Para invitar a Héctor

En plena faena

Como parte de nuestro ministerio, estamos disponibles para participar en la formación de sus comunidades o grupos, y compartir nuestras experiencias marianas, así como otros temas de interés relacionados con nuestra fe, mediante retiros, acompañamiento, predicaciones, charlas, reflexiones, o seminarios.

Para invitarnos, y coordinar nuestra participación en las actividades de sus parroquias, grupos o ministerios, deben … [continuar leyendo]

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REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 19-08-14

camello aguja

La lectura evangélica que contemplamos en la liturgia para hoy (Mt 19,23-30), es la continuación de la del joven rico que se nos propusiera ayer. En esta lectura, Jesús dice a sus discípulos: “Os aseguro que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios”. El “ojo de una aguja” a que se refiere Jesús era un pequeño portón que tenían las puertas principales de las ciudades como Jerusalén, por donde entraban los mercaderes después de la hora que se cerraban las mismas. Si el mercader traía camellos, le resultaba bien difícil entrarlos por “el ojo de la aguja”. Para poder lograrlo (no siempre podían), tenían que quitarle la carga y entrarlos arrodillados. ¿Ven el simbolismo?

De nuevo vemos a Jesús poniendo el apego a la riqueza como impedimento para alcanzar el reino de Dios, pero esta vez es, como ocurre a menudo, en un diálogo aparte con sus discípulos, luego del episodio. Los discípulos acaban de escuchar a Jesús pronunciarse en esos términos y están confundidos, pues en la mentalidad judía la riqueza y la prosperidad son sinónimos de bendición de Dios. ¿Cómo es posible que la riqueza, que es bendición de Dios, sea un impedimento para alcanzar el Reino? Pero Jesús se refiere a la conducta descrita en el Deuteronomio (8,11-18) que nos manda estar alertas, no sea que: “cuando comas y quedes harto, cuando construyas hermosas casas y vivas en ellas, cuando se multipliquen tus vacadas y tus ovejas, cuando tengas plata y oro en abundancia y se acrecienten todos tus bienes, tu corazón se engría y olvides a Yahvé tu Dios que te sacó de Egipto, de la casa de la servidumbre”.

Jesús lo que nos propone es comprender que para seguirle tenemos que “desposeernos” de todo lo que pueda desviar nuestra atención de Dios como valor absoluto. Tenemos que aprender a depender, no de nuestra propia riqueza ni de aquello que pueda darnos “seguridad” humana, sino de los demás, y ante todo, de Dios, recordando que solo siguiéndole a Él podemos alcanzar la salvación. Por eso cuando los discípulos le preguntan: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”, Él les mira y les contesta: “Para los hombres es imposible; pero Dios lo puede todo”…. “El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna”.

Tarea harto difícil, la verdadera “pobreza evangélica”, imposible para nosotros si dependemos de nuestros propios recursos. Solo si nos abandonamos a Dios incondicionalmente podemos lograrlo, porque “Dios lo puede todo” (Cfr. Lc 1,37).

En este pasaje se nos describe, además, la renuncia a las cosas del mundo llevada al extremo, que encontramos en aquellos que abrazan la vida religiosa abandonando “casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras” con tal de seguir a Jesús.

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de aprender a desprendernos de todo lo que nos impide seguirle plenamente; que podamos hacer de Él, y de su seguimiento, el valor absoluto en nuestras vidas, para así ser acreedores a la vida eterna que Él nos tiene prometida.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 18-08-14

ven-y-sigueme

La liturgia de hoy nos presenta el pasaje del joven rico (Mt 19,16-22). En la misma pregunta del joven encontramos el problema que presenta la situación: “Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?” En primer lugar, acepta que el fin del hombre es la “vida eterna”. En segundo lugar, está consciente que para llegar a esa vida eterna hay un solo camino, el camino del bien (“¿qué tengo que hacer de bueno…?”).

En su forma de pensar, típica de la persona adinerada, el joven piensa en términos de “comprar”, “adquirir”, “obtener”. Por eso utiliza este último verbo con relación a la vida eterna al formular su pregunta. Jesús, que ve en lo más profundo de nuestros corazones, le riposta: “¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. Le dice que “uno solo es Bueno”, refiriéndose a Dios. Por eso le dice que tiene que cumplir los mandamientos, que vienen de Él.

