REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO TERCER DOMINGO DEL T.O. (C) 26-06-16

Al seguir a Jesús no puede haber espejo retrovisor...

Al seguir a Jesús no puede haber espejo retrovisor…

El evangelio que nos presenta la liturgia para hoy (Lc 9,51-62), marca el comienzo de la parte central del evangelio según san Lucas, que abarca hasta el capítulo 19 y nos narra la “subida” de Jesús de Galilea a la ciudad santa de Jerusalén, donde habría de culminar su misión redentora, con su pasión, muerte, resurrección y glorificación (su “misterio pascual”).

El primer versículo de la lectura nos señala la solemnidad de esta travesía: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”. Jesús había comenzado su ministerio en Galilea; sabía cuál era la culminación de ese ministerio. Ya se lo había anunciado a sus discípulos (Lc 9,22). Él sabe lo que le espera en Jerusalén, pero enfrenta su misión con valentía. Sus discípulos aún no han captado la magnitud de lo que les espera, pero le siguen.

Al pasar por Samaria piden posada y se les niega, no tanto por ser judíos, sino porque se dirigían al Templo de Jerusalén. Los discípulos reaccionan utilizando criterios humanos: “Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” (Cfr. 2 Re 1,10). Ya los discípulos conocen el poder de Jesús, pero aparentemente no han captado la totalidad de su mensaje. ¡Cuán soberbios se muestran los discípulos! Se creen que por andar con Jesús tienen la verdad “agarrada por el rabo”; que pueden disponer del “fuego divino” para acabar con sus enemigos.

Por eso Jesús “se volvió y les regañó”. En lugar de castigar o maldecir a los que los que los despreciaron, Jesús se limitó a “marcharse a otra aldea”. Ante esta lectura debemos preguntarnos: ¿cuántas veces quisiéramos ver “el fuego de Dios” caer sobre los enemigos de la Iglesia, sobre los que nos injurian, o se burlan de nosotros por seguir a Jesús, o por proclamar su Palabra? El mensaje de Jesús es claro: “Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45).

La segunda parte de la lectura nos reitera la radicalidad que implica el seguimiento de Jesús. Ante el llamado de Jesús uno le dice: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”; a lo que Jesús replica: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. Otro le dice: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia”. A este, Jesús le contestó: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”.

Esta exigencia contrasta con la vocación de Eliseo que nos narra la primera lectura (1 Re 19,16b.19-21), en la que éste le dice a Elías que le permita decir adiós a sus padres, y el profeta le contesta: “Ve y vuelve; ¿quién te lo impide?”. Luego de ofrecer un sacrificio, dio de comer a los suyos y se marchó tras Elías.

Jesús nos está planteando que las exigencias del Reino son radicales. El seguimiento de Jesús tiene que ser incondicional. Seguirle implica dejar TODO para ir tras de Él. No hay términos medios: “¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca” (Ap 3,15b-16). Él nos está diciendo: “Sígueme”. Y tú, ¿aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 25-05-16

esclavo de todos...

La lectura evangélica de hoy (Mc 10,32-45) nos presenta el tercer anuncio de la pasión de Jesús a sus discípulos. Vemos cómo cada vez el anuncio se hace más preciso. Hoy lo hace con lujo de detalle: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; y a los tres días resucitará”.

Este anuncio se da en el contexto de la primera “subida” de Jesús a Jerusalén en la narración de Marcos. Además del aspecto geográfico, vemos en este detalle un significado teológico: Jesús abandona el mundo pagano y “sube” a Sión para enfrentar su pasión y muerte voluntariamente aceptadas, para luego resucitar lleno de gloria.

Otro simbolismo: Jesús se les adelanta y los discípulos le siguen “asustados”. Jesús va enfrentar la culminación de su misión, y los apóstoles sufrirán su mismo destino: el martirio. Según la tradición todos, excepto Juan, padecieron el martirio a causa del Evangelio.

No bien había acabado Jesús de hacer su anuncio, se le acercan Santiago y Juan, todavía con las ideas mesiánicas del pueblo de Israel en sus mentes, y le piden: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. En la versión de Mateo, es la madre de estos quien se lo pide (Mt 20,20-21). De nuevo la ambición de gloria y privilegio. Jesús destaca la incomprensión de los apóstoles: “No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?” Ellos siguen sin comprender y le contestan en la afirmativa.

