesús (que es a su vez el amor del Padre, y que entre ambos
dan vida al Espíritu Santo), no ha tenido otra misión en la vida que compartir
ese amor con todo el que se cruza en su camino. Y esa tiene que ser la misión
de todo bautizado, de todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús (Cfr. Mc 15,15).
Se trata de esa alegría desbordante producto
de saberse amado; un gozo que se nos sale por los poros y que todo el que se
nos acerca la nota, y quiere “de eso”. La mejor y más efectiva evangelización. El
papa Francisco nos ha dicho que “el gozo del cristiano no es la alegría que proviene
de un momento, sino un don del Señor que llena el interior”. Se trata de un
gozo que, según sus palabras, “es como ‘una unción del Espíritu y se encuentra
en la seguridad de que Jesús está con nosotros y con el Padre’”.
Y esa alegría, la verdadera alegría del
cristiano, no es algo para quedárnoslo; tenemos que compartirla, porque, como nos
dice el papa Francisco, “si queremos tenerlo solo para nosotros al final se
enferma y nuestro corazón se encoge un poco, y nuestra cara no transmite aquel
gran gozo sino aquella nostalgia, aquella melancolía que no es sana”.
Pablo irradiaba ese “enamoramiento” que todo
cristiano debe sentir al caminar acompañado de su Amado. Ese fue el secreto de
su éxito. Y a ti, ¿se te nota?
Pero la lectura va más allá, luego de
mostrarnos a Pablo partiendo de misión, nos presenta la figura de Apolo, judío
natural de Alejandría y llegado de Éfeso. Aunque solo conocía el bautismo de
Juan, había sido expuesto a la vida y doctrina de Jesús, la cual exponía
públicamente en la sinagoga. Cuando Priscila y Aquila oyeron hablar de Apolo, “lo
tomaron por su cuenta y le explicaron con más detalle el camino de Dios”, es
decir, ayudaron en su formación. De ahí salió a continuar predicando, pero
ahora con mayor corrección doctrinal.
Este detalle nos muestra otra característica
que debe tener todo bautizado que haya tenido es encuentro personal con Jesús:
No solo tenemos el deber de formarnos y evangelizar a otros, sino que en la
medida de nuestras capacidades tenemos la obligación de formar a otros para que
lleven el mensaje correcto, para que estos, a su vez, formen a otros. Así es
como la tradición apostólica, aquella predicación de las primeras comunidades
cristianas, ha perdurado a través de la historia y llegado hasta nosotros. De
ahí mi insistencia en la formación del Pueblo de Dios, aún a costa de grandes
sacrificios.
La Iglesia es misionera, evangelizadora, por
definición. Si no “sale” a predicar el Evangelio se estanca, se enferma, se
encoge, y termina desapareciendo (Evangelii
Nuntiandi – Pablo VI). ¿Y quiénes conforman la Iglesia? Nosotros, el “Pueblo
de Dios” (Lumen Gentium, 9-12). ¡Anda!
¿Qué estás esperando?
Hoy es el domingo del Amor. Celebramos el
Quinto domingo de Pascua, y las lecturas que nos brinda la liturgia, culminan
con el mandamiento del amor que Jesús da a sus discípulos al principio del
llamado “discurso de despedida de Jesús”, que comienza con el fragmento que
contemplamos hoy (Jn 13,31-33a.34-35) y culmina con la “oración sacerdotal” de
glorificación, en el capítulo 17.
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis
unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por
la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros”.
Este comentario, que recoge la última voluntad o “testamento” de Jesús, se da a
raíz de la salida de Judas del tabernáculo para consumar su traición. Es de notar que en el pasaje de
hoy, justo antes del mandamiento del amor, en apenas dos versículos, Jesús
utiliza cinco veces el verbo “glorificar”, tres relativas al presente y dos al
futuro (vv.31-32).
