El tema dominante de la liturgia de este trigésimo segundo domingo del tiempo ordinario (Ciclo C) es la resurrección de los muertos.
La primera lectura, tomada del segundo libro de los Macabeos (7,1-2.914) nos narra la historia de siete hermanos que fueron arrestados y hechos azotar junto a su madre por negarse a cumplir con el mandato del rey Antíoco IV Epifanes que pretendía obligarles a comer carne de cerdo prohibida por la Ley. Pero ellos se mantuvieron firmes en su fe. Uno de ellos le dijo: “¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres”. Mientras otro manifestaba su confianza en la resurrección a la vida eterna: “Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna”.
En la lectura evangélica (Lc 20,27-38), continuamos acompañando a Jesús en esa “última subida” que comenzó en Galilea y culminará en Jerusalén, durante la cual Jesús ha estado instruyendo a sus discípulos. Hoy se le acercan unos saduceos y le ponen a prueba con una de esas preguntas cargadas que sus detractores suelen formularle. Los saduceos eran un “partido religioso” de los tiempos de Jesús quienes no creían en la resurrección, porque entendían que esa doctrina no formaba parte de la revelación de Dios que habían recibido de Moisés. De hecho, la doctrina de la resurrección aparece hacia el siglo VI antes de Cristo en una de las revelaciones contenidas en el libro de Daniel (12,2): “Y muchos de los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán”.
Hoy los saduceos le plantean a Jesús el caso hipotético de la mujer que enviuda del primero de siete hermanos sin tener descendencia, se casa con el hermano de su esposo (Cfr. Dt 25,5-10), enviuda de este y así de con todos los demás. Entonces le preguntan que al ésta morir, “cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”.
La explicación de Jesús es sencilla: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección”. En otras palabras, como no pueden morir, ya no tendrán necesidad de multiplicarse, que es el fin primordial del matrimonio (Cfr. Gn 1,28).
Y como para rematar, dice a sus detractores: “Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. Podemos afirmar que hay resurrección porque Dios nos creó para la vida, no para la muerte, y la resurrección es la culminación de nuestra existencia (Cfr. Ap 7,9).
El “Dios de vivos” te espera en Su casa. No desaproveches la invitación. Si no lo has hecho, todavía estás a tiempo.
Hoy celebramos la Fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. La existencia de esos “seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama ángeles, es una vedad de fe” (Catecismo de la Iglesia Católica 328). Continúa diciendo el CEC que estos seres “en tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales e inmortales (Cfr. Lc 20,36). Superan en perfección a todas las criaturas visibles” (330). De ahí que en la Carta a los Hebreos, se nos diga: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el Hijo del hombre para que lo tomes en cuenta? Por un momento lo hiciste más bajo que los ángeles;… (Hb 2,6-7)”.
Vemos a los ángeles interviniendo como mensajeros de Dios a lo largo de toda la historia de la salvación. La Biblia y la Tradición nos enumeran a los ángeles en tres jerarquías divididas en tres coros cada una, para un total de nueve coros u órdenes angélicos. En la tercera jerarquía se cuentan los “Principados”, los “Arcángeles” y los “Ángeles”.
San Agustín dice al respecto que “[e]l nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel” (Cfr. CEC 329). Así cada uno de los ángeles tiene un oficio, como aquellos encargados de custodiarnos (los llamados ángeles custodios o ángeles de la guarda, cuya memoria celebramos el 2 de octubre). De hecho, el significado de sus nombres apunta hacia su oficio. Miguel significa “¿quién como Dios?”, Gabriel significa “fuerza de Dios”, y Rafael significa “Dios ha curado” o “medicina de Dios”.
A los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael los encontramos interviniendo directamente en la vida de los hombres (Cfr. Ex 23,20) para llevar a cabo una misión encomendada por el mismo Dios. Sus nombres se mencionan en la Sagrada Escritura. Así por ejemplo, encontramos a San Miguel en el libro de Daniel (10,13; 12,1; Ap 12,7-9); a San Gabriel en Dn 9,21; Lc 1,26 (la Anunciación); y a Rafael en Tb 12,15. Por eso celebramos esta fiesta litúrgica.
La liturgia de hoy nos presenta dos textos alternativos como primera lectura (Dn 7,9-10, o Ap 12,7-12a). El primero nos presenta una visión del profeta sobre la corte celestial con miles de ángeles sirviéndole. El segundo es el conocido texto de la batalla final entre Miguel, al mando de las legiones angélicas, contra el “dragón” que intentaba comerse el hijo de la “mujer”, y cómo éste queda derrotado y es arrojado para siempre del cielo.