Jesús, con toda su paciencia les afirma: “El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado”. Beber el cáliz se refiere a asumir la amargura, el sacrificio, la renuncia (Cfr. Mt 26,39; Lc 22,42), y el bautismo es sinónimo de sumergirse, dejarse purificar, morir para nacer a una nueva vida. Les anuncia la suerte que les espera.

Los otros se indignan, no porque creyeran que la petición de los hijos del Zebedeo fuera impropia, sino porque se les habían adelantado. No será hasta la Pascua de Jesús que los discípulos comprenderán el significado de sus palabras.

Jesús aprovecha (¿cuándo no?) para darles (y darnos a nosotros también) una lección sobre lo que significan autoridad y servicio: “el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”.

Hagamos examen de conciencia. ¿Tengo tendencia a dominar o imponer mi criterio sobre otros, más que servir? ¿Ambiciono, consciente o inconscientemente puestos de honor o reconocimiento?

Ser cristiano significa seguir los pasos de Cristo. Beber su mismo cáliz y bautizarse en su mismo bautismo. La invitación es sencilla: “Sígueme”. ¿Te animas?

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS 14-05-16

Pentecostes-fano

Hoy celebramos la gran solemnidad de Pentecostés, que conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles mientras se encontraban reunidos en oración, junto a la María, la madre de Jesús, siguiendo las instrucciones y esperando el cumplimiento de la promesa del Señor quien, según la narración de Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, en el momento en que iba a ascender al Padre les pidió que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre. La promesa “que yo les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días” (Hc 1,4b-5). Y luego añadió: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (1,8).

Se refería Jesús a la promesa que Jesús les había hecho de enviarles su Santo Espíritu: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7). Jesús ya vislumbra en el horizonte aquella Iglesia a la cual Él confiaría continuar su misión. Hasta ahora han estado juntos, él ha permanecido con ellos. Pero tienen que “ir a todo el mundo a proclamar el Evangelio”. Cada cual por su lado; y Él no puede físicamente acompañarlos a todos. Al enviarles el Espíritu Santo, este podrá acompañarlos a todos. Así podrá hacer cumplir la promesa que les hizo antes de marcharse: “Y he aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

En ocasiones anteriores hemos dicho que la fe es la acción del creer, es actuar conforme a lo que creemos, es confiar plenamente en la palabra de Dios. Más que creer en Dios es creerle a Dios, creer en sus promesas.

Los apóstoles llevaron a cabo un acto de fe. Creyeron en Jesús y le creyeron a Jesús. Por tanto, estaban actuando de conformidad: Permanecieron en Jerusalén, y perseveraban en la oración con la certeza de que el Señor enviaría su Santo Espíritu sobre ellos. Y como sucede cada vez que llevamos a cabo un acto de fe, vemos manifestada la gloria y el poder de Dios. En este caso ese acto de fe se  tradujo en la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y María la madre de Jesús, episodio que nos narra la primera lectura de hoy (Hc 2,1-11). Nos dice la lectura que “de repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban”.

Cuando pensamos en Pentecostés siempre pensamos en las “lengüitas de fuego”, y pasamos por alto la ráfaga de viento que precedió a las lenguas de fuego. Las últimas representan, no al Espíritu en sí, sino a una de sus manifestaciones, el carisma de hablar en lenguas (glosolalia). El poder pleno del Espíritu que recibieron aquél día está representado en la ráfaga de viento. De ahí que la Iglesia, congregada alrededor de María, recibió algo más; recibió la plenitud del Espíritu y con él la valentía, el arrojo para salir al mundo y enfrentar la persecución, la burla, la difamación que enfrenta todo el que acepta ese llamado de Jesús: “sígueme”. Así, aquellos hombres que habían estado encerrados por miedo a las autoridades que habían asesinado a Jesús, se lanzan a predicar la buena nueva de Jesús resucitado a todo el mundo.

