Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria.
Como primera lectura propia de la memoria, la liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).
Este pasaje es también uno de los más ricos en contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último y definitivo rey del linaje de David.
Para entender el alcance del Evangelio, y su relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey” y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Por eso decimos que María es la “Reina del Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la “Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María “fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte”.
Desde allí, en el trono que su Hijo ha dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra abogada. Es por ello que en esa hermosa oración de la Salve decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente hoy, sino todos los días de nuestras vidas.
“…[P]or la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Con esta declaración, contenida en la constitución apostólica Munificentissimus Deus, del 1ro de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de Nuestra Señora la Santísima Virgen María.
Ese dogma, que le da vida a la solemnidad de la Asunción que celebramos hoy, es uno de cuatro “dogmas marianos” que forman parte de la doctrina católica, y el último en ser proclamado.
El Concilio Vaticano II nos enseña que María fue “enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores, y vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen Gentium 59). En la cultura y tradición judía, el lugar de la Reina era ocupado por la madre del rey, la “Reina Madre”. La Reina Madre era reconocida como la abogada del pueblo. Todo el que quería lograr un favor del rey, recurría a la Reina Madre, quien siempre tenía el oído del rey. Los judíos se referían a ella como Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Habiendo Jesús ascendido en cuerpo y alma a los cielos luego de su gloriosa resurrección, y siendo Él el último rey del linaje de David (Lc 1,32), el lugar que corresponde a María, como Reina Madre, es en un trono a la derecha de su Hijo (Cfr. 1 Re 3,19). Su Hijo no podía esperar hasta la resurrección de los muertos en el día del juicio final. Por eso dispuso que su Madre fuera “asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”, lo que enfatiza el carácter totalizante y completo de su glorificación y encuentro definitivo con su Hijo.
Por otro lado, teniendo un cuerpo glorificado al igual que su Hijo, María puede continuar manifestando su maternidad divina a través de las múltiples apariciones, cuando su Hijo así lo permite, haciendo posible que los videntes puedan percibirla con características étnicas que les resultan familiares.
María vive ya plenamente lo que nosotros aspiramos a vivir un día en el cielo. Representa para nosotros un signo de esperanza. Ella es nuestra meta y nuestro ejemplo; nos conduce de su mano hacia su Hijo, que es su razón de ser, con quien aspiramos un día compartir su victoria sobre la muerte. ¡A Jesús por María! Ella es también nuestra Gabirah, nuestra abogada, la Reina Madre que intercede por nosotros ante su Hijo, Jesucristo Rey.
En esta solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, pidamos a nuestro Señor que nos colme de sus bienes para que bendigamos Su nombre como Ella lo hizo con el hermoso canto del Magníficat que leemos en la liturgia de hoy (Lc 1, 39-56). ¡Salve, llena de gracia!… Santa María, ruega por nosotros.
Hoy, vigésimo domingo del T.O., celebramos la Solemnidad de la Asunción de la Virgen, una de cuatro solemnidades de la Virgen en el Calendario Litúrgico de la Iglesia Católica y, como tal, tiene precedencia sobre la liturgia dominical.
“…[P]or la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Con esta declaración, contenida en la constitución apostólica Munificentissimus Deus, del 1ro de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de Nuestra Señora la Santísima Virgen María.
Ese dogma, que le da vida a la solemnidad de
la Asunción que celebramos hoy, es uno de cuatro “dogmas marianos” que forman
parte de la doctrina católica, y el último en ser proclamado.
El Concilio Vaticano II nos enseña que María
fue “enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más
plenamente a su Hijo, Señor de los señores, y vencedor del pecado y de la
muerte” (Lumen Gentium 59). En la cultura y tradición judía, el lugar de
la Reina era ocupado por la madre del rey, la “Reina Madre”. La Reina Madre era
reconocida como la abogada del pueblo. Todo el que quería lograr un favor del
rey, recurría a la Reina Madre, quien siempre tenía el oído del rey. Los judíos
se referían a ella como Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Habiendo Jesús ascendido en cuerpo y alma a
los cielos luego de su gloriosa resurrección, y siendo Él el último rey del
linaje de David (Lc 1,32), el lugar que corresponde a María, como Reina Madre,
es en un trono a la derecha de su Hijo (Cfr.
1 Re 3,19). Su Hijo no podía esperar hasta la resurrección de los muertos en el
día del juicio final. Por eso dispuso que su Madre fuera “asunta en cuerpo y
alma a la gloria celeste”, lo que enfatiza el carácter totalizante y completo
de su glorificación y encuentro definitivo con su Hijo.
