En este corto te explicamos por qué celebramos la Natividad de la Santísima Virgen María el 8 de septiembre, y el significado de su nacimiento en la historia de la salvación.
Hoy es el penúltimo día de la infraoctava de Navidad. Para este día la liturgia nos presenta nuevamente como lectura evangélica el prólogo de Evangelio según san Juan, que leímos para la Solemnidad de la Natividad del Señor (Jn 1,1-18).
En este prólogo se nos adelantan los cuatro grandes temas que Juan irá desarrollando a través de su relato evangélico: el Verbo, la Vida, la Luz, la Gloria, la Verdad. También se presentan las tres grandes contraposiciones que encontramos en el cuarto evangelio: Luz-tinieblas, Dios-mundo, fe-incredulidad. Y reverberando a lo largo de este pasaje, la figura del precursor, Juan el Bautista: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”.
La Palabra ha estado entre nosotros desde el momento mismo de la creación (“el mundo se hizo por medio de ella”). Para los judíos la Palabra tiene poder creador, por eso vemos que en el relato de la creación cada etapa de la misma está precedida de la frase “dijo Dios”, o “Dios dijo” (Cfr. Gn 1,1-31).
Pero como no la reconocieron, decidió encarnarse, hacerse uno con nosotros, juntando ambas naturalezas, la humana y la divina, para “divinizar” nuestra naturaleza humana de manera que recibiéramos el “poder para ser hijos de Dios”, para convertirnos en otros “cristos” (Gál 2,20). De ese modo nos dio el poder de salir de las tinieblas en que había estado sumida la humanidad en el Antiguo Testamento, hacia la Luz de Su Gloria. La decisión es nuestra, u optamos por la Luz, o permanecemos en las tinieblas; o somos hijos de la Luz, o de las tinieblas.
“Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad”. Juan quiere enfatizar que la plena revelación de Dios que se logra mediante la Encarnación, es real (“hemos contemplado su gloria”). Jesús no es un fantasma, un sueño, una fantasía, una ilusión; es real, tangible. Dios siempre ha estado presente entre su pueblo, pero a partir de la Encarnación esa presencia se tornó perceptible y viva, para no abandonarnos jamás (Mt 28,20).
Que la Luz que aparta las tinieblas inunde nuestros corazones en el año nuevo que comienza en unas horas, para que creamos en Su nombre y podamos ser llamados Hijos de la Luz y, al igual que Juan, ser testigos de la Luz, para que todos los que se crucen en nuestro camino crean en Jesús.
Continuamos celebrando la “octava” de Navidad. Cuando la Iglesia celebra una festividad solemne, como la Navidad, un día no basta; por eso la celebración se prolonga durante ocho días, como si constituyeran un solo día de fiesta. Aunque a lo largo de la historia de la Iglesia se han reconocido varias octavas, hoy la liturgia solo conserva las octavas de las dos principales solemnidades litúrgicas: Pascua y Navidad. Hecho este pequeño paréntesis de formación litúrgica, reflexionemos sobre las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy, quinto día de la infraoctava de Navidad.
Como primera lectura continuamos con la 1ra Carta del apóstol san Juan (2,3-11). En este pasaje Juan sigue planteando la contraposición luz-tinieblas, esta vez respecto a nosotros mismos. Luego de enfatizar “la luz verdadera brilla ya” y ha prevalecido sobre las tinieblas, nos dice cuál es la prueba para saber si somos hijos de la luz o permanecemos aún en las tinieblas: “Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos”. De nuevo la Ley del Amor, ese amor que Dios nos enseñó enviándonos a su único Hijo, ese Niño que nació en Belén hace apenas cuatro días, para que tuviéramos Vida por medio de Él (Cfr. Jn 4-7-9; 15,12-14).
Así, el que ha conocido y asimilado el misterio del amor de Dios en esta Navidad es “hijo de la Luz” y no tiene otro remedio que imitar su gran mandamiento, que es el Amor.
