Una nueva meta alcanzada

2 million

Para la gloria de Dios, hemos alcanzado una nueva meta en el ministerio que desarrollamos a través de esta página.

Hace menos de tres años, inspirados por el Espíritu Santo, comenzamos este proyecto que no sabíamos a dónde nos iba a llevar. Antes de eso, eran unas reflexiones periódicas que se enviaban por email a un puñado de amigos y conocidos. Hoy celebramos que hemos llegado a más de ciento cincuenta países en todos los continentes, y hemos sobrepasado los dos millones de visitas.

Les ruego nos mantengan en oración para que el Señor nos de la voluntad, la salud, y el entusiasmo para seguir adelante. Aprovecho para dar las gracias a todos los que con sus oraciones y palabras de aliento nos han mantenido firmes en nuestra misión.

Es obra del Espíritu Santo.

En Cristo y María,

Héctor, O.P.

REFLEXIÓN PARA EL DECIMONOVENO DOMINGO DEL T.O. (B) 09-08-15

Pan bajado del cielo 2

La primera lectura de hoy (1 Re 19,4-8) nos presenta al profeta Elías huyendo de la reina Jezabel, que había prometido matarlo. Luego de caminar por el desierto, llegó un momento en que, como nos pasa a nosotros muchas vences en nuestras vidas, se sintió cansado, agobiado, rendido, frustrado, al punto de desear su propia muerte, y simplemente se acostó a dormir (hoy día a eso le llamarían “depresión”).

Pero lo que Elías no sabía era que la misión que Dios tenía para él no había concluido. Por eso le envía un ángel que le lleva pan y agua, y le ordena comer. Elías, como todo buen deprimido, comió y se volvió a acostar. Entonces el ángel del Señor lo volvió a tocar, le ordenó levantarse, e insistió en que comiera nuevamente porque el camino que tenía por delante era superior a sus fuerzas y con ese pan (“con la fuerza de ese alimento”) lo iba a lograr. Así caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb.

Podemos ver en este pasaje cómo la combinación de la palabra de Dios pronunciada a través del ángel, junto con el pan (que había “bajado del cielo” de manos del ángel), levantaron al profeta de su letargo físico y espiritual y le permitieron seguir adelante con su misión.

En el evangelio (Jn 6,41-51) encontramos a Jesús frente a aquellos que hace poco lo seguía porque les había hartado y ahora le critican, murmuran contra Él, como lo hicieron con Moisés en el desierto, porque se les ha presentado Él mismo como el “pan bajado del cielo”. Entonces Jesús les dice: “Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí”. Y luego añade: “Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera”.

Nuevamente vemos la combinación de la escucha de la Palabra de Dios y el “pan de vida”, la energía, la “gasolina” que nos da la fuerza para continuar nuestro camino hacia la vida eterna (“el que coma de este pan vivirá para siempre”). El mensaje es claro. Si escuchamos al Padre, creemos en Jesús; y si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús, que es la Palabra hecha carne (Jn 1,14), y “comemos su carne”, “viviremos para siempre”. ¡Qué promesa!

Jesús nos legó la Eucaristía (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-23; Lc 22, 19-20, 1 Cor 11,23-25), que más que una “combinación” de Palabra y Pan, es la propia Palabra de Dios hecha carne, el alimento físico y espiritual por excelencia que nos proporciona la fortaleza necesaria para continuar nuestro peregrinar hacia la vida eterna a esa “vida en abundancia” que Jesús nos ha prometido.

Cuando te sientas cansado, agobiado, como se sintió el profeta Elías, recuerda las palabras de Jesús: “Vengan a mi todos los que estén fatigados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28). Y la Eucaristía te brinda el lugar de encuentro por excelencia. Hoy es un buen día; reconcíliate con Él y recíbelo en tu cuerpo y en tu alma.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 13-07-15

cargue con su cruz y me siga

La primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy (Ex 1,8-14.22) continúa narrando la historia de los descendientes de Jacob en Egipto, y cómo el pueblo de Israel se multiplicó, según lo había prometido Yahvé a Abraham; promesa que luego había repetido a Jacob. Han pasado cuatrocientos años desde la llegada de los israelitas a Egipto bajo la protección de José, episodio que también puso fin a la llamada era de los “patriarcas”.

