REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 12-03-16

Como cordero manso

En las lecturas que contemplamos hoy se percibe un ambiente de tensión. Ya se ve en el horizonte el drama de la Pasión…

La primera lectura (Jr 11,18-20) continúa prefigurando la Pasión, con la imagen del “cordero manso, llevado al matadero”. Seis siglos antes que Jesús, Jeremías también había sido perseguido por anunciar la palabra de Dios e invitar a su pueblo a la conversión.

Esa imagen del cordero, tan asociada al “cordero pascual” que representa la figura de Cristo, enfatiza la inocencia de la víctima y la injusticia del sacrificio; sacrificio que fue justificado por la Ley.

En la lectura evangélica (Jn 7,40-53) encontramos a los judíos divididos en cuanto a su opinión sobre Jesús. Jesús siempre se presentó como una figura controversial. Ya Simeón había profetizado que Jesús iba a ser “signo de contradicción” (Lc 2,34). Por otro lado, vemos que los sumos sacerdotes y fariseos ya estaban poniendo en marcha su conspiración para acabar con Jesús. Pero sus esfuerzos por arrestarlo resultaban en vano. Los guardias del templo que tenían esa encomienda regresaron ante ellos con las manos vacías. Furiosos ante el fracaso de su gestión, increparon a los guardias: “¿Por qué no lo habéis traído?”, a lo que éstos respondieron: “Jamás ha hablado nadie como ese hombre”. El poder del Verbo, la Palabra de Dios que creó el universo (Cfr. Gn 1), que separó las tinieblas de la luz; que es capaz de apartar las tinieblas de los corazones que se abren a ella. Los guardias no habían podido resistir ese Poder.

Los fariseos estaban tan concentrados en estudiar la Ley y los profetas, en aprenderlos de memoria, en debatir sobre su interpretación, en el estricto “cumplimiento” de la Ley, que no reconocieron a Aquél de quien hablaban los profetas. Por eso insultan a los guardias: “¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la Ley son unos malditos”.

Los compararon con los llamados “pecadores” de su época. Este grupo lo conformaban aquellos que por falta de instrucción, y desconocimiento de la Ley, estaban constantemente expuestos a incumplir sus normas o preceptos, especialmente aquellos relativos a la pureza ritual, y eso los convertía en “pecadores”. Los judíos los denominaban el “pueblo de la tierra” o ham ha’ares. Solo esta gente “ignorante” podía dejarse “embaucar” por Jesús.

Los fariseos estaban convencidos que solo mediante el estudio de la Ley y las escrituras se podía alcanzar el favor de Dios. Todavía, en pleno siglo XXI, existen sectas fundamentalistas que sostienen que el que no sabe leer no puede salvarse, pues no puede leer la Biblia. Los fariseos confundían el conocimiento de la Ley con el conocimiento de Dios. Esa actitud resalta el contraste entre ellos y Jesús. Ellos se sienten “superiores”, por encima de la plebe, mientras Jesús se identifica con los pobres y marginados.

Al final de pasaje vemos que los fariseos también apoyan sus prejuicios en las Escrituras cuando insultan a Nicodemo: “verás que de Galilea no salen profetas”.

En este año de la Misericordia, hagamos examen de conciencia. Nosotros, ¿utilizamos las Escrituras para juzgar, y fundamentar nuestros prejuicios contra ciertas personas o grupos? ¿Ponemos los preceptos por encima del amor?

“Misericordia quiero, y no sacrificio”…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 19-01-16

arrancando espigas en sabadoLa lectura evangélica de hoy (Mc 2,23-28) nos presenta a Jesús, un sábado, atravesando un campo con sus discípulos, quienes arrancaban espigas mientras caminaban para comerse los granos. Éste último detalle no surge explícitamente de la lectura, pero el evangelio paralelo de Mateo (12,1-8), dice que los discípulos “desgranaban” las espigas para comerse los granos porque “tenían hambre”.

Los fariseos que observaban la escena les critican severamente: “Oye, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?” Al decir eso se referían a la prohibición contenida en Ex 20,8-11 que ellos interpretaban de manera estricta, considerando una transgresión lo que los discípulos hacían. Los fariseos pretenden utilizar las escrituras para condenar a Jesús, pero Jesús demuestra tener un vasto conocimiento de las escrituras. Eso lo vemos a lo largo de todos los relatos evangélicos. Por eso les riposta citando el pasaje en el que el mismo rey David hizo algo prohibido al tomar los panes consagrados del templo para saciar el hambre de sus hombres (1 Sam 21,2-7).

