La primera lectura que nos presenta la liturgia
para hoy está tomada del “Tercer Isaías” (65,17-21), que comprende los
capítulos 56 al 66 de ese libro. Estos capítulos, escritos por un autor anónimo
y atribuidos al profeta Isaías, fueron escritos durante la “era de la
restauración”, luego del regreso del pueblo judío a su país tras el destierro
en Babilonia. Es un libro lleno de esperanza y alegría, dentro de la
devastación que encontró el pueblo en Jerusalén a su regreso del destierro.
La lectura continúa el ambiente festivo del
domingo lætare que celebrábamos ayer: “Mirad: yo voy a crear un cielo
nuevo y una tierra nueva: de lo pasado no habrá recuerdo ni vendrá pensamiento,
sino que habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear. Mirad: voy a
transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo; me alegraré de
Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos”.
Es un anticipo de la promesa de la “nueva
Jerusalén” que san Juan nos presentará luego en el Apocalipsis en un ambiente
de boda (uno de mis pasajes favoritos): “Luego vi un cielo nuevo y una tierra
nueva porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no
existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de
junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una
fuerte voz que decía desde el trono: ‘Esta es la morada de Dios con los
hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él Dios – con –
ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte
ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado’” (Ap
21,1-4).
Es una promesa del Señor. Hay una sola
condición: escuchar Su Palabra y creerle al que le envió. Y eso tiene que
llenarnos de alegría. Así como el pueblo de Israel se levantó de entre las
cenizas de una Jerusalén y un Templo destruidos, esta lectura nos prepara para
la alegría de la Vigilia Pascual cuando resuene en los templos de todo el mundo
el Gloria, anunciando la Resurrección de Jesús.
La lectura evangélica (Jn 4,43-54) nos
presenta el pasaje de la curación del hijo de un funcionario real. Lo curioso
de este episodio es que es un pagano quien nos revela la verdadera naturaleza
de la fe: una confianza plena y absoluta en la palabra y la persona de Jesús,
que le hace resistir los reproches iniciales de Jesús (“Como no veáis signos y
prodigios, no creéis”) y le impulsa a actuar según esa confianza, sin necesidad
de ningún signo visible. Creyó en Jesús, y “le creyó” a Jesús. Eso fue suficiente
para emprender el camino de regreso a su casa con la certeza de que Jesús le
había dicho: “Anda, tu hijo está curado”. Él creyó que su hijo estaba sano, y este
fue sanado.
Nosotros tenemos la ventaja del testimonio de
Su gloriosa Resurrección. Aun así, tenemos que preguntarnos: ¿Realmente le creo
a Jesús?
En esta Cuaresma, oremos: “Señor yo creo, pero
aumenta mi fe”.
Hoy la liturgia nos presenta al evangelista
san Juan, quien dominará la liturgia por lo que resta de la Cuaresma. El pasaje
que leemos hoy (Jn 4,43-54) es el de la curación del hijo de un funcionario
real (un pagano). Este suceso ocurre después del encuentro de Jesús con
Nicodemo y la Samaritana. Cabe señalar que este es uno de apenas siete milagros
(“signos”) que nos narra el evangelio según san Juan (los sinópticos nos narran
unos 23).
Jesús acababa de llegar a Caná de Galilea y
este funcionario, que tenía un hijo muy enfermo en Cafarnaún, le pidió que fuera
con él allá para curarlo. Jesús lo increpó diciéndole: “Como no veáis signos y
prodigios, no creéis”. Aun así el funcionario insistió (estaba seguro de que
Jesús podía curar a su hijo – la semilla de la fe).
Ante la insistencia del hombre Jesús le dijo: “Anda,
tu hijo está curado”. La Escritura nos dice que “El hombre creyó en la palabra
de Jesús y se puso en camino”. Yendo de camino los criados vinieron a su
encuentro y le dijeron que el niño estaba curado, y él pudo constatar que el
milagro había ocurrido justo a la hora que Jesús le había dicho que su hijo
estaba curado. El funcionario creyó que su hijo estaba curado y actuó conforme
a esa creencia. En eso consiste la fe. Confió en la Palabra de Jesús y actuó de
conformidad.
Lo curioso de este episodio es que es un
pagano quien nos revela la verdadera naturaleza de la fe: una confianza plena y
absoluta en la persona de Jesús, que le hace resistir los reproches iniciales
de Jesús, y le impulsa a actuar según esa confianza, sin necesidad de ningún
signo visible. Creyó en Jesús, y “le creyó” a Jesús. Eso fue suficiente para
emprender el camino de regreso a su casa con la certeza de que Jesús le había
dicho: “Anda, tu hijo está curado”. Él creyó que su hijo estaba sano, y su hijo
fue sanado. “Y creyó él y toda su familia”.