Si invocamos el Espíritu Santo, no hay nada que nos dispongamos a hacer por el Reino que no podamos lograr. Y tú, ¿lo has invocado?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 13-04-16

custodia jesus

“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8). Esa promesa de Jesús se hace realidad en la primera lectura que nos ofrece la liturgia de hoy (Hc 8,1-8). Justo antes de su Ascensión, Él les había pedido a los apóstoles que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre (la promesa del Espíritu Santo que se haría realidad en Pentecostés). De hecho, durante los primeros siete capítulos del libro de los Hechos de los Apóstoles, estos permanecen en Jerusalén.

La lectura de hoy nos narra que luego del martirio de Esteban se desató una violenta persecución contra la Iglesia en Jerusalén, que hizo que todos, menos los apóstoles, se dispersaran por Judea y Samaria. Y cumpliendo el mandato de Jesús, “al ir de un lugar para otro, los prófugos iban difundiendo el Evangelio”. Así comenzó la expansión de la Iglesia por el mundo entero, una misión que al día de hoy continúa.

La lectura nos recalca que el mayor perseguidor de la Iglesia era Saulo de Tarso: “Saulo se ensañaba con la Iglesia; penetraba en las casas y arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres”. Sí, el mismo Saulo de Tarso que luego sería responsable de expandir la Iglesia por todo el mundo greco-romano, mereciendo el título de “Apóstol de los gentiles”. Son esos misterios de Dios que no alcanzamos a comprender. Jesús escogió como paladín de su causa al más ensañado de sus perseguidores.

Jesús vio a Pablo y entendió que esa era la persona que Él necesitaba para llevar a cabo la titánica labor de evangelizar el mundo pagano. Un individuo en quien convergían tres grandes culturas, la judía (fariseo), la griega (criado en la ciudad de Tarso) y la romana (era ciudadano romano). Decide “enamorarlo” y se le aparece en el camino a Damasco en ese episodio que todos conocemos, mostrándole toda su gloria. Nunca sabremos que ocurrió en aquél instante enceguecedor en que Pablo cayó por tierra. Lo cierto es que Pablo vio a Jesús ya glorificado, creyó en Él, y recibió la promesa de vida eterna.

La lectura evangélica (Jn 6,35-40) continúa presentándonos el llamado discurso del pan de vida: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed; pero, como os he dicho, me habéis visto y no creéis”. Ese fue el problema de la mayoría de los judíos de su época, que vieron a Jesús, oyeron su Palabra, vieron sus portentos, pero no creyeron. “Vino a su casa, y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11).

Saulo de Tarso, en cambio, sí creyó. Tuvo ese encuentro con el Resucitado que cambió su vida para siempre. Creyó en Él, y le creyó; creyó en su promesa de Vida eterna: “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.

Y al recibir el Espíritu Santo por imposición de manos de Ananías (Hc 9,17), partió de inmediato y comenzó la obra evangelizadora que persiste hoy a través de la Iglesia, guiada por el mismo Espíritu.

¡Señor yo creo, pero aumenta mi fe! ¡Espíritu Santo, ven a mí!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 26-01-16

La nueva familia de Jesus

La primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy (2 Sam 6,12b-15.17-19), nos presenta al rey David concluyendo la traslación del Arca de la Alianza desde la casa de Obededom hasta Jerusalén, y su instalación en la tienda que él mismo le había preparado en la “ciudad de David”. La narración está llena de imágenes visuales, destacando la del rey David “danzando ante el Señor con todo entusiasmo, vestido sólo con un roquete de lino” mientras trasladaban el Arca “entre vítores y al sonido de las trompetas”.

El pasaje termina con un banquete en el cual el rey “repartió a todos, hombres y mujeres de la multitud israelita, un bollo de pan, una tajada de carne y un pastel de uvas pasas a cada uno”. Un gesto propio del padre de familia al sentarse a la mesa, que repartía los alimentos a toda su familia, gesto lleno de simbolismo que repetiría Jesús en la última cena al instituir la Eucaristía.

El Evangelio, por su parte, nos presenta la versión de Marcos (3,31-35) del pasaje de “la verdadera familia” de Jesús. Relata el episodio en que la familia de Jesús vino a buscarlo y, como de costumbre, había tanta gente arremolinada a su alrededor, que no podían llegar hasta Él, así que le enviaron un recado. Los que estaban cerca de Él le dijeron: “Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan”.