Por otro lado, teniendo un cuerpo glorificado
al igual que su Hijo, María puede continuar manifestando su maternidad divina a
través de las múltiples apariciones, cuando su Hijo así lo permite, haciendo
posible que los videntes puedan percibirla con características étnicas que les
resultan familiares.
María vive ya plenamente lo que nosotros
aspiramos a vivir un día en el cielo. Representa para nosotros un signo de
esperanza. Ella es nuestra meta y nuestro ejemplo; nos conduce de su mano hacia
su Hijo, que es su razón de ser, con quien aspiramos un día compartir su
victoria sobre la muerte. ¡A Jesús por María! Ella es también nuestra Gabirah,
nuestra abogada, la Reina Madre que intercede por nosotros ante su Hijo, Jesucristo
Rey.
En esta solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, pidamos a nuestro Señor que nos colme de sus bienes para que bendigamos Su nombre como Ella lo hizo con el hermoso canto del Magníficat que leemos en la liturgia de hoy (Lc 1, 39-56). ¡Salve, llena de gracia!… Santa María, ruega por nosotros.
Te invitamos a visitar nuestro canal de YouTube, De la mano de María TV para ver la cápsula mariana sobre el dogma de la Asunción de Nuestra Señora.
Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra
provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy
reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria.
Como primera lectura propia de la memoria, la
liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza
el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado,
con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta
lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al
relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más
comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).
Este pasaje es también uno de los más ricos en
contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás
en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será
grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David,
su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”.
Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último
y definitivo rey del linaje de David.
Para entender el alcance del Evangelio, y su
relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la
cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la
madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro
primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el
salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su
encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se
postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la
madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del
rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era
considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey”
y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir
“gran señora”.
Por eso decimos que María es la “Reina del
Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la
“Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María
“fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más
plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y
de la muerte”.
Desde allí, en el trono que su Hijo ha
dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra
abogada. Es por ello que en esa hermosa oración de la Salve decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros
tus ojos misericordiosos”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente
hoy, sino todos los días de nuestras vidas.
“…[P]or la autoridad de Nuestro Señor
Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra,
pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la
Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida
terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Con esta
declaración, contenida en la constitución apostólica Munificentissimus Deus,
del 1ro de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción
de Nuestra Señora la Santísima Virgen María.
Ese dogma, que le da vida a la solemnidad de
la Asunción que celebramos hoy, es uno de cuatro “dogmas marianos” que forman
parte de la doctrina católica, y el último en ser proclamado.
El Concilio Vaticano II nos enseña que María
fue “enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más
plenamente a su Hijo, Señor de los señores, y vencedor del pecado y de la
muerte” (Lumen Gentium 59). En la cultura y tradición judía, el lugar de
la Reina era ocupado por la madre del rey, la “Reina Madre”. La Reina Madre era
reconocida como la abogada del pueblo. Todo el que quería lograr un favor del
rey, recurría a la Reina Madre, quien siempre tenía el oído del rey. Los judíos
se referían a ella como Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Habiendo Jesús ascendido en cuerpo y alma a
los cielos luego de su gloriosa resurrección, y siendo Él el último rey del
linaje de David (Lc 1,32), el lugar que corresponde a María, como Reina Madre,
es en un trono a la derecha de su Hijo (Cfr.
1 Re 3,19). Su Hijo no podía esperar hasta la resurrección de los muertos en el
día del juicio final. Por eso dispuso que su Madre fuera “asunta en cuerpo y
alma a la gloria celeste”, lo que enfatiza el carácter totalizante y completo
de su glorificación y encuentro definitivo con su Hijo.
Por otro lado, teniendo un cuerpo glorificado
al igual que su Hijo, María puede continuar manifestando su maternidad divina a
través de las múltiples apariciones, cuando su Hijo así lo permite, haciendo
posible que los videntes puedan percibirla con características étnicas que les
resultan familiares.
María vive ya plenamente lo que nosotros
aspiramos a vivir un día en el cielo. Representa para nosotros un signo de
esperanza. Ella es nuestra meta y nuestro ejemplo; nos conduce de su mano hacia
su Hijo, que es su razón de ser, con quien aspiramos un día compartir su
victoria sobre la muerte. ¡A Jesús por María! Ella es también nuestra Gabirah,
nuestra abogada, la Reina Madre que intercede por nosotros ante su Hijo, Jesucristo
Rey.