Esta observancia estricta del sábado, la circuncisión, la pureza ritual, fueron fomentadas por los sacerdotes durante el destierro en Babilonia para que no se perdieran esas tradiciones, y para distinguir al pueblo judío de todos los demás. Esto dio margen al nacimiento del llamado “judaísmo”. Estas prácticas llegaron al extremo de controlar todos los aspectos de la vida de los judíos. La observancia de la Ley, por la ley misma, por encima de los hombres. Es por eso que Jesús dice: “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”. El amor, la misericordia, están por encima de la Ley. Jesús es Dios, es el Amor. Por tanto, termina diciendo Jesús que “el Hijo del hombre es señor también del sábado”.

Dar cumplimiento a la ley no es suficiente (la palabra cumplimiento está compuesta por dos: “cumplo” y “miento”). Estamos llamados a ir más allá. Si aceptamos que Jesús es el dueño del sábado, y que Él nos invita a seguirle (como lo hicieron los discípulos en la lectura), todo está también a nuestro servicio, cuando se trata de seguir sus pasos. De ahí que “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”.

El Evangelio de ayer nos hablaba de la necesidad de guardar el “vino nuevo” en “odres nuevos”. De eso se trata el mensaje de Jesús. No podemos permitir que la observancia de los ritos y la interpretación estricta de los preceptos nos impidan practicar el amor y la misericordia (“Misericordia quiero, que no sacrificio” – Mt 12,7; Cfr. Os 6,6). A eso se refería el papa Francisco cuando dijo: “Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida” (Misericordiae Vultus n.2).

Para seguir a Jesús no es necesario que nos convirtamos en “beatos” ni que nos apartemos del mundo. No podemos vivir un ritualismo artificial que raye en la hipocresía. Cuando de practicar la Misericordia de trata, no podemos permitir que ningún precepto la aprisione.

“Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón” – Primera lectura de hoy, 1 Sam 16,1-13.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 04-12-15

curacion de ciegos

Isaías, el profeta del Adviento, sigue dominando la liturgia para este tiempo tan especial. En la primera lectura de hoy (Is 29,17-24), el profeta anuncia que “pronto, muy pronto… oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos”. Ese prodigio, entre otros, se convertirá en el signo de que el Mesías ha llegado.

En el relato evangélico seguimos con Mateo, que nos presenta a Jesús abriendo los ojos de dos ciegos (Mt 9,27-31). Así se da el cumplimiento de la profecía de Isaías, lo que prueba que los tiempos mesiánicos ya han llegado con la persona de Jesús de Nazaret. Y como en tantos otros casos, la fe es un factor esencial para que se efectúe el milagro: “Jesús les dijo: ‘¿Creéis que puedo hacerlo?’ A lo que ellos replicaron: ‘Sí, Señor.’ Entonces les tocó los ojos, diciendo: ‘Que os suceda conforme a vuestra fe.’ Y se les abrieron los ojos”. A pesar de que Jesús les “ordenó severamente” que no contaran su curación milagrosa a nadie (el famoso “secreto mesiánico), ellos, “al salir, hablaron de él por toda la comarca”.

Los ciegos del relato creyeron en Jesús y creyeron que Él podía curar su ceguera. Y su fe fue recompensada. Tuvieron un encuentro personal con Jesús y sintieron su poder. La actitud de ellos de salir a contar a todos lo sucedido es la reacción natural de todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús. El que ha tenido esa experiencia siente un gozo, una alegría, que tiene que compartir con todo el que encuentra en su camino. Es la verdadera “alegría del cristiano”.

Nuestro problema es que muchas veces nos conformamos con una imagen estática de Jesús, nuestra relación con Él se limita a ritos, estampitas, imágenes y crucifijos, y no abrimos nuestros corazones para dejarle entrar, para tener un encuentro personal, íntimo con Él, para sentir el calor de su abrazo; ese abrazo misericordioso en el que hayamos descanso para nuestras almas (Mt 11,29).

