REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (C) 20-11-22

Hoy es el trigésimo cuarto del Tiempo Ordinario, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo; solemnidad que marca el fin de Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.

La solemnidad de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925. Quería el Papa motivar a los católicos a reconocer públicamente que la cabeza de la Iglesia es Cristo Rey. Posteriormente, se movió al último domingo del tiempo ordinario para resaltar la importancia de Cristo como centro de toda la historia universal, colocándola entre un ciclo litúrgico y otro.

Todas las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (2 Sam 5,1-3; Sal 121,1-2.4-5; Col 1,12-20; y Lc 23,35-43) nos apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación de su Reino por toda la eternidad.

La primera lectura, tomada del segundo libro de Samuel, nos presenta la unción de David como rey de Israel: “Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel”. Siglos más tarde, en el momento de Anunciación, el ángel dirá a la Virgen María: “Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1,30-33). Jesús es el último rey de la estirpe de David, y su reino, que ya ha comenzado, no tendrá fin.

En la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, san Pablo nos reitera el señorío de Jesucristo: “Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”.

De ambas lecturas surge claramente que el Reinado de Jesús no se rige por las normas de los reinos terrenales. Un reino que “no tiene fin”, es eterno, y en vez de convertirnos en súbditos, nos libera, según queda patente en el pasaje evangélico que contemplamos hoy, cuando el “buen ladrón” reconoce el señorío de Jesús al decirle: “acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús lo reitera cuando le contesta: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.

El Reino de Jesucristo no es de este mundo, pero se inicia y se va germinando en este mundo, y alcanzará su plenitud definitiva al final de los tiempos, cuando el diablo, el pecado, el dolor y la muerte hayan sido erradicados para siempre. Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre en la frente, y reinaremos junto al Él por los siglos de los siglos (Cfr. Ap 22,4-5). ¡Qué promesa!

Recuerda visitar la Casa de nuestro Rey; Él mismo vendrá a tu encuentro.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO 21-11-21

Hoy es el trigésimo cuarto y último domingo del Tiempo Ordinario, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo; fiesta que marca el fin de Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.

Todas las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Dn 7,13-14; Sal 92, 1ab.1c-2-5); Ap 1,5-8; y Jn 18,33b-37) nos apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación de su Reino por toda la eternidad.

La primera lectura, tomada de la profecía de Daniel, de género apocalíptico, nos presenta la figura de un “hijo de hombre”, refiriéndose a ese misterio del Dios humanado, el Dios-con-nosotros, que es la persona de Jesús con su doble naturaleza, divina y humana: “Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”.

La lectura del libro del Apocalipsis nos reitera el señorío de Jesucristo, “el príncipe de los reyes de la tierra”. Pero a la misma vez lo presenta como “el testigo fiel” que, como decíamos ayer, es sinónimo de “mártir”, lo que nos apunta hacia la verdadera fuente se su poder: el Amor. “Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Juan utiliza el mismo lenguaje de Daniel al describir la visión de Jesús que “viene en las nubes”, añadiendo que cuando Él venga reinará sobre todos, incluyendo a “los que lo atravesaron” (Cfr. Jn 19,37), que tendrán que verlo llegar en toda su gloria. La lectura cierra con una proclamación solemne por parte del Dios Trino: “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso”, el principio y el fin de la historia.

De ambas lecturas surge claramente que el Reinado de Jesús no se rige por las normas de los reinos terrenales. Un reino que “no tiene fin”, es eterno, y en vez de convertirnos en súbditos, nos libera. Jesús lo reitera al comparecer ante Pilato en el pasaje evangélico que contemplamos hoy: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Más adelante Jesús añade: “Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad”. En ocasiones anteriores hemos dicho que el término “verdad”, según utilizado en las Sagradas Escrituras, se refiere a la fidelidad del Amor de Dios.

