REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 09-08-22

“…el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarlos, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un anawim, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser transparentes, sencillos, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de los que es un anawim. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros el camino más seguro hacia la Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Jesús termina su enseñanza resaltando la importancia que tienen los “pequeños” para el Padre, con la parábola de la oveja perdida: “Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, os aseguro que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”.

Señor, ¡danos un corazón de niño!

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO TERCER DOMINGO DEL T.O. (A) 06-09-20

“Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos”.

La liturgia dominical continúa presentándonos el discurso eclesial de Jesús, llamado así porque en el mismo Jesús aborda las relaciones entre sus discípulos, es decir, la conducta que deben observar sus seguidores entre sí. El pasaje que contemplamos hoy (Mt 18,15-20), trata el tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra “hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús, en el Evangelio Según san Mateo.

La conducta que Jesús propone a sus discípulos en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.

Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a Pedro (Mt 16,19).

El principio detrás de todo esto es que el pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había perdido por el pecado. La clave está en el Amor.

Por eso en la segunda lectura (Rm 13,8-10), san Pablo nos dice: “A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, [todos los] mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera”.

Espero que estén pasando un hermoso fin de semana. Y no olviden visitar la Casa del Padre, aunque sea de manera virtual. Él siempre nos está esperando…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 11-08-20 (SANTA CLARA DE ASÍS)

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarlos, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un anawim, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser sencillos, transparentes, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de lo que es un anawim. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros la manera de seguir sus pasos hacia esa Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Hoy celebramos la memoria de santa Clara de Asís, quien supo vivir la pobreza evangélica y la sencillez de una niña, al punto que se cuenta que aún después de haber sido nombrada abadesa del convento de San Damián, servía la mesa y brindaba agua a las religiosas a su cargo para que se lavasen las manos, además de estar continuamente pendiente a sus necesidades.

Pidamos al Padre que nos de la mansedumbre y humildad de santa Clara para seguir los pasos de su Hijo, de manera que que seamos acreedores a la gloria que nos tiene prometida.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (1) 13-08-19

“…el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarles, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un anawim, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser sencillos, transparentes, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de lo que es un anawim. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros la manera de seguir sus pasos hacia esa Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Eso es lo que yo constantemente llamo la “letra chicha” contenida en la invitación que Jesús no cesa de hacernos para que le sigamos.

En este día pidamos al Espíritu Santo que nos concede el don de la mansedumbre y humildad para seguir los pasos de Jesús, de manera que que seamos acreedores a la gloria que se nos tiene prometida.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 14-08-18 – MEMORIA DE SAN MAXIMILIANO MARÍA KOLBE

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarlos, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un “anawim”, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser sencillos, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de los que es un “anawim”. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros la manera de seguir sus pasos hacia esa Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Hoy celebramos la memoria de san Maximiliano María Kolbe, franciscano misionero que supo dar la mayor prueba de humildad: entregar su vida en el campo de concentración de Auschwitz a cambio de un padre de familia condenado a muerte. Llevó el seguimiento de Cristo al extremo, a dar su vida (Jn 15,13).

Pidamos al Padre que nos de la mansedumbre y humildad de un niño para seguir los pasos de su Hijo, de manera que que seamos acreedores a la gloria que nos tiene prometida.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 09-08-16

jesus con niños

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarlos, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un anawim, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser transparentes, sencillos, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de los que es un anawim. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros el camino más seguro hacia esa Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Jesús termina su enseñanza resaltando la importancia que tienen los “pequeños” para el Padre, con la parábola de la oveja perdida: “Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, os aseguro que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”.

Señor, ¡danos un corazón de niño!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (1) – MEMORIA DE SANTA CLARA – 11-08-15

ClaraAsis med

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarlos, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un anawim, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser sencillos, transparentes, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de lo que es un anawim. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros la manera de seguir sus pasos hacia esa Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Hoy celebramos la memoria de santa Clara de Asís, quien supo vivir la pobreza evangélica y la sencillez de una niña, al punto que se cuenta que aún después de haber sido nombrada abadesa del convento de San Damián, servía la mesa y brindaba agua a las religiosas a su cargo para que se lavasen las manos, además de estar continuamente pendiente a sus necesidades.

Pidamos al Padre que nos de la mansedumbre y humildad de santa Clara para seguir los pasos de su Hijo, de manera que que seamos acreedores a la gloria que nos tiene prometida.