El joven insiste diciéndole que él ya cumple con los mandamientos (resulta curioso que Jesús solo menciona los mandamientos que se refieren al prójimo, añadiendo el mandamiento del amor, que no forma parte del decálogo). Para el joven rico, por su posición cómoda, resulta fácil dar limosna a los pobres, pagar el diezmo al templo, “portarse bien”. Pero él quiere asegurarse que pueda “obtener” la vida eterna. Es alguien acostumbrado a adquirir las cosas sin importar el precio. Por eso no estaba preparado para la contestación de Jesús: “vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo”. La Escritura nos dice que “al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico”.

Si analizamos el pasaje, lo que Jesús hace es ponerlo a prueba. La realidad es que la riqueza no es impedimento para la salvación y la vida eterna; lo que sí es impedimento para seguir a Jesús es el apego a esa riqueza, al punto de nublar nuestro entendimiento cuando hay que decidir entre el seguimiento de Jesús y la protección de los bienes materiales. Esos bienes, esas posesiones, nos impiden entregar nuestro corazón totalmente a Dios. Por eso el joven se puso triste, porque su corazón, aunque bueno, estaba atrapado entre dos lealtades: Dios y el “ídolo” del dinero.

Durante las pasadas semanas Jesús nos ha estado hablando de la sencillez, la mansedumbre, la humildad como meta de los que queremos alcanzar la vida eterna. “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de Dios” (Mt 5,3). El “pobre” para Jesús no es el que no tiene bienes, sino más bien aquél que no tiene su corazón puesto en las cosas. Se puede ser relativamente pobre y estar demasiado apegado a las pocas cosas materiales que se tiene; entonces se es como el “joven rico”. Del mismo modo, se puede tener una gran fortuna y vivir para agradar a Dios y ayudar a otros. Esa es la verdadera “pobreza evangélica” que caracteriza al discípulo de Jesús.

En este día, pidámosle al Padre que nos conceda el don de la pobreza evangélica que le es agradable, para que podamos ser dignos ciudadanos del Reino.

Curso “Grandes Religiones” en ISTEPA comenzando 18-08-14

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Hermanos:

Se me ha encomendado impartir el curso “Grandes Religiones” en ISTEPA, a partir de este lunes 18 a las 7:00 P.M., en las facilidades de ISTEPA (antiguo Colegio Sagrada Familia, en Ext. Forest Hills, Calle Valparaíso, esq. Calle Caracas, Bayamón).
 
En este curso exploraremos el Hinduismo, el Budismo, el Judaísmo, y el Islam, comparando estas grandes religiones con el Evangelio de Jesucristo.
 
Aún estás a tiempo para matricularte. Para más información puedes comunicarte con la Sra. Marta De Jesús, al teléfono (787) 200-6891, o a su email: oficina@istepaonline.org.
 
En Cristo y María,
Héctor, L.O.P.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO DOMINGO DEL T.O. (A) 17-08-14

Señor, Hijo de David ...

Las lecturas para este vigésimo domingo del tiempo ordinario nos presentan un tema común. La universalidad de la salvación.

La primera lectura, tomada del profeta Isaías (56,1.6-7), nos anuncia que en los tiempos mesiánicos, contrario a la concepción judía, la salvación no alcanzará solamente al “pueblo elegido”, sino a todos los que acepten Su mensaje: “A los extranjeros que se han dado al Señor, para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, … los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración, … porque mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos”.

En la segunda lectura (Rm 11,13-15.29-32) san Pablo le recuerda a los romanos que del mismo modo que ellos han recibido y aceptado el mensaje de salvación, los judíos, quienes rechazaron y crucificaron a Cristo, también tienen oportunidad de salvarse, pues “los dones y la llamada de Dios son irrevocables”.

El Evangelio (Mt 15,21-28) nos presenta a Jesús en territorio pagano. Allí se le acercó una mujer cananea que comenzó a seguirlo pidiéndole a gritos: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Como Jesús la ignoraba, los discípulos le pidieron que la atendiera, a lo que Jesús replicó que había sido enviado “a la ovejas descarriadas de Israel”.