El Reino de Jesucristo no es de este mundo, pero se inicia y se va germinando en este mundo, y alcanzará su plenitud definitiva al final de los tiempos, cuando el demonio, el pecado, el dolor y la muerte hayan sido erradicados para siempre. Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre en la frente, y reinaremos junto al Él por los siglos de los siglos (Cfr. Ap 22,4-5). ¡Qué promesa!

Recuerda visitar la Casa de nuestro Rey; Él mismo vendrá a tu encuentro.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (A) 22-11-20

En la lectura evangélica Mateo nos estremece con la parábola del “juicio final”.

Hoy es el trigésimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo; solemnidad que marca el fin de Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.

La solemnidad de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925. Quería el Papa motivar a los católicos a reconocer públicamente que la cabeza de la Iglesia es Cristo Rey. Posteriormente se movió al último domingo del tiempo ordinario para resaltar la importancia de Cristo como centro de toda la historia universal, colocándola entre un ciclo litúrgico y otro.

Todas las lecturas que nos propone la liturgia para hoy nos apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación de su Reino por toda la eternidad.

La primera lectura, tomada del profeta Ezequiel (34,11-12.15-17), además de presentarnos la figura de Jesús como pastor, nos lo presenta como Rey y Señor de la historia, que habrá de juzgarnos al final de los tiempos: “Y a vosotras, mis ovejas, así dice el Señor: Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío”.

En la lectura evangélica (Mt 25,31-46) Mateo nos estremece con la parábola del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de misericordia.

Los que escuchaban a Jesús, le preguntan: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”. Para explicar el juicio echa mano de la figura del pastor que vimos en la primera lectura: “Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas, de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda”.

Durante el tiempo de Adviento que se avecina, se nos propone el compromiso de amar al prójimo como preparación para el nacimiento del Niño Dios en nuestros corazones. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a quien abandonamos (pienso en nuestros viejos).

Un día vamos a tomar el examen de nuestras vidas, y Jesús nos está dando las contestaciones por adelantado. ¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende…

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (C) 24-11-19

“Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos»”.

Hoy es el trigésimo cuarto del Tiempo Ordinario, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo; solemnidad que marca el fin de Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.

La solemnidad de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925. Quería el Papa motivar a los católicos a reconocer públicamente que la cabeza de la Iglesia es Cristo Rey. Posteriormente, se movió al último domingo del tiempo ordinario para resaltar la importancia de Cristo como centro de toda la historia universal, colocándola entre un ciclo litúrgico y otro.

Todas las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (2 Sam 5,1-3; Sal 121,1-2.4-5; Col 1,12-20; y Lc 23,35-43) nos apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación de su Reino por toda la eternidad.

La primera lectura, tomada del segundo libro de Samuel, nos presenta la unción de David como rey de Israel: “Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel”. Siglos más tarde, en el momento de Anunciación, el ángel dirá a la Virgen María: “Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”. Jesús es el último rey de la estirpe de David, y su reino, que ya ha comenzado, no tendrá fin.

En la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, san Pablo nos reitera el señorío de Jesucristo: “Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”.

De ambas lecturas surge claramente que el Reinado de Jesús no se rige por las normas de los reinos terrenales. Un reino que “no tiene fin”, es eterno, y en vez de convertirnos en súbditos, nos libera, según queda patente en el pasaje evangélico que contemplamos hoy, cuando el “buen ladrón” reconoce el señorío de Jesús al decirle: “acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús lo reitera cuando le contesta: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.

El Reino de Jesucristo no es de este mundo, pero se inicia y se va germinando en este mundo, y alcanzará su plenitud definitiva al final de los tiempos, cuando el demonio, el pecado, el dolor y la muerte hayan sido erradicados para siempre. Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre en la frente, y reinaremos junto al Él por los siglos de los siglos (Cfr. Ap 22,4-5). ¡Qué promesa!

Recuerda visitar la Casa de nuestro Rey; Él mismo vendrá a tu encuentro.

REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DEL T.O. (C) 10-11-19

“Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer?”

El tema dominante de la liturgia de este trigésimo segundo domingo del tiempo ordinario (Ciclo C) es la resurrección de los muertos.