En esta solemnidad de la Asunción de la
Santísima Virgen María, pidamos a nuestro Señor que nos colme de sus bienes
para que bendigamos Su nombre como Ella lo hizo con el hermoso canto del
Magníficat que leemos en la liturgia de hoy (Lc 1, 39-56). ¡Salve, llena de
gracia!… Santa María, ruega por nosotros.
Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra
provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy
reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria.
Como primera lectura propia de la memoria, la
liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza
el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado,
con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta
lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al
relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más
comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).
Este pasaje es también uno de los más ricos en
contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás
en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será
grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David,
su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”.
Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último
y definitivo rey del linaje de David.
Para entender el alcance del Evangelio, y su
relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la
cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la
madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro
primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el
salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su
encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se
postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la
madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del
rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era
considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey”
y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir
“gran señora”.
Por eso decimos que María es la “Reina del
Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la
“Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María
“fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más
plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y
de la muerte”.
Desde allí, en el trono que su Hijo ha
dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra
abogada. Es por ello que en esa hermosa oración de la Salve decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros
tus ojos misericordiosos”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente
hoy, sino todos los días de nuestras vidas.
“…[P]or la autoridad de Nuestro Señor
Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra,
pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la
Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida
terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Con esta
declaración, contenida en la constitución apostólica Munificentissimus Deus,
del 1ro de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción
de Nuestra Señora la Santísima Virgen María.
Ese dogma, que le da vida a la solemnidad de
la Asunción que celebramos hoy, es uno de cuatro “dogmas marianos” que forman
parte de la doctrina católica, y el último en ser proclamado.
El Concilio Vaticano II nos enseña que María
fue “enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más
plenamente a su Hijo, Señor de los señores, y vencedor del pecado y de la
muerte” (Lumen Gentium 59). En la cultura y tradición judía, el lugar de
la Reina era ocupado por la madre del rey, la “Reina Madre”. La Reina Madre era
reconocida como la abogada del pueblo. Todo el que quería lograr un favor del
rey, recurría a la Reina Madre, quien siempre tenía el oído del rey. Los judíos
se referían a ella como Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Habiendo Jesús ascendido en cuerpo y alma a
los cielos luego de su gloriosa resurrección, y siendo Él el último rey del
linaje de David (Lc 1,32), el lugar que corresponde a María, como Reina Madre,
es en un trono a la derecha de su Hijo (Cfr.
1 Re 3,19). Su Hijo no podía esperar hasta la resurrección de los muertos en el
día del juicio final. Por eso dispuso que su Madre fuera “asunta en cuerpo y
alma a la gloria celeste”, lo que enfatiza el carácter totalizante y completo
de su glorificación y encuentro definitivo con su Hijo.
Por otro lado, teniendo un cuerpo glorificado
al igual que su Hijo, María puede continuar manifestando su maternidad divina a
través de las múltiples apariciones, cuando su Hijo así lo permite, haciendo
posible que los videntes puedan percibirla con características étnicas que les
resultan familiares.
María vive ya plenamente lo que nosotros
aspiramos a vivir un día en el cielo. Representa para nosotros un signo de
esperanza. Ella es nuestra meta y nuestro ejemplo; nos conduce de su mano hacia
su Hijo, que es su razón de ser, con quien aspiramos un día compartir su
victoria sobre la muerte. ¡A Jesús por María! Ella es también nuestra Gabirah,
nuestra abogada, la Reina Madre que intercede por nosotros ante su Hijo, Jesucristo
Rey.
En esta solemnidad de la Asunción de la
Santísima Virgen María, pidamos a nuestro Señor que nos colme de sus bienes
para que bendigamos Su nombre como Ella lo hizo con el hermoso canto del
Magníficat que leemos en la liturgia de hoy (Lc 1, 39-56). ¡Salve, llena de
gracia!… Santa María, ruega por nosotros.
Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria.
Como primera lectura propia de la memoria, la liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).
Este pasaje es también uno de los más ricos en contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último y definitivo rey del linaje de David.
Para entender el alcance del Evangelio, y su relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey” y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Por eso decimos que María es la “Reina del Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la “Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María “fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte”.
Desde allí, en el trono que su Hijo ha dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra abogada. Es por ello que en esa hermosa oración de la Salve decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos (Eia, ergo, advocata nostra, illos tuos Misericordes oculos ad nos converte)”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente hoy, sino todos los días de nuestras vidas.