Sin pretender entrar en una exégesis de este pasaje tan provocador, baste señalar que podemos ver cómo Dios se vale de sus seres angélicos para proteger a los que le creen. Por tanto, siendo seres que están cerca de Dios, no debemos vacilar en pedir su intercesión.
La lectura evangélica (Jn 1,47-51), por su parte, nos narra la vocación de Bartolomé, a quien Juan llama Natanael, que la liturgia coloca dentro de esta fiesta por la sentencia pronunciada por Jesús al final del pasaje, que confirma la existencia de los ángeles: “En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”.
La liturgia de hoy nos presenta dos lecturas
que, aunque aparentan ser diferentes, tienen un tema común. El verdadero
significado de la libertad.
La primera lectura, tomada del libro de Daniel
(3,14-20.91-92.95), nos presenta la historia de los tres jóvenes Sidrac, Misac
y Abdénago, quienes antes que postrarse ante un ídolo, prefirieron enfrentar la
muerte y la tortura de ser arrojados a un horno encendido. La segunda, tomada
del evangelio según san Juan (8,31-42), comienza con la que tal vez sea la
frase más mal utilizada, o más citada fuera de contexto en todo el Nuevo
Testamento: “La verdad os hará libres”.
La primera nos muestra cómo el Señor envió un
ángel para salvar a aquellos jóvenes que se mantuvieron fieles a su Palabra. Se
mantuvieron fieles y confiaron plenamente en Dios en medio de la prueba; y esa
fidelidad y confianza absoluta en Dios, los hizo libres. En reflexiones
anteriores hemos expresado que la “verdad” en términos bíblicos es el amor
incondicional de Dios. Y ese amor es lo que hace que estos jóvenes, haciendo
uso de la libertad que ese mismo amor les brinda, se nieguen a someterse a
nadie que no sea a Dios, porque solo amándole a Él, correspondiendo a Su amor
incondicional, encontramos la libertad plena.
La lectura evangélica nos presenta un pasaje donde
Jesús nos dice que si nos mantenemos fieles su Palabra conoceremos esa verdad
que nos hace libres. A la vez, contrapone el pecado a libertad: “Os aseguro que
quien comete pecado es esclavo. El esclavo no se queda en la casa para siempre,
el hijo se queda para siempre. Y si el Hijo os hace libres, seréis realmente
libres”.
Hoy día nos sentimos presionados a adorar
otros ídolos. Nuestra sociedad secularista nos insta, a veces casi nos obliga,
a “postrarnos” ante muchos “dioses”: el dinero, la fama, el poder, la fama, el
sexo, el alcohol, entre otros tantos. Y se nos insta a ejercer nuestra
“libertad” para adorarles. Pero perdemos de vista que al postrarnos ante esos
dioses haciendo uso de esa aparente libertad, en realidad nos estamos
esclavizando. Solamente sometiéndonos al amor incondicional de Dios, y
compartiendo ese amor con nuestro prójimo, obtendremos la verdadera libertad,
esa verdad que nos hará libres. De esa manera Jesús, al ser clavado y morir en
la cruz, por amor, ejercitó al máximo su libertad, al punto de hacernos libres
a nosotros. Y nosotros, al igual que Jesús, solamente seremos totalmente libres
al someternos a la voluntad del Padre.
“La verdad nos hará libres”. No se trata de
una libertad frente a la autoridad política o judicial. Se trata de la
verdadera libertad; la libertad frente al pecado, la muerte, las tinieblas, a
través de la persona de Cristo Jesús. “Si el Hijo os hace libres, seréis
realmente libres”. Y esa libertad es capaz de hacernos sentir libres aún en
prisión.
“Ustedes, hermanos, han sido llamados para
vivir en libertad, pero procuren que esta libertad no sea un pretexto para
satisfacer los deseos carnales: háganse más bien servidores los unos de los otros,
por medio del amor” (Gál 5, 13).
Cuando el quinto domingo de Cuaresma coincide
con el ciclo C del tiempo litúrgico, la lectura evangélica coincide con la del lunes
de la quinta semana (Jn 8,1-11). Por tanto, puede sustituirse por el siguiente
pasaje (Jn 8,12-20): Cristo Luz.