La primera lectura, tomada del segundo libro de los Macabeos (7,1-2.914) nos narra la historia de siete hermanos que fueron arrestados y hechos azotar junto a su madre por negarse a cumplir con el mandato del rey Antíoco IV Epifanes que pretendía obligarles a comer carne de cerdo prohibida por la Ley. Pero ellos se mantuvieron firmes en su fe. Uno de ellos le dijo: “¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres”. Mientras otro manifestaba su confianza en la resurrección a la vida eterna: “Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna”.

En la lectura evangélica (Lc 20,27-38), continuamos acompañando a Jesús en esa “última subida” que comenzó en Galilea y culminará en Jerusalén, durante la cual Jesús ha estado instruyendo a sus discípulos. Hoy se le acercan unos saduceos y le ponen a prueba con una de esas preguntas cargadas que sus detractores suelen formularle. Los saduceos eran un “partido religioso” de los tiempos de Jesús quienes no creían en la resurrección, porque entendían que esa doctrina no formaba parte de la revelación de Dios que habían recibido de Moisés. De hecho, la doctrina de la resurrección aparece hacia el siglo VI antes de Cristo en una de las revelaciones contenidas en el libro de Daniel (12,2): “Y muchos de los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán”.

Hoy los saduceos le plantean a Jesús el caso hipotético de la mujer que enviuda del primero de siete hermanos sin tener descendencia, se casa con el hermano de su esposo (Cfr. Dt 25,5-10), enviuda de este y así de con todos los demás. Entonces le preguntan que al ésta morir, “cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”.

La explicación de Jesús es sencilla: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección”. En otras palabras, como no pueden morir, ya no tendrán necesidad de multiplicarse, que es el fin primordial del matrimonio (Cfr. Gn 1,28).

Y como para rematar, dice a sus detractores: “Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. Podemos afirmar que hay resurrección porque Dios nos creó para la vida, no para la muerte, y la resurrección es la culminación de nuestra existencia (Cfr. Ap 7,9).

El “Dios de vivos” te espera en Su casa. No desaproveches la invitación. Si no lo has hecho, todavía estás a tiempo.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. 26-11-18

Estamos en la última semana del año litúrgico, y durante la misma san Lucas nos narrará episodios de los últimos días de la vida terrena de Jesús, justo antes de su Pasión. El pasaje de hoy (Lc 21,1-4) se desarrolla justo a la entrada del Templo, ante el vestíbulo, donde estaban colocadas trece grandes arcas que conformaban la “tesorería” del Templo. Allí depositaban las ofrendas los fieles, y comunicaban sus “intenciones” al encargado de contabilizar el valor de cada ofrenda.

La lectura nos dice que Jesús alzó los ojos; está observando, estudiando los gestos, “viendo” con los ojos de Dios dentro de los corazones de todos los que desfilan frente al arca de las ofendas. Allí “vio unos ricos que echaban donativos en el arca de las ofrendas; vio también una viuda pobre que echaba dos “monedillas”, y dijo: ‘Sabed que esa pobre viuda ha echado más que nadie, porque todos los demás han echado de lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’”. El original nos dice que lo que la viuda ofrendó fue dos lepta, la moneda de menor valor que existía entonces. Y Jesús, que es Dios, sabe que era todo lo que esa pobre mujer tenía. Confianza en la Providencia Divina.

Vemos una marcada diferencia en el significado de cada ofrenda. La viuda le entrega a Dios su pobreza, le ha dado lo único que posee. Los ricos, por el contrario, le entregan su poder y privilegios, le han dado lo que les sobra.

Siempre que leemos este pasaje hablamos de la importancia de ser generosos al momento de ofrendar, o de practicar la caridad; de dar de lo que tenemos, no de lo que nos sobra. Pensemos por un momento a la inversa. ¿Podríamos aplicar le enseñanza de este pasaje a Dios? Si Dios nos hubiese dado solo de lo que le sobra, ¿nos habría dado a su único Hijo para salvarnos? En el pasaje que leemos hoy Jesús sabe que le quedan apenas unos días de vida. Sabe que su Padre, que es Dios, lo va a ofrendar a Él, que también es Dios; es decir, que Dios se va a ofrendar a sí mismo, dando no solo lo que tiene, sino lo que es.

