REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 11-07-17

Como parte de la historia de los inicios del pueblo de Israel, la primera lectura de la liturgia de hoy (Gn 32,22-32) nos narra el episodio en que Jacob recibe el nombre de Israel, nombre por el que se conocerá el conjunto de su descendencia, hasta el día de hoy.

Nos dice la Escritura que Jacob peleó toda la noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”. En el diálogo que sigue el hombre le pregunta su nombre, y al contestarle que su nombre era Jacob, le dijo: “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel (ישראל), porque has luchado con dioses y con hombres y has podido”. Ahí el origen del nombre, que quiere decir literalmente “el que lucha con Dios”.

“Las mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Con esa oración termina la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mt 9,32-38). Este pasaje sirve de preámbulo al segundo gran discurso de Jesús que ocupa todo el capítulo 10 de Mateo. El llamado discurso misionero, de envío, a sus apóstoles.

El pasaje comienza planteándonos la brecha existente entre el pueblo y los fariseos. Los primeros se admiraban ante el poder de Jesús (“Nunca se ha visto en Israel cosa igual”), mientras los otros, tal vez por sentirse amenazados por la figura de Jesús, tergiversan los hechos para tratar de desprestigiarlo ante los suyos: “Éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús no se inmuta y continúa su misión, no permite que las artimañas del maligno le hagan distraerse de su misión.

Otra característica de Jesús que vemos en este pasaje es que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que va por “todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. 3er misterio luminoso – El anuncio del Reino).

Jesús está consciente de que su tiempo es corto, que la semilla que Él está sembrando ha de dar fruto; y necesita trabajadores para recoger la cosecha.

Por eso, luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”, nos dice. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

Y eso nos incluye a todos los miembros de la comunidad parroquial, cada cual según sus talentos, según los carismas que el Espíritu Santo nos ha dado y que son para provecho común (Cfr. 1 Co 12,7).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 03-12-16

señor de la mies

El profeta Isaías continúa prefigurando al Mesías. En la primera lectura para hoy (Is 30,19-21.23-26), el profeta nos dice: “Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una palabra a la espalda: ‘Éste es el camino, camina por él’”. Esta última frase nos evoca la palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento para “conversión” (metanoia), que literalmente se refiere a una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en que andaba y tomar otra dirección.

Así, vemos cómo en esta lectura también se adelanta el llamado a la conversión que caracteriza la predicación de Juan Bautista, otra de las figuras del Adviento: “Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios” (Cfr. Lc 3,1-6)

El relato evangélico de hoy (Mt 9,35–10,1.6-8) nos presenta a un Jesús misericordioso que se apiada ante el gemido de su pueblo y le responde. Así, la lectura nos dice que “recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. Tercer misterio luminoso del Rosario). Continúa diciendo la lectura que Jesús, “al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”.

Este pasaje destaca otra característica de Jesús: que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que Él va a la gente a anunciar la Buena Nueva del Reino.

Luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

“Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”. El Señor quiere que todos se salven, esa es su misión, nuestra misión. Pero para poder hacerlo, primero tenemos que experimentar nosotros mismos la conversión, que se asocia al arrepentimiento; mas no un arrepentimiento que denota culpa o remordimiento, sino que es producto de una transformación entendida como un movimiento interior, en lo más profundo de nuestro ser, nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la Gracia Divina. Solo así podremos “contagiar” a nuestros hermanos y lograr su conversión.

En este tiempo de Adviento, roguemos al dueño de la mies que derrame su Gracia sobre nosotros para poder convertirnos en sus obreros.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE SAN LUCAS EVANGELISTA 18-10-16

envío 72

Hoy celebramos la Fiesta de san Lucas, evangelista, y el Evangelio de hoy (Lc 10,1-9) nos narra una vez más el envío de los “setenta y dos” a los lugares que él pensaba visitar; una especie de “avanzada” como las que usan los políticos de nuestro tiempo, para ir preparando el camino para su llegada. Ese envío es precedido por la famosa frase de Jesús: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”.

Desde los inicios de su vida pública Jesús había dejado establecida su misión: “También a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado” (Lc 4,43). En el pasaje de hoy Jesús continúa su “subida” final a la ciudad Santa de Jerusalén en donde culminará su obra redentora. Tiene que adiestrar a los que va a dejar a cargo de anunciar la Buena Noticia del Reino, y los envía en una misión “de prueba”, para que experimenten la satisfacción y el rechazo, la alegría y la frustración; para que se curtan. Más adelante les dirá: “Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15).