No obstante, la primera lectura (Dn 13,1-9.15-17.19-30.33-62)
para este día se mantiene, y nos presenta una trama parecida a la del Evangelio
que contemplábamos ayer, con una diferencia. En ambas se pretende juzgar a una
mujer adúltera, pero en la de ayer la mujer era culpable y en la de hoy la
mujer es inocente.
En la lectura evangélica de ayer se nos
mostraba la misericordia y el perdón de Dios hacia la pecadora; cómo Jesús no
había venido a juzgar sino a perdonar, no a condenar sino a salvar. En la
primera lectura de hoy se nos presenta a la inocente Susana que confía en el
Señor y prefiere enfrentar a sus calumniadores antes que pecar contra Él. Es
una historia larga, que termina desenmascarando a los acusadores y librando a
Susana del castigo. Susana había implorado al Señor: “Oh Dios eterno, que
conoces los secretos, que todo lo conoces antes que suceda, tú sabes que éstos
han levantado contra mí falso testimonio. Y ahora voy a morir, sin haber hecho
nada de lo que su maldad ha tramado contra mí”. Y el Señor escuchó su plegaria
y suscitó el Espíritu Santo en el joven Daniel, quien la salvó de sus
detractores, porque “Dios salva a los que esperan en él”.
De no ser por la intervención providencial del
joven Daniel, todos estaban prestos a condenarla, sin mayor indagación,
confiando tan solo en el testimonio de los dos ancianos libidinosos. Ayer
hablábamos de cuán prestos estamos a juzgar y condenar a los demás sin juzgarnos
antes a nosotros mismos. Hoy vemos cómo, inclusive, lo hacemos sin darles una
oportunidad de defenderse, sin escuchar su versión de los hechos, y cómo somos
dados a la especulación cuando llega el momento de juzgar y condenar (yo he sido
objeto de esto y puedo dar fe de lo que se siente). Y, peor aún, con cuánta
facilidad repetimos un “chisme”, sin averiguar su veracidad, y sin detenernos a
pensar el daño que le causamos al prójimo al hacerlo. “El que esté sin pecado,
que tire la primera piedra”.
Si nos detuviéramos a juzgarnos nosotros
mismos antes de hacerlo con los demás, de seguro seríamos más benévolos con
ellos.
La lectura evangélica de hoy (Jn 8,12-20), nos
presenta a Jesús con otro de los “Yo soy” del Evangelio de Juan, que nos
apuntan a la divinidad de Jesús, al poner en sus labios el nombre que Dios le
reveló a Moisés en la zarza ardiendo (Ex 3,14). Así, en contraposición a las
tinieblas y la oscuridad del odio y la mentira representados en la primera
lectura de hoy, Jesús se nos presenta como la luz. “Yo soy la luz del mundo. El
que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida”.
Hoy día andamos en un mundo de tinieblas y Jesús
se nos presenta como la Luz verdadera, el único que puede apartar las tinieblas
de nuestro entorno y conducirnos a la Luz de su Pascua, simbolizada por el
cirio pascual que hemos de encender en la Vigilia Pascual. Jesús-Luz está
invitándonos a seguirle en su camino hacia la Pascua, que no es otra cosa que su
victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.
“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,
porque tú vas conmigo” (Sal 22).
El pasaje evangélico que leemos en la liturgia para hoy (Lc 6,36-38) comienza diciéndonos que seamos “misericordiosos” (otras traducciones dicen “compasivos”) como nuestro Padre es misericordioso. La compasión, la misericordia, productos del amor incondicional; el amor incondicional que el Padre derrama sobre nosotros (la “verdad” en términos bíblicos). La “medida” que se nos propone.
En otra ocasión Jesús nos decía: “Sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. (Mt 5,48). Y esa
perfección solo la encontramos en el amor; en amar sin medida; como el Padre
nos ama. Ese Padre que es compasivo y siempre nos perdona, no importa cuánto
podamos faltarle, ofenderle, fallarle. Ese Dios que siempre se mantiene fiel a
sus promesas no importa cuántas veces nosotros incumplamos las nuestras.
En la primera lectura, tomada del libro de
Daniel (9,4b-10), escuchamos al profeta “confesando” a Dios sus pecados y los
de su Pueblo: “Señor, nos abruma la vergüenza: a nuestros reyes, príncipes y
padres, porque hemos pecado contra ti. Pero, aunque nosotros nos hemos
rebelado, el Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona”.