Durante las próximas tres semanas exploraremos la historia de la esclavitud en Egipto, y cómo Dios se compadece de su pueblo y decide intervenir en la historia para suscitar la liberación de su pueblo bajo el liderato de Moisés, quien los conducirá a la libertad y de vuelta a la tierra prometida a través del desierto, en donde establecerá la Alianza del Sinaí. Esta historia es bien importante porque nos presenta los orígenes de la Ley que regirá al pueblo judío por el resto de su historia. Esa historia y esa Ley (llevada a la plenitud por Jesús con el mandamiento del Amor) también conforman la base nuestra fe cristiana.

La lectura evangélica (Mt 10,34-11,1) nos presenta la conclusión del “discurso apostólico”, o de envío de los “doce”, antes de partir por su cuenta a “enseñar y predicar en sus ciudades”.

Jesús quiere asegurarse que los apóstoles tienen plena consciencia del compromiso que implica el aceptar la misión, y lo difícil, conflictiva y peligrosa que va a ser la misma. Ha utilizado toda clase de ejemplos y alegorías, pero antes de concluir, por si no han entendido el alcance de sus palabras, les habla en lenguaje más duro: “No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz; no he venido a sembrar paz, sino espadas. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa”.

Así es el mensaje de Jesús, conflictivo. Él no admite términos medios; nos quiere “calientes” o “fríos”, porque los “tibios” no tienen cabida en el Reino (Cfr. Ap 3, 15-16). Ya lo había dicho el anciano Simeón cuando llevaron al Niño a presentar al Templo: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción” (Lc 2,34).

Para enfatizar la radicalidad en el seguimiento que espera de los apóstoles, Jesús lo contrapone a uno de los deberes más sagrados del pueblo judío y del nuestro el amor paterno y el amor filial: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí”. Jesús utiliza, como lo hace en otras ocasiones, el recurso de la hipérbole con un fin pedagógico. No es que esté renegando de las enseñanzas de los mandamientos y la ley del amor contendida en las bienaventuranzas. Nos está diciendo que el que acepta continuar Su misión, tiene que estar dispuesto a, si llega momento, renunciar a todo lo que sea un obstáculo para la misma, aún las cosas que son más importantes en nuestras vidas.

¡Ay de aquellos que se dejan seducir por los cantos de sirena de las “iglesias de la prosperidad”! Esos no son verdaderos discípulos de Cristo.

REFLEXIÓN PARA EL DECIMOQUINTO DOMINGO DEL T.O. (B) 12-07-15

los envio de dos en dos

En este decimoquinto domingo de tiempo ordinario, la primera lectura está tomada la profecía da Amós (Am 7,12-15). Amós no fue muy bien visto en Israel (Reino del Norte), pues, además de ser un simple pastor, era de Judá (el Reino del Sur) y, para colmo, vino a denunciar las infidelidades del pueblo de Israel contra Yahvé. Amasías, sacerdote de Betel (Betel era una de dos capitales religiosas del Reino Israel – junto con Dan), se siente amenazado, pues las denuncias de Amós le tocan directamente. Por eso se queja ante el rey Jeroboam, e intenta expulsar a Amós.

Amós se le enfrenta con la valentía que caracteriza a los enviados de Dios y contesta: “Yahvé me tomó de detrás del rebaño y me dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo Israel’.” Y la respuesta de Yahvé Dios a Amasías, a través de su profeta, no se hace esperar (Am 7,17): “Tu mujer se prostituirá en la ciudad, tus hijos y tus hijas caerán a espada, tu tierra será repartida a cordel, tú mismo morirás en tierra impura (tierra extranjera, manchada por la presencia de los ídolos), e Israel será deportado de su tierra”. Esto ocurrió efectivamente en el año 722 a.C.

Dios nos habla continuamente y de muchas maneras; sobre todo a través de su Palabra, nos señala el Camino y, como le sucedió a Israel, esa Palabra de vida eterna cae en oídos sordos. Por eso continuamos adorando nuestros “diosecillos”, que no hacen otra cosa que mantenernos apegados a las cosas materiales, alejándonos cada vez más de Dios.

Hoy, día del Señor, hagamos un pequeño examen de consciencia para tratar de identificar esos “ídolos” que nos esclavizan y nos impiden, como al pueblo de Israel, acercarnos a Dios y ser acreedores de su promesa de vida eterna.

