La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este vigésimo séptimo domingo del tiempo ordinario (Lc 17,5-10), se divide en dos partes.
La primera está relacionada con los versículos inmediatamente anteriores a la lectura (Lc 3b-4) que se refieren a la corrección fraterna y, sobre todo, el perdón. Jesús sabe que somos imperfectos, una Iglesia santa compuesta por pecadores. Sabe que podemos ofender y nos pueden ofender. Por eso nos dice: “Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ‘Lo siento’, lo perdonarás”. ¡Ahí es donde eso de ser cristiano se pone difícil! Es el amor sin límites que nos impone el seguimiento de Jesús; el mismo Amor que nos profesa el Padre del cielo. Eso solo se logra mediante una adhesión incondicional a Jesús. Y esa adhesión incondicional solo es posible mediante un acto de fe. Creer en Jesús y creerle a Jesús.
Con ese trasfondo podemos comprender mejor la lectura de hoy. Los discípulos, al enfrentarse a las exigencias de Jesús, están conscientes de que solos no pueden, del gran abismo que les separa de Él en términos de fe. Por eso le imploran: “Auméntanos la fe”. Jesús, al contestarles, les establece la medida de fe que espera de ellos (nosotros): “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería”. Con más razón necesitamos implorar al Señor que aumente nuestra fe.
Hemos dicho en innumerables ocasiones que creer y tener fe, no son sinónimos. Se puede creer y no tener fe. La fe implica no solo creer en Jesús, sino también creerle a Jesús. Eso nos lleva a actuar conforme a Su Palabra.
La mayoría de nosotros nos consideramos personas de fe; pero hagamos un alto en ese camino hacia la santidad a la que todos somos llamados, y examinemos nuestra “fe”. ¿Cuántos milagros hemos logrado últimamente? ¿Y durante nuestras vidas? ¿Quiere eso decir que nuestra fe es tan pequeña que palidece ante un grano de mostaza? Mirémoslo de otro punto de vista. Olvidémonos de milagros espectaculares como mover montañas o árboles, echar demonios, curar enfermos, o revivir muertos. Hablemos de mantener la calma y la esperanza ante la adversidad, ante las desgracias, pérdidas o tragedias personales o familiares. ¿No es eso un “milagro”? Contéstate esa interrogante.
La segunda parte de la lectura puede parecer desconcertante, pues podría interpretarse que Dios es un malagradecido que no sabe apreciar los servicios que le prestamos a diario los que decidimos seguirle. Sin embargo, la lectura se refiere en realidad a nosotros, quienes en ocasiones creemos que si servimos a Dios con fidelidad, Él “nos debe”, es decir, que hemos comprado su favor. De nuevo, nuestra mentalidad “pequeña”, nuestra falta de fe, nos traicionan. Se nos olvida que nuestra “recompensa” no la tendremos en este mundo, sino en la vida eterna. Si decidimos seguir a Jesús tenemos que estar dispuestos a soportar todas las pruebas que ese seguimiento implica (Cfr. Sir 2,1-6).
“Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.
Que pasen un hermoso domingo lleno de bendiciones y de la PAZ que solo Él puede brindarnos.
La liturgia continúa presentándonos el
discurso eclesial de Jesús, llamado así porque en el mismo Jesús aborda las
relaciones entre sus discípulos, es decir, la conducta que deben observar sus
seguidores entre sí. El pasaje que contemplamos hoy (Mt 18,15-20), trata el
tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre
los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a
otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o
tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni
siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe
señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra
“hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús,
en el Evangelio Según san Mateo.
La conducta que Jesús propone a sus discípulos
en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de
los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la
reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la
reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.
Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los
pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera
corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará
atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el
cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los
versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la
comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un
miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos
representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a
Pedro (Mt 16,19).
El principio detrás de todo esto es que el
pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que
existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le
da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su
identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el
amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son
como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene
cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había
perdido por el pecado. La clave está en el Amor.
Por eso san Pablo nos dice: “A nadie le debáis
nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de
la ley. De hecho, [todos los] mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a
tu prójimo como a tí mismo’. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso
amar es cumplir la ley entera” (Rm 13,8-10).
), trata el tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra “hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús, en el Evangelio Según san Mateo.
La conducta que Jesús propone a sus discípulos
en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de
los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la
reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la
reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.
Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los
pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera
corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará
atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el
cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los
versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la
comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un
miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos
representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a
Pedro (Mt 16,19).