En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos hace
un llamado a la conversión, a dar vuelta del camino equivocado que llevamos y
cambiar de dirección (el significado de la palabra metanoia que san
Pablo utiliza para “conversión”) para seguir tras los pasos de Jesús. Y si
vamos a seguir los pasos de Jesús, si aspiramos a parecernos a Él (Cfr. Gál 2,20), buscamos en las
Escrituras cómo es Él, y encontramos que es el Amor personificado. ¡Ahí está la
clave! Para ser perfectos como el Padre es perfecto, tenemos que amar a nuestro
prójimo como el Padre nos ama, como Jesús nos ama.
La primera lectura nos refiere a la
misericordia de Dios hacia nosotros. Nos da la medida. El Evangelio nos refiere
a la relación con nuestro prójimo. “Sed misericordiosos como vuestro Padre es
misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis
condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una
medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. No se nos está pidiendo nada
que Dios no esté dispuesto a darnos. “Así como yo los he amado, ámense también
ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34).
Examino mi conciencia. ¡Cuántas veces soy
intolerante! ¡Cuántas veces, pudiendo ser compasivo me muestro inflexible!
¡Cuán presto estoy a juzgar a mi prójimo sin mirar sus circunstancias, su
realidad de vida! ¡Cuántas veces condeno la mota en el ojo ajeno y no miro la
viga en el mío (Lc 6,41)! ¡Cuántas veces le niego el perdón a los que me faltan
(“perdona nuestras ofensas…”), y le niego una limosna al que necesita o, peor
aún, le niego un poco de mi tiempo (el pecado de omisión; el gran pecado de
nuestros tiempos)!
Le lectura evangélica termina diciéndonos: “La
medida que uséis, la usarán con vosotros” (Cfr.
Mt 25-31-46). Estamos viviendo un tiempo de conversión y penitencia en
preparación para la celebración de la Pascua de Resurrección. La Palabra de hoy
nos enfrenta con nuestra realidad y nos invita al arrepentimiento y a tornarnos
hacia Dios. “Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados” (Antífona del
Salmo).
Estamos ya en las postrimerías del tiempo
ordinario. Mañana en la noche, con las vísperas del primer domingo de Adviento,
comenzamos el nuevo año litúrgico. La primera lectura de hoy (Dn 7,2-14),
continúa presentándonos visiones apocalípticas, pero esta vez es Daniel quien
tiene la visión. Antes de ayer leíamos la visión del rey Nabucodonosor sobre
una estatua compuesta de cuatro metales, representando cuatro imperios. Hoy
Daniel tiene una visión, típica del género apocalíptico en la que aparecen
cuatro “fieras”, que simbolizan también los cuatro imperios sucesivos, el
babilonio, el persa, el medo y el griego.
Pero lo verdaderamente importante de la visión
es el final. En medio de una visión del trono de Dios con todos los seres
aclamándole, Daniel dice que: “Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir
en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se
presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y
lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”.
Esta lectura nos presenta el Reinado eterno de Dios que ha de concretizarse al
final de los tiempos, reino que “no pasa”.
Es en este pasaje donde se utiliza por primera
vez la frase “Hijo de hombre” que Jesús se aplicará a sí mismo, frase que
encontramos unas ochenta veces en los evangelios para referirse a Jesús. Ese Hijo
de hombre a quien toda la creación alaba y bendice, como nos dicen los
versos del “cántico de los tres jóvenes”, tomado del mismo libro de Daniel (3,75.76.77.78.79.80.81)
que nos presenta la liturgia de hoy como Salmo.
La lectura evangélica (Lc 21,29-33) nos
refiere nuevamente a la segunda venida de Jesús en toda su gloria a instaurar
su Reino que “no pasará”. Pero primero nos invita a estar atentos a los “signos
de los tiempos” para que sepamos cuándo ha de ser. Como suele hacerlo, Jesús
echa mano de las experiencias cotidianas de sus contemporáneos, que conocen de
la agricultura: “Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan
brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.
Esa figura de los árboles que “echan brotes”,
nos apunta a la primavera, que anuncia un “nuevo comienzo”, el “nuevo tiempo”
que ha de representar el Reinado definitivo de Dios, la “nueva Jerusalén” del final
de los tiempos. Ese Reino que Jesús inauguró hace casi dos mil años y que la
Iglesia, pueblo de Dios, continúa madurando, como los brotes de los árboles en
primavera, hasta que florezca y alcance su plenitud.