Jesús, como en tantas otras ocasiones, aprovecha la oportunidad para hacer un comentario con un fin pedagógico: “Les contestó: ‘¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?’ Y, paseando la mirada por el corro, dijo: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre’”.

El mensaje de Jesús es claro: a la familia del Señor se ingresa por escuchar su Palabra, no por lazos de sangre. De hecho, la versión de Lucas del mismo pasaje, la más tardía de todas (escrita entre los años 80 y 90 d.C.), sin mencionar que paseó la mirada por el grupo de personas presentes, se limita a relatar que Jesús dijo: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). Otras versiones dicen: “los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”. No se trata tan solo de escuchar su Palabra, hay que “ponerla en práctica”, seguirlo.

Jesús ha expresado claramente que el que quiera seguirlo tiene que estar dispuesto a sobreponerse a los lazos humanos familiares (Cfr. Mt 10,37-38). Se trata de la “gran familia” de Dios abierta a toda la humanidad sin distinción de raza ni nacionalidad, el “nuevo Pueblo de Dios”. Ya no se trata de una familia en el orden biológico, sino de otra muy diferente, del orden espiritual. Una familia universal (“católica”) convocada al amor.

“Te pedimos, Señor, fe y confianza. Haz que tu voluntad sea nuestra, para que pueda conducirnos a tu casa bajo la guía de aquel que siempre y en todo cumplió tu voluntad: Jesucristo, nuestro Señor” (de la Oración Colecta).

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 25-11-15

con vuestra perseverancia salvareis

“Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Esas palabras, pronunciadas por Jesús a sus discípulos, conforman el Evangelio de hoy (Lc 21,12-19).

Jesús continúa su “discurso escatológico” que comenzara ayer; habla de lo que habría de suceder a sus discípulos antes de la destrucción la ciudad de Jerusalén y del Templo (año 70 d.C.). Curiosamente, cuando Lucas escribe su relato evangélico, ya esto había sucedido (Lucas escribe su evangelio entre los años 80 y 90). El mismo Lucas, en Hechos de los Apóstoles, nos narra las peripecias de los apóstoles Pedro, Pablo, Juan, Silas, y otros, y cómo los apresan, los desnudan, los apalean, y los meten en la cárcel por predicar el Evangelio, y cómo tienen que comparecer ante reyes y magistrados. Tal y como Jesús anuncia que habría de ocurrir.

El mismo libro nos narra que ellos salían de la cárcel contentos, “dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús” (Hc 5,41). Contentos además porque habían tenido la oportunidad de predicar el Evangelio, no solo en la cárcel, sino ante reyes y magistrados. Más aún, confiados en las palabras del mismo Jesús cuando les dijo: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. El llamado es a la confianza y la perseverancia; características del discípulo-apóstol; ese que escucha el llamado, lo acoge, y se lanza a la misión que Dios le ha encomendado. Discípulos de la verdad; verdad que hemos dicho es la fidelidad del Amor de Dios que nos lleva a confiar plenamente en Él y en sus promesas; Amor que hace que Jesús diga a sus discípulos: “En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). La promesa va más allá de salvar la vida: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

Lo hermoso de la Biblia es su consistencia. Ya Isaías nos transmitía la Palabra de Dios: “Ahora, así dice Yahvé tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. ‘No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador’” (Is 43,1-3). Promesa poderosa… ¿Cómo no poner nuestra confianza en ese Dios?

Jesús es consistente en sus exigencias, pero igual lo es en sus promesas. Y nosotros podremos fallarle, pero Él nunca se retracta de sus promesas.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 24-11-15

Sueño Nabucodonosor - Daniel

En la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy (Lc 21,5-11), Jesús utiliza un lenguaje simbólico muy familiar para los judíos de su época, el llamado género apocalíptico, una especie de “código” que todos comprendían. Esta lectura nos sitúa en el comienzo del último discurso de Jesús, en el cual se mezclan dos eventos: el fin de Jerusalén y el fin del mundo, siendo el primero un símbolo del segundo. De hecho, todas las lecturas que estamos contemplando durante esta última semana del tiempo ordinario tienen sabor escatológico; tratan de la destrucción de Jerusalén, el final de los tiempos, y la instauración del Reinado de Dios al final de la historia.