Es decir, no se trata de creer o no en los signos,
se trata de creerle o no creerle a Jesús. El que le cree a Jesús y actúa
conforme a esa confianza, verá manifestarse la gloria de Dios. El que no le
cree a Jesús podrá presenciar mil prodigios, pero nunca recibirá la gracia de
los mismos, nunca verá manifestarse en él la gloria de Dios.
Por eso se ha dicho que la fe es el “gatillo”
que “dispara” el poder de Dios. Ese es nuestro problema, creemos pero no
tenemos fe, aunque nos consideremos personas “de fe”. Basta con escuchar las
palabras de Jesús: “Si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a
esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la montaña se trasladaría; y nada
sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Una sola pregunta: ¿Puedo yo mover
montañas?
En esta Cuaresma oremos: “Señor yo creo, pero
aumenta mi fe”.
Hoy celebramos la memoria obligatoria de Nuestra Señora la Virgen de los Dolores (la “Dolorosa”). Y a propósito de esta memoria la liturgia nos brinda uno de los pasajes evangélicos más conocidos e interpretados del Nuevo Testamento (Jn 19,25-27). El pasaje nos muestra a las tres Marías (María, la Madre de Jesús, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena) al pie de la cruz, y “cerca” al discípulo amado. Nos dice la Escritura que “Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa”.
Aparte de la cuestión legal-cultural de la necesidad de una mujer no quedarse sin la protección de un hombre que velara por sus derechos, la interpretación de este pasaje ha ido evolucionando a lo largo de la historia de la Iglesia, especialmente en cuanto al papel de María en ese momento crucial de su misión. Las palabras de Jesús en esos, sus últimos momentos de vida, sirven para proyectar el significado de la escena más allá del ámbito de aquél momento tan íntimo entre la Madre y el Hijo.
En las palabras de Jesús podemos ver cómo Jesús constituye a María madre espiritual de todos los creyentes; tanto de la Iglesia, como de cada uno de nosotros individuamente, representados en la persona del discípulo amado. Como dijera el Papa León XIII: “En la persona de Juan, según el pensamiento constante de la Iglesia, Cristo quiere referirse al género humano y particularmente a todos los que habrían de adherirse a él con la fe”.
María ejerció su papel de madre de la Iglesia, y de los discípulos, desde los comienzos de la Iglesia, reuniendo a estos últimos junto a ella en oración tras la muerte y resurrección de Jesús (Hc 1,14).
Yo no tengo la menor duda de que la presencia de María, la llena de gracia, en aquella estancia superior, precipitó la venida del Espíritu Santo sobre los presentes aquél día de Pentecostés. María, constituida ya por su Hijo en madre espiritual de todos, continuó animando y ejerciendo su cuidado maternal sobre aquellos que continuarían la labor misionera de su Hijo. Así, como Madre solícita, está siempre pendiente a nuestras necesidades para recabar la intervención de su Hijo cuando se necesario para que la obra de su Hijo no se vea frustrada. Si lo hizo en Caná de Galilea por los novios (Jn 2-1-11), ¿cómo no lo va a hacer por nosotros, los que seguimos a su Hijo, el mismo que nos la entregó como madre al pie de la Cruz?
¿Qué hijo no va a recurrir a su madre en los momentos difíciles, con la certeza de que en sus brazos va a encontrar el consuelo, la paz que tanto necesita? No temas acudir a ella en tus momentos de tribulación; ella te acogerá en su regazo y allí te sentirás seguro, amado… Y ya nada podrá perturbarte.
Nuestra Señora de los Dolores, ruega por nosotros.
Hoy la liturgia nos presenta al evangelista san Juan, quien dominará la liturgia por lo que resta de la Cuaresma. El pasaje que leemos hoy (Jn 4,43-54) es el de la curación del hijo de un funcionario real (un pagano). Este suceso ocurre después del encuentro de Jesús con Nicodemo y la Samaritana. Cabe señalar que este es uno de apenas siete milagros (“signos”) que nos narra el evangelio según san Juan (los sinópticos nos narran unos 23).
Jesús acababa de llegar a Caná de Galilea y este funcionario que tenía un hijo muy enfermo en Cafarnaún le pidió que fuera con él allá para curarlo. Jesús lo increpó diciéndole: “Como no veáis signos y prodigios, no creéis”. Aun así el funcionario insistió (estaba seguro de que Jesús podía curar a su hijo – la semilla de la fe).