¿Qué significa glorificar? El diccionario de
la Real Academia Española define ese verbo como “reconocer y ensalzar a quien
es glorioso”, es decir, reconocer lo que una persona tiene de encomiable. Con
la traición de Judas comienza a ponerse de manifiesto lo que Jesús tiene de
encomiable: el amor. Ese amor verdadero que tiene su máxima expresión en estar
dispuesto a dar la vida por sus amigos (Jn 15,13); amar “hasta el extremo” (Jn
13,2), algo que Jesús evidenciará dando su vida incluso por sus enemigos. Ahí
se revelará el verdadero señorío de Jesús, manifestado en el Amor.
Jesús glorifica al Padre al hacer su voluntad
entregándose a su pasión y muerte de cruz en la más formidable demostración de
amor en la historia de la humanidad. Por eso el Padre lo glorificará resucitándole
de entre los muertos y sentándolo a su derecha como “Señor de los señores y
vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen
Gentium 59).
Su última voluntad fue: “que os améis unos a
otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros”. Jesús no nos pidió
que cumpliéramos la Ley de Dios; nos pidió que nos amáramos los unos a los
otros. No se trata pues, de hacer el bien porque se nos manda, sino porque se
ama. Cuando se ama se lleva a plenitud la Ley; eso es lo que nos distingue como
cristianos. Cuando, por el contrario, nos limitamos a dar cumplimiento a la
Ley, estamos meramente evitando ser castigados. Eso es distintivo humano. Por
eso en ocasiones anteriores hemos señalado que la palabra cumplimiento está
compuesta por otras dos: “cumplo” y “miento”.
De la misma manera que Jesús glorificó al
Padre con su demostración de amor, Él nos pide que hagamos lo mismo, amar hasta
que nos duela (¡qué difícil!). Por eso la primera lectura (Hc 14,21b-27) nos
recuerda que “hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios”. Y según el
Padre lo glorificó, nosotros seremos también glorificados.
La segunda lectura, tomada del libro del
Apocalipsis (21,1-5a), nos muestra esa hermosa visión de la nueva Jerusalén
bajando del cielo “arreglada como una novia que se adorna para su esposo”, en
la que todos los que le seguimos vamos a morar junto a Él por toda la
eternidad. Y la promesa es real: “Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni
dolor. Porque el primer mundo ha pasado”. El reto es duro, pero la recompensa
es eterna… ¿Te animas?
El Evangelio que la liturgia propone para hoy
(Lc 1,1-4; 4,14-21) contiene el pasaje del llamado “discurso programático” de
Jesús, recogido en la lectura del libro de Isaías que Jesús leyó en la sinagoga
de Nazaret, donde se había criado.
Al finalizar la lectura, Jesús enrolló el
libro, lo devolvió al que le ayudaba, y dijo: “Hoy se cumple esta Escritura que
acabáis de oír”. Es en este momento que queda definida la misión de Jesús,
asistido por el Espíritu Santo. Nos encontramos en el inicio de esa misión que
culminará con su Misterio Pascual (pasión, muerte y resurrección). Pero antes
de ascender en gloria a los cielos, nos encomendó a nosotros, la Iglesia, la tarea
de continuar su misión: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda
la creación” (Mc 16,15).
Y a cada uno de nosotros corresponde una tarea
distinta en esa evangelización. Sobre eso nos habla san Pablo en la segunda
lectura de hoy (1 Cor 12,12-30). En esta carta san Pablo nos presenta a la
Iglesia como cuerpo de Cristo: “Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos
miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo
cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y
libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo….
El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo… Dios distribuyó el cuerpo y cada
uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde
estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno
solo… Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro. Y
Dios os ha distribuido en la Iglesia…”
El éxito de la misión evangelizadora de la
Iglesia depende de cada uno de sus miembros, pues de lo contrario quedaría
coja, o muda, o tuerta, o manca. Una diversidad de carismas (Cfr. 1 Co 12,11) puestas al servicio de
un fin común: cumplir el mandato de ir por todo el mundo a proclamar la Buena
Nueva a toda la creación.
