REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 03-10.22

“Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me dieron de beber…”

Hasta ahora la liturgia nos ha estado ofreciendo como primera lectura para el tiempo ordinario, pasajes del Antiguo Testamento. A partir de esta 27ma semana, y hasta el final del tiempo ordinario (semana 34), estaremos contemplando lecturas del Nuevo Testamento, comenzando con las cartas de Pablo.

Y como para “despertarnos”, Pablo (Gál 1,6-12) arremete con ira santa contra aquellos falsos pastores que pretenden predicarnos un evangelio distinto al de Jesucristo, adaptando su mensaje a lo que su feligresía quiere escuchar: “Pues bien, si alguien os predica un evangelio distinto del que os hemos predicado –seamos nosotros mismos o un ángel del cielo–, ¡sea maldito! Lo he dicho y lo repito: Si alguien os anuncia un evangelio diferente del que recibisteis, ¡sea maldito! Cuando digo esto, ¿busco la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿Trato de agradar a los hombres? Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Cristo”.

Y es que como hemos dicho en innumerables ocasiones, el mensaje de Cristo tiene unas exigencias que muchos prefieren ignorar, concentrándose en las partes “bonitas”, como si la Cruz no fuera parte integrante de ese mensaje de salvación. “El que quiera seguirme…”

El Evangelio (Lc 10,25-37), por su parte, nos presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta parábola se han escrito “ríos de tinta” (ahora diríamos gigabytes y gigabytes de data). Además de la historia, edificante por demás, que nos presenta la misma, algunos exégetas ven en la compasión del samaritano una imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del samaritano al final de la parábola una especie de prefiguración del retorno de Cristo al final de los tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un reflejo de la historia de la salvación, al igual que en las “parábolas del Reino”.

Hoy nos limitaremos a señalar que el relato está precedido de una discusión sobre el mandamiento más importante: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30-31); mandamiento que recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus hogares en un receptáculo llamado mezuzah, y el mandato sobre el prójimo contenido en Lev 19,18. Jesús llevará este último mandamiento un paso más allá, al pedirnos que amemos a nuestro prójimo, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado (Jn 13,34).

Lo cierto es que este relato nos enfrenta al pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos en nuestros pecados, al hacer un examen de conciencia, pensamos en las actuaciones en que hemos incurrido que resultan ofensivas a Dios. Robar, matar, fornicar, mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar al prójimo que lo necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde, y si me detengo… “Voy a ensuciarme la ropa…”

“En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él; ¿acaso el mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final” Jesús encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse de cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el que pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”

Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).

¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el levita de la parábola!

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO TERCER DOMINGO DEL T.O. (C) 26-06-22

“El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”.

El evangelio que nos presenta la liturgia para hoy (Lc 9,51-62), marca el comienzo de la parte central del evangelio según san Lucas, que abarca hasta el capítulo 19 y nos narra la “subida” de Jesús de Galilea a la ciudad santa de Jerusalén, donde habría de culminar su misión redentora, con su pasión, muerte, resurrección y glorificación (su “misterio pascual”).

El primer versículo de la lectura nos señala la solemnidad de esta travesía: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”. Jesús había comenzado su ministerio en Galilea; sabía cuál era la culminación de ese ministerio. Ya se lo había anunciado a sus discípulos (Lc 9,22). Él sabe lo que le espera en Jerusalén, pero enfrenta su misión con valentía. Sus discípulos aún no han captado la magnitud de lo que les espera, pero le siguen.

Al pasar por Samaria piden posada y se les niega, no tanto por ser judíos, sino porque se dirigían al Templo de Jerusalén. Los discípulos reaccionan utilizando criterios humanos: “Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” (Cfr. 2 Re 1,10). Ya los discípulos conocen el poder de Jesús, pero aparentemente no han captado la totalidad de su mensaje. ¡Cuán soberbios se muestran los discípulos! Se creen que por andar con Jesús tienen la verdad “agarrada por el rabo”; que pueden disponer del “fuego divino” para acabar con sus enemigos.

Por eso Jesús “se volvió y les regañó”. En lugar de castigar o maldecir a los que los que los despreciaron, Jesús se limitó a “marcharse a otra aldea”. Ante esta lectura debemos preguntarnos: ¿cuántas veces quisiéramos ver “el fuego de Dios” caer sobre los enemigos de la Iglesia, sobre los que nos injurian, o se burlan de nosotros por seguir a Jesús, o por proclamar su Palabra? El mensaje de Jesús es claro: “Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45).