El Evangelio que contemplamos hoy nos presenta el pasaje de la Purificación de María y la Presentación del Niño en el Templo (Lc 2,22-35). Y una vez más la pregunta es obligada: ¿Cómo es posible que sus padres hayan llevado al Niño al Templo para presentárselo a Dios, si ese Niño ES Dios? Esta escena sirve para enfatizar el carácter totalizante del misterio de la Encarnación. Mediante la Encarnación Jesús se hizo uno de nosotros, igual en todo menos en el pecado (Hb 4,15). Por eso sus padres cumplieron con la Ley, significando de ese modo la solidaridad del Mesías con su pueblo, con nosotros. Y para su purificación, María presentó la ofrenda de las mujeres pobres (Lv 12,8), “un par de tórtolas o dos pichones”. La pobreza del pesebre…
Este pasaje nos presenta también el personaje de Simeón y el cántico del Benedictus. Simeón, tocado por el Espíritu Santo, le recuerda a María que ese hijo no le pertenece, que ha sido enviado para ser “luz para alumbrar a las naciones”, y que ella misma habría de ser partícipe del dolor de la pasión redentora de su Hijo: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”.
Lo vimos en la Fiesta de san Esteban Protomártir, al día siguiente de la Navidad, y lo veíamos ayer en la Fiesta de los Santos Inocentes. Hoy se nos recuerda una vez más que el nacimiento de nuestro Salvador y Redentor, nuestra liberación del pecado y la muerte, tiene un precio: la vida de ese Niño cuyo nacimiento todavía estamos celebrando. María lo sabía desde que pronunció el “hágase”. Por amor a Dios, por amor a su Hijo, por amor a ti… ¿Cómo no amar a María?
Faltan solamente ocho días para esa gran noche en que nuestro Señor y Salvador irrumpirá en la historia de la humanidad trayendo consigo la salvación, la Vida eterna, para compartirla con todos los que escuchen su Palabra y la pongan en práctica (Cfr. Lc 8,21).
La primera lectura, tomada del profeta Isaías (56,1-3a.6-8), nos anuncia que en los tiempos mesiánicos, contrario a la concepción judía, la salvación no alcanzaría solamente al “pueblo elegido”, sino a todos los que acepten Su mensaje: “A los extranjeros que se han unido al Señor, para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, … los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en mi casa de oración, … porque mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos”. Otras versiones de este pasaje dicen: “los alegraré en mi casa de oración”.
Como vemos, la liturgia continúa el tono alegre, de celebración gozosa, de expectación que caracterizó el domingo gaudete, el tercer domingo de Adviento que marcó el comienzo de esta semana. Y dentro de este ambiente de expectación gozosa, la Provincia Eclesiástica de Puerto Rico celebra hoy la memoria obligatoria de la Expectación del parto de la Bienaventurada Virgen María.
Esta fiesta fue instituida en el siglo XVII (año 656), fijándose para ocho días antes de la Navidad, o sea, el 18 de diciembre (en Puerto Rico se celebra el 16 de diciembre). La razón que se dio para fijar esta festividad litúrgica fue que, como la Fiesta de la Anunciación cae dentro del tiempo penitencial de Cuaresma, lo que impide celebrarla con toda la solemnidad y el regocijo que merece, se imponía esta segunda fiesta para dar realce al misterio de la Encarnación del Verbo.
¿Y qué mejor tiempo para esta celebración que el Adviento, que está lleno del regocijo de la espera gozosa del nacimiento del Salvador? El tiempo de Adviento es definitivamente, auténtico mes de María, pues gracias a Ella, y a su Sí, que dio paso a la plenitud de los tiempos, podemos recibir a Cristo.
Esta festividad se conoce también como la de Nuestra Señora de la O, y Nuestra Señora de la Esperanza. Así, hoy es el santo de aquellas mujeres que se llaman María de la O, y Esperanza.