En eso la mujer llegó hasta Él y se postró a sus pies reiterando su súplica. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el contexto y cultura de la época: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús se conmovió ante aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

Otro detalle de este pasaje es que, con sus palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del “pan de los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado primero al pueblo de Israel. Las migajas que caen y se comen los “perros” se refieren a la Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos “paganos”.

Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál 26,28).

Una Iglesia universal (católica), abierta a todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 16-08-14

Dejad que los niños

“En aquel tiempo, le acercaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y rezara por ellos, pero los discípulos los regañaban. Jesús dijo: ‘Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos.’ Les impuso las manos y se marchó de allí”.

En este corto evangelio que leemos en la liturgia para hoy (Mt 19,13-15), Jesús vuelve a insistir en que si queremos entrar al Reino de los cielos, tenemos que ser como los niños. Ya en el evangelio que leímos el pasado martes (Mt 18,1-5.10.12-14), Jesús había dicho: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos”. Hoy nos dice: “no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos”.

Insistimos en que Jesús no nos está diciendo que tenemos que asumir una actitud infantil respecto a las cosas del Reino. En ambas instancias Jesús nos está diciendo que tenemos que ser “como” los niños; es decir, sin dobleces, espontáneos, sencillos, sin estar contaminados con las ínfulas de grandeza que produce el orgullo. Solo un alma sencilla es capaz de abrir su corazón a Dios sin condiciones, sin “peros”, con la sonrisa que solo un niño puede mostrar cuando alza sus brazos para que su padre lo levante. Es la actitud de ese niño o niña que está consciente de su pequeñez al compararse con su padre, pero que sabe que si estira sus bracitos hacia él, él le levantará y entonces podrá mirarlo cara a cara, y confundirse en un abrazo amoroso.

Jesús nos está señalando la actitud que tenemos que seguir frente a Dios y las cosas de Reino. Tenemos que ser capaces de maravillarnos, ver las cosas sin dobleces, actuar espontáneamente, sin segundas intenciones ni agendas ocultas, ser capaces de acercarnos a Dios con la confianza y la inocencia de un niño: “de los que son como ellos es el reino de los cielos”.

Lo que Jesús nos pide es que para ser acreedores del Reino, tenemos que poder experimentar la misma sensación de pequeñez que Santa Teresita del Niño Jesús cuando oraba diciendo: “Lo que agrada a Dios de mi pequeña alma es que ame mi pequeñez y mi pobreza…”

En este día, oremos al Padre para que nos conceda un corazón simple y transparente como el de los niños, para confiar plenamente en él y simplificar nuestra vida; para poder confiarle nuestros problemas con la misma seguridad con que un niño entrega su juguete roto a su padre, con la certeza de que solo él puede repararlo.

Que pases un hermoso fin de semana, y recuerda, si llevas tu “juguete roto” a la Casa del Padre, Él es el único que puede repararlo y, mientras tanto, tiene un hijo que te ha prometido: “Vengan a mí todos los que estén cansados y cargados, que yo los aliviaré (Mt 11,28). Él también está allí.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA 15-08-14

Asunción encuentro con su hijo

La Asunción representa el encuentro definitivo de María con su Hijo.

“…[P]or la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Con esta declaración, contenida en la bula Munificentissimus Deus, del 1ro de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de Nuestra Señora la Santísima Virgen María.

Ese dogma, que le da vida a la solemnidad de la Asunción que celebramos hoy, es uno de cuatro “dogmas marianos” que forman parte de la doctrina católica, y el último en ser proclamado.

El Concilio Vaticano II nos enseña que María fue “enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores, y vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen Gentium 59). En la cultura y tradición judía, el lugar de la Reina era ocupado por la madre del rey, la “Reina Madre”. La Reina Madre era reconocida como la abogada del pueblo. Todo el que quería lograr un favor del rey, recurría a la Reina Madre, quien siempre tenía el oído del rey. Los judíos se referían a ella como Gabirah, que quiere decir “gran señora”.