Por eso en la lectura evangélica de hoy (Mc 6,7-13), que es la versión de Marcos del envío de los “doce”, cuya versión de Mateo leyéramos el jueves, Jesús instruye a sus apóstoles que, para poder llevar a cabo su misión en forma efectiva tienen que despojarse de todas las cosas materiales, de todo peso que pueda convertirse un lastre para el Camino: “los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Jesús no condena las posesiones materiales, especialmente aquellas que son producto del trabajo bendecido por Él. Lo que Jesús condena reiteradamente es el “apego” a esas posesiones que nos impide “dejarlo todo” para seguirle (Cfr. Mt 19,16-22; Mc 10,17-22; Lc 18,18-23); aquellas cosas que nos impiden amar al Señor nuestro Dios “con todo [nuestro] corazón, con toda [nuestra] alma, con todas [nuestras] fuerzas, y con toda [nuestra] mente” (Cfr. Dt 6,5; Lc 10,27).

Que pasen un hermoso día en la PAZ del Señor y, si aún no lo han hecho, no olviden visitarle en su Casa; Él les espera.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 08-07-15

eleccion de los 12

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (Mt 10,1-7) es el comienzo del llamado discurso misionero, o de envío, de Jesús a sus apóstoles que ocupa todo capítulo 10 del Evangelio según san Mateo. El pasaje que Mateo nos presenta hoy es el envío de los “doce”; de aquellos que van a compartir con Él la responsabilidad de llevar a cabo y continuar la misión que el Padre le había encomendado (Cfr. Mt 9,35; Lc 4,43).

Por eso nos dice la Escritura que en primer lugar, “llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia”. Les delegó su autoridad. Los primeros obispos. El primer signo de la Iglesia apostólica.

Luego Mateo se toma el trabajo de mencionarlos a todos por su nombre. Ya no se trata de un grupo anónimo de setenta y dos discípulos (Lc 10,1-9). Se trata de los “doce”, a quienes Mateo llama “apóstoles” al identificarlos por sus nombres. Estos son aquellos a quienes Jesús, luego de pasar una noche entera en oración, escogió de entre sus discípulos para que continuaran Su misión, llamándoles apóstoles (Lc 6,12-13).

Luego de delegarles su autoridad, comenzó a darles las instrucciones, la primera de las cuales la recoge la lectura de hoy: “No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”.

Recordemos que Mateo escribió su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, para demostrar que Jesús era el Mesías anunciado por los profetas; que en el Él se cumplían todas las profecías y promesas del Antiguo Testamento. Por eso Mateo enfatiza que Jesús envió a los apóstoles en primera instancia a proclamar el anuncio del Reino al pueblo judío, que ellos entendían era el recipiente de todas esas promesas.

Es decir, que a pesar de que luego de su Resurrección nos diría que su mensaje liberador iba dirigido a toda la humanidad (Mt 28,19), instando a los apóstoles a ir a hacer discípulos a todas las naciones, decidió “comenzar por la casa”.

Si examinamos nuestra Iglesia, vemos que, al igual que aquellos primeros apóstoles, debemos comenzar evangelizando, formando a los “nuestros” antes que a los “de afuera”. Fortalecer nuestra Iglesia para entonces poder llevar nuestra misión evangelizadora a todas las gentes. De ahí nuestra insistencia en la formación de nuestra feligresía; personas cuya fe se “enfría” y terminan alejándose, por desconocimiento de la riqueza de nuestra tradición, nuestra liturgia y, sobre todo, de los fundamentos bíblicos de nuestra Iglesia, la única fundada por Jesucristo. Personas que se “aburren” en nuestras celebraciones litúrgicas, sencillamente porque desconocen lo que está ocurriendo. No se puede amar lo que no se conoce.

Todos estamos llamados a evangelizar. Pero vayamos primeramente “a las ovejas descarriadas” de nuestra Iglesia. Comencemos pues, al igual que “los doce”, por nuestra familia, nuestra comunidad parroquial, especialmente los que se han alejado…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 07-07-15

La mies es abundante y los obreros pocos

Como parte de la historia de los inicios del pueblo de Israel, la primera lectura de la liturgia de hoy (Gn 32,22-32) nos narra el episodio en que Jacob recibe el nombre de Israel, nombre por el que se conocerá el conjunto de su descendencia, hasta el día de hoy.

Nos dice la Escritura que Jacob peleó toda la noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”. En el diálogo que sigue el hombre le pregunta su nombre, y al contestarle que su nombre era Jacob, le dijo: “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel (ישראל), porque has luchado con dioses y con hombres y has podido”. Ahí el origen del nombre, que quiere decir literalmente “el que lucha con Dios”.