El primer nombre se deriva del hecho de que la fiesta comenzaba con las primeras vísperas, el día anterior, en las que se canta la primera de las antífonas mayores llamadas “O”, por comenzar todas ellas con esta exclamación. Con el tiempo, la religiosidad popular relacionó la “O” con el avanzado estado de embarazo de la Virgen para esta fecha, cuyo vientre se mostraba redondo como esa vocal.
La advocación de Nuestra Señora de la Esperanza es obvia, esta celebración es una de esperanza, porque la Virgen lleva en su vientre el Mesías que había sido esperado por los Patriarcas, los profetas y todo el Pueblo de Israel desde el momento de la caída (Gn 3,15).
Esta festividad debe estimularnos a ejercitar la virtud teologal de la esperanza, poniendo toda nuestra confianza en Jesús y María, para que no flaquee nuestra aspiración al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra.
Hoy es un buen día también para ofrecer nuestras oraciones y actos de piedad por todas las mujeres embarazadas, para que la Virgen las asista y proteja, así como por aquellas que experimentan dificultad para concebir, y para que no haya más abortos que cobren la vida de santos inocentes.
Hoy celebramos la Fiesta de la Visitación de
la Santísima Virgen María a su prima Isabel. La liturgia nos regala ese hermoso
pasaje del Evangelio según san Lucas (1,39-56) que nos relata el encuentro
entre María e Isabel. Comentando sobre este pasaje san Ambrosio dice que fue
María la que se adelantó a saludar a Isabel puesto que es la Virgen María la
que siempre se adelanta a dar demostraciones de cariño a quienes ama.
Continúa narrándonos la lectura que al
escuchar el saludo de María, Isabel se llenó de Espíritu Santo y dijo a voz en
grito: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién
soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis
oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”.
¿Qué fuerza tan poderosa acompañó aquél saludo
de María? Nada más ni nada menos que la presencia viva de Jesús en su vientre,
unida a la fuerza del Espíritu Santo que la había cubierto con su sombra
produciendo el milagro de la Encarnación. En ocasiones anteriores hemos dicho
que el Espíritu Santo es el Amor infinito que se profesan el Padre y el Hijo
que se derrama sobre nosotros. Ese mismo Espíritu contagió a Isabel y a la
criatura que llevaba en su vientre, haciéndoles comprender el misterio que
tenían ante sí, llenándolos de la alegría que solo podemos experimentar cuando nos
sentimos inundados del Amor de Dios.
Una anécdota cuenta de un prisionero en un
campo de concentración que, en sus momentos de más aflicción, imploraba este
don con una sencilla jaculatoria: “¡Salúdame, María!”
En el momento de la Anunciación, el mismo
Espíritu que fue responsable del lanzamiento de la Iglesia misionera (Hc 2,1-40),
impulsó a María a partir en su primera misión para asistir a su pariente
Isabel, quien por ser de edad avanzada necesitaba ayuda. ¡Y qué ayuda le llevó!
La fuerza del Espíritu Santo que le permitió reconocer la presencia del Hijo,
bajo la mirada amorosa del Padre. ¡La Santísima Trinidad!
Así, la primera misión de María comenzó allí
mismo, en la Anunciación. Ante la insinuación de Ángel de que su prima Isabel
estaba encinta, inmediatamente se puso en camino, presurosa, hacia el hogar de
su prima. Pudo haberse quedado en la comodidad y tranquilidad de su hogar
adorando a Jesús recién concebido en su seno.
Tampoco se detuvo a pensar en los peligros del
camino. Más bien, se armó de valor y, a pesar de su corta edad (unos dieciséis
años), partió con el Niño en su seno virginal. María misionera salió de
Nazaret, simplemente para servir… Algunos autores, al describir esta primera
misión de María, la llaman “custodia viva”, describiendo ese viaje como la
primera “procesión de Corpus”. El alma de María había sido tocada por el que
vino a servir y no a ser servido, y optó por seguir sus pasos no obstante los
obstáculos, mostrándonos el ejemplo a seguir.
Del mismo modo, cada vez que visitamos a un
enfermo, o a un envejeciente, o a cualquier persona que necesita ayuda o
consuelo, y le llevamos el amor del Padre y el Hijo que se derrama sobre
nosotros en la forma del Espíritu Santo, estamos siguiendo los pasos de María
misionera.
En esta Fiesta de la Visitación, imploremos a
María con la misma jaculatoria del prisionero de la anécdota, diciendo con fe:
“¡Salúdame María!”
El evangelio que nos propone la liturgia para
hoy (Jn 16,29-33) es la conclusión del discurso de despedida de Jesús al
finalizar la última cena. Y justo en ese momento vemos una afirmación de fe de
parte de los apóstoles: “Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te
pregunten; por ello creemos que saliste de Dios”. Pero esa “fe” es producto de
la euforia de haber tenido ese encuentro con la divinidad de Jesús, de haber
comprendido finalmente que Jesús es el Hijo de Dios.
Jesús, que se encarnó para experimentar, para
vivir en carne propia nuestras emociones y nuestras debilidades, sabe que esa
fe de los apóstoles no ha sido probada (Cfr.
1 Pe 1,7; Prov 17,3) y, más aún, sabe que fallarán en la primera prueba de
fuego, fracaso que estará representado en las negaciones de Pedro. “¿Ahora
creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os
disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo”. La fe de los apóstoles
no ha sido fortalecida por la prueba. Tienen que percatarse de su fragilidad y
de su incapacidad para enfrentar por sí mismos la prueba de fe.
Recordemos que siempre que Jesús nos señala
una debilidad, nos da la fórmula para sobreponernos a ella: “Pero no estoy
solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis
la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al
mundo”. Los apóstoles y los demás discípulos no lo comprenderán hasta que
reciban la fuerza del Espíritu en Pentecostés. Entonces sabrán que no están
solos, y que, si Jesús “venció al mundo” ellos, y nosotros, podremos también
vencer al mundo.
Estamos a una semana de la celebración de la
gran fiesta del Espíritu Santo, la Solemnidad de Pentecostés, en la que
celebraremos la venida del Espíritu Santo sobre aquellos discípulos que se
encontraban reunidos en oración junto a María, la Madre de Jesús en la estancia
superior, en el mismo lugar en que Jesús había instituido la Eucaristía. Y las
lecturas de esta semana, especialmente la primera lectura, continuarán
presentándonos la acción del Espíritu Santo en aquella Iglesia incipiente.
Así, la primera lectura de hoy (Hc 19,1-8) nos
muestra cómo cuando Pablo les impuso las manos a doce gentiles convertidos de
la ciudad de Éfeso, “bajó sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar
en lenguas y a profetizar”. Se trata del mismo Espíritu que nosotros recibimos
en nuestro Bautismo. Tan solo tenemos que invocarlo y Él vendrá sobre nosotros.
Tal vez no hablemos en lenguas (aunque sí hablaremos el lenguaje del amor),
pero la fuerza del Espíritu nos permitirá enfrentar con valentía las
adversidades, la enfermedad y el sufrimiento cuando estas se crucen en nuestro
camino, para con nuestra conducta dar testimonio de que Jesucristo es el Señor.
Esa será nuestra mejor predicación.
Que pasen una hermosa semana en la PAZ que
solo el Espíritu, que es el Amor de Dios que se derrama sobre nosotros, puede
brindarnos.
Continuamos nuestra ruta Pascual camino a Pentecostés y, para que no se nos olvide, la Primera lectura de hoy (Hc 13,26-33) nos recuerda que a Jesús, luego haber sido muerto y sepultado, “Dios lo resucitó de entre los muertos”.
La lectura evangélica, por su parte, nos
presenta nuevamente otro de los famosos “Yo soy” de Jesús que encontramos en el
relato evangélico de Juan (14,1-6), que nos apuntan a la identidad entre Jesús
y el Padre (Cfr. Ex 3,14): “Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí”. Jesús pronuncia
estas palabras en el contexto de la última cena, después del lavatorio de los
pies a sus discípulos, el anuncio de la traición de Judas, el anuncio de su
glorificación, la institución del mandamiento del amor, y el anuncio de las
negaciones de Pedro (que refiere a la interrogante de ese “lugar” a donde va
Jesús).
