Te invitamos a descargar y ver la más reciente Cápsula mariana en nuestro canal de YouTube, De la mano de María TV. En esta cápsula les presentamos los dogmas marianos.
De paso, te invitamos a darle “Like” y suscribirte a nuestro canal. Queremos agradecer a nuestra hermana Sheila Morataya y su equipo de producción por su ayuda en la edición de estas cápsulas.
Hoy la Iglesia universal celebra la Solemnidad de la
Inmaculada Concepción de la Virgen María.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que
sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción,
fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en previsión de los
méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, preservada inmune de toda
mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios, por tanto, debe ser firme
y constantemente creída por todos los fieles”. Con esas palabras del Papa Pío
IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis
Deus, quedó establecido el dogma de la Inmaculada Concepción hace 165 años,
el 8 de diciembre de 1854. Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue
confirmado por la misma Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al
decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada
Concepción”. Del mismo modo, 24 años antes, en el año 1830, el dogma le
había sido revelado a santa Catalina
Labouré cuando en la tercera aparición de la Virgen de la Medalla
Milagrosa, dando forma a la figura, había una inscripción: “Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros
que recurrimos a ti”.
Como expresa la Ineffabilis
Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en previsión de los méritos
de Cristo”, María, desde el mismo momento de su concepción, fue preservada
inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue concebida y nació libre del
pecado original. No hace falta entrar en grandes disquisiciones teológicas para
concluir que el Hijo de Dios no podía ser concebido y gestarse en un vientre
sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer “sagrario”, esa “custodia viva”,
tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso Ella fue concebida inmaculada,
sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados. Su
corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba solo a Dios. Toda esa
acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para
llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre
del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la lectura evangélica que dispone
la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate, llena de gracia, el
Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de Dios en la vida
de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el pecado. En un momento cuando
aún la humanidad no había sido redimida del pecado por la pasión y muerte
salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de gracia”, escogida por Dios
desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis que nos
presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco enemistad entre ti
y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú
la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de gracia, se
convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad” inaugurada en
Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia, creó el nudo de
la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su obediencia, lo
deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento,
pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y
añore solo a Dios.
“…[P]or la autoridad de Nuestro Señor
Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra,
pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la
Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida
terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Con esta
declaración, contenida en la constitución apostólica Munificentissimus Deus,
del 1ro de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción
de Nuestra Señora la Santísima Virgen María.
Ese dogma, que le da vida a la solemnidad de
la Asunción que celebramos hoy, es uno de cuatro “dogmas marianos” que forman
parte de la doctrina católica, y el último en ser proclamado.
El Concilio Vaticano II nos enseña que María
fue “enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más
plenamente a su Hijo, Señor de los señores, y vencedor del pecado y de la
muerte” (Lumen Gentium 59). En la cultura y tradición judía, el lugar de
la Reina era ocupado por la madre del rey, la “Reina Madre”. La Reina Madre era
reconocida como la abogada del pueblo. Todo el que quería lograr un favor del
rey, recurría a la Reina Madre, quien siempre tenía el oído del rey. Los judíos
se referían a ella como Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Habiendo Jesús ascendido en cuerpo y alma a
los cielos luego de su gloriosa resurrección, y siendo Él el último rey del
linaje de David (Lc 1,32), el lugar que corresponde a María, como Reina Madre,
es en un trono a la derecha de su Hijo (Cfr.
1 Re 3,19). Su Hijo no podía esperar hasta la resurrección de los muertos en el
día del juicio final. Por eso dispuso que su Madre fuera “asunta en cuerpo y
alma a la gloria celeste”, lo que enfatiza el carácter totalizante y completo
de su glorificación y encuentro definitivo con su Hijo.
Por otro lado, teniendo un cuerpo glorificado
al igual que su Hijo, María puede continuar manifestando su maternidad divina a
través de las múltiples apariciones, cuando su Hijo así lo permite, haciendo
posible que los videntes puedan percibirla con características étnicas que les
resultan familiares.
María vive ya plenamente lo que nosotros
aspiramos a vivir un día en el cielo. Representa para nosotros un signo de
esperanza. Ella es nuestra meta y nuestro ejemplo; nos conduce de su mano hacia
su Hijo, que es su razón de ser, con quien aspiramos un día compartir su
victoria sobre la muerte. ¡A Jesús por María! Ella es también nuestra Gabirah,
nuestra abogada, la Reina Madre que intercede por nosotros ante su Hijo, Jesucristo
Rey.