La primera lectura para hoy, al igual que las de los días recientes, está tomada del libro de Daniel (2,31-45). En el pasaje que contempláramos ayer (Dn 1,1-6.8-20) veíamos cómo Daniel, Ananías, Misael y Azarías, manteniéndose firmes en su fe, habían descollado sobre todos los demás jóvenes, porque “Dios les [había concedido] a los cuatro un conocimiento profundo de todos los libros del saber”, lo que hizo que el rey los tomara a su servicio, por su sabiduría. Nos decía la lectura, además, que “Daniel sabía además interpretar visiones y sueños”.

El pasaje que leemos hoy nos presenta el sueño del rey Nabucodonosor, en el que este había visto una enorme estatua, y Daniel, haciendo uso de su don de interpretación de sueños, le explica al rey el significado del mismo.

En su sueño, Nabucodonosor tuvo una visión de “una estatua majestuosa, una estatua gigantesca y de un brillo extraordinario; su aspecto era impresionante. Tenía la cabeza de oro fino, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro y los pies de hierro mezclado con barro”. En la visión “una piedra se desprendió sin intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua y la hizo pedazos. Del golpe, se hicieron pedazos el hierro y el barro, el bronce, la plata y el oro, triturados como tamo de una era en verano, que el viento arrebata y desaparece sin dejar rastro. Y la piedra que deshizo la estatua creció hasta convertirse en una montaña enorme que ocupaba toda la tierra.

Es una visión preñada de tantos simbolismos que resulta imposible, en tan breve espacio, intentar descifrarlos todos, más allá de la interpretación inmediata que Daniel le brinda a Nabucodonosor. Nos limitaremos a señalar que algunos exégetas ven en la “piedra se desprendió sin intervención humana”, la figura de Cristo, que nació “sin intervención humana” del vientre virginal de María (Cristo es “la roca que nos salva”). Asimismo, “montaña enorme que ocupaba toda la tierra” en que se convirtió la piedra, simboliza la instauración del Reinado definitivo de Dios al final de los tiempos (para los judíos el poder de Dios se manifiesta en la montaña), cuyo reino que “nunca será destruido ni su dominio pasará a otro”.

No hay duda que al final de los tiempos el Hijo vendrá con gloria para concretizar el Reino para toda la eternidad. La pregunta obligada es: ¿Seremos contados en el número de los elegidos? (Cfr. Ap, 7,9-11) De nosotros depende…

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TRIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 19-11-15

Vista actual de la ciudad de Jerusalén que sirve de retablo al altar de la Capilla de Dominus Flevit, lugar en el cual la tradición dice que que Jesús lloró al ver la ciudad.

Vista actual de la ciudad de Jerusalén que sirve de retablo al altar de la Capilla de Dominus Flevit, lugar en el cual la tradición dice que que Jesús lloró al ver la ciudad.

Para comprender la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 19,41-44), es necesario situarla en su contexto. Jesús está en el tramo final de su subida a Jerusalén, donde ha de culminar su misión y enfrentar su misterio pascual. Luego del episodio de Zaqueo y la parábola de los talentos, hace su entrada en la ciudad santa montando en un pollino, en medio de vítores y cantos de alabanza a Dios (Lc 19,29-40). Esa misma multitud que ahora le aclama, dentro de pocos días va a pedir con mayor algarabía su crucifixión; ¡va a asesinarlo!

De ahí que el pasaje que leemos hoy nos diga que: “al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: ‘¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida’.”

Jesús lloró… una manifestación de su humanidad. Su llanto refleja su sentido de impotencia. Trató de convertir Jerusalén, pero esta se mostró sorda ante su mensaje salvador. “[La Palabra] vino a su casa, y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11). Su mensaje de paz fue rechazado, y ese rechazo les acarreará desgracia. Por eso llora, pensando que le tuvieron entre ellos y dejaron pasar la oportunidad de sus vidas. Jesús, que es Dios, respeta el libre albedrío, pero al mismo tiempo ve lo que va a suceder y no puede contener su tristeza.