Muchos imperios, reinados, gobiernos,
ideologías, ha surgido y desaparecido. Pero la Palabra se mantiene incólume a
lo largo de la historia. Y la Iglesia (nosotros) está encargada de asegurarse
que esa Palabra siga floreciendo para que la salvación alcance a todos. “El
cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”.
Estamos a escasas horas del Adviento, y la
liturgia de ese tiempo especial nos invita a estar atentos a esa segunda venida
de Jesús y al nacimiento del Niño Dios, no solo en Belén, sino en nuestros
corazones. Solo así podremos convertirnos en la savia que hace brotar las
flores de la salvación en el árbol de la Iglesia.
En la lectura evangélica que nos ofrece la
liturgia de hoy (Lc 21,5-11), Jesús utiliza un lenguaje simbólico muy familiar
para los judíos de su época, el llamado género apocalíptico, una especie de
“código” que todos comprendían. Esta lectura nos sitúa en el comienzo del
último discurso de Jesús, en el cual se mezclan dos eventos: el fin de
Jerusalén y el fin del mundo, siendo el primero un símbolo del segundo. De
hecho, todas las lecturas que estamos contemplando durante esta última semana
del tiempo ordinario tienen sabor escatológico; tratan de la destrucción de
Jerusalén, el final de los tiempos, y la instauración del Reinado de Dios al
final de la historia.
La primera lectura para hoy, al igual que las
de los días recientes, está tomada del libro de Daniel (2,31-45). En el pasaje
que contempláramos ayer (Dn 1,1-6.8-20) veíamos cómo Daniel, Ananías, Misael y
Azarías, manteniéndose firmes en su fe, habían descollado sobre todos los demás
jóvenes, porque “Dios les [había concedido] a los cuatro un conocimiento
profundo de todos los libros del saber”, lo que hizo que el rey los tomara a su
servicio, por su sabiduría. Nos decía la lectura, además, que “Daniel sabía
además interpretar visiones y sueños”.
El pasaje que leemos hoy nos presenta el sueño
del rey Nabucodonosor, en el que este había visto una enorme estatua, y Daniel,
haciendo uso de su don de interpretación de sueños, le explica al rey el
significado del mismo.
En su sueño, Nabucodonosor tuvo una visión de
“una estatua majestuosa, una estatua gigantesca y de un brillo extraordinario;
su aspecto era impresionante. Tenía la cabeza de oro fino, el pecho y los
brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro y los
pies de hierro mezclado con barro”. En la visión “una piedra se desprendió sin
intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua y la
hizo pedazos. Del golpe, se hicieron pedazos el hierro y el barro, el bronce,
la plata y el oro, triturados como tamo de una era en verano, que el viento
arrebata y desaparece sin dejar rastro. Y la piedra que deshizo la estatua
creció hasta convertirse en una montaña enorme que ocupaba toda la tierra.
Es una visión preñada de tantos simbolismos
que resulta imposible, en tan breve espacio, intentar descifrarlos todos, más
allá de la interpretación inmediata que Daniel le brinda a Nabucodonosor. Nos
limitaremos a señalar que algunos exégetas ven en la “piedra se desprendió sin
intervención humana”, la figura de Cristo, que nació “sin intervención humana”
del vientre virginal de María (Cristo es “la roca que nos salva”). Asimismo, “montaña
enorme que ocupaba toda la tierra” en que se convirtió la piedra, simboliza la
instauración del Reinado definitivo de Dios al final de los tiempos (para los
judíos el poder de Dios se manifiesta en la montaña), cuyo reino que “nunca
será destruido ni su dominio pasará a otro”.
No hay duda que al final de los tiempos el
Hijo vendrá con gloria para concretizar el Reino para toda la eternidad. La
pregunta obligada es: ¿Seremos contados en el número de los elegidos? (Cfr. Ap, 7,9-11) De nosotros depende…
Hoy es el trigésimo cuarto y último domingo del Tiempo Ordinario, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo; fiesta que marca el fin de Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.
Todas las lecturas que nos propone la liturgia
para hoy (Dn 7,13-14; Sal 92, 1ab.1c-2-5); Ap 1,5-8; y Jn 18,33b-37) nos
apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a
esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación
de su Reino por toda la eternidad.
La primera lectura, tomada de la profecía de
Daniel, de género apocalíptico, nos presenta la figura de un “hijo de hombre”,
refiriéndose a ese misterio del Dios humanado, el Dios-con-nosotros, que es la
persona de Jesús con su doble naturaleza, divina y humana: “Le dieron poder
real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio
es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”.