En esta solemnidad de la Asunción de la
Santísima Virgen María, pidamos a nuestro Señor que nos colme de sus bienes
para que bendigamos Su nombre como Ella lo hizo con el hermoso canto del
Magníficat que leemos en la liturgia de hoy (Lc 1, 39-56). ¡Salve, llena de
gracia!… Santa María, ruega por nosotros.
Hoy comenzamos un nuevo año celebrando la
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Durante la octava de Navidad que
culmina hoy hemos estado contemplando el misterio de la Encarnación del Hijo de
Dios en la persona de aquel Niñito que nació en un establo de Belén. Hoy
levantamos la mirada hacia la Madre que le dio la vida humana y fue la primera
en adorarle, teniéndolo aún en su vientre virginal. Aquella a quien se refiere
san Pablo en la segunda lectura de hoy (Gál, 4,4-7) al decir: “Cuando se
cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la
Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser
hijos por adopción”. Aunque no la menciona por su nombre, este es el texto más
antiguo del Nuevo Testamento que hace referencia a la Madre de Jesús.
La Maternidad Divina es también el dogma
mariano más antiguo de la Iglesia, decretado por el Concilio de Éfeso en el año
431, que la declaró theotokos,
término griego que literalmente quiere decir “la que parió a Dios”.
En esta solemnidad tan especial, en lugar de
comentar las escrituras como solemos hacer, me gusta compartir un corto ensayo
escrito por un ateo (Jean Paul Sartre),
quien logró captar como ninguno ese misterio de la maternidad divina.
“La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que
yo habría querido pintar sobre su cara es una maravillosa ansiedad que nada más
ha aparecido una vez sobre una figura humana. Porque Cristo es su niño, la
carne y el fruto de sus entrañas. Ella le ha llevado nueve meses, y le dará el
pecho, y su leche se convertirá en sangre de Dios. Y por un momento la
tentación es tan fuerte que se olvida de que él es Dios. Le aprieta entre sus
brazos y le dice: ‘Mi pequeño’. Pero en otros momentos se corta y piensa: ‘Dios
está ahí’, y ella es presa de un religioso temor ante ese Dios mudo, ante ese
niño aterrador. Porque todas las madres se sienten a ratos detenidas ante ese
trozo rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten desterradas ante esa
nueva vida que se ha hecho con su vida y que tiene pensamientos extraños. Pero
ningún niño ha sido tan cruel y rápidamente arrancado de su madre que éste,
porque es Dios y sobrepasa con creces lo que ella pueda imaginar.
“Pero yo pienso que también hay otros
momentos, rápidos y escurridizos, en los que ella siente que a la vez que
Cristo es su hijo, su pequeño, y que es Dios. Ella le mira y piensa: ‘Este Dios
es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Ha sido hecho por mí; tiene mis ojos
y el trazo de su boca es como el de la mía; se me parece. ¡Es Dios y se me
parece!’
“Y a ninguna mujer le ha cabido la suerte de
tener a su Dios para ella sola; un Dios tan pequeño que se le puede tomar en brazos
y cubrir de besos, un Dios tan cálido que sonríe y respira, un Dios que se
puede tocar y que ríe. Y es en uno de esos momentos cuando yo pintaría a María
si supiera pintar…”
Que el año que acaba de comenzar sea uno lleno
de bendiciones para todos. Pidamos a Santa María, Madre de Dios, que nos lleve
de su mano hacia su Hijo, que es también nuestro hermano. ¡Feliz Año Nuevo!
“Declaramos, pronunciamos y definimos que ladoctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante desu concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente enprevisión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano,preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios,por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Conesas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis Deus, quedó establecido eldogma de la Inmaculada Concepción hace 164 años, el 8 de diciembre de 1854.Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la mismaVirgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en
previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su
concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue concebida
y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes
disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser
concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer
“sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso
Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas,
sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba
solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un
propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo
que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la
lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de
Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el
pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado
por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de
gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis
que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco
hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en
la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la
llena de gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva
humanidad” inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su
desobediencia, creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que
María, por su obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del
Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere,
ansíe y añore solo a Dios.