Habiendo Jesús ascendido en cuerpo y alma a los cielos luego de su gloriosa resurrección, y siendo Él el último rey del linaje de David (Lc 1,32), el lugar que corresponde a María, como Reina Madre, es en un trono a la derecha de su Hijo (Cfr. 1 Re 3,19). Su Hijo no podía esperar hasta la resurrección de los muertos en el día del juicio final. Por eso dispuso que su Madre fuera “asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”, lo que enfatiza el carácter totalizante y completo de su glorificación y encuentro definitivo con su Hijo.

Por otro lado, teniendo un cuerpo glorificado al igual que su Hijo, María puede continuar manifestando su maternidad divina a través de las múltiples apariciones, cuando su Hijo así lo permite, haciendo posible que los videntes puedan percibirla con características étnicas que les resultan familiares.

María vive ya plenamente lo que nosotros aspiramos a vivir un día en el cielo. Representa para nosotros un signo de esperanza. Ella es nuestra meta y nuestro ejemplo; nos conduce de su mano hacia su Hijo, que es su razón de ser, con quien aspiramos un día compartir su victoria sobre la muerte. ¡A Jesús por María! Ella es también nuestra Gabirah, nuestra abogada, la Reina Madre que intercede por nosotros ante su Hijo, Jesucristo Rey.

En esta solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, pidamos a nuestro Señor que nos colme de sus bienes para que bendigamos Su nombre como Ella lo hizo con el hermoso canto del Magníficat que leemos en la liturgia de hoy (Lc 1, 39-56). ¡Salve, llena de gracia!… Santa María, ruega por nosotros.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 14-08-14

setenta veces siete

“Perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Cuando repetimos esa frase al rezar el Padrenuestro, la oración que el mismo Cristo nos enseñó, ¿tenemos conciencia de lo que estamos diciendo? Con esta frase podríamos resumir el evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,21-19,1).

Se trata del episodio en que Pedro, como portavoz del grupo (ya para entonces Jesús lo había instituido “piedra” de la Iglesia – Mt 16,18) le pregunta a Jesús que cuántas veces tenía que perdonar a un hermano que le hubiese ofendido. Y creyendo expresar lo máximo posible le pregunta que si hasta siete veces (recordemos que el siete es el número que representa la perfección). Pero Jesús lo lleva al infinito, a decirle que debe perdonar no hasta siete, sino hasta setenta veces siete.

Y para que comprendieran mejor, Jesús aprovecha la oportunidad y les presenta la “parábola del siervo sin entrañas”, a quien el rey le había perdonado una deuda cuantiosa, y al salir se encontró con un amigo que le debía una suma insignificante de dinero. Haciendo ademán de ahorcarle, le reclamó el pago de la deuda; y como el amigo no pudo pagarle, lo metió en la cárcel. Cuando el rey se enteró de lo ocurrido, mandó llamar al siervo y le dijo: “¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?” Y el señor, indignado, lo mandó a meter preso hasta que pagara la deuda. A lo que Jesús añadió: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.

“Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”… Habiendo meditado este evangelio, tenemos que preguntarnos: ¿cuántas veces ofendemos a Dios? ¿Cuántas veces Él nos perdona? Al mismo tiempo pensemos cuán difícil se nos hace perdonar, a veces una sola falta de un hermano hacia nosotros; falta que con toda seguridad palidece ante las faltas que Dios, como una madre que se desborda en amor a hacia el hijo de sus entrañas, nos perdona una y otra vez, “hasta setenta veces siete”.

Y ahí está la clave. ¡En el amor! Amor y perdón son como dos caras de una misma moneda. El que ama de verdad perdona de corazón, porque el que ama no puede albergar rencor, ni odio, ni resentimiento en su corazón. La luz no admite la oscuridad… En el Antiguo Testamento se nos pedía que amáramos al prójimo como a nosotros mismos. Jesús los llevó más allá al pedirnos que nos amemos los unos a los otros COMO ÉL NOS AMA. Un salto cuantitativo y cualitativo. El reto es grande; solos no podemos, pero con Su ayuda, ¡nada es imposible!

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de aprender a perdonar totalmente y sin reservas como Él nos perdona una y otra vez… Que pasen todos un hermoso día.