Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria.
Como primera lectura propia de la memoria, la liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).
Este pasaje es también uno de los más ricos en contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último y definitivo rey del linaje de David.
Para entender el alcance del Evangelio, y su relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey” y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Por eso decimos que María es la “Reina del Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la “Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María “fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte”.
Desde allí, en el trono que su Hijo ha dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra abogada. Es por ello que en esa hermosa oración de la Salve decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente hoy, sino todos los días de nuestras vidas.
La liturgia para hoy nos propone la misma
lectura evangélica que leeremos el próximo martes 21 (Lc 1,39-45), la visita de
María a Isabel. Como primera lectura se nos presenta un pasaje de la profecía
de Miqueas (5,1-4), que anuncia al pueblo que el Mesías esperado nacerá en
Belén: “Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar
al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos
inmemorables. Por eso, los entregará hasta que dé a luz la que debe dar a luz, el
resto de sus hermanos volverá junto con los hijos de Israel. Se mantendrá
firme, pastoreará con la fuerza del Señor, con el dominio del nombre del Señor,
su Dios; se instalarán, ya que el Señor se hará grande hasta el confín de la
tierra. Él mismo será la paz”.
Este oráculo es bien conocido, pues Mateo lo
cita en la visita de los magos, cuando Herodes manda a preguntar a los sumos
sacerdotes y escribas que dónde habría de nacer el Mesías, y estos le
responden: “En Belén de Judea,… porque así está escrito por el Profeta” (Mt
2,5-6). Juan también lo cita durante la discusión sobre el origen de Jesús: “¿No
dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el
pueblo de donde era David?” (Jn 7,42). Podemos ver en esta lectura que el censo
ordenado por el emperador Augusto que provocó que José tuviera que trasladarse
a Belén con su mujer encinta, no fue pura casualidad. Estaba todo dispuesto en
el plan de salvación trazado por el Padre desde la eternidad.
Esta profecía nos señala también el origen
humilde (al igual que David) del Mesías, ya que la aldea de Belén era un lugar
pobre. El linaje davídico del mesías esperado se refuerza con la frase: “Su
origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial”. De ahí que el ángel dijera a María en la
anunciación que al niño que va a nacer: “El Señor Dios le dará el trono de
David, su padre” (Lc 1,32b). Cabe señalar que aunque ambos evangelistas que
mencionan las circunstancias del nacimiento de Jesús (Mateo y Lucas) enfatizan
que José, esposo de María y padre putativo de Jesús, pertenecía a la estirpe de
David, la tradición, recogida en los evangelios apócrifos nos señala que María
también era del linaje de David.
Esta lectura es un ejemplo de lo que en días
anteriores hemos llamado la perspectiva histórica, o del pasado, que nos
presenta el “adviento” que vivió el pueblo de Israel durante prácticamente todo
el Antiguo Testamento, esperando, anticipando, preparando la llegada del mesías
libertador que iba a sacar a su pueblo de la opresión. Y en María se hacen
realidad todas las expectativas mesiánicas del pueblo judío; su “sí”, su
“hágase” hizo posible la “plenitud de los tiempos” que marcó el momento para el
nacimiento del Hijo de Dios (Cfr. Gál 4,4). Como dijo san Juan Pablo II: “Desde
la perspectiva de la historia humana, la plenitud de los tiempos es una fecha
concreta. Es la noche en que el Hijo de Dios vino al mundo en Belén, según lo
anunciado por los profetas”.
Estamos a escasos días de la fecha. La
liturgia nos ha llevado in crescendo hasta este momento en que nos
encontramos en el umbral de la Navidad. Es el momento de hacer inventario…
¿Estamos preparados para recibir al Niño Dios?
Estamos en la “segunda parte del Adviento”, en la novena de Navidad.
La lectura evangélica de hoy, tomada de san Mateo (1,1-17), nos presenta la Genealogía de Jesús. Esta genealogía abarca cuarenta y dos generaciones (múltiplo de 7) desde Abraham hasta Jesús (v. 17), pasando por el rey David, de cuya descendencia nacería el Mesías esperado. Esta parecería ser una lectura aburrida. ¿A quién le interesan tantos nombres raros, muchos de los cuales son desconocidos para la mayoría de nosotros? ¿Por qué ese interés desmedido en establecer el linaje de Jesús?