La lectura del libro del Apocalipsis nos
reitera el señorío de Jesucristo, “el príncipe de los reyes de la tierra”. Pero
a la misma vez lo presenta como “el testigo fiel” que, como decíamos ayer, es
sinónimo de “mártir”, lo que nos apunta hacia la verdadera fuente se su poder:
el Amor. “Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre,
nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la
gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Juan utiliza el mismo lenguaje
de Daniel al describir la visión de Jesús que “viene en las nubes”, añadiendo
que cuando Él venga reinará sobre todos, incluyendo a “los que lo atravesaron”
(Cfr. Jn 19,37), que tendrán que
verlo llegar en toda su gloria. La lectura cierra con una proclamación solemne
por parte del Dios Trino: “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y
el que viene, el Todopoderoso”, el principio y el fin de la historia.
De ambas lecturas surge claramente que el
Reinado de Jesús no se rige por las normas de los reinos terrenales. Un reino
que “no tiene fin”, es eterno, y en vez de convertirnos en súbditos, nos libera.
Jesús lo reitera al comparecer ante Pilato en el pasaje evangélico que
contemplamos hoy: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este
mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos.
Pero mi reino no es de aquí”. Más adelante Jesús añade: “Soy rey. Yo para esto
he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad”. En
ocasiones anteriores hemos dicho que el término “verdad”, según utilizado en
las Sagradas Escrituras, se refiere a la fidelidad del Amor de Dios.
El Reino de Jesucristo no es de este mundo, pero
se inicia y se va germinando en este mundo, y alcanzará su plenitud definitiva
al final de los tiempos, cuando el demonio, el pecado, el dolor y la muerte
hayan sido erradicados para siempre. Entonces contemplaremos su rostro y
llevaremos su nombre en la frente, y reinaremos junto al Él por los siglos de
los siglos (Cfr. Ap 22,4-5). ¡Qué
promesa!
Recuerda visitar la Casa de nuestro Rey; Él
mismo vendrá a tu encuentro.
“En aquellos días, después de esa gran
angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las
estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al
Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los
ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a
horizonte”. Con esta imagen del final de los tiempos presentada por Jesús a sus
discípulos, comienza el relato evangélico (Mc 13,24-32) para hoy.
La primera lectura, tomada del libro de Daniel
(12,1-3), complementa la visión escatológica del Evangelio: “Por aquel tiempo
se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos
difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces
se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro. Muchos de los que
duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia
perpetua. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que
enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad”.
El Evangelio nos habla de los “elegidos” que
el Señor va a reunir de todas partes del mundo al final de los tiempos. Esto
nos evoca la imagen que nos presenta el libro del Apocalipsis de aquella enorme
muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones,
familias, pueblos y lenguas (7,9).
La primera lectura, por su parte, nos habla
del “los inscritos en el libro”, una imagen que se repite en el Antiguo y el
Nuevo Testamentos y que, en el contexto que lo utiliza Daniel, nos presenta un
paralelo con Ap 20,12-15, en donde se utiliza esta imagen relacionada con el
juicio final: “y también fue abierto el Libro de la Vida; y los que habían
muerto fueron juzgados de acuerdo con el contenido de los libros; cada uno
según sus obras” (v. 12; Cfr. St 2,17).
Estas lecturas nos transmiten el mensaje que
al final de los tiempos, cuando tengamos que enfrentarnos a “Jesucristo Juez”,
seremos juzgados según nuestras obras, lo único que vamos a llevar al Juicio. Y
si nuestras obras estuvieron guiadas por el amor a Dios y al prójimo, así
quedará plasmado en el libro de la vida, y el Señor nos dirá: “Vengan, benditos
de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el
comienzo del mundo” (Mt 25,34). Si por el contrario, nuestras obras estuvieron
guiadas por el egoísmo y la maldad, así quedará también escrito en el libro de
la vida, y el Señor nos dirá: “Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno
que fue preparado para el demonio y sus ángeles” (Mt 25,41). San Juan de la
Cruz lo expresó con meridiana claridad: “En el ocaso de nuestra vida seremos
juzgados en el amor”.
“Señor, Dios de la vida y de la muerte, no
sabemos la hora de tu venida, pero estamos seguros de que tu amor no nos va a
fallar. Guárdanos vigilantes en esperanza, y ayúdanos a acogerte ahora en los
hermanos, para que tú nos acojas un día en tu casa eterna para siempre” (de la
Oración de los fieles).