En este corto te compartimos nuestra explicación del título de Salud de los enfermos con el que invocamos la intercesión de la Santísima Virgen María en las letanías lauretanas.
Estamos en la última semana del año litúrgico,
y durante la misma san Lucas nos narrará episodios de los últimos días de la
vida terrena de Jesús, justo antes de su Pasión. El pasaje de hoy (Lc 21,1-4) se
desarrolla justo a la entrada del Templo, ante el vestíbulo, donde estaban
colocadas trece grandes arcas que conformaban la “tesorería” del Templo. Allí
depositaban las ofrendas los fieles, y comunicaban sus “intenciones” al
encargado de contabilizar el valor de cada ofrenda.
La lectura nos dice que Jesús alzó los ojos;
está observando, estudiando los gestos, “viendo” con los ojos de Dios dentro de
los corazones de todos los que desfilan frente al arca de las ofendas. Allí “vio
unos ricos que echaban donativos en el arca de las ofrendas; vio también una
viuda pobre que echaba dos reales, y dijo: ‘Sabed que esa pobre viuda ha echado
más que nadie, porque todos los demás han echado de lo que les sobra, pero
ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’”. El original
nos dice que lo que la viuda ofrendó fue dos lepta, la moneda de menor valor que existía entonces. Y Jesús, que
es Dios, sabe que era todo lo que esa pobre mujer tenía. Confianza en la
Providencia Divina.
Vemos una marcada diferencia en el significado
de cada ofrenda. La viuda le entrega a Dios su pobreza, le ha dado lo único que
posee. Los ricos, por el contrario, le entregan su poder y privilegios, le han
dado lo que les sobra.
Siempre que leemos este pasaje hablamos de la
importancia de ser generosos al momento de ofrendar, o de practicar la caridad;
de dar de lo que tenemos, no de lo que nos sobra. Pensemos por un momento a la
inversa. ¿Podríamos aplicar la enseñanza de este pasaje a Dios? Si Dios nos hubiese
dado solo de lo que le sobra, ¿nos habría dado a su único Hijo
para salvarnos? En el pasaje que leemos hoy Jesús sabe que le quedan apenas
unos días de vida. Sabe que su Padre, que es Dios, lo va a ofrendar a Él, que
también es Dios; es decir, que Dios se va a ofrendar a sí mismo, dando no solo
lo que tiene, sino lo que es.
Tal vez por eso Jesús presta tanta importancia
al gesto de aquella viuda que entregó su posibilidad de sobrevivir, confiando,
como lo hizo la viuda de Sarepta, en la palabra del Señor cuando dijo que “La
orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará”. (1 Re 17,7-16).
Ese Jesús que nació pobre, teniendo por cuna
un pesebre (Lc 2,7), vivió como pobre, no teniendo donde recostar la cabeza (Mt
18,20), e iba morir, también pobre, teniendo como fortuna tan solo su ropa (Jn
19,24), estaba a punto de ofrendar, al igual que la viuda, todo lo que tenía:
su vida misma, su persona.
Ayer celebrábamos la Solemnidad de Cristo Rey,
y decíamos que el poder del Reino de Dios está en el Amor, no en la riqueza ni
el poder terrenal. Dios no es un Rey que vino de paseo a la tierra para mostrar
su poder. Por el contrario, vino para hacerse pobre y esclavo de todos, y así
mostrar su grandeza; para con su gesto comprar para nosotros la libertad que no
puede restringirse con cadenas: la libertad de sabernos amados por un Dios que se
ofrece a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación.
Estamos en la última semana del año litúrgico, y durante la misma san Lucas nos narrará episodios de los últimos días de la vida terrena de Jesús, justo antes de su Pasión. El pasaje de hoy (Lc 21,1-4) se desarrolla a la entrada del Templo, ante el vestíbulo, donde estaban colocadas trece grandes arcas que conformaban la “tesorería” del Templo. Allí depositaban las ofrendas los fieles, y comunicaban sus “intenciones” al encargado de contabilizar el valor de cada ofrenda.
La lectura nos dice que Jesús alzó los ojos;
está observando, estudiando los gestos, “viendo” con los ojos de Dios dentro de
los corazones de todos los que desfilan frente al arca de las ofendas. Allí “vio
unos ricos que echaban donativos en el arca de las ofrendas; vio también una
viuda pobre que echaba dos reales, y dijo: ‘Sabed que esa pobre viuda ha echado
más que nadie, porque todos los demás han echado de lo que les sobra, pero
ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’”. El original
nos dice que lo que la viuda ofrendó fue dos lepta, la moneda de menor valor que existía entonces. Y Jesús, que
es Dios, sabe que era todo lo que esa pobre mujer tenía. Confianza en la
Providencia Divina.
Vemos una marcada diferencia en el significado
de cada ofrenda. La viuda le entrega a Dios su pobreza, le ha dado lo único que
posee. Los ricos, por el contrario, le entregan su poder y privilegios, le han
dado lo que les sobra.
Siempre que leemos este pasaje hablamos de la
importancia de ser generosos al momento de ofrendar, o de practicar la caridad;
de dar de lo que tenemos, no de lo que nos sobra. Pensemos por un momento a la
inversa. ¿Podríamos aplicar la enseñanza de este pasaje a Dios? Si Dios nos hubiese
dado solo de lo que le sobra, ¿nos habría dado a su único Hijo para
salvarnos? En el pasaje que leemos hoy Jesús sabe que le quedan apenas unos
días de vida. Sabe que su Padre, que es Dios, lo va a ofrendar a Él, que
también es Dios; es decir, que Dios se va a ofrendar a sí mismo, dando no solo
lo que tiene, sino lo que es.
Tal vez por eso Jesús presta tanta importancia
al gesto de aquella viuda que entregó su posibilidad de sobrevivir, confiando,
como lo hizo la viuda de Sarepta, en la palabra del Señor cuando dijo que “el
tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará” (1 Re 17,7-16).
Ese Jesús que nació pobre, teniendo por cuna
un pesebre (Lc 2,7), vivió como pobre, no teniendo donde recostar la cabeza (Mt
18,20), e iba morir, también pobre, teniendo como fortuna su ropa (Jn 19,24),
estaba a punto de ofrendar, al igual que la viuda, todo lo que tenía: su vida
misma, su persona.
Ayer celebrábamos la Solemnidad de Cristo Rey,
y decíamos que el poder del Reino de Dios está en el Amor, no en la riqueza ni
el poder terrenal. Dios no es un Rey que vino de paseo a la tierra para mostrar
su poder. Por el contrario, vino para hacerse pobre y esclavo de todos, y así
mostrar su grandeza; para con su gesto comprar para nosotros la libertad que no
puede restringirse con cadenas: la libertad de sabernos amados por un Dios que se
ofrece a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación.