En este corto reflexionamos sobre las lecturas para el domingo laetare, que quiere decir “regocíjate”, en el que nos apartamos momentáneamente de la austeridad de la Cuaresma para dar paso a la alegría en anticipación de la Pascua de Jesús que pronto estaremos celebrando. Las lecturas nos presentan a Jesús como la luz que aparta las tinieblas del pecado y nos conduce a la Vida eterna.
Hoy es el penúltimo día de la infraoctava de Navidad. Para este día la liturgia nos presenta nuevamente como lectura evangélica el prólogo de Evangelio según san Juan, que leímos para la Solemnidad de la Natividad del Señor (Jn 1,1-18).
En este prólogo se nos adelantan los cuatro grandes temas que Juan irá desarrollando a través de su relato evangélico: el Verbo, la Vida, la Luz, la Gloria, la Verdad. También se presentan las tres grandes contraposiciones que encontramos en el cuarto evangelio: Luz-tinieblas, Dios-mundo, fe-incredulidad. Y reverberando a lo largo de este pasaje, la figura del precursor, Juan el Bautista: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”.
La Palabra ha estado entre nosotros desde el momento mismo de la creación (“el mundo se hizo por medio de ella”). Para los judíos la Palabra tiene poder creador, por eso vemos que en el relato de la creación cada etapa de la misma está precedida de la frase “dijo Dios”, o “Dios dijo” (Cfr. Gn 1,1-31).
Pero como no la reconocieron, decidió encarnarse, hacerse uno con nosotros, juntando ambas naturalezas, la humana y la divina, para “divinizar” nuestra naturaleza humana de manera que recibiéramos el “poder para ser hijos de Dios”, para convertirnos en otros “cristos” (Gál 2,20). De ese modo nos dio el poder de salir de las tinieblas en que había estado sumida la humanidad en el Antiguo Testamento, hacia la Luz de Su Gloria. La decisión es nuestra, u optamos por la Luz, o permanecemos en las tinieblas; o somos hijos de la Luz, o de las tinieblas.
“Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad”. Juan quiere enfatizar que la plena revelación de Dios que se logra mediante la Encarnación, es real (“hemos contemplado su gloria”). Jesús no es un fantasma, un sueño, una fantasía, una ilusión; es real, tangible. Dios siempre ha estado presente entre su pueblo, pero a partir de la Encarnación esa presencia se tornó perceptible y viva, para no abandonarnos jamás (Mt 28,20).
Que la Luz que aparta las tinieblas inunde nuestros corazones en el año nuevo que comienza en unas horas, para que creamos en Su nombre y podamos ser llamados Hijos de la Luz y, al igual que Juan, ser testigos de la Luz, para que todos los que se crucen en nuestro camino crean en Jesús.
Continuamos celebrando la “octava” de Navidad. Cuando la Iglesia celebra una festividad solemne, como la Navidad, un día no basta; por eso la celebración se prolonga durante ocho días, como si constituyeran un solo día de fiesta. Aunque a lo largo de la historia de la Iglesia se han reconocido varias octavas, hoy la liturgia solo conserva las octavas de las dos principales solemnidades litúrgicas: Pascua y Navidad. Hecho este pequeño paréntesis de formación litúrgica, reflexionemos sobre las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy, quinto día de la infraoctava de Navidad.
Como primera lectura continuamos con la 1ra Carta del apóstol san Juan (2,3-11). En este pasaje Juan sigue planteando la contraposición luz-tinieblas, esta vez respecto a nosotros mismos. Luego de enfatizar “la luz verdadera brilla ya” y ha prevalecido sobre las tinieblas, nos dice cuál es la prueba para saber si somos hijos de la luz o permanecemos aún en las tinieblas: “Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos”. De nuevo la Ley del Amor, ese amor que Dios nos enseñó enviándonos a su único Hijo, ese Niño que nació en Belén hace apenas cuatro días, para que tuviéramos Vida por medio de Él (Cfr. Jn 4-7-9; 15,12-14).
Así, el que ha conocido y asimilado el misterio del amor de Dios en esta Navidad es “hijo de la Luz” y no tiene otro remedio que imitar su gran mandamiento, que es el Amor.