“Las mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Con esa oración termina la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mt 9,32-38). Este pasaje sirve de preámbulo al segundo gran discurso de Jesús que ocupa todo el capítulo 10 de Mateo. El llamado discurso misionero, de envío, a sus apóstoles.

El pasaje comienza planteándonos la brecha existente entre el pueblo y los fariseos. Los primeros se admiraban ante el poder de Jesús (“Nunca se ha visto en Israel cosa igual”), mientras los otros, tal vez por sentirse amenazados por la figura de Jesús, tergiversan los hechos para tratar de desprestigiarlo ante los suyos: “Éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús no se inmuta y continúa su misión, no permite que las artimañas del maligno le hagan distraerse de su misión.

Otra característica de Jesús que vemos en este pasaje es que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que va  por “todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. 3er misterio luminoso – El anuncio del Reino).

Jesús está consciente de que su tiempo es corto, que la semilla que Él está sembrando ha de dar fruto; y necesita trabajadores para recoger la cosecha.

Por eso, luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”, nos dice. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

Y eso nos incluye a todos los miembros de la comunidad parroquial, cada cual según sus talentos, según los carismas que el Espíritu Santo nos ha dado y que son para provecho común (Cfr. 1 Co 12,7).

REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO XIV DEL T.O. (B) 05-07-15

Mc 6,1-6

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para el este decimocuarto domingo del tiempo ordinario, tomada del libro de Ezequiel (2,2-5), nos presenta lo difícil y frustrante que resulta la tarea del profeta. Recordemos que su misión es anunciar la Palabra de Dios y denunciar los pecados del pueblo. Esta situación se agudiza cuando el mensaje profético viene de uno de del mismo pueblo a quien va dirigido. Dios se lo advierte a Ezequiel: “a ellos te envío para que les digas: ‘Esto dice el Señor’. Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos”.

Si examinamos la historia de todos los profetas del Antiguo Testamento encontramos que esa es la constante: la incomprensión, el rechazo, la burla. El mismo Jesús sabía que su mensaje no iba a ser bien recibido por todos. Por eso advirtió a sus discípulos, y los preparó para el rechazo: “Y si [en algún lugar] no se os recibe ni se escuchan vuestras palabras, salid de la casa o de la ciudad aquella sacudiendo el polvo de vuestros pies” (Mt 10,14).

La lectura evangélica de hoy (Mc 6,1-6) es un vivo ejemplo de ello. Encontramos a Jesús que ha regresado a su pueblo, Nazaret, probablemente a visitar a su madre y sus parientes. Al llegar el sábado, como todo buen judío acudió a la sinagoga. Allí, se puso de pie y empezó a enseñar. Aunque la narración no nos dice cuáles fueron sus palabras, sabemos por los relatos anteriores a esta escena, cuál es el contenido de su mensaje, y la radicalidad del mismo.

Allí enfrentó el rechazo de los suyos, de sus amigos de infancia, sus vecinos, los que lo habían visto crecer. Ante la radicalidad de su mensaje, y tal vez como un mecanismo de defensa para no enfrentar las consecuencias del mismo, optaron por no escucharlo, fijando su atención en el “mensajero” e ignorando el mensaje. Para ellos Jesús era un simple artesano con las manos toscas y llenas de cicatrices, que había heredado el taller de su padre, y ha reparado las puertas, ventanas, mesas, sillas de los que allí se hallaban… El “hijo de María”. Nadie importante. Lo único que se les ocurre decir es: “¿De dónde saca todo eso?” El prejuicio, el discrimen, los estereotipos, la soberbia.

Confrontados con la sabiduría (y dureza) de las palabras de Jesús, los habitantes de Nazaret prefieren cuestionar su capacidad y, más aún, su origen. ¿Cómo es posible que las palabras de un carpintero vengan de Dios? ¿Cómo es posible que ese carpintero que se ha criado entre nosotros venga de Dios, sea Dios?

Nosotros hemos sido llamados a llevar la Buena Noticia del Reino a todo el que se cruce en nuestro camino (Mc 16,15). Para ello fuimos ungidos profetas el día de nuestro Bautismo. Por eso el Papa Francisco nos invita a salir de la comodidad y seguridad de nuestros templos e ir a la calle, a la “periferia”, a nuestros lugares de trabajo, a nuestros vecindarios. Tenemos que estar preparados para el rechazo y no permitir que eso nos detenga. Recordemos que Él prometió acompañarnos (Mt 28,20). ¡Atrévete!