Aunque en una época se pensaba en esos
carismas del Espíritu como don extraordinario, casi milagroso, concedido de
manera excepcional a unos “escogidos”, el Concilio Vaticano II dejó claramente
establecido que “el mismo Espíritu Santo, no solamente santifica y dirige al
pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las
virtudes, sino que ‘distribuyendo sus dones a cada uno según quiere’ (1 Co 12,
11), reparte entre toda clase de fieles, gracias incluso especiales, con las
que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios
provechosos para la renovación y más amplia y provechosa edificación de la
Iglesia” (Lumen Gentium 12). Eso nos
incluye a ti y a mí. ¡Atrévete!
En este día del Señor, pidámosle que nos
permita reconocer los dones que el Espíritu ha derramado sobre nosotros, y nos
conceda la gracia de ponerlos al servicio de su cuerpo, que es la Iglesia, para
continuar Su misión evangelizadora.
Hoy, vigésimo domingo del T.O., celebramos la Solemnidad de la Asunción de la Virgen, una de cuatro solemnidades de la Virgen en el Calendario Litúrgico de la Iglesia Católica y, como tal, tiene precedencia sobre la liturgia dominical.
“…[P]or la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Con esta declaración, contenida en la constitución apostólica Munificentissimus Deus, del 1ro de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de Nuestra Señora la Santísima Virgen María.
Ese dogma, que le da vida a la solemnidad de
la Asunción que celebramos hoy, es uno de cuatro “dogmas marianos” que forman
parte de la doctrina católica, y el último en ser proclamado.
El Concilio Vaticano II nos enseña que María
fue “enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más
plenamente a su Hijo, Señor de los señores, y vencedor del pecado y de la
muerte” (Lumen Gentium 59). En la cultura y tradición judía, el lugar de
la Reina era ocupado por la madre del rey, la “Reina Madre”. La Reina Madre era
reconocida como la abogada del pueblo. Todo el que quería lograr un favor del
rey, recurría a la Reina Madre, quien siempre tenía el oído del rey. Los judíos
se referían a ella como Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Habiendo Jesús ascendido en cuerpo y alma a
los cielos luego de su gloriosa resurrección, y siendo Él el último rey del
linaje de David (Lc 1,32), el lugar que corresponde a María, como Reina Madre,
es en un trono a la derecha de su Hijo (Cfr.
1 Re 3,19). Su Hijo no podía esperar hasta la resurrección de los muertos en el
día del juicio final. Por eso dispuso que su Madre fuera “asunta en cuerpo y
alma a la gloria celeste”, lo que enfatiza el carácter totalizante y completo
de su glorificación y encuentro definitivo con su Hijo.
Por otro lado, teniendo un cuerpo glorificado
al igual que su Hijo, María puede continuar manifestando su maternidad divina a
través de las múltiples apariciones, cuando su Hijo así lo permite, haciendo
posible que los videntes puedan percibirla con características étnicas que les
resultan familiares.
María vive ya plenamente lo que nosotros
aspiramos a vivir un día en el cielo. Representa para nosotros un signo de
esperanza. Ella es nuestra meta y nuestro ejemplo; nos conduce de su mano hacia
su Hijo, que es su razón de ser, con quien aspiramos un día compartir su
victoria sobre la muerte. ¡A Jesús por María! Ella es también nuestra Gabirah,
nuestra abogada, la Reina Madre que intercede por nosotros ante su Hijo, Jesucristo
Rey.
En esta solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, pidamos a nuestro Señor que nos colme de sus bienes para que bendigamos Su nombre como Ella lo hizo con el hermoso canto del Magníficat que leemos en la liturgia de hoy (Lc 1, 39-56). ¡Salve, llena de gracia!… Santa María, ruega por nosotros.
Te invitamos a visitar nuestro canal de YouTube, De la mano de María TV para ver la cápsula mariana sobre el dogma de la Asunción de Nuestra Señora.