En ocasiones miramos a nuestro alrededor y vemos el caos, la violencia, el desamor que aparenta reinar en nuestro entorno, y pensamos que las promesas de Isaías no se han cumplido. Eso es señal de que no hemos tenido ese encuentro personal con Jesús, porque si lo hubiésemos tenido, estaríamos gritándolo a los siete vientos; y contagiaríamos a otros con ese gozo indescriptible hasta convertirlo en una epidemia de amor.

Apenas estamos comenzando el Adviento, y como nos dijera el papa emérito Benedicto XVI hace unos años, el Adviento “nos invita una vez más, en medio de muchas dificultades, a renovar la certeza de que Dios está presente: Él ha venido al mundo, convirtiéndose en un hombre como nosotros, para traer la plenitud de su designio de amor. Y Dios exige que también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en el mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él quiere entrar en el mundo siempre de nuevo, y quiere siempre de nuevo hacer resplandecer su Luz en la noche”.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 11-11-15

10 leprosos

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 17,11-19) es el relato de la curación de los diez leprosos. Esta narración, exclusiva de Lucas, nos dice que mientras Jesús se dirigía a Jerusalén “vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’.” Continúa diciendo la narración que Jesús se limitó a decirles: “ld a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.

En tiempos de Jesús los leprosos eran separados de la sociedad (Cfr. Lv 13), no podían acercarse a las personas sanas, quienes tampoco podían acercarse a ellos para no quedar “impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro tenían que ir tocando una campanilla, mientras gritaban “¡impuro, impuro!”, para que nadie se les acercara. Si alguno de ellos se sanaba, solo los sacerdotes podían declararlos curados, “puros”. Entonces podían reintegrarse a la sociedad. Por eso todo el diálogo entre Jesús y los leprosos tiene lugar con estos “a lo lejos”.

Notamos que en este relato Jesús ni tan siquiera les dijo que quedaban curados, se limitó a decirles que fueran ante los sacerdotes para que estos certificaran su curación y les devolvieran su dignidad. Los leprosos no cuestionaron las instrucciones de Jesús, confiaron en su la palabra y se dirigieron hacia los sacerdotes. Ese acto de fe los curó: “Y, mientras iban de camino, quedaron limpios”.

Esta parte del relato sirve de preámbulo a la parte verdaderamente importante del pasaje. Al percatarse de que habían sido sanados, solo uno, un samaritano, un “no creyente”, uno que no pertenecía al “pueblo elegido”, alabó a Dios, regresó corriendo donde Jesús, se echó por tierra a sus pies, y le dio las gracias. Solo uno, un “proscrito”. De ahí que Jesús le pregunte: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”

Tal vez el samaritano fue el único que experimentó la curación considerándola como un don, mientras los otros nueve la consideraron un “derecho” por pertenecer al pueblo elegido. Más aún, contrario a los demás, que fueron directamente a cumplir con la prescripción legal de comparecer al sacerdote para que les declarara puros, este antepuso la alabanza y el agradecimiento al que le había curado, por encima del cumplimiento de la letra de la ley. Esa fe del samaritano es la que hace que Jesús le diga como frase conclusiva del pasaje: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. Los otros nueve quedaron curados de su enfermedad física. El samaritano, con su fe, y su reconocimiento de la misericordia divina, encontró la salvación.

Tenemos que preguntarnos, ¿alabo al Padre y me postro a los pies de Jesús, dándole gracias por los dones recibidos de su bondad y misericordia? ¿O me creo que por el hecho de “portarme bien”, asistir a misa y acercarme a los sacramentos me merezco todo lo que me da?

Hoy, demos gracias a Dios por todos los dones recibidos de su misericordia divina, reconociendo que los recibimos por pura gratuidad suya, como una muestra de su amor infinito hacia nosotros.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DÉCIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 05-09-15

Trigo Lc 6,1-5

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 6,1-5) nos presenta a Jesús, un sábado, atravesando un campo con sus discípulos, quienes arrancaban espigas mientras caminaban y “frotándolas con las manos, se comían el grano”.