Es ahí que Jesús les dice: “Que no tiemble
vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre
hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos
sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que
donde estoy yo, estéis también vosotros”. Jesús utiliza ese lenguaje partiendo
de la concepción judía de que el cielo era un lugar de muchas estancias o
“habitaciones”. Jesús toma ese concepto y lo lleva un paso más allá. Relaciona
ese “lugar” con la Casa del Padre hacia donde Él ha dicho que va. Eso les
asegura a sus discípulos un lugar en la Casa del Padre. Y tú, ¿te cuentas entre
sus discípulos?
“Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”, les
dice Jesús a renglón seguido, lo que suscita la duda de Tomás (¡Tomás siempre
dudando!): “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” Es en
contestación a esa interrogante que Jesús pronuncia el Yo soy que hemos reseñado.
Vemos cómo Jesús se identifica con el Padre.
Especialmente en el relato de Juan, Jesús repite que Él y el Padre son uno, que
quien le ve a Él ha visto al Padre, y quien le escucha a Él escucha al Padre,
al punto que a veces suena como un trabalenguas.
La misma identidad existe entre la persona de
Jesús y el misterio del Reino. Él en persona es el misterio del Reino de Dios.
Por eso puede decir a los testigos oculares: ¡Dichosos los ojos que ven lo que
veis!, pues yo os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que veis y
no lo vieron, quisieron oír lo que oís y no lo oyeron (Lc 10,23s). La
llegada de Jesús, el misterio de su encarnación, es la llegada del Reino.
El “Reino de Dios” no es un concepto territorial; ni tan siquiera es un lugar
(como tampoco lo es el cielo). Se trata del Reinado de Dios; el hecho de que
Dios “reina” sobre toda la creación. Y Jesús es uno con el Padre.
Él va primero al Padre. Ha prometido que va a
prepararnos un lugar, y cuando esté listo ha de venir a buscarnos para que
“donde yo esté, estén también ustedes”. Es decir, que nos hace partícipes de Su
vida divina. También nos ha dicho que hay un solo camino hacia la Casa del
Padre, y ese Camino es Él. ¿Te animas a seguir ese Camino?
Continuando el camino hacia la Pasión, la
Liturgia nos presenta hoy una lectura evangélica que abarca dos pasajes, el
anuncio de la traición de Judas y el comienzo de la despedida de Jesús de sus
apóstoles (Jn 13,21-33.36-38).
Comienza la lectura con una mención del estado
emocional de Jesús: “Jesús a la mesa con sus discípulos, se turbó en su
espíritu y dio testimonio diciendo: ‘En verdad, en verdad os digo: uno de
vosotros me va a entregar’.” Según se va acercando la hora, la naturaleza
humana de Jesús comienza a rebelarse. Nadie quiere morir. Jesús no es la
excepción. Siente temor ante lo que le espera. Y ese miedo natural se ve
agravado por la traición de un amigo. Sabe que uno de los suyos lo va a
entregar; peor aún, lo va a vender. En los momentos de crisis, buscamos el
apoyo de los amigos, y si esos amigos nos traicionan, ¿de dónde vendrá el
consuelo humano? Trato de imaginar cómo se sentiría Jesús en esos momentos, y
se me forma un nudo en el pecho.
A pesar de su temor y el dolor de la traición,
Jesús sabe que está aquí para cumplir la voluntad del Padre. “Lo que vas hacer,
hazlo pronto”. El tiempo apremia, la hora está cerca: “Ahora es glorificado el
Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él,
también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará”.
El dolor de la traición se ve agudizado por el
conocimiento por parte de Jesús de la deslealtad y falta de valentía que
mostrará aquél a quien había instituido cabeza de Su Iglesia (Cfr. Mt 16,18).