El principio detrás de todo esto es que el
pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que
existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le
da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su
identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el
amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son
como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene
cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había
perdido por el pecado. La clave está en el Amor.
Por eso san Pablo nos dice: “A nadie le debáis
nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de
la ley. De hecho, [todos los] mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a
tu prójimo como a tí mismo’. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso
amar es cumplir la ley entera” (Rm 13,8-10).
La liturgia dominical continúa presentándonos
el discurso eclesial de Jesús, llamado así porque en el mismo Jesús aborda las
relaciones entre sus discípulos, es decir, la conducta que deben observar sus
seguidores entre sí. El pasaje que contemplamos hoy (Mt 18,15-20), trata el
tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre
los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a
otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o
tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni
siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe
señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra
“hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús,
en el Evangelio Según san Mateo.
La conducta que Jesús propone a sus discípulos
en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de
los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la
reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la
reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.
Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los
pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera
corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará
atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el
cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los
versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la
comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un
miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos
representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a
Pedro (Mt 16,19).
El principio detrás de todo esto es que el
pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que
existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le
da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su
identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el
amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son
como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene
cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había
perdido por el pecado. La clave está en el Amor.
Por eso en la segunda lectura (Rm 13,8-10),
san Pablo nos dice: “A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a
su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, [todos los]
mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Uno
que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera”.
Espero que estén pasando un hermoso fin de semana. Y no olviden visitar la Casa del Padre, aunque sea de manera virtual. Él siempre nos está esperando…
La liturgia continúa presentándonos el
discurso eclesial de Jesús, llamado así porque en el mismo Jesús aborda las
relaciones entre sus discípulos, es decir, la conducta que deben observar sus
seguidores entre sí. El pasaje que contemplamos hoy (Mt 18,15-20), trata el
tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre
los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a
otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o
tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni
siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe
señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra
“hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús,
en el Evangelio Según san Mateo.
La conducta que Jesús propone a sus discípulos
en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de
los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la
reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la
reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.
Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los
pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera
corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará
atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el
cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los
versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la
comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un
miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos
representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a
Pedro (Mt 16,19).
El principio detrás de todo esto es que el
pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que
existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le
da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su
identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el
amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son
como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene
cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había
perdido por el pecado. La clave está en el Amor.
Por eso san Pablo nos dice: “A nadie le debáis
nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de
la ley. De hecho, [todos los] mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a
tu prójimo como a tí mismo’. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso
amar es cumplir la ley entera” (Rm 13,8-10).
La liturgia continúa presentándonos el
discurso eclesial de Jesús, llamado así porque en el mismo Jesús aborda las
relaciones entre sus discípulos, es decir, la conducta que deben observar sus
seguidores entre sí. El pasaje que contemplamos hoy (Mt 18,15-20), trata el
tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre
los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a
otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o
tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni
siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe
señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra
“hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús,
en el Evangelio Según san Mateo.
La conducta que Jesús propone a sus discípulos
en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de
los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la
reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la
reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.
Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los
pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera
corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará
atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el
cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los
versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la
comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un
miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos
representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a
Pedro (Mt 16,19).
El principio detrás de todo esto es que el
pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que
existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le
da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su
identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el
amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son
como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene
cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había
perdido por el pecado. La clave está en el Amor.
Por eso san Pablo nos dice: “A nadie le debáis
nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de
la ley. De hecho, [todos los] mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a
tu prójimo como a tí mismo’. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso
amar es cumplir la ley entera” (Rm 13,8-10).
La liturgia continúa presentándonos el discurso eclesial de Jesús, llamado así porque en el mismo Jesús aborda las relaciones entre sus discípulos, es decir, la conducta que deben observar sus seguidores entre sí. El pasaje que contemplamos hoy (Mt 18,15-20), trata el tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra “hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús, en el Evangelio Según san Mateo.
La conducta que Jesús propone a sus discípulos en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.
Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a Pedro (Mt 16,19).
El principio detrás de todo esto es que el pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había perdido por el pecado. La clave está en el Amor.
Por eso san Pablo nos dice: “A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, [todos los] mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a tu prójimo como a tí mismo’. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera” (Rm 13,8-10).
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este decimoséptimo domingo del tiempo ordinario (Lc 17,5-10), se divide en dos partes.
