El relato evangélico que nos brinda la liturgia de hoy (Lc 6,12-19) nos narra la elección de “los doce” como preludio al discurso de las bienaventuranzas, que Mateo ubica en un monte (Mt 5,1 – de ahí el nombre de “Sermón de la montaña”), mientras Lucas lo hace “en un llano”. Recordemos que Mateo era judío y escribió su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo. Para estos, Dios siempre de manifiesta en lo alto, en la montaña (ej., la Transfiguración, las tablas de la Ley). Lucas, por su parte, era un pagano convertido que escribe su relato para los cristianos que ya estaban siendo perseguidos. Por tanto, ubica el relato en un llano.
Este pasaje, que comienza diciéndonos que “por aquellos días se fue él (Jesús) al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios”, nos apunta a una característica de Jesús: Él vivió toda su vida pública en un ambiente de oración; desde su bautismo (Lc 3,21), hasta su último aliento de vida (Lc 23,46). Son innumerables las ocasiones en que Jesús “se retiraba a un lugar apartado a orar”. De hecho, el evangelio según san Lucas nos presenta a Jesús orando en al menos once ocasiones. Podemos decir que toda su misión, su actividad salvadora, se alimentaba constantemente del silencioso diálogo con su Padre celestial.
La elección de los apóstoles no fue la excepción. Por eso encontramos a Jesús en profunda oración previo a la elección de los doce. No debemos olvidar que Jesús es Dios, pero aun así deseaba “compartir” su decisión con el Padre y el Espíritu en ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Vemos por otro lado que su oración no se limitó a una “visita de cortesía”. No, pasó toda la noche en oración.
Jesús nos invita constantemente a seguirle. Y el verdadero discípulo sigue los pasos del maestro, imita al maestro. Si analizamos la vida de los grandes santos y santas de nuestra Iglesia descubrimos un denominador común: Todos fueron hombres y mujeres de oración, personas que “respiraban” oración; personas comunes como tú y como yo, que forjaron su santidad a base de la oración. Discípulos que supieron seguir los pasos del Maestro. Personas como Santo Domingo de Guzmán y tantos otros que supieron pasar las noches en vela dialogando con el Padre, tal y como lo hacía Jesús.
Jesús nos invita a seguirle… Hoy debemos preguntarnos, ¿cuándo fue la última vez que yo pasé una noche, o una mañana, o una tarde entera teniendo una conversación de amigos con Dios? Lo mejor que tiene ese amigo es que SIEMPRE está disponible; no tenemos que textearle ni llamarle para saber si está en casa, o si puede recibirnos. De hecho, Él siempre está llamando a nuestra puerta (Ap 3,20). Lo único que tenemos que hacer es abrirle; y tiene todo el tiempo del mundo para nosotros; Él es el dueño del tiempo, de la eternidad…
La última oración del pasaje nos apunta a otra realidad: “Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos”. Esa fuerza no es una “energía”, es una persona divina y tiene nombre y apellido: Espíritu Santo, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Tan solo tienes que acercarte a Él y abrazarlo. Está tocando a tu puerta. Anda, anímate… ¡Ábrele tu corazón!