“Pedro replicó: ‘Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Daré mi vida por ti’.
Jesús le contestó: ‘¿Con que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te
digo: no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces’.”
Vemos a un Jesús plenamente humano. Negarlo
sería negar el carácter totalizante de la encarnación. Vemos cómo, especialmente
en el Evangelio de Juan, aunque Jesús a veces parece saber por adelantado lo
que va a ocurrir, Él no controla los eventos. Él confía plenamente en el Padre,
en quien pone toda su confianza. Acepta la voluntad del Padre y sigue adelante,
con la certeza de que no lo abandonará en la hora suprema. El Padre lo envió a
cumplir una misión, anunciar la Buena Noticia del Reino, y Él la ha cumplido a
cabalidad. Por eso con su último suspiro antes de expirar en la cruz podrá
decir: “Todo está cumplido” (Jn 19,30).
En esta Semana Santa, meditemos esta lectura y
preguntémonos: ¿Cuántas veces he traicionado a Jesús después que Él depositó su
confianza en mí? ¿Cuántas veces le he negado, o me he sentido cohibido o
avergonzado de profesar mi amistad con Él? Tratemos de imaginar por un momento
cómo se siente Él cada vez que le fallamos…
Poniéndonos ahora en Su lugar, cuando estoy en
medio de la prueba, cuando el dolor de la traición y la incertidumbre me
arropan, ¿confío plenamente en el Padre y me someto a Su voluntad después de
haber hecho todo lo que está a mi alcance, o me rebelo y pretendo buscar
soluciones humanas más compatibles con mis deseos?
La voluntad del Padre es solo una: nuestra salvación.
Si nos sometemos a ella, Él nunca nos va a complacer en algo que pueda
convertirse en un obstáculo para nuestra salvación. Piénsalo…
La Iglesia Universal celebra hoy la fiesta
litúrgica del Bautismo del Señor, que marca el fin del tiempo litúrgico de
Navidad. El Bautismo de Jesús es otra de las grandes epifanías
(manifestaciones) de Jesús, y la liturgia nos regala como primera lectura un
pasaje del profeta Isaías (42,1-4.6-7) que prefigura la lectura evangélica de
hoy, que es la versión de Lucas del Bautismo de Jesús (3,15-16.21-22).
En la primera lectura el Señor se manifiesta
por boca de Isaías: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien
prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu”. Como podemos apreciar, el
paralelismo de este pasaje con el Evangelio es asombroso: “Jesús también se
bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él
en forma de paloma, y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo, el amado, el
predilecto’”.
En la Solemnidad de la Epifanía decíamos que
la Iglesia celebra tres epifanías importantes: La Epifanía ante los Reyes Magos,
la Epifanía a Juan el Bautista en el Río Jordán cuando Jesús fue bautizado, y
la Epifanía a sus discípulos en las Bodas de Caná. En la que celebramos hoy, no
solo experimentamos una manifestación de Jesús; tenemos una verdadera teofanía en
la que se manifiestan las tres personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y
Espíritu Santo.
Ese gesto de Jesús de bautizarse como “uno
más”, junto a los pecadores, sin necesitar bautismo por estar libre de todo
pecado, enfatiza el carácter totalizante de la encarnación. Jesús se hizo uno
con nosotros, uno de nosotros. Pero su doble naturaleza se revela en el
Espíritu que desciende sobre Él y la voz del Padre que le llama “Hijo” (“Por
eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios”. – Lc 1,35). La versión de
la Biblia de Jerusalén, un poco más fiel al original, nos dice que la voz que
se escuchó del cielo dijo: “Tú eres mi hijo, yo hoy te he engendrado”.
Con esa “apertura” del cielo seguida de la
frase que acabamos de escuchar, se establece una nueva relación entre Dios y la
humanidad a través del Ungido. Así, todos los que nacemos del agua y del
Espíritu por medio del Bautismo, que nos convierte en “hijos” del Padre y, por
tanto, hermanos de Jesús y coherederos de la Gloria, podemos llamar a Dios
“Padre”, y Él puede llamarnos “hijos”. San Pablo nos lo explica así: “En
efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.
Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes
bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,14-15).
El Espíritu Santo que impulsó a Jesús a su
misión redentora, y le acompañará a lo largo de toda ella, es el mismo que se
derramó sobre todos los que hemos sido bautizados, haciéndonos partícipes de la
misma Vida y el mismo Espíritu del Señor, y llamándonos a continuar Su obra
salvadora, convirtiéndonos en “Evangelios vivientes” en el mundo y en la
historia.
Es el mismo Espíritu que hace posible la
conversión de las especies eucarísticas en el cuerpo, sangre, alma y divinidad
de Jesús. ¿Quieres ser testigo de ese milagro? Anda, ve a la Casa del Padre. Él
te espera con los brazos abiertos esperando que le digas Abbá y confundirse contigo en un abrazo.
Hoy comenzamos un nuevo año celebrando la
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Durante la octava de Navidad que
culmina hoy, hemos estado contemplando el misterio de la Encarnación del Hijo
de Dios en la persona de aquel Niñito que nació en un establo de Belén. Hoy
levantamos la mirada hacia la Madre que le dio la vida humana y fue la primera
en adorarle, teniéndolo aún en su vientre virginal. Aquella a quien se refiere
san Pablo en la segunda lectura de hoy (Gál, 4,4-7) al decir: “Cuando se
cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la
Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser
hijos por adopción”. Aunque no la menciona por su nombre, este es el texto más
antiguo del Nuevo Testamento que hace referencia a la Madre de Jesús.
La Maternidad Divina es también el dogma
mariano más antiguo de la Iglesia, decretado por el Concilio de Éfeso en el año
431, que la declaró theotokos,
término griego que literalmente quiere decir “la que parió a Dios”.
En esta solemnidad tan especial, en lugar de
comentar las escrituras como solemos hacer, me gusta compartir un corto ensayo
escrito por un ateo (Jean Paul Sartre),
quien logró captar como ninguno ese misterio de la maternidad divina.
“La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que
yo habría querido pintar sobre su cara es una maravillosa ansiedad que nada más
ha aparecido una vez sobre una figura humana. Porque Cristo es su niño, la
carne y el fruto de sus entrañas. Ella le ha llevado nueve meses, y le dará el
pecho, y su leche se convertirá en sangre de Dios. Y por un momento la
tentación es tan fuerte que se olvida de que él es Dios. Le aprieta entre sus
brazos y le dice: ‘Mi pequeño’. Pero en otros momentos se corta y piensa: ‘Dios
está ahí’, y ella es presa de un religioso temor ante ese Dios mudo, ante ese
niño aterrador. Porque todas las madres se sienten a ratos detenidas ante ese
trozo rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten desterradas ante esa
nueva vida que se ha hecho con su vida y que tiene pensamientos extraños. Pero
ningún niño ha sido tan cruel y rápidamente arrancado de su madre que éste,
porque es Dios y sobrepasa con creces lo que ella pueda imaginar.
“Pero yo pienso que también hay otros momentos, rápidos y escurridizos, en los que ella siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño, y es Dios. Ella le mira y piensa: ‘Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Ha sido hecho por mí; tiene mis ojos y el trazo de su boca es como el de la mía; se me parece. ¡Es Dios y se me parece!’
“Y a ninguna mujer le ha cabido la suerte de
tener a su Dios para ella sola; un Dios tan pequeño que se le puede tomar en brazos
y cubrir de besos, un Dios tan cálido que sonríe y respira, un Dios que se
puede tocar y que ríe. Y es en uno de esos momentos cuando yo pintaría a María
si supiera pintar…”
Que el año que acaba de comenzar sea uno lleno
de bendiciones para todos. Pidamos a Santa María, Madre de Dios, que nos lleve
de su mano hacia su Hijo, que es también nuestro hermano. ¡Feliz Año Nuevo!