“…[P]or la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Con esta declaración, contenida en la constitución apostólica Munificentissimus Deus, del 1ro de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de Nuestra Señora la Santísima Virgen María.
Ese dogma, que le da vida a la solemnidad de la Asunción que celebramos hoy, es uno de cuatro “dogmas marianos” que forman parte de la doctrina católica, y el último en ser proclamado.
El Concilio Vaticano II nos enseña que María fue “enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores, y vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen Gentium 59). En la cultura y tradición judía, el lugar de la Reina era ocupado por la madre del rey, la “Reina Madre”. La Reina Madre era reconocida como la abogada del pueblo. Todo el que quería lograr un favor del rey, recurría a la Reina Madre, quien siempre tenía el oído del rey. Los judíos se referían a ella como Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Habiendo Jesús ascendido en cuerpo y alma a los cielos luego de su gloriosa resurrección, y siendo Él el último rey del linaje de David (Lc 1,32), el lugar que corresponde a María, como Reina Madre, es en un trono a la derecha de su Hijo (Cfr. 1 Re 3,19). Su Hijo no podía esperar hasta la resurrección de los muertos en el día del juicio final. Por eso dispuso que su Madre fuera “asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”, lo que enfatiza el carácter totalizante y completo de su glorificación y encuentro definitivo con su Hijo.
Por otro lado, teniendo un cuerpo glorificado al igual que su Hijo, María puede continuar manifestando su maternidad divina a través de las múltiples apariciones, cuando su Hijo así lo permite, haciendo posible que los videntes puedan percibirla con características étnicas que les resultan familiares.
María vive ya plenamente lo que nosotros aspiramos a vivir un día en el cielo. Representa para nosotros un signo de esperanza. Ella es nuestra meta y nuestro ejemplo; nos conduce de su mano hacia su Hijo, que es su razón de ser, con quien aspiramos un día compartir su victoria sobre la muerte. ¡A Jesús por María! Ella es también nuestra Gabirah, nuestra abogada, la Reina Madre que intercede por nosotros ante su Hijo, Jesucristo Rey.
En esta solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, pidamos a nuestro Señor que nos colme de sus bienes para que bendigamos Su nombre como Ella lo hizo con el hermoso canto del Magníficat que leemos en la liturgia de hoy (Lc 1, 39-56). ¡Salve, llena de gracia!… Santa María, ruega por nosotros.
“…[P]or la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Con esta declaración, contenida en la constitución apostólica Munificentissimus Deus, del 1ro de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de Nuestra Señora la Santísima Virgen María.
Ese dogma, que le da vida a la solemnidad de la Asunción que celebramos hoy, es uno de cuatro “dogmas marianos” que forman parte de la doctrina católica, y el último en ser proclamado.
El Concilio Vaticano II nos enseña que María fue “enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores, y vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen Gentium 59). En la cultura y tradición judía, el lugar de la Reina era ocupado por la madre del rey, la “Reina Madre”. La Reina Madre era reconocida como la abogada del pueblo. Todo el que quería lograr un favor del rey, recurría a la Reina Madre, quien siempre tenía el oído del rey. Los judíos se referían a ella como Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Habiendo Jesús ascendido en cuerpo y alma a los cielos luego de su gloriosa resurrección, y siendo Él el último rey del linaje de David (Lc 1,32), el lugar que corresponde a María, como Reina Madre, es en un trono a la derecha de su Hijo (Cfr. 1 Re 3,19). Su Hijo no podía esperar hasta la resurrección de los muertos en el día del juicio final. Por eso dispuso que su Madre fuera “asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”, lo que enfatiza el carácter totalizante y completo de su glorificación y encuentro definitivo con su Hijo.
Por otro lado, teniendo un cuerpo glorificado al igual que su Hijo, María puede continuar manifestando su maternidad divina a través de las múltiples apariciones, cuando su Hijo así lo permite, haciendo posible que los videntes puedan percibirla con características étnicas que les resultan familiares.
María vive ya plenamente lo que nosotros aspiramos a vivir un día en el cielo. Representa para nosotros un signo de esperanza. Ella es nuestra meta y nuestro ejemplo; nos conduce de su mano hacia su Hijo, que es su razón de ser, con quien aspiramos un día compartir su victoria sobre la muerte. ¡A Jesús por María! Ella es también nuestra Gabirah, nuestra abogada, la Reina Madre que intercede por nosotros ante su Hijo, Jesucristo Rey.
En esta solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, pidamos a nuestro Señor que nos colme de sus bienes para que bendigamos Su nombre como Ella lo hizo con el hermoso canto del Magníficat que leemos en la liturgia de hoy (Lc 1, 39-56). ¡Salve, llena de gracia!… Santa María, ruega por nosotros.
Hoy comenzamos un nuevo año celebrando la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Durante la octava de Navidad que culmina hoy hemos estado contemplando el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en la persona de aquel Niñito que nació en un establo de Belén. Hoy levantamos la mirada hacia la Madre que le dio la vida humana y fue la primera en adorarle, teniéndolo aún en su vientre virginal. Aquella a quien se refiere san Pablo en la segunda lectura de hoy (Gál, 4,4-7) al decir: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción”. Aunque no la menciona por su nombre, este es el texto más antiguo del Nuevo Testamento que hace referencia a la Madre de Jesús.
La Maternidad Divina es también el dogma mariano más antiguo de la Iglesia, decretado por el Concilio de Éfeso en el año 431, que la declaró theotokos, término griego que literalmente quiere decir “la que parió a Dios”.
En esta solemnidad tan especial, en lugar de comentar las escrituras como solemos hacer, me gusta compartir un corto ensayo escrito por un ateo (Jean Paul Sartre), quien logró captar como ninguno ese misterio de la maternidad divina.
“La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que yo habría querido pintar sobre su cara es una maravillosa ansiedad que nada más ha aparecido una vez sobre una figura humana. Porque Cristo es su niño, la carne y el fruto de sus entrañas. Ella le ha llevado nueve meses, y le dará el pecho, y su leche se convertirá en sangre de Dios. Y por un momento la tentación es tan fuerte que se olvida de que él es Dios. Le aprieta entre sus brazos y le dice: ‘Mi pequeño’. Pero en otros momentos se corta y piensa: ‘Dios está ahí’, y ella es presa de un religioso temor ante ese Dios mudo, ante ese niño aterrador. Porque todas las madres se sienten a ratos detenidas ante ese trozo rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten desterradas ante esa nueva vida que se ha hecho con su vida y que tiene pensamientos extraños. Pero ningún niño ha sido tan cruel y rápidamente arrancado de su madre que éste, porque es Dios y sobrepasa con creces lo que ella pueda imaginar.
“Pero yo pienso que también hay otros momentos, rápidos y escurridizos, en los que ella siente que a la vez que Cristo es su hijo, su pequeño, y que es Dios. Ella le mira y piensa: ‘Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Ha sido hecho por mí; tiene mis ojos y el trazo de su boca es como el de la mía; se me parece. ¡Es Dios y se me parece!’
“Y a ninguna mujer le ha cabido la suerte de tener a su Dios para ella sola; un Dios tan pequeño que se le puede tomar en brazos y cubrir de besos, un Dios tan cálido que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que ríe. Y es en uno de esos momentos cuando yo pintaría a María si supiera pintar…”
Que el año que acaba de comenzar sea uno lleno de bendiciones para todos. Pidamos a Santa María, Madre de Dios, que nos lleve de su mano hacia su Hijo, que es también nuestro hermano. ¡Feliz Año Nuevo!
“…[P]or la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. Con esta declaración, contenida en la bula Munificentissimus Deus, del 1ro de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de Nuestra Señora la Santísima Virgen María.
Ese dogma, que le da vida a la solemnidad de la Asunción que celebramos hoy, es uno de cuatro “dogmas marianos” que forman parte de la doctrina católica, y el último en ser proclamado.
El Concilio Vaticano II nos enseña que María fue “enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores, y vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen Gentium 59). En la cultura y tradición judía, el lugar de la Reina era ocupado por la madre del rey, la “Reina Madre”. La Reina Madre era reconocida como la abogada del pueblo. Todo el que quería lograr un favor del rey, recurría a la Reina Madre, quien siempre tenía el oído del rey. Los judíos se referían a ella como Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Habiendo Jesús ascendido en cuerpo y alma a los cielos luego de su gloriosa resurrección, y siendo Él el último rey del linaje de David (Lc 1,32), el lugar que corresponde a María, como Reina Madre, es en un trono a la derecha de su Hijo (Cfr. 1 Re 3,19). Su Hijo no podía esperar hasta la resurrección de los muertos en el día del juicio final. Por eso dispuso que su Madre fuera “asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”, lo que enfatiza el carácter totalizante y completo de su glorificación y encuentro definitivo con su Hijo.
Por otro lado, teniendo un cuerpo glorificado al igual que su Hijo, María puede continuar manifestando su maternidad divina a través de las múltiples apariciones, cuando su Hijo así lo permite, haciendo posible que los videntes puedan percibirla con características étnicas que les resultan familiares.
María vive ya plenamente lo que nosotros aspiramos a vivir un día en el cielo. Representa para nosotros un signo de esperanza. Ella es nuestra meta y nuestro ejemplo; nos conduce de su mano hacia su Hijo, que es su razón de ser, con quien aspiramos un día compartir su victoria sobre la muerte. ¡A Jesús por María! Ella es también nuestra Gabirah, nuestra abogada, la Reina Madre que intercede por nosotros ante su Hijo, Jesucristo Rey.
En esta solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, pidamos a nuestro Señor que nos colme de sus bienes para que bendigamos Su nombre como Ella lo hizo con el hermoso canto del Magníficat que leemos en la liturgia de hoy (Lc 1, 39-56). ¡Salve, llena de gracia!… Santa María, ruega por nosotros.
Hoy comenzamos un nuevo año celebrando la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Durante la octava de Navidad estuvimos contemplando el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en la persona de aquel Niñito que nació en un establo de Belén. Hoy levantamos la mirada hacia la Madre que le dio la vida humana y fue la primera en adorarle, teniéndolo aún en su vientre virginal. Aquella a quien se refiere san Pablo en la segunda lectura de hoy (Gál, 4,4-7) al decir: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción”. Aunque no la menciona por su nombre, este es el texto más antiguo del Nuevo Testamento que hace referencia a la madre de Jesús.
La Maternidad Divina es también el dogma mariano más antiguo de la Iglesia, decretado por el Concilio de Éfeso en el año 431, que la declaró theotokos, término griego que literalmente quiere decir “la que parió a Dios”.
En esta solemnidad tan especial, en lugar de comentar las escrituras como solemos hacer, siempre me gusta compartir un corto ensayo escrito por un ateo (Jean Paul Sartre), quien logró captar como ninguno ese misterio de la maternidad divina.
“La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que yo habría querido pintar sobre su cara es una maravillosa ansiedad que nada más ha aparecido una vez sobre una figura humana. Porque Cristo es su niño, la carne y el fruto de sus entrañas. Ella le ha llevado nueve meses, y le dará el pecho, y su leche se convertirá en sangre de Dios. Y por un momento la tentación es tan fuerte que se olvida de que él es Dios. Le aprieta entre sus brazos y le dice: ‘Mi pequeño’. Pero en otros momentos se corta y piensa: ‘Dios está ahí’, y ella es presa de un religioso temor ante ese Dios mudo, ante ese niño aterrador. Porque todas las madres se sienten a ratos detenidas ante ese trozo rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten desterradas ante esa nueva vida que se ha hecho con su vida y que tiene pensamientos extraños. Pero ningún niño ha sido tan cruel y rápidamente arrancado de su madre que éste, porque es Dios y sobrepasa con creces lo que ella pueda imaginar.
“Pero yo pienso que también hay otros momentos, rápidos y escurridizos, en los que ella siente que a la vez que Cristo es su hijo, su pequeño, y que es Dios. Ella le mira y piensa: ‘Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Ha sido hecho por mí; tiene mis ojos y el trazo de su boca es como el de la mía; se me parece. ¡Es Dios y se me parece!’
“Y a ninguna mujer le ha cabido la suerte de tener a su Dios para ella sola; un Dios tan pequeño que se le puede tomar en brazos y cubrir de besos, un Dios tan cálido que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que ríe. Y es en uno de esos momentos cuando yo pintaría a María si supiera pintar…”
Que el año que acaba de comenzar sea uno lleno de bendiciones para todos. Pidamos a Santa María, Madre de Dios, que nos lleve de su mano hacia su Hijo, que es también nuestro hermano. ¡Feliz Año Nuevo!