Tal vez por eso Jesús presta tanta importancia al gesto de aquella viuda que entregó su posibilidad de sobrevivir, confiando, como lo hizo la viuda de Sarepta, en la palabra del Señor cuando dijo que “el tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará” (1 Re 17,7-16).

Ese Jesús que nació pobre, teniendo por cuna un pesebre (Lc 2,7), vivió como pobre, no teniendo donde recostar la cabeza (Mt 18,20), e iba morir, también pobre, teniendo como fortuna su ropa (Jn 19,24), estaba a punto de ofrendar, al igual que la viuda, todo lo que tenía: su vida misma, su persona.

Ayer celebrábamos la Solemnidad de Cristo Rey, y decíamos que el poder del Reino de Dios está en el Amor, no en la riqueza ni el poder terrenal. Dios no es un Rey que vino de paseo a la tierra para mostrar su poder. Por el contrario, vino para hacerse pobre y esclavo de todos, y así mostrar su grandeza; para con su gesto comprar para nosotros la libertad que no puede restringirse con cadenas: la libertad de sabernos amados por un Dios que se ofrece a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación.

Que pasen todos una hermosa semana.

REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO CUARTO DOMINGO DEL T.O. – SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO 25-11-18

Hoy es el trigésimo cuarto y último domingo del año litúrgico, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, que marca el comienzo de la última semana del Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.

Todas las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Dn 7,13-14; Sal 92, 1ab.1c-2-5); Ap 1,5-8; y Jn 18,33b-37) nos apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación de su Reino por toda la eternidad.

La primera lectura, tomada de la profecía de Daniel, de género apocalíptico, nos presenta la figura de un “hijo de hombre”, refiriéndose a ese misterio del Dios humanado, el Dios-con-nosotros, que es la persona de Jesús con su doble naturaleza, divina y humana: “Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”.

La lectura del libro del Apocalipsis nos reitera el señorío de Jesucristo, “el príncipe de los reyes de la tierra”. Pero a la misma vez lo presenta como “el testigo fiel” que, como decíamos ayer, es sinónimo de “mártir”, lo que nos apunta hacia la verdadera fuente se su poder: el Amor. “Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Juan utiliza el mismo lenguaje de Daniel al describir la visión de Jesús que “viene en las nubes”, añadiendo que cuando Él venga reinará sobre todos, incluyendo a “los que lo atravesaron” (Cfr. Jn 19,37), que tendrán que verlo llegar en toda su gloria. La lectura cierra con una proclamación solemne por parte del Dios Trino: “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso”, el principio y el fin de la historia.

De ambas lecturas surge claramente que el Reinado de Jesús no se rige por las normas de los reinos terrenales. Un reino que “no tiene fin”, es eterno, y en vez de convertirnos en súbditos, nos libera. Jesús lo reitera al comparecer ante Pilato en el pasaje evangélico que contemplamos hoy: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Más adelante Jesús añade: “Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad”. En ocasiones anteriores hemos dicho que el término “verdad”, según utilizado en las Sagradas Escrituras, se refiere a la fidelidad del Amor de Dios.

El Reino de Jesucristo no es de este mundo, pero se inicia y se va germinando en este mundo, y alcanzará su plenitud definitiva al final de los tiempos, cuando el demonio, el pecado, el dolor y la muerte hayan sido erradicados para siempre. Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre en la frente, y reinaremos junto al Él por los siglos de los siglos (Cfr. Ap 22,4-5). ¡Qué promesa!

Recuerda visitar la Casa de nuestro Rey; Él mismo vendrá a tu encuentro.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA 15-08-18

“…[P]or la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Con esta declaración, contenida en la constitución apostólica Munificentissimus Deus, del 1ro de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de Nuestra Señora la Santísima Virgen María.