En la primera lectura (2 Tim 4,10-17) encontramos a Pablo, apóstol de los gentiles, continuando la obra misionera de Jesús, y repartiendo a sus discípulos y colaboradores. Solo Lucas permanece con él. La mies es abundante y los obreros pocos, así que hay que maximizar el rendimiento de cada uno de los “obreros”. Pablo sabe que los envía “como corderos en medio de lobos”, y les advierte de los peligros. Pero los despide con un mensaje de esperanza: “…el Señor me ayudó y me dio salud para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran los gentiles”. Jesús lo había prometido antes de su partida: “Y yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,10).

Especialmente a partir del Concilio Vaticano II, esa misión evangelizadora no está limitada al clero ni a los de vida consagrada; nos compete también a todos los laicos. Lo bueno es que el mismo Jesús nos dejó las instrucciones y, mejor aún, prometió acompañarnos. ¿Cómo podemos rechazar esa oferta? Con razón san Pablo decía: “¡Ay de mi si no evangelizo!” (1 Cor 9,16). ¿Quieres gozar de la compañía de Jesús? ¡Evangeliza!

El papa Francisco ha enfatizado el talante misionero de la Iglesia, exhortándonos a salir del encierro de nuestras iglesias y comunidades de fe hacia la calle: “Quiero agitación en las diócesis, quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que nos defendamos de todo lo que sea clericalismo, de lo que sea comodidad (…) Si no salen, las instituciones se convierten en ONG (organizaciones no gubernamentales) y la Iglesia no puede ser una ONG”.

Tal como Jesús envió a los “setenta y dos” y Pablo a sus discípulos y colaboradores, hoy Francisco nos envía a todos a proclamar la Buena Noticia del Reino, y a continuar construyéndolo con nuestras obras, especialmente nuestro acercamiento a los marginados de la sociedad, para que ellos puedan experimentar el amor de Dios. Anda, ¡atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 30-09-16

Ay de ti corozain

El Evangelio de hoy (Lc 10,13-16) nos presenta la conclusión del “envío” misionero de los setenta y dos, que hubiésemos leído ayer, de no haber coincidido la fecha con la Fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. En el pasaje de este envío cabe resaltar el uso del número doce, o múltiplos del mismo, siempre que hay envuelta una “elección”, pues para la cultura hebrea ese número significa precisamente eso. De ahí que sean doce las tribus del pueblo elegido y doce los apóstoles elegidos por Jesús, etc.

Ya Jesús había advertido a los discípulos que no iban a ser recibidos bien en todos lados, que los enviaba como corderos en medio de lobos; que si no eran bien recibidos en algún lugar siguieran su camino, no sin antes hacer el anuncio del Reino. Jesús es consciente que Él mismo no fue bien recibido entre los suyos (Cfr. Lc 4,24), es decir, contempla ese mismo fracaso entre las posibilidades de sus enviados. Pero a la misma vez sabe que hay que llevar a todos la Buena Nueva, y que la tarea evangelizadora es muy grande para Él solo, que necesita “obreros para la mies”.

Entonces aprovecha la oportunidad para lanzar unas maldiciones en la forma de “ayes” sobre las tres ciudades en las cuales concentró su labor misionera: Corazoín, Betsaida, y Cafarnaún. Compara las primeras dos con Tiro y Sidón, ciudades paganas, advirtiendo que en “el día del juicio” le irá mejor a estas últimas. Entonces se muestra más severo aún con la ciudad que había convertido en su “centro de operaciones”, Cafarnaún, diciéndole: “Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno”. Lo cierto es que en ningún otro lugar realizó más curaciones, milagros y portentos. De hecho, Cafarnaún es la ciudad más nombrada en el Evangelio. Y aun así, la acogida del anuncio, la respuesta, fue, a lo sumo, tibia. “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1,11).

Esas palabras fuertes de Jesús resuenan hoy. Y al igual que a aquellos primeros setenta y dos discípulos, Jesús le dice a los que vienen a traernos la Buena Nueva del Reino: “Quien a vosotros os escucha a mí me escucha; quien a vosotros os rechaza a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado”. Y lo que se vale para estos, vale también para nosotros, para nuestros pueblos: “Y tú,…., ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno”. Pero la buena noticia es que Jesús no se cansa de llamar a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20).

Así, nos envía también a nosotros, los que nos acercamos a Él, a llevar a todas partes la Buena Nueva del Reino (como ovejas en medio de los lobos), cada cual según su carisma, puesto al servicio del cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia (Cfr. 1 Cor 12,12). Hoy debemos preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a aceptar el reto, incluyendo las posibles consecuencias?