La primera está relacionada con los versículos inmediatamente anteriores a la lectura (Lc 3b-4) que se refieren a la corrección fraterna y, sobre todo, el perdón. Jesús sabe que somos imperfectos, una Iglesia santa compuesta por pecadores. Sabe que podemos ofender y nos pueden ofender. Por eso nos dice: “Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ‘Lo siento’, lo perdonarás”. ¡Ahí es donde eso de ser cristiano se pone difícil! Es el amor sin límites que nos impone el seguimiento de Jesús; el mismo Amor que nos profesa el Padre del cielo. Eso solo se logra mediante una adhesión incondicional a Jesús. Y esa adhesión incondicional solo es posible mediante un acto de fe. Creer en Jesús y creerle a Jesús.
Con ese trasfondo podemos comprender mejor la lectura de hoy. Los discípulos, al enfrentarse a las exigencias de Jesús, están conscientes de que solos no pueden, del gran abismo que les separa de Él en términos de fe. Por eso le imploran: “Auméntanos la fe”. Jesús, al contestarles, les establece la medida de fe que espera de ellos (nosotros): “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería”. Con más razón necesitamos implorar al Señor que aumente nuestra fe.
Hemos dicho en innumerables ocasiones que creer y tener fe, no son sinónimos. Se puede creer y no tener fe. La fe implica no solo creer en Jesús, sino también creerle a Jesús. Eso nos lleva a actuar conforme a Su Palabra.
La mayoría de nosotros nos consideramos personas de fe; pero hagamos un alto en ese camino hacia la santidad a la que todos somos llamados, y examinemos nuestra “fe”. ¿Cuántos milagros hemos logrado últimamente? ¿Y durante nuestras vidas? ¿Quiere eso decir que nuestra fe es tan pequeña que palidece ante un grano de mostaza? Mirémoslo de otro punto de vista. Olvidémonos de milagros espectaculares como mover montañas o árboles, echar demonios, curar enfermos, o revivir muertos. Hablemos de mantener la calma y la esperanza ante la adversidad, ante las desgracias, pérdidas o tragedias personales o familiares. ¿No es eso un “milagro”? Contéstate esa interrogante.
La segunda parte de la lectura puede parecer desconcertante, pues podría interpretarse que Dios es un malagradecido que no sabe apreciar los servicios que le prestamos a diario los que decidimos seguirle. Sin embargo, la lectura se refiere en realidad a nosotros, quienes en ocasiones creemos que si servimos a Dios con fidelidad, Él “nos debe”, es decir, que hemos comprado su favor. De nuevo, nuestra mentalidad “pequeña”, nuestra falta de fe, nos traicionan. Se nos olvida que nuestra “recompensa” no la tendremos en este mundo, sino en la vida eterna. Si decidimos seguir a Jesús tenemos que estar dispuestos a soportar todas las pruebas que ese seguimiento implica (Cfr. Sir 2,1-6).
“Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.
Que pasen un hermoso fin de semana lleno de bendiciones y de la PAZ que solo Él puede brindarnos.
La liturgia continúa presentándonos el discurso eclesial de Jesús, llamado así porque en el mismo Jesús aborda las relaciones entre sus discípulos, es decir, la conducta que deben observar sus seguidores entre sí. El pasaje que contemplamos hoy (Mt 18,15-20), trata el tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra “hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús, en el Evangelio Según san Mateo.
La conducta que Jesús propone a sus discípulos en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.
Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a Pedro (Mt 16,19).
El principio detrás de todo esto es que el pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había perdido por el pecado. La clave está en el Amor.
La liturgia dominical continúa presentándonos el discurso eclesial de Jesús, llamado así porque en el mismo Jesús aborda las relaciones entre sus discípulos, es decir, la conducta que deben observar sus seguidores entre sí. El pasaje que contemplamos hoy (Mt 18,15-20), trata el tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra “hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús, en el Evangelio Según san Mateo.
La conducta que Jesús propone a sus discípulos en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.
Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a Pedro (Mt 16,19).
El principio detrás de todo esto es que el pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había perdido por el pecado. La clave está en el Amor.
Por eso en la segunda lectura (Rm 13,8-10), san Pablo nos dice: “A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, [todos los] mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a tu prójimo como a tí mismo’. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera”.
Espero que estén pasando un hermoso fin de semana. Y no olviden visitar la Casa del Padre. Él siempre nos está esperando…