Debemos recordar que Mateo escribe su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, con el objetivo de probar que Jesús es el Mesías prometido. Por eso pasa el trabajo de establecer, de entrada, su nacimiento dentro de la estirpe de David. Esto se refleja también en el uso continuo de la frase “para que se cumpliese…”, a lo largo de todo su relato (en los primeros tres capítulos se repite seis veces). Es decir, su tesis es que en Jesús se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento relativas al futuro Mesías, que comenzaron desde el libro del Génesis.
Así, en la primera lectura de hoy (Gn 49,1-2.8-10), Jacob manda a reunir a sus doce hijos (de quienes saldrían las doce tribus de Israel), y les dice: “A ti, Judá, te alabarán tus hermanos, pondrás la mano sobre la cerviz de tus enemigos, se postrarán ante ti los hijos de tu padre. Judá es un león agazapado, has vuelto de hacer presa, hijo mío; se agacha y se tumba como león o como leona, ¿quién se atreve a desafiarlo? No se apartará de Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus rodillas, hasta que venga aquel a quien está reservado, y le rindan homenaje los pueblos”. David fue el primero en reinar sobre ambos reinos, el de Judá y el de Israel, antes de que se dividieran, y su linaje continuó reinando sobre Judá. De esa estirpe es que nace José, “esposo de María, de la que nació Jesús, el Cristo” (v. 16), heredero del trono de David (Lc 1,32b).
Aunque sabemos que José no tuvo nada que ver con la concepción de Jesús en el seno virginal de María, al reconocerlo y darle su nombre se convirtió para todos los efectos legales en el padre de Jesús, a quien asumió como hijo suyo. De este modo se convirtió también en el padre espiritual de Jesús, a quien le transmitió toda la tradición de su pueblo, convirtiéndolo en un verdadero hijo de Israel.
Si comparamos los relatos de Mateo y Lucas, vemos cómo en el primero la figura principal es José, a quien el ángel le anuncia la concepción milagrosa de Jesús y le encomienda ponerle el nombre cuando nazca (tarea fundamental en la mentalidad bíblica), mientras María permanece como un personaje secundario que ni tan siquiera habla. En Lucas, por el contrario, María es la verdadera protagonista, el personaje alrededor del cual giran los primeros dos capítulos. En Lucas es a ella a quien el ángel anuncia el embarazo milagroso, recibe el nombre de “llena de gracia”, y se le encarga ponerle el nombre a Jesús.
María es también la figura clave, la protagonista del Adviento. En ella, concebida sin pecado original y preparada por el Padre desde la eternidad, nacida judía hija de Israel, se concentran todas las esperanzas del pueblo judío y de toda la humanidad. De ella recibimos al Salvador, y hoy sigue conduciéndonos hacia su Hijo.
Nuestra Señora del Adviento, ¡muéstranos el Camino!
Según sigue llegando a su fin el Adviento, las lecturas continúan repitiéndose, como cuando uno sabe que algo grande está a punto de suceder, y se sorprende repitiendo una frase o un nombre, producto de anticipar ese momento esperado. Así el Evangelio (Lc 1,26-38) para este cuarto domingo de Adviento nos repite el que leíamos recientemente para la solemnidad de la Inmaculada Concepción, que nos narra el hermoso pasaje de la Anunciación.
Al comienzo del Adviento compartimos con ustedes un anticipo de los temas que dominarían la liturgia del Adviento. Decíamos entonces que el primer domingo era el domingo de VIGILANCIA, el segundo de CONVERSIÓN, el tercero de TESTIMONIO, y este cuarto el del ANUNCIO.
Con la primera lectura para hoy (Sm 7,1-5.8b-12.14a.16) la
liturgia nos anuncia, a través del profeta Natán, el nacimiento de Aquél que
habría de hacer de la casa de David un Reino que duraría por toda la eternidad.
Dice el Señor a David por medio de Natán que: “el Señor te comunica que te dará
una dinastía. Y, cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus
padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y
consolidaré su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu
casa y tu reino durarán por siempre en mí presencia; tu trono permanecerá por
siempre”.
En el Evangelio, el ángel del Señor le anuncia a María que
ha sido ella la elegida para que se cumpliese la promesa hecha por Yahvé a
David por medio del profeta, al decirle que el hijo que va a concebir “se llamará Hijo del Altísimo, el Señor
Dios le dará el trono de David, su
padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”.
Estas lecturas son un ejemplo de lo que anteriormente hemos
llamado la perspectiva histórica, o del pasado, que nos presenta el “adviento”
que vivió el pueblo de Israel durante prácticamente todo el Antiguo Testamento,
esperando, anticipando, preparando la llegada del mesías libertador que iba a
sacar a su pueblo de la opresión, y cómo en María se hacen realidad todas esas
expectativas mesiánicas del pueblo judío. Su “sí”, su “hágase” hizo posible la
“plenitud de los tiempos” que marcó el momento para el nacimiento del Hijo de
Dios (Cfr. Gál 4,4). Como dijera San
Juan Pablo II: “Desde la perspectiva de la historia humana, la plenitud de los
tiempos es una fecha concreta. Es la noche en que el Hijo de Dios vino al mundo
en Belén, según lo anunciado por los profetas”.
Estamos a escasos cuatro días de esa fecha. La liturgia nos
ha llevado in crescendo hasta este
momento en que nos encontramos en el umbral de la Navidad. Es el momento de
hacer inventario… ¿Hemos vivido un verdadero Adviento? ¿Estamos preparados para
recibir al Niño Dios? ¿Nos hemos reconciliado con nuestros hermanos, con
nosotros mismos y con Dios? ¿Hemos dispuesto nuestro pesebre interior para que la
Virgen coloque en Él a nuestro Señor y Salvador, como lo hizo aquella noche en
Belén? Es la perspectiva presente, el “hoy” del Adviento.
Todavía estamos a tiempo (Él nunca se cansa de esperarnos). En este cuarto domingo de Adviento, si tienes la oportunidad, acércate al sacramento de la reconciliación. Si por razón de la pandemia, o enfermedad, no te es posible, haz un acto de arrepentimiento, con el firme propósito de acudir al sacramento tan pronto puedas. Entonces sabrás lo que es la verdadera Navidad.
Estamos en la “segunda parte del Adviento”, en la novena de Navidad.
La lectura evangélica de hoy, tomada de san Mateo (1,1-17), nos presenta la Genealogía de Jesús. Esta genealogía abarca cuarenta y dos generaciones (múltiplo de 7) desde Abraham hasta Jesús (v. 17), pasando por el rey David, de cuya descendencia nacería el Mesías esperado. Esta parecería ser una lectura aburrida. ¿A quién le interesan tantos nombres raros, muchos de los cuales son desconocidos para la mayoría de nosotros? ¿Por qué ese interés desmedido en establecer el linaje de Jesús?
Debemos recordar que Mateo escribe su relato evangélico
para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, con el objetivo de
probar que Jesús es el Mesías prometido. Por eso pasa el trabajo de establecer,
de entrada, su nacimiento dentro de la estirpe de David. Esto se refleja
también en el uso continuo de la frase “para que se cumpliese…”, a lo largo de
todo su relato (en los primeros tres capítulos se repite seis veces). Es decir,
su tesis es que en Jesús se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento
relativas al futuro Mesías, que comenzaron desde el libro del Génesis.
Así, en la primera lectura de hoy (Gn 49,1-2.8-10), Jacob
manda a reunir a sus doce hijos (de quienes saldrían las doce tribus de
Israel), y les dice: “A ti, Judá, te alabarán tus hermanos, pondrás la mano
sobre la cerviz de tus enemigos, se postrarán ante ti los hijos de tu padre.
Judá es un león agazapado, has vuelto de hacer presa, hijo mío; se agacha y se
tumba como león o como leona, ¿quién se atreve a desafiarlo? No se apartará de
Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus rodillas, hasta que venga aquel a quien está
reservado, y le rindan homenaje los pueblos”. David fue el primero en
reinar sobre ambos reinos, el de Judá y el de Israel, antes de que se dividieran,
y su linaje continuó reinando sobre Judá. De esa estirpe es que nace José,
“esposo de María, de la que nació Jesús, el Cristo” (v. 16), heredero del trono
de David (Lc 1,32b).
Aunque sabemos que José no tuvo nada que ver con la
concepción de Jesús en el seno virginal de María, al reconocerlo y darle su
nombre se convirtió para todos los efectos legales en el padre de Jesús, a
quien asumió como hijo suyo. De este modo se convirtió también en el padre
espiritual de Jesús, a quien le transmitió toda la tradición de su pueblo,
convirtiéndolo en un verdadero hijo de Israel.
Si comparamos los relatos de Mateo y Lucas, vemos cómo en
el primero la figura principal es José, a quien el ángel le anuncia la
concepción milagrosa de Jesús y le encomienda ponerle el nombre cuando nazca
(tarea fundamental en la mentalidad bíblica), mientras María permanece como un
personaje secundario que ni tan siquiera habla. En Lucas, por el contrario,
María es la verdadera protagonista, el personaje alrededor del cual giran los
primeros dos capítulos. En Lucas es a ella a quien el ángel anuncia el embarazo
milagroso, recibe el nombre de “llena de gracia”, y se le encarga ponerle el
nombre a Jesús.
María es también la figura clave, la protagonista del
Adviento. En ella, concebida sin pecado original y preparada por el Padre desde
la eternidad, nacida judía hija de Israel, se concentran todas las esperanzas
del pueblo judío y de toda la humanidad. De ella recibimos al Salvador, y hoy
sigue conduciéndonos hacia su Hijo.
Nuestra Señora del Adviento, ¡muéstranos el Camino!
Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra
provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy
reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria.
Como primera lectura propia de la memoria, la
liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza
el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado,
con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta
lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al
relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más
comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).
Este pasaje es también uno de los más ricos en
contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás
en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será
grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David,
su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”.
Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último
y definitivo rey del linaje de David.
Para entender el alcance del Evangelio, y su
relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la
cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la
madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro
primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el
salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su
encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se
postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la
madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del
rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era
considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey”
y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir
“gran señora”.
Por eso decimos que María es la “Reina del
Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la
“Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María
“fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más
plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y
de la muerte”.
Desde allí, en el trono que su Hijo ha
dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra
abogada. Es por ello que en esa hermosa oración de la Salve decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros
tus ojos misericordiosos”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente
hoy, sino todos los días de nuestras vidas.
La lectura evangélica de hoy (Jn 11,45-47), nos
presenta al Sanedrín tomando la decisión firme de dar muerte a Jesús: “Y aquel
día decidieron darle muerte”. Esta decisión estuvo precedida por la
manifestación profética del Sumo Sacerdote Caifás (“Vosotros no entendéis ni
palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no
perezca la nación entera”), que prepara el escenario para el misterio de la
Pasión que reviviremos durante la Semana Santa que comienza mañana, domingo de
Ramos.
La primera lectura, tomada del profeta
Ezequiel (37,21-28), nos muestra a Dios que ve a su pueblo sufriendo el exilio y
le asegura que no quiere que su pueblo perezca. El pueblo ha visto la nación
desmembrarse en dos reinos: el del Norte (Israel) y el del Sur (Judá), y luego
ambos destruidos a manos de sus enemigos en los años 722 a.C. y 586 a.C.,
respectivamente, y los judíos exiliados o desparramados por todas partes. “Yo
voy a recoger a los israelitas por las naciones adonde marcharon, voy a
congregarlos de todas partes y los voy a repatriar. Los haré un solo pueblo en
su país, en los montes de Israel, y un solo rey reinará sobre todos ellos. No
volverán a ser dos naciones ni a desmembrarse en dos monarquías”.
Reiterando la promesa hecha al rey David (2 Sm
7,16), Yahvé le dice al pueblo a través del profeta: “Mi siervo David será su
rey, el único pastor de todos ellos”. Para ese tiempo David había muerto hacía
casi 400 años. Así que se refiere a aquél que ha de ocupar el trono de David,
Jesús de Nazaret (Cfr. Lc 1,32b).
Mañana conmemoramos su entrada mesiánica en
Jerusalén al son de los vítores de esa multitud anónima que lo seguía a todas
partes (“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Hosanna en las alturas!” – Mt 21,9), para dar comienzo al drama de su pasión y
muerte.
Las palabras de Caifás en la lectura de hoy (“os
conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”) lo
convierten, sin proponérselo, en instrumento eficaz del plan de salvación
establecido por el Padre desde el momento de la caída. El mismo Juan nos apunta
al carácter profético de esas palabras: “Esto no lo dijo por propio impulso,
sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando
que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para
reunir a los hijos de Dios dispersos”.
Ese era el plan que el Padre se había trazado
desde el principio: reunir a los hijos de Dios dispersos, a toda la humanidad,
alrededor del sacrificio salvador de Su Hijo, quien habría de morir por todos.