Que pasen todos un hermoso fin de semana; y no olviden visitar la Casa del Padre. Él les espera con los brazos abiertos y está dispuesto a ofrecerles a su único Hijo.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 05-07-16

La mies es abundante y los obreros pocos

En la primera lectura de hoy continuamos leyendo la profecía de Oseas, y vemos cómo el profeta reitera su denuncia contra el pueblo de Israel que se ha mostrado infiel para con Yahvé Dios. Pero la Palabra de Dios transmitida a su pueblo por voz del profeta ha caído en oídos sordos. La esposa infiel ha despreciado el ramo de olivo que le tendía su amante esposo. La sentencia no se hace esperar: “tendrán que volver a Egipto”.

Casi doscientos años después, el profeta Jeremías hará lo propio con el Reino de Judá (del Sur) cuando les profetiza que serán conquistados por el Rey Nabucodonosor y deportados a Babilonia.

En mis clases de Biblia en la universidad digo mis estudiantes que la historia del pueblo judío que se nos narra en la Biblia es un reflejo de nuestra propia vida, un ciclo interminable de infidelidades de nuestra parte, y una disposición continua de parte de Dios a perdonarnos.

“La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Con esta frase de Jesús culmina la lectura evangélica de hoy (Mt 9,32-38). Este pasaje sirve de preámbulo al segundo gran discurso misionero de Jesús que ocupa todo el capítulo 10 de Mateo.

El pasaje comienza planteándonos la brecha existente entre el pueblo y los fariseos. Los primeros se admiraban ante el poder de Jesús (“Nunca se ha visto en Israel cosa igual”), mientras los otros, tal vez por sentirse amenazados por la figura de Jesús, tergiversan los hechos para tratar de desprestigiarlo ante los suyos: “Éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús no se inmuta y continúa su misión, no permite que las artimañas del maligno le hagan distraerse de su misión.

Otra característica de Jesús que vemos en este pasaje es que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que va por “todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias”. El mismo llamado que nos hace ahora el papa Francisco.

Jesús está consciente de que su tiempo es corto, que la semilla que Él está sembrando ha de dar fruto; y necesita trabajadores para recoger la cosecha.

Por eso, luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. La misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, laicos.

Y al igual que Jesús, al aceptar nuestra misión, roguemos “al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Oremos al Señor por el aumento en las vocaciones sacerdotales y religiosas, y para que cada día más laicos acepten el reto y la corresponsabilidad de la instauración del Reino. Y eso nos incluye a todos nosotros, cada cual según sus talentos, según los carismas que el Espíritu Santo nos ha dado y que son para provecho común (Cfr. 1 Co 12,7).

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO CUARTO DOMINGO DEL T.O. (C) 03-07-16

envío 72

La lectura evangélica de hoy (Lc 10,1-9) encontramos a Jesús que continúa su “subida” final a la ciudad Santa de Jerusalén en donde culminará su obra redentora. El pasaje nos narra el envío de los “setenta y dos” a los lugares que él pensaba visitar en su camino. Estos han de actuar como una especie de “avanzada”, como las que usan los políticos de nuestro tiempo para ir preparando el camino para su llegada. Al leer este pasaje resuenan las palabras del “Cántico de Zacarías”, pronunciadas por el anciano con relación a Juan el Bautista: “Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos” (Lc 1,76).

El envío es precedido por la famosa frase de Jesús: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. El trabajo es arduo, la tierra que hay que arar, sembrar y cosechar es tan extensa como la tierra misma.

Desde los inicios de su vida pública Jesús había dejado establecida su misión: “También a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado” (Lc 4,43). Él sabe su tiempo es corto, y que los “doce” no van a poder continuar solos el trabajo. Tiene que adiestrar a otros que también ha de dejar a cargo de anunciar la Buena Noticia del Reino. Por eso los envía en una misión “de prueba”, para que experimenten la satisfacción y el rechazo, la alegría y la frustración; para que se curtan. Jesús sabía que la misión no iba ser fácil, que se iban a enfrentar a la hostilidad de los enemigos del Reino. Por eso les advierte: “Mirad que os mando como corderos en medio de lobos”. Más adelante, les (nos) dirá: “Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15).

Jesús sabía también que esos setenta y dos tendrían que multiplicarse una y otra vez, hasta el final de los tiempos. Esa labor continúa hoy. Por eso tenemos que continuar pidiendo al dueño de la mies que mande obreros a su mies y, más aun, enrollarnos las mangas y comenzar nosotros a laborar también.

Especialmente a partir del Concilio Vaticano II, la misión evangelizadora no está limitada al clero ni a los de vida consagrada; nos compete también a todos los laicos. Todos estamos llamados a evangelizar; en nuestro entorno familiar, en nuestra comunidad, en nuestro trabajo, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2). Lo bueno es que el mismo Jesús nos dejó las instrucciones y, mejor aún, prometió acompañarnos (Cfr. Mt 28,20). ¿Cómo podemos rechazar esa oferta? Con razón san Pablo decía: “¡Ay de mi si no evangelizo!” (1 Cor 9,16).