Ese dogma, que le da vida a la solemnidad de la Asunción que celebramos hoy, es uno de cuatro “dogmas marianos” que forman parte de la doctrina católica, y el último en ser proclamado.

El Concilio Vaticano II nos enseña que María fue “enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores, y vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen Gentium 59). En la cultura y tradición judía, el lugar de la Reina era ocupado por la madre del rey, la “Reina Madre”. La Reina Madre era reconocida como la abogada del pueblo. Todo el que quería lograr un favor del rey, recurría a la Reina Madre, quien siempre tenía el oído del rey. Los judíos se referían a ella como Gabirah, que quiere decir “gran señora”.

Habiendo Jesús ascendido en cuerpo y alma a los cielos luego de su gloriosa resurrección, y siendo Él el último rey del linaje de David (Lc 1,32), el lugar que corresponde a María, como Reina Madre, es en un trono a la derecha de su Hijo (Cfr. 1 Re 3,19). Su Hijo no podía esperar hasta la resurrección de los muertos en el día del juicio final. Por eso dispuso que su Madre fuera “asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”, lo que enfatiza el carácter totalizante y completo de su glorificación y encuentro definitivo con su Hijo.

Por otro lado, teniendo un cuerpo glorificado al igual que su Hijo, María puede continuar manifestando su maternidad divina a través de las múltiples apariciones, cuando su Hijo así lo permite, haciendo posible que los videntes puedan percibirla con características étnicas que les resultan familiares.

María vive ya plenamente lo que nosotros aspiramos a vivir un día en el cielo. Representa para nosotros un signo de esperanza. Ella es nuestra meta y nuestro ejemplo; nos conduce de su mano hacia su Hijo, que es su razón de ser, con quien aspiramos un día compartir su victoria sobre la muerte. ¡A Jesús por María! Ella es también nuestra Gabirah, nuestra abogada, la Reina Madre que intercede por nosotros ante su Hijo, Jesucristo Rey.

En esta solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, pidamos a nuestro Señor que nos colme de sus bienes para que bendigamos Su nombre como Ella lo hizo con el hermoso canto del Magníficat que leemos en la liturgia de hoy (Lc 1, 39-56). ¡Salve, llena de gracia!… Santa María, ruega por nosotros.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (C), Y CIERRE DEL JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA 20-11-16

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Hoy celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, último domingo el Año Litúrgico, ya que el próximo domingo comenzaremos el tiempo de Adviento que nos preparará para el nacimiento del Niño Dios; ese Dios que en el más sublime acto de misericordia quiso humanarse, hacerse uno con nosotros para enseñarnos que el camino al Padre está pavimentado con las obras de misericordia, y luego entregarse a sí mismo como víctima propiciatoria para hacernos acreedores a la Vida eterna.

Les invitamos a leer nuestra reflexión anterior para el Ciclo C en esta misma solemnidad.

Hoy también celebramos la clausura del Jubileo extraordinario de la Misericordia, que culminó con la clausura de la Puerta Santa en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano.

Cuando el Santo Padre convocó al Año Jubilar de la Misericordia el año pasado, escogió dos fechas significativas para el comienzo y la conclusión del mismo. Dijo en aquél entonces el Papa: Este Año santo iniciará con la próxima solemnidad de la Inmaculada Concepción y se concluirá el 20 de noviembre de 2016, domingo de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo y rostro vivo de la misericordia del Padre.

En la primera, 8 de diciembre de 2015, conmemorábamos los 50 años de la conclusión del Concilio Vaticano II. Pero más importante aún, en esa fecha celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, que marca el comienzo, la puesta en marcha del plan que el Padre, en su infinita Misericordia, tenía dispuesto desde la eternidad para devolvernos la Gracia, la dignidad de hijos de Dios que habíamos perdido en el momento de la caída (Cfr. Gn 3,15). Porque solo el seno virginal de la “llena de Gracia”, preservada de antemano de toda mancha de pecado por los méritos de Aquél que iba a concebir por obra del Espíritu Santo, podía ser el vehículo para traer al mundo al Hijo del Padre, al “rostro vivo de la Misericordia del Padre”.