El Evangelio que contemplamos hoy nos presenta el pasaje de la Purificación de María y la Presentación del Niño en el Templo (Lc 2,22-35). Y una vez más la pregunta es obligada: ¿Cómo es posible que sus padres hayan llevado al Niño al Templo para presentárselo a Dios, si ese Niño ES Dios? Esta escena sirve para enfatizar el carácter totalizante del misterio de la Encarnación. Mediante la Encarnación Jesús se hizo uno de nosotros, igual en todo menos en el pecado (Hb 4,15). Por eso sus padres cumplieron con la Ley, significando de ese modo la solidaridad del Mesías con su pueblo, con nosotros. Y para su purificación, María presentó la ofrenda de las mujeres pobres (Lv 12,8), “un par de tórtolas o dos pichones”. La pobreza del pesebre…
Este pasaje nos presenta también el personaje de Simeón y el cántico del Benedictus. Simeón, tocado por el Espíritu Santo, le recuerda a María que ese hijo no le pertenece, que ha sido enviado para ser “luz para alumbrar a las naciones”, y que ella misma habría de ser partícipe del dolor de la pasión redentora de su Hijo: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”.
Lo vimos en la Fiesta de san Esteban Protomártir, al día siguiente de la Navidad, y lo veíamos ayer en la Fiesta de los Santos Inocentes. Hoy se nos recuerda una vez más que el nacimiento de nuestro Salvador y Redentor, nuestra liberación del pecado y la muerte, tiene un precio: la vida de ese Niño cuyo nacimiento todavía estamos celebrando. María lo sabía desde que pronunció el “hágase”. Por amor a Dios, por amor a su Hijo, por amor a ti… ¿Cómo no amar a María?
Hoy celebramos la Fiesta de los Santos Inocentes, mártires. Al igual que hace apenas dos días, cuando celebramos la Fiesta de san Esteban, nos enfrentamos a la dureza del camino que espera a ese niño que acaba de nacer. Esas fuerzas del mal, que la primera lectura (1 Jn 1,5-2,2) nos presenta como las “tinieblas”, acecharán a Jesús desde su nacimiento y acabarán clavándolo en la cruz. Pero Jesús es la luz que vence las tinieblas, y en ese aparente triunfo de las fuerzas de las tinieblas, está la victoria de Jesús-Luz, quien aceptando su muerte de cruz se convirtió en “víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (2,2).
En la lectura evangélica de hoy (Mt 2,13-18) vemos las tinieblas del mal que surgen amenazantes sobre el Niño Dios recién nacido. Un presagio de lo que le espera. La Iglesia no quiere que perdamos de vista que ese niño hermoso y frágil que nació en Belén de Judá fue enviado por Dios para nuestra salvación. La historia nos presenta a Herodes como uno de los seres más sanguinarios de su época, quien había usurpado el trono, por lo que temía que en cualquier momento alguien hiciera lo propio con él. Y con tal de mantener el poder, estaba dispuesto a matar, como de hecho lo hizo durante todo su reinado.
El rey Herodes representa esas fuerzas del mal, caracterizadas por las tinieblas, que encontramos día tras día en nuestro camino y que ponen a prueba, no solo nuestra fe, sino nuestra capacidad para practicar la Misericordia.
Herodes había pedido a los magos que le avisaran el lugar en que encontraran al Niño para ir a adorarle. Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. El ángel también les había dicho a los magos que se marcharan por otro camino. Herodes, sintiéndose burlado, hizo calcular la fecha en que los magos vieron la estrella por primera vez, y “mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores”.
Podríamos intentar hacer toda una exégesis sobre el paralelismo que Mateo quiere establecer entre Jesús y Moisés, presentándonos a Jesús como el “nuevo Moisés” (paralelismo que encontramos hasta en la estructura del primer Evangelio), y cómo quiere probar que en la persona de Jesús se cumplen todas las promesas del Antiguo Testamento, pero el espacio limitado nos traiciona.
Nos limitaremos a resaltar una característica de José, quien desempeña un papel protagónico en el relato de Mateo: su fe absoluta en Dios. A lo largo del todo el relato vemos cómo José convierte en acción la Palabra de Dios (la característica principal de la fe). El ángel le dice, levántate, coge a tu familia y márchate a Egipto, y José no titubea, no cuestiona; simplemente actúa. Del mismo modo cuando le dice “regresa”, actúa de conformidad a la Palabra de Dios. Confía en la Providencia Divina.