Si no lo has hecho aún, hazle una visita al Señor en su Casa; Él te está esperando.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO, APÓSTOLES 29-06-15

Primado de Pedro

Hoy celebramos la solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, los dos pilares sobre los que descansa la Iglesia que fundó Jesús.

En un hermoso y apacible paraje a orillas del lago de Galilea, Jesús pronunció las palabras que leemos en el Evangelio (Mt 16,13-19) que nos propone la liturgia de hoy: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.

Pedro era un simple pescador que se ganaba la vida practicando su noble oficio en el lago a cuya orilla Jesús le instituye “piedra” y cabeza de su Iglesia, no por sus propios méritos, sino porque Jesús reconoce que el Padre le ha escogido: “… porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”.

Dios llama a cada uno de nosotros a desempeñar una misión. Esa es nuestra vocación. La palabra “vocación” viene del verbo latín vocatio, que quiere decir “llamado”. Cómo Dios nos escoge, y cómo decide cuál es nuestra vocación es un misterio. Y una vez aceptada la misión, el Señor se encarga de guiarnos y protegernos de los peligros, como lo hizo con Pedro en la primera lectura (Hc 12,1-11), librándolo incluso de la cárcel para poder continuar su misión.

Dios no siempre escoge a los más capacitados; Él capacita a los que escoge, dándoles los carismas necesarios para llevar a cabo su misión (Cfr. 1 Cor 12,1-11). Cristo ofreció su sacrificio máximo por la salvación de toda la humanidad. El mensaje tenía que llegar a todos los confines de la tierra, la Iglesia tenía que ser “católica”, es decir, “universal”. Y para esa tarea escogió a esa otra columna de la Iglesia, Saulo de Tarso, el apóstol de los gentiles.

La segunda lectura (Tm 4,6-8.17-18) nos reitera cómo Dios guía y protege en su misión a los que Él escoge y escuchan su llamado. Por eso Pablo dice: “El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén”.

Si Cristo se presentara hoy ante ti y te preguntara: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” ¿Qué le contestarías? Pedro y Pablo ofrecieron su vida por predicar y defender esa verdad. ¿Estás tú dispuesto a hacerlo?

Cuando estés listo para partir al encuentro definitivo con el Señor, ¿podrás decir como Pablo: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”?

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA 24-06-15

Isabel - Juan Bautista

Hoy celebramos la solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista, patrono de la Arquidiócesis de San Juan, Puerto Rico. La Iglesia habitualmente recuerda el día de la muerte de los santos y santas. Esta fiesta es una de dos excepciones (la otra es la Virgen María, cuyo nacimiento celebramos el 8 de septiembre). Estos dos nacimientos, junto al de Jesús el 25 de diciembre, son los únicos nacimientos que la Iglesia celebra.

Para este día la liturgia nos presenta como primera lectura el “segundo canto del Siervo” del libro del profeta Isaías (49,1-6), uno de los cantos vocacionales más hermosos de la Biblia, y que puede muy bien referirse al llamado particular de cada uno de nosotros.

“Antes de que mis padres escogieran mi nombre, Dios ya lo tenía en su pensamiento. Me llamó por mi nombre, y existí; me dio mi nombre, y gracias a él los demás pueden dirigirse a mí, y yo puedo responder, ser responsable. Dios sigue pronunciando mi nombre, y de ese modo me llama a ponerme incesantemente en marcha, a estar en continuo crecimiento”. Cada vez que leo el evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 1,57-66.80), viene a mi mente este pasaje tomado de uno de mis libros favoritos, Te he llamado por tu nombre, de Piet Van Breemen.

Desde la eternidad, Dios ya nos había pensado y, más aún, sabía nuestro nombre; y ese nombre va atado a una misión que Él mismo ha encomendado a cada uno de nosotros. Por eso somos únicos, irrepetibles; y por eso nuestra misión, aunque parezca sencilla, forma parte de ese plan maestro de Dios que llamamos historia de la salvación.