La segunda fecha, hoy, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo, nos recuerda que el reinado y señorío de Jesús no están cimentados en la riqueza y el poder, sino en la pobreza y en la Misericordia. De ahí que el lema escogido por el papa Francisco para este Jubileo extraordinario de la Misericordia haya sido: Misericordiosos como el Padre, una versión abreviada del versículo 36 del capítulo 6 del Evangelio según san Lucas en el que Jesús nos dice: “Sean misericordiosos como el Padre es misericordioso”.

Jesús nos invita a ser misericordiosos como el Padre, y en los pasados tres días el Papa nos lo ha recordado con unos mensajes tan cortos como profundos:

  • El jueves nos decía: No basta con experimentar la misericordia de Dios en la propia vida; también es necesario ser instrumento de misericordia para los demás.
  • El viernes nos añadió: ¡Si quieren un corazón lleno de amor, sean misericordiosos!
  • Y ayer, a horas de la clausura, recalcó: La misericordia de Dios para con nosotros está ligada a nuestra misericordia hacia el prójimo.

Durante el año jubilar de la Misericordia descolló la figura del padre misericordioso en la parábola del mismo nombre, mejor conocida como la parábola del hijo pródigo. Pero en esa parábola hay otros personajes de los que casi nadie habla: los siervos del padre. No hay duda que el padre fue misericordioso perdonando al hijo que regresaba arrepentido, pero encargó a sus siervos llevar a cabo los gestos, las obras de misericordia que le devolverían la dignidad a ese hijo: “Traigan aprisa el mejor vestido y vístanle, pónganle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies” (Lc 15,22). Es lo que Jesús nos pide continuamente a través de su Palabra; que nos convirtamos en instrumentos de Su misericordia.

Al finalizar cada año o evento importante en nuestras vidas acostumbramos “pasar balance”, hacer introspección, para identificar los frutos así como las fallas en que podamos haber incurrido.

No hay duda que hoy cerramos un año importante, tanto en la Iglesia como en nuestras vidas.

Les invito a hacer introspección preguntándonos: ¿Cómo he vivido el Año de la Misericordia? ¿Me he abierto a la Misericordia de Dios en el sacramento de la reconciliación? ¿He practicado las obras de misericordia, corporales y espirituales? ¿En qué fallé?

Sin duda muchos hemos fallado, pero lo mejor de todo es que la misericordia de Dios es eterna (Sal 136), que Él nunca se cansa de esperarnos (Cfr. Ap 3,20). Como nos dice el libro de las Lamentaciones: “La misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión; antes bien se renuevan cada mañana” (Lm 3,22-23).

Por lo que, más que el “cierre” del Año de la Misericordia, hoy celebramos un envío a seguir trabajando en nuestra vocación a la santidad, esforzándonos cada día más en llegar a ser misericordiosos como el Padre, con la esperanza de que el día final, si no hemos alcanzado plenamente la santidad, al menos nuestro tiempo en el purgatorio sea un poco más corto.

Que pasen un hermoso día y una feliz semana.

REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA OBLIGATORIA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA, REINA 22-08-16

maria reina del universo

Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria.

Como primera lectura propia de la memoria, la liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).

Este pasaje es también uno de los más ricos en contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último y definitivo rey del linaje de David.

Para entender el alcance del Evangelio, y su relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey” y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir “gran señora”.

Por eso decimos que María es la “Reina del Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la “Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María “fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte”.

Desde allí, en el trono que su Hijo ha dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra abogada. Es por ello que en esa hermosa oración de la Salve decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente hoy, sino todos los días de nuestras vidas.

¡Santa María, ruega por nosotros!