Siempre proponemos a Abraham y María como modelos de fe, y pasamos por alto a este santo varón que el mismo Dios escogió para ser el padre adoptivo de su Hijo. Jesús y su madre María salvaron sus vidas gracias a la fe de José. En esta Fiesta de los Santos Inocentes, pidamos al Señor la fe de José.
En la primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy (1 Cor 9,16-19.22b-27), san Pablo nos recuerda la misión a que todos hemos sido llamados, anunciar la Buena Nueva del Reino, sin esperar reconocimiento ni recompensa alguna que no sea la satisfacción de dar a conocer el Evangelio: “El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio. Entonces, ¿cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, sin usar el derecho que me da la predicación del Evangelio”.
Nos recuerda, además, que el anuncio del Evangelio implica privaciones, pero esas privaciones deben servirnos de estímulo, teniendo presente que nuestra recompensa no está en el reconocimiento ni en la gloria terrenal sino en la vida eterna que se nos tiene prometida. Pare ello se compara con un atleta: “Ya sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio. Corred así: para ganar. Pero un atleta se impone toda clase de privaciones. Ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita” (Cfr. 1 Pe 5,4).
En la lectura evangélica para hoy (Lc 6,39-42) Jesús utiliza la figura de la vista (“ciego” – “ojo”), que nos evoca la contraposición luz-tinieblas (Cfr. Jn 12,46), para recordarnos que no debemos seguir a nadie a ciegas, como tampoco podemos guiar a otros si no conocemos la luz. “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. El mensaje es claro: No podemos guiar a nadie hacia la verdad si no conocemos la verdad. No podemos proclamar el Evangelio si no lo vivimos, porque terminaremos apartándonos de la verdad y arrastrando a otros con nosotros.
Ese peligro se hace más patente cuando caemos en la tentación de juzgar a otros sin antes habernos juzgado a nosotros mismos, cuando pretendemos enseñarle a otros cómo poner su casa en orden cuando la nuestra está en desorden: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”.
Con toda probabilidad Jesús estaba pensando en los fariseos cuando pronunció esas palabras tan fuertes. Pero esa verdad no se limita a los fariseos. Somos muy dados a juzgar a los demás con severidad, pero cuando se trata de nosotros, buscamos (y encontramos) toda clase de justificaciones e inclusive nos negamos a ver nuestras propias faltas.
“Padre de bondad, que por medio de tu gracia nos has hecho hijos de la luz, concédenos vivir fuera de las tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de la verdad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén”.
“Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos
los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines
del orbe”, nos dice el Salmo que nos propone la liturgia para hoy (Sal 66).
Este Salmo sirve para unir la primera lectura (Hc 12,24-13,5) y la lectura
evangélica (Jn 12,44-50). Y todas tienen como tema central la misión de la
Iglesia de llevar la Buena Noticia a todas las naciones.
La primera lectura nos presenta la acción del
Espíritu Santo en el desarrollo inicial de la Iglesia. En ocasiones anteriores
hemos dicho que el libro de los Hechos de los Apóstoles recoge la actividad
divina del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia.
El pasaje que contemplamos hoy nos muestra una
comunidad de fe (Antioquía) entregada a la oración y el ayuno, y dócil a la voz
del Espíritu, y cómo en un momento dado el Espíritu les habla y les dice: “Apartadme
a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado”. Es el lanzamiento de
la misión que les llevará a evangelizar todo el mundo pagano. El momento que
cambiará la historia de la Iglesia y de la humanidad entera; la culminación del
mandato de Jesús a sus apóstoles antes de partir: “Vayan por todo el mundo,
anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15). Es la característica sobresaliente
de la Iglesia: “La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto
que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el
designio de Dios Padre” (Decreto Ad
gentes de SS. Pablo VI).
El pasaje que nos brinda la lectura evangélica
ocurre luego de la resurrección de Lázaro y la unción en Betania, y marca el
final de la primera parte del relato de Juan, para dar paso a la Pasión. En él
vemos a Jesús que se presenta a sí mismo como “el enviado” (missus, en latín; apóstolos en griego).
Es decir, se nos presenta como “apóstol” del Padre, “enviado” del Padre,
“misionero” del Padre: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha
enviado. Y el que me ve a mí ve al que me ha enviado”. De ahí que la Iglesia,
llamada a continuar la misión del Jesús en el tiempo, tenga ese talante
misionero.
“El que me rechaza y no acepta mis palabras
tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, ésa lo juzgará en el
último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es
quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su
mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha
encargado el Padre”.
Jesús quiere conducirnos a descubrir al Padre;
esa es su misión. Pero va más allá, hace que veamos al Padre en su propia
persona. Nosotros estamos llamados a conducir a los que nos rodean a descubrir
a Jesús y, al igual que Él hace con el Padre, siguiendo su ejemplo, tenemos que
hacer que los demás lo vean en nuestra propia persona. Tenemos que convertirnos
en otros “cristos”, de manera que quien nos vea, le vea a Él y, más aún,
conozca su Amor. Esa es la verdadera “misión” a la que todos estamos llamados.
La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para hoy (Jn 3,16-21) es la culminación del diálogo de Jesús con
Nicodemo que hemos venido comentando. Algunos exégetas sostienen que esta parte
del diálogo no fue pronunciada por Jesús, sino que es una conclusión teológica que
el autor añade a lo que pudo ser el diálogo original. Lo cierto es que en esta
parte del diálogo Jesús llega a una mayor profundidad en la revelación de su
propio misterio.
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su
Hijo único” … Todo es iniciativa de Dios, iniciativa de amor y su máxima
expresión: la Misericordia. Todo el relato evangélico de Juan, toda su teología,
gira en torno a este principio del amor gratuito, incondicional, e infinito de
Dios, que es el Amor mismo. Analicemos esta frase. El uso del superlativo
“tanto”, implica que ese amor no tiene límites, es hasta el fin, hasta el
extremo (Jn 13,2). Juan no cesa de repetirlo. Dios nos ama con locura, con
pasión; y ese amor lo llevó a regalarnos a su propio Hijo, para que todos
podamos salvarnos, “para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino
que tengan vida eterna”. Tanto nos ama Jesús, tanto te ama, tanto me ama…
Y todo el que conoce ese amor incondicional de
Dios cree en Él. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en
Él” (1 Jn 4,16).
Pero Dios nos ama tanto que respeta nuestra
libertad, nuestro libre albedrío; nos da la opción del aceptar el regalo o
rechazarlo: “El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado,
porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”. Para mostrar su
punto, Juan echa mano de la contraposición entre la luz y las tinieblas: “El
juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la
tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra
perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por
sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se
vea que sus obras están hechas según Dios”.
En el mismo Evangelio Jesús dirá más adelante:
“Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que
tendrá la luz de la Vida” (Jn 8,12)
En el pasaje que nos ocupa hoy vemos que la contraposición
entre la luz y las tinieblas no depende del conocimiento de Jesús y su doctrina,
sino de nuestras obras. “El que obra perversamente detesta a Luz…
el que realiza la verdad se acerca a la Luz, para que vea que sus
obras están hechas según Dios”. Es claro: todo el que ha conocido
el amor de Dios no tiene más remedio que reciprocarlo, y esa reciprocidad se
traduce en obras. Es “la fe que se ve” … “La fe, si no va acompañada de las
obras, está completamente muerta”… “el hombre no es justificado sólo por la fe,
sino también por las obras” (St 2,17.24). En eso consiste el plan de salvación
que Jesús nos presenta.
Dios es amor. Él no condena a nadie como lo
haría un juez humano. Cada uno de nosotros, según nuestro modo de actuar,
estamos forjando nuestra salvación o condenación. El cielo, la salvación,
comienza aquí. ¡Manos a la obra!
Cuando el quinto domingo de Cuaresma coincide
con el ciclo C del tiempo litúrgico, la lectura evangélica coincide con la del lunes
de la quinta semana (Jn 8,1-11). Por tanto, puede sustituirse por el siguiente
pasaje (Jn 8,12-20): Cristo Luz.
No obstante, la primera lectura (Dn 13,1-9.15-17.19-30.33-62)
para este día se mantiene, y nos presenta una trama parecida a la del Evangelio
que contemplábamos ayer, con una diferencia. En ambas se pretende juzgar a una
mujer adúltera, pero en la de ayer la mujer era culpable y en la de hoy la
mujer es inocente.