La segunda parte de la lectura nos reitera la radicalidad que implica el seguimiento de Jesús. Ante el llamado de Jesús uno le dice: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”; a lo que Jesús replica: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. Otro le dice: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia”. A este, Jesús le contestó: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”.

Esta exigencia contrasta con la vocación de Eliseo que nos narra la primera lectura (1 Re 19,16b.19-21), en la que éste le dice a Elías que le permita decir adiós a sus padres, y el profeta le contesta: “Ve y vuelve; ¿quién te lo impide?”. Luego de ofrecer un sacrificio, dio de comer a los suyos y se marchó tras Elías.

Jesús nos está planteando que las exigencias del Reino son radicales. El seguimiento de Jesús tiene que ser incondicional. Seguirle implica dejar TODO para ir tras de Él. No hay términos medios: “¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca” (Ap 3,15b-16).

Él nos está diciendo: “Sígueme”. Y tú, ¿aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 04-10-21


“Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó”. 

El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,25-37), nos presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta parábola se han escrito “ríos de tinta”. Además de la historia, edificante por demás, que nos presenta la misma, algunos exégetas ven en la compasión del samaritano una imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del samaritano al final de la parábola una especie de prefiguración del retorno de Cristo al final de los tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un reflejo de la historia de la salvación, al igual que en las “parábolas del Reino”.

La parábola está precedida por una discusión sobre el mandamiento más importante: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”; mandamiento que recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus hogares en un receptáculo llamado mezuzah, y el mandato sobre el prójimo contenido en Lev 19,18. Jesús llevará este último mandamiento un paso más allá, al pedirnos que amemos a nuestro prójimo, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado (Jn 13,34).

Lo cierto es que este relato nos enfrenta al pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos en nuestros pecados, al hacer un examen de conciencia, pensamos en las actuaciones en que hemos incurrido que resultan ofensivas a Dios. Robar, matar, fornicar, mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar al prójimo que lo necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde, y si me detengo… “Voy a ensuciarme la ropa…”

“En el atardecer de nuestra vida seremos juzgados en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él; ¿acaso el mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final” Jesús encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse de cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el que pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”

Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).

¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el levita de la parábola!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMA QUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 13-07-21

“Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido”.

Estamos acostumbrados a escuchar a Jesús pronunciar palabras de amor, llenas de misericordia; por eso nos estremece y hasta nos confunde escucharle pronunciar palabras fuertes de reproche y condenación, como las que encontramos en el evangelio de hoy (Mt 11,20-24). Jesús acaba de impartir las instrucciones a sus apóstoles antes de enviarlos en misión. Y hacia el final de esas instrucciones ya les había dicho que, si en algún lugar no los recibían bien, que se sacudieran el polvo de los pies y continuaran su camino a otro lugar en el cual estuvieran dispuestos a escucharlos.

No hay duda, la Palabra de Jesús a veces nos resulta amenazadora, precisamente por las exigencias de vida que contiene, por lo que yo llamo la “letra chica”. No se trata de un juego, es algo bien serio. Si algo está en “juego” es nuestra salvación, la Vida eterna. Tenemos dos opciones: o aceptamos a Jesús (con todo lo que implica), o lo rechazamos. No hay términos medios. “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, es apto para el Reino de Dios” (Lc 9,62). “Conozco tu conducta: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (Ap 3,15).

El seguimiento de Jesús no es fácil; su lenguaje es duro, sin “adornos”, por eso muchos de sus discípulos al oírle optaron por abandonarlo (Cfr. Jn 6,60.66), ante lo cual Jesús se dirigió a los Doce diciendo: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67).

Los habitantes de las ciudades que Él menciona en la lectura de hoy, Corozaín, Betsaida y Cafarnaún, donde Él realizó la mayoría de los milagros, donde predicó en las sinagogas y en las ciudades, donde pronunció el discurso de las Bienaventuranzas, no le hicieron caso (Cfr. Jn 1,11). Por eso las compara con ciudades paganas de Tiro, Sidón y Gomorra, y les anuncia que correrán una suerte peor que aquellas.