¡Cuánto le falta a la humanidad para poder
alcanzar esa meta de estar “reunidos en la unidad”! Durante esta Semana Santa, en
medio del mundo convulsionado que estamos viviendo, les invito a orar por la
unidad de todas las naciones y razas, para que se haga realidad esa unidad a la
que nos llama Jesús: Ut unum sint!
(Jn 17,21).
Que la Semana Santa que está a punto de
comenzar sea un tiempo de penitencia y contemplación de la pasión salvadora de
Cristo, y no un tiempo de vacaciones y playa.
La liturgia para hoy nos propone la misma lectura evangélica del pasado viernes (Lc 1,39-45), la visita de María a Isabel. Como primera lectura se nos presenta un pasaje de la profecía de Miqueas (5,1-4), que anuncia al pueblo que el Mesías esperado nacerá en Belén: “Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemorables. Por eso, los entregará hasta que dé a luz la que debe dar a luz, el resto de sus hermanos volverá junto con los hijos de Israel. Se mantendrá firme, pastoreará con la fuerza del Señor, con el dominio del nombre del Señor, su Dios; se instalarán, ya que el Señor se hará grande hasta el confín de la tierra. Él mismo será la paz”.
Este oráculo es bien conocido, pues Mateo lo
cita en la visita de los magos, cuando Herodes manda a preguntar a los sumos
sacerdotes y escribas que dónde habría de nacer el Mesías, y estos le
responden: “En Belén de Judea,… porque así está escrito por el Profeta” (Mt
2,5-6). Juan también lo cita durante la discusión sobre el origen de Jesús: “¿No
dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el
pueblo de donde era David?” (Jn 7,42). Podemos ver en esta lectura que el censo
ordenado por el emperador Augusto que provocó que José tuviera que trasladarse
a Belén con su mujer encinta, no fue pura casualidad. Estaba todo dispuesto en
el plan de salvación trazado por el Padre desde la eternidad.
Esta profecía nos señala también el origen
humilde (al igual que David) del Mesías, ya que la aldea de Belén era un lugar
pobre. El linaje davídico del mesías esperado se refuerza con la frase: “Sus
orígenes son de antaño, de tiempos inmemorables”. De ahí que el ángel dijera a María en la
anunciación que al niño que va a nacer: “El Señor Dios le dará el trono de
David, su padre” (Lc 1,32b). Cabe señalar que aunque ambos evangelistas que
mencionan las circunstancias del nacimiento de Jesús (Mateo y Lucas) enfatizan
que José, esposo de María y padre putativo de Jesús, pertenecía a la estirpe de
David, la tradición, recogida en los evangelios apócrifos nos señala que María
también era del linaje de David.
Esta lectura es un ejemplo de lo que en días
anteriores hemos llamado la perspectiva histórica, o del pasado, que nos
presenta el “adviento” que vivió el pueblo de Israel durante prácticamente todo
el Antiguo Testamento, esperando, anticipando, preparando la llegada del mesías
libertador que iba a sacar a su pueblo de la opresión. Y en María se hacen
realidad todas las expectativas mesiánicas del pueblo judío; su “sí”, su
“hágase” hizo posible la “plenitud de los tiempos” que marcó el momento para el
nacimiento del Hijo de Dios (Cfr. Gál 4,4). Como dijo el Beato Juan Pablo II: “Desde
la perspectiva de la historia humana, la plenitud de los tiempos es una fecha
concreta. Es la noche en que el Hijo de Dios vino al mundo en Belén, según lo
anunciado por los profetas”.
Estamos a escasos dos días de la fecha. La
liturgia nos ha llevado in crescendo
hasta este momento en que nos encontramos en el umbral de la Navidad. Es el
momento de hacer inventario… ¿Estamos preparados para recibir al Niño Dios?
Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria.
Como primera lectura propia de la memoria, la liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).
Este pasaje es también uno de los más ricos en contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último y definitivo rey del linaje de David.
Para entender el alcance del Evangelio, y su relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey” y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir “gran señora”.
Por eso decimos que María es la “Reina del Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la “Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María “fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte”.
Desde allí, en el trono que su Hijo ha dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra abogada. Es por ello que en esa hermosa oración de la Salve decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos (Eia, ergo, advocata nostra, illos tuos Misericordes oculos ad nos converte)”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente hoy, sino todos los días de nuestras vidas.