Unos fariseos que observaban la escena les critican severamente: “¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido?” Al decir eso se referían a la prohibición contenida en Ex 20,8-11 que ellos interpretaban de manera estricta, considerando la conducta de los discípulos una transgresión a ese precepto. Los fariseos pretendían utilizar las Escrituras para condenar a Jesús, pero Jesús, como siempre, demuestra tener un vasto conocimiento de las escrituras, amén de ser un verdadero maestro del debate. Eso lo vemos a lo largo de todos los relatos evangélicos. Por eso les riposta utilizando las escrituras, citando el pasaje en el cual el rey David hizo algo prohibido, que a todas luces aparenta ser más grave, al tomar los panes consagrados del templo para saciar el hambre de sus hombres (1 Sam 21,2-7).

Esa observancia estricta del sábado, la circuncisión, la pureza ritual, fueron fomentadas por los sacerdotes durante el destierro en Babilonia, para, entre otras cosas, mantener la identidad y distinguir al pueblo judío de todos los demás. Esto dio margen al nacimiento del llamado “judaísmo”. Pero en el proceso tales prácticas llegaron al extremo de controlar todos los aspectos de la vida de los judíos, al punto de restringir el número de pasos que se podían dar en el sábado, y hasta la forma de lavar los envases de la cocina. Se trataba de la observancia de la Ley por la ley misma, por encima de los hombres, por encima de las necesidades humanas más básicas. Es por eso que Jesús dice: “El Hijo del hombre es Señor del sábado”, o como dice el paralelo de Marcos: “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Jesús deja claro que el amor, la misericordia, están por encima de la Ley. Jesús es Dios, es el Amor.

Dar cumplimiento a la ley no es suficiente. Como hemos dicho en innumerables ocasiones, la palabra cumplimiento está compuesta por dos: “cumplo” y “miento”. Estamos llamados a ir más allá. Si aceptamos que Jesús es el dueño del sábado, y que Él nos invita a seguirle (como lo hicieron los discípulos en la lectura), todo está también a nuestro servicio, cuando se trata de seguir sus pasos. De ahí que “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”. Por eso la Ley tiene que ceder ante el imperativo del Amor y de su resultado lógico que es la misericordia. A eso se refería Jesús cuando nos dijo “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17).

Señor, “no permitas que los mandamientos y las reglas de conducta se interpongan entre ti y nosotros, tu pueblo, sino que nos dirijan suavemente, como buenas educadoras, hacia ti y hacia nuestro prójimo; y enséñanos a ir más allá de la ley con generosidad y amor servicial”. Por Jesucristo nuestro Señor, Amén (de la Oración colecta).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA DEL T.O. (1) 25-08-15

Ay de vosotros, escribas

El evangelio que leemos en la liturgia de hoy (Mt 23,23-26) es una continuación del de ayer, que forma parte del discurso contra la actitud de los escribas y fariseos que Mateo pone en boca de Jesús en el capítulo 23 de su relato evangélico. Cada una de las críticas va precedida de un “¡Ay!”, que es una traducción bastante libre de la palabra griega en el original Quai, a falta de una palabra equivalente en español. Pero la palabra original lo que expresa, más que una maldición, es dolor, indignación.

Tanto el evangelio de ayer (Mt 23,13-22) como el de hoy, tienen una línea de pensamiento subyacente: Jesús desprecia con vehemencia la hipocresía de los fariseos. Personas que se quedan en los ritos externos y en el “cumplimiento” (palabra compuesta por otras dos: “cumplo” y “miento”) de unos preceptos creados por ellos mismos para su propio beneficio, mientras “descuidan lo más grave de la ley: el derecho, la compasión y la sinceridad”. Fíjense que Jesús no condena los ritos ni la observancia de la ley (Cfr. Mt 5,18), lo que condena es el quedarse en los ritos y observancia externos sin que estos reflejen una actitud interior conforme a lo que se practica: “Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello”.

A diario vemos los “fariseos” de nuestro tiempo, esas personas que gustan de ocupar los primeros puestos en todas las actividades y celebraciones litúrgicas de la Iglesia, en la oración comunitaria, en las lecturas de la celebración eucarística, en los sacramentos; pero su vida personal, su conducta “fuera del templo”, no guarda relación alguna con esa “religiosidad” demostrada en el Templo. Son meros actores interpretando un “papel” para “las gradas”. Esa es la actitud que Jesús condena cuando dice: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno!” Es lo que el campesino puertorriqueño compara con la hoja del yagrumo, que cuando usted la ve de un lado tiene un color, pero cuando la vira del otro lado, tiene un color diferente.