Jesús se muestra especialmente fuerte con Cafarnaún, la ciudad donde llevó cabo la parte más significativa de su ministerio, y que sirvió como “centro de operaciones” de su misión evangelizadora: “Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno”.

Esa misma Palabra nos pregunta hoy, a cada uno de nosotros: “Y tú, ¿piensas escalar el cielo?”

¿Cuál es tu respuesta?

Está claro, para ser ciudadanos del Reino, y acreedores a la Vida eterna tenemos que imitar a Jesús, que no es otra cosa que vivir la Ley del Amor, que Él mismo resume en dos mandamientos: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”, y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 37.39). Y el cumplimiento del primero se logra en el cumplimiento del segundo: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. (Cfr. Mt 25, 31-46).

Se lee fácil, pero, Señor, ¡qué difícil se nos hace seguirte!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 05-10-20

“Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me dieron de beber…”

Hasta ahora la liturgia nos ha estado ofreciendo como primera lectura para el tiempo ordinario, pasajes del Antiguo Testamento. A partir de esta 27ma semana, y hasta el final del tiempo ordinario (semana 34), estaremos contemplando lecturas del Nuevo Testamento, comenzando con las cartas de Pablo.

Y como para “despertarnos”, Pablo (Gál 1,6-12) arremete con ira santa contra aquellos falsos pastores que pretenden predicarnos un evangelio distinto al de Jesucristo, adaptando su mensaje a lo que su feligresía quiere escuchar.

Y es que como hemos dicho en innumerables ocasiones, el mensaje de Cristo tiene unas exigencias que muchos prefieren ignorar, concentrándose en las partes “bonitas”, como si la Cruz no fuera parte integrante de ese mensaje de salvación. “El que quiera seguirme…”

El Evangelio (Lc 10,25-37), por su parte, nos presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta parábola se han escrito “ríos de tinta” (ahora diríamos gigabytes y gigabytes de data). Además de la historia, edificante por demás, que nos presenta la misma, algunos exégetas ven en la compasión del samaritano una imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del samaritano al final de la parábola una especie de prefiguración del retorno de Cristo al final de los tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un reflejo de la historia de la salvación, al igual que en las “parábolas del Reino”.

Hoy nos limitaremos a señalar que el relato está precedido de una discusión sobre el mandamiento más importante: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30-31); mandamiento que recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus hogares en un receptáculo llamado mezuzah, y el mandato sobre el prójimo contenido en Lev 19,18. Jesús llevará este último mandamiento un paso más allá, al pedirnos que amemos a nuestro prójimo, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado (Jn 13,34).

Lo cierto es que este relato nos enfrenta al pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos en nuestros pecados, al hacer un examen de conciencia, pensamos en las actuaciones en que hemos incurrido que resultan ofensivas a Dios. Robar, matar, fornicar, mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar al prójimo que lo necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde, y si me detengo… “Voy a ensuciarme la ropa…”

“En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él; ¿acaso el mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final” Jesús encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse de cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el que pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”

Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).

¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el levita de la parábola!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 14-07-20

“Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno”.

Estamos acostumbrados a escuchar a Jesús pronunciar palabras de amor, llenas de misericordia; por eso nos estremece y hasta nos confunde escucharle pronunciar palabras fuertes de reproche y condenación, como las que encontramos en el evangelio de hoy (Mt 11,20-24). Jesús acaba de impartir las instrucciones a sus apóstoles antes de enviarlos en misión. Y hacia el final de esas instrucciones ya les había dicho que si en algún lugar no los recibían bien, que se sacudieran el polvo de los pies y continuaran su camino a otro lugar en el cual estuvieran dispuestos a escucharles.

No hay duda, la Palabra de Jesús a veces nos resulta amenazadora, precisamente por las exigencias de vida que contiene, por lo que yo llamo la “letra chica”. No se trata de un juego, es algo bien serio. Si algo está en “juego” es nuestra salvación, la Vida eterna. Tenemos dos opciones: o aceptamos a Jesús (con todo lo que implica), o lo rechazamos. No hay términos medios. “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, es apto para el Reino de Dios” (Lc 9,62). “Conozco tu conducta: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (Ap 3,15).

El seguimiento de Jesús no es fácil; su lenguaje es duro, sin “adornos”, por eso muchos de sus discípulos al oírle optaron por abandonarlo (Cfr. Jn 6,60.66), ante lo cual Jesús se dirigió a los Doce diciendo: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67).