En este día del Señor, pidámosle, por intercesión de nuestra Madre, la siempre Virgen María, que suscite vocaciones sacerdotales, diaconales, religiosas y laicales para continuar la misión evangelizadora, y nos conceda a nosotros la gracia necesaria para proclamar la Buena Nueva del Reino, especialmente con nuestra conducta.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 05-12-15

señor de la mies

El profeta Isaías continúa prefigurando al Mesías. En la primera lectura para hoy (Is 30,19-21.23-26), el profeta nos dice: “Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una palabra a la espalda: ‘Éste es el camino, camina por él’”. Esta última frase nos evoca la palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento para “conversión” (metanoia), que literalmente se refiere a una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en que andaba y tomar otra dirección.

Así, vemos cómo en esta lectura también se adelanta el llamado a la conversión que caracteriza la segunda semana de Adviento, que comenzará mañana con el profeta Baruc (5,1-9), quien prefigura la predicación de Juan Bautista llamando a la conversión: “Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios” (Cfr. Lc 3,1-6)

El relato evangélico de hoy (Mt 9,35–10,1.6-8) nos presenta a un Jesús misericordioso que se apiada ante el gemido de su pueblo y le responde. Así, la lectura nos dice que “recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias”. Continúa diciendo la lectura que Jesús, “al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”.

Este pasaje destaca otra característica de Jesús: que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que Él va  a la gente a anunciar la Buena Nueva (Evangelio) del Reino.

Luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

“Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”. Sí, el Señor quiere que todos se salven, esa es su misión, nuestra misión. Pero para poder llevar a cabo esa misión, primero tenemos que experimentar nosotros mismos la conversión, que se asocia al arrepentimiento; mas no un arrepentimiento que denota culpa o remordimiento, sino que es producto de una transformación entendida como un movimiento interior, en lo más profundo de nuestro ser, nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la Gracia Divina. Solo así podremos “contagiar” a nuestros hermanos y lograr su conversión.

En este tiempo de Adviento, roguemos al dueño de la mies que derrame su Gracia sobre nosotros para poder convertirnos en sus obreros.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMO SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 01-10-15

ruegen al señor de la mies

El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalara que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).

“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para seguirle.

Probablemente Lucas incluye este relato para enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a todos nosotros a orar por las vocaciones.

No obstante, la Iglesia, especialmente después del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar, a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la pronunció; y tal vez más que entonces.

El papa Francisco nos ha exhortado a salir a la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos, laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).

En los pasados días hemos estado leyendo cómo Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies” necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo, un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 07-07-15

La mies es abundante y los obreros pocos

Como parte de la historia de los inicios del pueblo de Israel, la primera lectura de la liturgia de hoy (Gn 32,22-32) nos narra el episodio en que Jacob recibe el nombre de Israel, nombre por el que se conocerá el conjunto de su descendencia, hasta el día de hoy.

Nos dice la Escritura que Jacob peleó toda la noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”. En el diálogo que sigue el hombre le pregunta su nombre, y al contestarle que su nombre era Jacob, le dijo: “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel (ישראל), porque has luchado con dioses y con hombres y has podido”. Ahí el origen del nombre, que quiere decir literalmente “el que lucha con Dios”.

“Las mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Con esa oración termina la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mt 9,32-38). Este pasaje sirve de preámbulo al segundo gran discurso de Jesús que ocupa todo el capítulo 10 de Mateo. El llamado discurso misionero, de envío, a sus apóstoles.

El pasaje comienza planteándonos la brecha existente entre el pueblo y los fariseos. Los primeros se admiraban ante el poder de Jesús (“Nunca se ha visto en Israel cosa igual”), mientras los otros, tal vez por sentirse amenazados por la figura de Jesús, tergiversan los hechos para tratar de desprestigiarlo ante los suyos: “Éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús no se inmuta y continúa su misión, no permite que las artimañas del maligno le hagan distraerse de su misión.

Otra característica de Jesús que vemos en este pasaje es que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que va  por “todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. 3er misterio luminoso – El anuncio del Reino).

Jesús está consciente de que su tiempo es corto, que la semilla que Él está sembrando ha de dar fruto; y necesita trabajadores para recoger la cosecha.

Por eso, luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”, nos dice. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

Y eso nos incluye a todos los miembros de la comunidad parroquial, cada cual según sus talentos, según los carismas que el Espíritu Santo nos ha dado y que son para provecho común (Cfr. 1 Co 12,7).