Ante la insistencia del hombre Jesús le dijo: “Anda, tu hijo está curado”. La Escritura nos dice que “El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino”. Yendo de camino los criados vinieron a su encuentro y le dijeron que el niño estaba curado, y él pudo constatar que el milagro había ocurrido justo a la hora que Jesús le había dicho que su hijo estaba curado. El funcionario creyó que su hijo estaba curado y actuó conforme a esa creencia. En eso consiste la fe. Creyó si haber visto.
Lo curioso de este episodio es que es un pagano quien nos revela la verdadera naturaleza de la fe: una confianza plena y absoluta en la persona de Jesús, que le hace resistir los reproches iniciales de Jesús, y le impulsa a actuar según esa confianza, sin necesidad de ningún signo visible. Creyó en Jesús, y “le creyó” a Jesús. Eso fue suficiente para emprender el camino de regreso a su casa con la certeza de que Jesús le había dicho: “Anda, tu hijo está curado”. Él creyó que su hijo estaba sano, y su hijo fue sanado.
Otra característica del Evangelio según san Juan: a diferencia de los sinópticos, en los que el objetivo de los milagros es producir la fe, en el evangelio de Juan el objetivo de los milagros es recompensar la fe. Así, no se trata de creer o no en los signos, se trata de creerle o no creerle a Jesús. El que le cree a Jesús y actúa conforme a esa confianza, verá manifestarse la gloria de Dios. El que no le cree a Jesús podrá presenciar mil prodigios, pero nunca recibirá la gracia de los mismos, nunca verá manifestarse en él la gloria de Dios.
Por eso se ha dicho que la fe es el “gatillo” que “dispara” el poder de Dios. Ese es nuestro problema, creemos pero no tenemos fe, aunque nos consideremos personas “de fe”. Basta con escuchar las palabras de Jesús: “Si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Una sola pregunta: ¿Puedo yo mover montañas?
En esta Cuaresma oremos: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.
Hoy la liturgia nos presenta al evangelista san Juan, quien dominará la liturgia por lo que resta de la Cuaresma. El pasaje que leemos hoy (Jn 4,43-54) es el de la curación del hijo de un funcionario real (un pagano). Este suceso ocurre después del encuentro de Jesús con Nicodemo y la Samaritana. Cabe señalar que este es uno de apenas siete milagros (“signos”) que nos narra el evangelio según san Juan (los sinópticos nos narran unos 23).
Jesús acababa de llegar a Caná de Galilea y este funcionario que tenía un hijo muy enfermo en Cafarnaún le pidió que fuera con él allá para curarlo. Jesús lo increpó diciéndole: “Como no veáis signos y prodigios, no creéis”. Aun así el funcionario insistió (estaba seguro de que Jesús podía curar a su hijo – la semilla de la fe).
Ante la insistencia del hombre Jesús le dijo: “Anda, tu hijo está curado”. La Escritura nos dice que “El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino”. Yendo de camino los criados vinieron a su encuentro y le dijeron que el niño estaba curado, y él pudo constatar que el milagro había ocurrido justo a la hora que Jesús le había dicho que su hijo estaba curado. El funcionario creyó que su hijo estaba curado y actuó conforme a esa creencia. En eso consiste la fe. Creyó si haber visto.
Lo curioso de este episodio es que es un pagano quien nos revela la verdadera naturaleza de la fe: una confianza plena y absoluta en la persona de Jesús, que le hace resistir los reproches iniciales de Jesús, y le impulsa a actuar según esa confianza, sin necesidad de ningún signo visible. Creyó en Jesús, y “le creyó” a Jesús. Eso fue suficiente para emprender el camino de regreso a su casa con la certeza de que Jesús le había dicho: “Anda, tu hijo está curado”. Él creyó que su hijo estaba sano, y su hijo fue sanado.
Otra característica del Evangelio según san Juan: a diferencia de los sinópticos, en los que el objetivo de los milagros es producir la fe, en el evangelio de Juan el objetivo de los milagros es recompensar la fe. Así, no se trata de creer o no en los signos, se trata de creerle o no creerle a Jesús. El que le cree a Jesús y actúa conforme a esa confianza, verá manifestarse la gloria de Dios. El que no le cree a Jesús podrá presenciar mil prodigios, pero nunca recibirá la gracia de los mismos, nunca verá manifestarse en él la gloria de Dios.
Por eso se ha dicho que la fe es el “gatillo” que “dispara” el poder de Dios. Ese es nuestro problema, creemos pero no tenemos fe, aunque nos consideremos personas “de fe”. Basta con escuchar las palabras de Jesús: “Si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Una sola pregunta: ¿Puedo yo mover montañas?
En esta Cuaresma oremos: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.