Los habitantes de las ciudades que Él menciona en la lectura de hoy, Corozaín, Betsaida y Cafarnaún, donde Él realizó la mayoría de los milagros, donde predicó en las sinagogas y en las ciudades, donde pronunció el discurso de las Bienaventuranzas, no le hicieron caso (Cfr. Jn 1,11). Por eso las compara con ciudades paganas de Tiro, Sidón y Gomorra, y les anuncia que correrán una suerte peor que aquellas.

Jesús se muestra especialmente fuerte con Cafarnaún, la ciudad donde llevó  cabo la parte más significativa de su ministerio, y que sirvió como “centro de operaciones” de su misión evangelizadora: “Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno”.

Esa misma Palabra nos pregunta hoy, a cada uno de nosotros: “Y tú, ¿piensas escalar el cielo?”

¿Cuál es tu respuesta?

Está claro, para ser ciudadanos del Reino, y acreedores a la Vida eterna tenemos que imitar a Jesús, que no es otra cosa que vivir la Ley del Amor, que Él mismo resume en dos mandamientos: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”, y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 37.39). Y el cumplimiento del primero se logra en el cumplimiento del segundo: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. (Cfr. Mt 25, 31-46).

Se lee fácil, pero, Señor, ¡qué difícil se nos hace seguirte!

REFLEXIÓN PARA EL DECIMOTERCER DOMINGO DEL T.O. (C) 30-06-19


“Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”.

El evangelio que nos presenta la liturgia para hoy (Lc 9,51-62), marca el comienzo de la parte central del evangelio según san Lucas, que abarca hasta el capítulo 19 y nos narra la “subida” de Jesús de Galilea a la ciudad santa de Jerusalén, donde habría de culminar su misión redentora, con su pasión, muerte, resurrección y glorificación (su “misterio pascual”).

El primer versículo de la lectura nos señala la solemnidad de esta travesía: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”. Jesús había comenzado su ministerio en Galilea; sabía cuál era la culminación de ese ministerio. Ya se lo había anunciado a sus discípulos (Lc 9,22). Él sabe lo que le espera en Jerusalén, pero enfrenta su misión con valentía. Sus discípulos aún no han captado la magnitud de lo que les espera, pero le siguen.

Al pasar por Samaria piden posada y se les niega, no tanto por ser judíos, sino porque se dirigían al Templo de Jerusalén. Los discípulos reaccionan utilizando criterios humanos: “Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” (Cfr. 2 Re 1,10). Ya los discípulos conocen el poder de Jesús, pero aparentemente no han captado la totalidad de su mensaje. ¡Cuán soberbios se muestran los discípulos! Se creen que por andar con Jesús tienen la verdad “agarrada por el rabo”; que pueden disponer del “fuego divino” para acabar con sus enemigos.

Por eso Jesús “se volvió y les regañó”. En lugar de castigar o maldecir a los que los que los despreciaron, Jesús se limitó a “marcharse a otra aldea”. Ante esta lectura debemos preguntarnos: ¿cuántas veces quisiéramos ver “el fuego de Dios” caer sobre los enemigos de la Iglesia, sobre los que nos injurian, o se burlan de nosotros por seguir a Jesús, o por proclamar su Palabra? El mensaje de Jesús es claro: “Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45).

La segunda parte de la lectura nos reitera la radicalidad que implica el seguimiento de Jesús. Ante el llamado de Jesús uno le dice: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”; a lo que Jesús replica: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. Otro le dice: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia”. A este, Jesús le contestó: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”.

Esta exigencia contrasta con la vocación de Eliseo que nos narra la primera lectura (1 Re 19,16b.19-21), en la que éste le dice a Elías que le permita decir adiós a sus padres, y el profeta le contesta: “Ve y vuelve; ¿quién te lo impide?”. Luego de ofrecer un sacrificio, dio de comer a los suyos y se marchó tras Elías.

Jesús nos está planteando que las exigencias del Reino son radicales. El seguimiento de Jesús tiene que ser incondicional. Seguirle implica dejar TODO para ir tras de Él. No hay términos medios: “¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca” (Ap 3,15b-16).

Él nos está diciendo: “Sígueme”. Y tú, ¿aceptas?