Trato de imaginar la escena. Jesús ve a Jerusalén desde la distancia. Contempla la magnificencia de esa gran ciudad amurallada con la estructura imponente del Templo sobresaliendo. Y la ve en ruinas… “¡Si al menos [sus habitantes] comprendiera[n] en este día lo que conduce a la paz!”

Esa “sordera” y “ceguera” espiritual que caracterizó a los de Jerusalén en tiempos de Jesús la estamos viviendo en nuestro tiempo. Tan solo tenemos que leer un periódico, o ver un telediario. Jesús está en medio de nosotros y no lo reconocemos (Cfr. Mt 25,31-46) o, peor aún, preferimos ignorarlo para no comprometernos. Hagamos un examen de conciencia colectivo. Si Jesús se detuviera hoy a contemplar nuestra comunidad parroquial, nuestro barrio, nuestra ciudad, nuestro país, desde la distancia, ¿lloraría también?

“Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra”. Esas palabras de Jesús se convertirían en realidad cuando el ejército romano destruyó la ciudad de Jerusalén en el año 70 d.C. para aplacar la revuelta judía, reduciendo el Templo a escombros.

Dentro de pocos días iniciaremos un nuevo año litúrgico con ese tiempo fuerte del Adviento. Tiempo que nos invita la conversión, a estar vigilantes, a prepararnos para la llegada de Dios, de ese Dios que viene constantemente a nuestras vidas y por no estar vigilantes no lo reconocemos. En nuestras manos está correr o no la misma suerte que Jerusalén.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMO OCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 17-10-15

Espíritu Santo

Durante esa última subida a Jerusalén que san Lucas nos ha venido narrando en las pasadas semanas, Jesús ha estado enseñando a sus discípulos la importancia de la disposición interior sobre el ritualismo y observancia de la Ley de Moisés. Hemos visto cómo la emprende contra los escribas y fariseos por su exagerado énfasis en el cumplimiento estricto de los preceptos legales y los ritos por encima de la compasión y el amor al prójimo.

En la primera lectura que nos propone la liturgia para hoy (Rm 4,13.16-18), san Pablo nos recuerda que no fue la observancia de la Ley la que obtuvo para Abraham el cumplimento de la promesa de Yahvé de una descendencia numerosa que ocuparía la tierra de Canaán, a pesar de la ancianidad y la esterilidad de su esposa; fue “la justificación obtenida por la fe”, es decir el creer en la Palabra de Dios y ponerla por obra. “Abrahán creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho”.

No quiere decir esto que podemos ignorar la Ley. Jesús fue claro: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Os lo aseguro: mientras duren el cielo y la tierra, no dejará de estar vigente ni una tilde de la ley sin que todo se cumpla” (Mt 5,17-18; Cfr. Lc 16,17). Pero ese cumplimiento tiene que estar unido a la fe, es decir, a hacer la voluntad del Padre, que es ante todo misericordioso. “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21).

En la lectura evangélica de hoy (Lc 12,8-12), Jesús nos exhorta a ser valientes al proclamar su Palabra ante los hombres, asegurándonos que Él mismo ha de interceder por nosotros ante el Padre cuando llegue la hora del Juicio: “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios”. De paso, nos promete el auxilio del Espíritu Santo cuando tengamos que enfrentar el juicio los hombres por proclamar su Palabra: “Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir”.

Pero, ¡ay de aquél que “blasfeme” contra el Espíritu Santo!, pues a ese “no se le perdonará”. Se refiere a aquellos que, viendo la Luz, la niegan, es decir, a los que rechazan al Espíritu Santo, los que no quieren salvarse.

Hagamos examen de conciencia. ¿Soy valiente a la hora de profesar mi fe ante los hombres, o prefiero ser lo que los norteamericanos llaman politically correct con tal de ganar la aceptación de todos? Si optamos por lo segundo no dejamos espacio al Espíritu Santo para que venga en nuestro auxilio y nos enseñe lo que tenemos que decir.

¡Atrévete!