Son pocas las veces que vemos a Jesús verdaderamente molesto, indignado. Aunque el evangelio no describe la actitud de Jesús cuando pronuncia las palabras que leemos en el evangelio de hoy, no resulta difícil imaginarse hasta el tono de voz que utilizó; el de una persona bien molesta, indignada, como cuando echó a los mercaderes del Templo (Jn 2,13-25).

Jesús nos está diciendo que el verdadero cristiano es una persona “genuina”, sin dobleces, transparente, que practica lo que predica. Nos está diciendo que, aunque no debemos menospreciar los ritos externos (la purificación exterior de “la copa y el plato”), estos tienen menos importancia que la pureza interior. Cuando lleguemos a ese día que nos espera a todos en que tengamos que enfrentarnos a nuestra vida, no se nos preguntará cuántas veces acudimos al templo, ni cuántas veces participamos en los ritos religiosos, ni cuánto diezmamos; se nos preguntará cuánto amamos. Como dijo san Juan de la Cruz: “A la tarde de la vida te examinarán en el amor”.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 22-06-15

Mt 7,1-5

En el Evangelio de hoy (Mt 7,1-5). Jesús continúa impartiendo su enseñanza a los discípulos, como una especie de secuela al sermón de la montaña que hemos venido leyendo.

En dicho sermón Jesús impuso unas exigencias de conducta que sus discípulos tenían que seguir; exigencias que están basadas en el amor. Por eso Jesús muy sabiamente nos advierte de la tentación de creernos superiores a los demás por el mero hecho de dar “cumplimiento” (“cumplo” y “miento”) a esas exigencias, incurriendo de ese modo en la misma conducta que Él tanto criticó a los fariseos.

Como siempre, Jesús no se anda con rodeos, va directo al grano: “No juzguéis y no os juzgarán; porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros”.

Siempre estamos prestos a juzgar, a criticar y condenar la conducta de los demás, pero cuando se trata de nosotros mismos, consciente o inconscientemente ignoramos, minimizamos, o justificamos nuestras faltas, no importa cuán graves sean; utilizamos una vara distinta para medir nuestra conducta. ¡Nada más reñido con la Ley del Amor que está subyacente en todo el sermón de la montaña!

Una vez más encontramos a Jesús utilizando la palabra “hipócrita”, que como dijéramos en nuestra reflexión para el pasado miércoles, significa “actor”, alguien que representa algo que no es. Muchas veces nos miramos en un espejo y el reflejo que vemos es el de quien creemos ser, no de quien somos en realidad.

Jesús nos está invitando a hacer un examen de consciencia para discernir cuáles son las “vigas” que nublan el “ojo” que Dios puso en nuestros corazones (Cfr. Eclo 17,8-10) y nos impiden ver la realidad. Una vez logremos identificar y retirar ese pecado que nubla nuestro ojo, podremos ver la grandeza de su creación en nuestro prójimo, y valorar a nuestros hermanos como criaturas de Dios, con la misericordia que Él espera de nosotros. Entonces seremos acreedores a la Misericordia de Dios: “porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros”.

En el Padrenuestro Jesús nos enseñó a orar al Padre diciendo: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Es decir, que seremos juzgados con la misma medida que nosotros juzguemos a nuestros hermanos.

En la medida en que juzguemos a nuestros hermanos con una vara distinta a la que utilizamos para juzgarnos a nosotros mismos, estamos excluyéndonos de la “comunión”, y de la promesa de Vida eterna que acompaña al mandamiento del Amor.

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que nos llene de su Misericordia, de manera que podamos convertirnos en otros “cristos” (Cfr. Gál 2,20), y así poder mirar a nuestros hermanos desde la óptica del Amor.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 10-06-15

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“Nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser ministros de una alianza nueva: no de código escrito, sino de espíritu; porque la ley escrita mata, el Espíritu da vida”.

En este pasaje, tomado de la primera lectura de hoy (2 Cor 3,4-11), san Pablo resume en cierta medida la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy (Mt 5,17-19), en que Jesús nos dice: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”.

Para los judíos la Ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Así los primeros cristianos tuvieron que determinar qué preceptos de la Ley eran de origen divino y cuáles eran hechura de los hombres, como los 613 preceptos de la Mitzvá, que los fariseos habían derivado de la Torá (Ley escrita) y la Torá shebe al pe (Ley oral). La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la Ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley?

El problema de los fariseos era que habían reducido la religión al “cumplimiento” objetivo de unas normas de conducta, divorciadas del “corazón”. El cumplimiento por temor al castigo. Jesús nos dijo que el cumplimiento de la Ley estaba predicado en el Amor (“Si me amáis guardaréis mis mandamientos”… Jn 14,15). El que ama a Dios y ama a su prójimo por amor a Él, ya cumple con todos los mandamientos. Ahí está la plenitud del cumplimiento de la Ley. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

A eso se refiere la primera lectura de hoy cuando dice: “Si el ministerio de la condena se hizo con resplandor, cuánto más resplandecerá el ministerio del perdón”.

“Señor Dios nuestro, tú has tomado la iniciativa de amarnos y de traernos tu libertad por medio de tu Hijo Jesucristo. Enriquécenos con el Espíritu de Jesús, derrámalo sobre nosotros generosamente, sin medida, para que no nos escondamos por más tiempo detrás de tradiciones y de la letra de la ley para apagar al Espíritu Santo que quiere hacernos libres” (Oración Colecta).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEMANA XXII DEL T.O. (2) 06-09-14

arrancando espigas en sabado

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 6,1-5) nos presenta a Jesús, un sábado, atravesando un campo con sus discípulos, quienes arrancaban espigas mientras caminaban y “frotándolas con las manos, se comían el grano”.

Unos fariseos que observaban la escena les critican severamente: “¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido?” Al decir eso se referían a la prohibición contenida en Ex 20,8-11 que ellos interpretaban de manera estricta, considerando la conducta de los discípulos una transgresión a ese precepto. Los fariseos pretendían utilizar las Escrituras para condenar a Jesús, pero Jesús, como siempre, demuestra tener un vasto conocimiento de las escrituras, amén de ser un verdadero maestro del debate. Eso lo vemos a lo largo de todos los relatos evangélicos. Por eso les riposta utilizando las escrituras, citando el pasaje en el cual el rey David hizo algo prohibido, que a todas luces aparenta ser más grave, al tomar los panes consagrados del templo para saciar el hambre de sus hombres (1 Sam 21,2-7).

Esa observancia estricta del sábado, la circuncisión, la pureza ritual, fueron fomentadas por los sacerdotes durante el destierro en Babilonia, para, entre otras cosas, mantener la identidad y distinguir al pueblo judío de todos los demás. Esto dio margen al nacimiento del llamado “judaísmo”. Pero en el proceso tales prácticas llegaron al extremo de controlar todos los aspectos de la vida de los judíos, al punto de restringir el número de pasos que se podían dar en el sábado, y hasta la forma de lavar los envases de la cocina. Se trataba de la observancia de la Ley por la ley misma, por encima de los hombres, por encima de las necesidades humanas más básicas. Es por eso que Jesús dice: “El Hijo del hombre es Señor del sábado”, o como dice el paralelo de Marcos: “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Jesús deja claro que el amor, la misericordia, están por encima de la Ley. Jesús es Dios, es el Amor.

Dar cumplimiento a la ley no es suficiente. Como hemos dicho en innumerables ocasiones, la palabra cumplimiento está compuesta por dos: “cumplo” y “miento”. Estamos llamados a ir más allá. Si aceptamos que Jesús es el dueño del sábado, y que Él nos invita a seguirle (como lo hicieron los discípulos en la lectura), todo está también a nuestro servicio, cuando se trata de seguir sus pasos. De ahí que “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”. Por eso la Ley tiene que ceder ante el imperativo del Amor y de su resultado lógico que es la misericordia. A eso se refería Jesús cuando nos dijo “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17).

Señor, “no permitas que los mandamientos y las reglas de conducta se interpongan entre ti y nosotros, tu pueblo, sino que nos dirijan suavemente, como buenas educadoras, hacia ti y hacia nuestro prójimo; y enséñanos a ir más allá de la ley con generosidad y amor servicial”. Por Jesucristo nuestro Señor, Amén (de la Oración colecta).