La primera lectura de la liturgia para hoy (Hc
18,23-28) nos presenta a Pablo emprendiendo su tercer viaje misionero. Nos dice
el relato que recorrió Galacia y Frigia “animando a los discípulos”. Pablo, el
evangelizador incansable. “¡Ay de mí si no evangelizo!” (1 Cor 9,16). Desde su
encuentro con el Resucitado en el camino a Damasco, donde fue inundado por el
Amor infinito de Jesús (que es a su vez el amor del Padre, y que entre ambos
dan vida al Espíritu Santo), no ha tenido otra misión en la vida que compartir
ese amor con todo el que se cruza en su camino. Y esa tiene que ser la misión
de todo bautizado, de todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús (Cfr. Mc 15,15).
Se trata de esa alegría desbordante producto
de saberse amado; un gozo que se nos sale por los poros y que todo el que se
nos acerca la nota, y quiere “de eso”. La mejor y más efectiva evangelización. El
papa Francisco nos ha dicho que “el gozo del cristiano no es la alegría que proviene
de un momento, sino un don del Señor que llena el interior”. Se trata de un
gozo que, según sus palabras, “es como ‘una unción del Espíritu y se encuentra
en la seguridad de que Jesús está con nosotros y con el Padre’”.
Y esa alegría, la verdadera alegría del
cristiano, no es algo para quedárnoslo; tenemos que compartirla, porque, como nos
dice el papa Francisco, “si queremos tenerlo solo para nosotros al final se
enferma y nuestro corazón se encoge un poco, y nuestra cara no transmite aquel
gran gozo sino aquella nostalgia, aquella melancolía que no es sana”.
Pablo irradiaba ese “enamoramiento” que todo
cristiano debe sentir al caminar acompañado de su Amado. Ese fue el secreto de
su éxito. Y a ti, ¿se te nota?
Pero la lectura va más allá, luego de
mostrarnos a Pablo partiendo de misión, nos presenta la figura de Apolo, judío
natural de Alejandría y llegado de Éfeso. Aunque solo conocía el bautismo de
Juan, había sido expuesto a la vida y doctrina de Jesús, la cual exponía
públicamente en la sinagoga. Cuando Priscila y Aquila oyeron hablar de Apolo, “lo
tomaron por su cuenta y le explicaron con más detalle el camino de Dios”, es
decir, ayudaron en su formación. De ahí salió a continuar predicando, pero
ahora con mayor corrección doctrinal.
Este detalle nos muestra otra característica
que debe tener todo bautizado que haya tenido es encuentro personal con Jesús:
No solo tenemos el deber de formarnos y evangelizar a otros, sino que en la
medida de nuestras capacidades tenemos la obligación de formar a otros para que
lleven el mensaje correcto, para que estos, a su vez, formen a otros. Así es
como la tradición apostólica, aquella predicación de las primeras comunidades
cristianas, ha perdurado a través de la historia y llegado hasta nosotros. De
ahí mi insistencia en la formación del Pueblo de Dios, aún a costa de grandes
sacrificios.
La Iglesia es misionera, evangelizadora, por
definición. Si no “sale” a predicar el Evangelio se estanca, se enferma, se
encoge, y termina desapareciendo (Evangelii
Nuntiandi – Pablo VI). ¿Y quiénes conforman la Iglesia? Nosotros, el “Pueblo
de Dios” (Lumen Gentium, 9-12). ¡Anda!
¿Qué estás esperando?
Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra
provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy
reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria.
Como primera lectura propia de la memoria, la
liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza
el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado,
con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta
lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al
relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más
comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).
Este pasaje es también uno de los más ricos en
contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás
en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será
grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David,
su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”.
Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último
y definitivo rey del linaje de David.
Para entender el alcance del Evangelio, y su
relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la
cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la
madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro
primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el
salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su
encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se
postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la
madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del
rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era
considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey”
y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir
“gran señora”.
Por eso decimos que María es la “Reina del
Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la
“Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María
“fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más
plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y
de la muerte”.
Desde allí, en el trono que su Hijo ha
dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra
abogada. Es por ello que en esa hermosa oración de la Salve decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros
tus ojos misericordiosos”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente
hoy, sino todos los días de nuestras vidas.