En la lectura evangélica de ayer se nos
mostraba la misericordia y el perdón de Dios hacia la pecadora; cómo Jesús no
había venido a juzgar sino a perdonar, no a condenar sino a salvar. En la
primera lectura de hoy se nos presenta a la inocente Susana que confía en el
Señor y prefiere enfrentar a sus calumniadores antes que pecar contra Él. Es
una historia larga, que termina desenmascarando a los acusadores y librando a
Susana del castigo. Susana había implorado al Señor: “Oh Dios eterno, que
conoces los secretos, que todo lo conoces antes que suceda, tú sabes que éstos
han levantado contra mí falso testimonio. Y ahora voy a morir, sin haber hecho
nada de lo que su maldad ha tramado contra mí”. Y el Señor escuchó su plegaria
y suscitó el Espíritu Santo en el joven Daniel, quien la salvó de sus
detractores, porque “Dios salva a los que esperan en él”.
De no ser por la intervención providencial del
joven Daniel, todos estaban prestos a condenarla, sin mayor indagación,
confiando tan solo en el testimonio de los dos ancianos libidinosos. Ayer
hablábamos de cuán prestos estamos a juzgar y condenar a los demás sin juzgarnos
antes a nosotros mismos. Hoy vemos cómo, inclusive, lo hacemos sin darles una
oportunidad de defenderse, sin escuchar su versión de los hechos, y cómo somos
dados a la especulación cuando llega el momento de juzgar y condenar (yo he sido
objeto de esto y puedo dar fe de lo que se siente). Y, peor aún, con cuánta
facilidad repetimos un “chisme”, sin averiguar su veracidad, y sin detenernos a
pensar el daño que le causamos al prójimo al hacerlo. “El que esté sin pecado,
que tire la primera piedra”.
Si nos detuviéramos a juzgarnos nosotros
mismos antes de hacerlo con los demás, de seguro seríamos más benévolos con
ellos.
La lectura evangélica de hoy (Jn 8,12-20), nos
presenta a Jesús con otro de los “Yo soy” del Evangelio de Juan, que nos
apuntan a la divinidad de Jesús, al poner en sus labios el nombre que Dios le
reveló a Moisés en la zarza ardiendo (Ex 3,14). Así, en contraposición a las
tinieblas y la oscuridad del odio y la mentira representados en la primera
lectura de hoy, Jesús se nos presenta como la luz. “Yo soy la luz del mundo. El
que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida”.
Hoy día andamos en un mundo de tinieblas y Jesús
se nos presenta como la Luz verdadera, el único que puede apartar las tinieblas
de nuestro entorno y conducirnos a la Luz de su Pascua, simbolizada por el
cirio pascual que hemos de encender en la Vigilia Pascual. Jesús-Luz está
invitándonos a seguirle en su camino hacia la Pascua, que no es otra cosa que su
victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.
“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,
porque tú vas conmigo” (Sal 22).
La liturgia para este miércoles de la cuarta
semana de Cuaresma comienza presentándonos la contraposición entre las
tinieblas y la luz, pero esta vez por voz del profeta Isaías (49,8-15): “En
tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he
defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para
repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: ‘Salid’, a los que
están en tinieblas: ‘Venid a la luz’”.
Este pasaje, tomado del “Segundo Isaías” o
Libro de la consolación, y escrito por un profeta anónimo durante el exilio en
Babilonia, pretende consolar y alentar al pueblo, anunciándoles un segundo
éxodo de vuelta a Jerusalén. De paso, su oráculo prefigura la llegada del
Mesías tan esperado por el pueblo de Israel, con las palabras que serán tomadas
por Juan Bautista y que resuenan al comienzo del Adviento: “Convertiré mis
montes en caminos, y mis senderos se nivelarán” (Cfr. Lc 3,4-5).
Esta primera lectura termina con uno de los
versículos más tiernos del Antiguo Testamento y de toda a Biblia: “¿Puede una
madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas?
Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”. Tan grande es el amor de Dios
por cada uno de nosotros. Un amor que tiene más rasgos de amor materno que
paterno. De hecho, si examinamos el Antiguo Testamento libres de las
“gríngolas” de la tradición patriarcal del pueblo judío (y heredada por
nosotros), encontramos que pocas veces se refiere a Dios como “padre”, y las
veces que lo hace, es como sinónimo de “Señor”.