Ese fue el caso de Juan el Bautista. Al igual que ocurre muchas veces hoy día, pretendían poner al niño el mismo nombre de su padre: Zacarías. Pero Dios tenía otros planes. “¡No! Se va a llamar Juan”, exclamó su madre Isabel, inspirada tal vez por el Espíritu Santo con que María la había contagiado en la Visitación (Lc  1,39-56); el mismo nombre que el Ángel le había anunciado a Zacarías al informarle que su esposa, la que llamaban estéril, iba a dar a luz un hijo. Por eso Zacarías escribe en una tablilla: “Juan es su nombre”; y en cumplimento de lo profetizado por el ángel (1, 20) recupera su voz.

El nombre escogido por Dios para el niño, Juan, significa “Dios es propicio” (o misericordioso), y también “Don de Dios”, y apunta a la inminencia y la importancia del camino que Juan habrá de preparar: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”, porque Jesús llega (Cfr. Lc 3,4). Cuando Dios piensa nuestro nombre, en el mismo va implícita la misión que tenemos que desempeñar en la vida, es decir nuestra vocación.

En esta solemnidad de San Juan Bautista, pidámos al Señor que nos ayude a discernir cuál es la misión que Él tenía en mente para cada uno de nosotros el día en que nos llamó por nuestro nombre, y existimos…

REFLEXIÓN PARA EL DUODÉCIMO DOMINGO DEL T.O. (B) 21-06-15

Jesus tempestad

El pasado domingo Marcos nos narraba dos parábolas de Jesús relacionadas con el Reino. En la lectura evangélica que contemplamos hoy (Mc 4, 35-41) comienza la narración de una serie de cuatro milagros de Jesús en presencia de sus discípulos, con exclusión de la muchedumbre que le seguía a todas partes. Jesús quiere demostrarles que el Reino a que se refería en las parábolas ya ha llegado, que está entre nosotros.

El hecho de que realice esos portentos solo para beneficio de su círculo íntimo, los doce, pone de relieve el deseo de Jesús de instruir a esos que van a estar a cargo de continuar propagando la Buena Noticia del Reino. Nadie puede hablar de un Reino que dice que ha llegado, si no lo cree. De lo contrario, su mensaje estará hueco, y será incapaz de convencer a los que lo escuchan.

En este primer milagro vemos a Jesús ejerciendo poder sobre los elementos, específicamente sobre el viento y el mar. Jesús da por terminada una jornada de trabajo e invita a sus discípulos a ir “a la otra orilla” del lago de Tiberíades. “Vamos a la otra orilla”, les dice; lejos del gentío; quiere estar a solas con ellos, pero a la vez quiere demostrarles lo difícil que ha de ser su trabajo, y la importancia de permanecer constantes en la fe, aún en medio de las dificultades. Abandonan Galilea y se dirigen a tierra de paganos, lugar donde aún no se ha escuchado la palabra de Dios; verdadero “territorio de misión”. Así nos llama a todos. Es lo que el papa Francisco llama las “periferias”.

No bien habían salido, se desató un fuerte huracán que levantó las olas, y amenazaban con hacer zozobrar la embarcación (Cfr. Sir 2,1). En el lenguaje bíblico el mar es siempre lugar de peligro y se le asocia con el maligno. Y la tormenta es, por su parte, símbolo de momentos de crisis, tanto personales como colectivas.

Trato de imaginar la escena: Los discípulos asustados, temerosos por sus vidas, mientras el Señor duerme plácidamente en la popa de la lancha, aparentemente ajeno a todo lo que sucede a su alrededor. ¡Cuántas veces en nuestras vidas nos enfrentamos a una situación difícil e inesperada y nos parece que el Señor “duerme”, aparentando estar ajeno a lo que nos ocurre!

Los discípulos se apresuran a despertarlo con un grito de angustia unido a un sentido de abandono: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Sigo imaginando la escena. Jesús se despierta, y poniéndose de pie increpa al viento y dice al lago: “¡Silencio, cállate! Se levanta, y mirándolos con una mezcla de desilusión y ternura, les dice: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”

Tal parece que los discípulos habían olvidado que el Señor iba en su barca, aunque durmiera. Lo mismo nos ocurre a nosotros cada vez que nos enfrentamos a las pruebas de la vida y nos parece que el Señor “duerme”. Nos acobardamos. Nuestra falta de fe nos hace pensar que el Señor nos ha abandonado o, cuando menos, está ajeno a nuestros problemas. Se nos olvida que mientras Él esté en nuestra barca, aunque aparente dormir, estará velando por nosotros. Y si ponemos nuestra confianza en Él, increpará al viento y la tormenta cesará. ¡Confía!