Por el contrario, sobre todo cada vez que
habla del amor y la misericordia divinos, lo hace con rasgos maternales, como
lo hace en el pasaje que contemplamos hoy, y en otro que no puedo dejar de
mencionar; el pasaje de Oseas (11,1.3-4) que nos presenta a un Dios-Madre que
se inclina sobre su hijo para amamantarlo: “Cuando Israel era niño, yo le amé,
y de Egipto llamé a mi hijo. Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los
brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas
los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño
contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer”.
Esto nos remite al vocablo hebreo utilizado en
el Antiguo Testamento para definir la “misericordia” (Cfr. Salmo 50): rah
min, que en su raíz se deriva de la palabra rehem, que se refiere a
la matriz o el útero materno. De ahí las continuas referencias al amor de Dios
por el “hijo de sus entrañas”, especialmente en la literatura profética. Se
trata de un amor gratuito, no fruto de ningún mérito de nuestra parte. Dios nos
ama a cada uno de nosotros tal y como somos, como solo una madre puede hacerlo,
con todos nuestros pecados, nuestras miserias. Por eso quiere nuestra
salvación, por eso nos espera como el padre del hijo pródigo (Lc 15,11-32) para
fundirse con nosotros en un abrazo, que tal parece quisiera llevarnos de vuelta
al rehem de donde salimos.
Señor, durante esta Cuaresma, inunda todo mi
ser con tu Santo Espíritu, para que pueda sentir ese amor incondicional que me
haga arrepentirme de todos mis pecados y postrarme ante Ti con la certeza de
que “un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 50,19).
La lectura evangélica que
nos propone la liturgia para este octavo domingo del tiempo ordinario (Lc
6,39-45), constituye el tercer fragmento de lo que se conoce como el “sermón
del llano” o “sermón de la llanura” de Jesús que comenzó con las Bienaventuranzas
(en paralelo con el discurso o “sermón de la montaña” que nos narra Mateo).
Jesús utiliza la figura de
la vista (“ciego” – “ojo”), que nos evoca la contraposición luz-tinieblas (Cfr.
Jn 12,46), para recordarnos que no
debemos seguir a nadie a ciegas, como tampoco podemos guiar a otros si no
conocemos la Luz. “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos
en el hoyo?”. El mensaje es claro: No podemos guiar a nadie hacia la Verdad si
no conocemos la Verdad. No podemos proclamar el Evangelio si no lo vivimos,
porque terminaremos apartándonos de la verdad y arrastrando a otros con
nosotros hacia la oscuridad del pecado.
Ese peligro se hace más
patente cuando caemos en la tentación de juzgar a otros sin antes habernos
juzgado a nosotros mismos, cuando pretendemos enseñarles a otros cómo poner su
casa en orden cuando la nuestra está en desorden: “¿Por qué te fijas en la mota
que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?
¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del
ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero
la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu
hermano”.
Con toda probabilidad
Jesús estaba pensando en los fariseos cuando pronunció esas palabras tan
fuertes. De hecho, en el relato de Mateo Jesús dirige esas palabras a los
fariseos (Mt 7, 1-7; 16-20). Pero esa verdad no se limita a los fariseos, de
ahí que en la versión de Lucas encontramos a Jesús dirigiéndose a sus
discípulos (a nosotros). Somos muy dados a juzgar a los demás con severidad,
pero cuando se trata de nosotros, buscamos (y encontramos) toda clase de justificaciones
e inclusive nos negamos a ver nuestras propias faltas; nos tornamos “ciegos”.
Jesús nos invita a ser
compasivos, indulgentes y misericordiosos con nuestros hermanos. “No juzguéis,
para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis
juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá” (Mt 7,1-2).
Jesús nos está proponiendo
un proceso de introspección, de autoexamen, que nos permita tomar conciencia de
nuestra propia hipocresía, reconocer nuestros pecados, y hacer propósito de
enmendar nuestra conducta de modo que sea agradable a Dios. Solo así podremos
salir de nuestra “ceguera espiritual” y ver la Luz que nos permita guiar a
nuestros hermanos hacia ella mediante la corrección fraterna sin juzgarlos ni
criticarlos.
Tenemos pues que
convertirnos (esa “conversión” a que se nos llama en el tiempo de Cuaresma que
está a punto de comenzar) en seres humanos nuevos, en otros “cristos” (Gál
2,20), para entonces poder proponer un cambio de vida a nuestros hermanos,
especialmente con nuestra conducta.
Hoy te invito a unirte al Santo Padre en oración por el pueblo de Ucrania. Jesús, en Ti confío…