REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 10-12-22

La liturgia para hoy nos presenta como primera lectura (Sir 48,1-4.9-11) un texto que recoge la creencia de los judíos de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado, basándose en un texto de Malaquías (3,23) que los escribas interpretaban literalmente: “He aquí que envío mi profeta, Elías, antes de que venga el gran y terrible día del Señor”. De hecho, utilizaban ese argumento para alegar que Jesús no podía ser el Mesías, pues Elías no había venido aún. Continúa diciendo la primera lectura que Elías habría de venir “para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel”.

Por eso es que los discípulos le preguntan a Jesús en el Evangelio (Mt 17,10-13) que por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías, a lo que Jesús responde: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llama Elías, pero ha cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).

Los judíos no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías; no reconocieron a Juan el Bautista como el precursor y “lo trataron a su antojo”, decapitándolo.

Ese mismo drama se repite hoy día. No sabemos (o no queremos) reconocer los signos de la presencia de Dios que nos presentan sus “precursores”. Nos hacemos de la vista larga y no reconocemos a Dios que pasa junto a nosotros a diario, que inclusive convive con nosotros, forma parte de nuestras vidas y las vidas de nuestros hermanos; pero pasa desapercibido. Al igual que ocurrió con Juan el Bautista, cuando ignoramos a los precursores de Dios, estamos ignorando a Dios.

El Adviento bien vivido nos hace desear con fuerza la venida de Cristo a nuestras vidas, a nuestro mundo, pero esa espera ha de ser vigilante. Tenemos que estar alertas a los “signos de los tiempos” que Dios nos envía como precursores de su venida. De lo contrario no vamos a reconocerlo cuando toque a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20). Entonces nos pasará como todas aquellas familias a cuyas puertas tocó José pidiendo posada para él y su esposa a punto de dar a luz al Salvador. ¡Imagínense la oportunidad que dejaron pasar, de que Jesús naciera en sus hogares! Y todo porque no supieron leer los signos que se les presentaron.

En esta época de Adviento, pidamos al Señor que nos permita reconocer los signos que anuncian su presencia, para que podamos recibirlo en nuestros corazones, como lo hicieron los pastores que escucharon el anuncio de Su nacimiento de voz de los coros celestiales, y reconocieron a Dios en un niño pobre y frágil, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12).

REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO DOMINGO DEL T.O. (C) 23-10-22

“¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.

La primera lectura para este trigésimo domingo del tiempo ordinario (ciclo C), tomada del libro del Eclesiástico (35,12-14.16-18), nos habla de la Justicia Divina y cómo Dios escucha las súplicas del oprimido: “su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia”.

El Salmo (33) nos reitera que “el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él”.

La segunda lectura, tomada de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (4,6-8.16-18) contiene una de las frases lapidarias del apóstol: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida”.

El pasaje del Evangelio, tomado de san Lucas (18,9-14), nos presenta la parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar. El fariseo, “erguido” (los fariseos solían orar de pie), se limitaba a dar gracias a Dios por lo bueno que era: “no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”. También decía a Dios cómo cumplía con sus obligaciones: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.

En cambio, el publicano se mantenía en la parte de atrás y no se atrevía ni levantar los ojos al cielo, mientras se daba golpes de pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Jesús sentenció: “Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

La diferencia estaba en la actitud interior, en el corazón. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha” (Salmo). El Señor nos está diciendo que si reconocemos nuestros pecados y nuestra pobreza espiritual, y nos acercamos a Él con humildad, Él nos hará justicia.

Estamos acercándonos al final de tiempo ordinario para dar paso al Adviento y al llamado a la conversión que ese tiempo nos hace. No tenemos que esperar. El llamado a la conversión, aunque se enfatiza en los tiempos “fuertes” como Adviento y Cuaresma, es continuo. Abramos hoy nuestros corazones al Amor infinito de Dios, y ese Amor nos permitirá reconocer las veces que le hemos fallado. Eso nos permitirá postrarnos ante Él con un corazón quebrantado y humillado (Cfr. Sal 50) en el sacramento de la Reconciliación. Entonces Él nos tomará de la mano, nos levantará, y nos dará el abrazo más amoroso que hayamos recibido.

“Oh Padre amable y misericordioso, con las manos vacías nos presentamos ante ti. Perdónanos por las veces que presumimos por el bien que sólo con tu gracia pudimos hacer. Llena nuestra pobreza con tus dones, líbranos de despreciar a ninguno de nuestros hermanos y danos un corazón agradecido por todo lo que hemos recibido de ti. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor” (Oración colecta).

Recuerda, si aún no has visitado la Casa del Padre, todavía estás a tiempo.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DEL T.O. (C) 28-08-22

“Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”.

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para este vigesimosegundo domingo del tiempo ordinario está tomada del libro del Eclesiástico (3,17-18.20.28-29). Este libro se conoce también como Sirácides, o Ben Sirac y es uno de los llamados “deuterocanónicos” que no están incluidos en el canon Palestinense del Antiguo Testamento. Por eso tampoco lo encontraremos en la Biblia protestante. Y es una lástima, porque este es un libro cuya finalidad es orientar la vida en armonía con la ley y, sobre todo, recalcar la importancia de la moral y la religión como bases para la mejor educación integral del hombre.

Así, por ejemplo, el pasaje de hoy nos ofrece un sabio consejo relacionado con la importancia de proceder con humildad en todas las instancias de nuestras vidas: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes”. Años más tarde, Jesús recogerá esa sabiduría en su oración: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11,25-26).

De igual  modo, Jesús nos pediría que le siguiéramos en el camino de la humildad, que es producto del amor y se traduce en el servicio al prójimo: “aprendan de mí, porque soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Mas no se limitó a decirlo, sino que nos dio el mayor ejemplo de humildad al lavar los pies de sus discípulos (Jn 13,1-15).

Siguiendo la misma línea, en el evangelio que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 14,1.7-14) Jesús advierte a los fariseos que es preferible ocupar los últimos lugares (últimos en términos de importancia) antes que los primeros, pues nos corremos el riesgo de que llegue otro “de más categoría” que nosotros y nos pidan que le cedamos nuestro puesto. Por el contrario, es preferible ocupar los últimos puestos y que el anfitrión nos diga “Amigo, sube más arriba”. Uno de los defectos de los fariseos precisamente era el deseo de figurar. Por eso Jesús recalca: “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Jesús se refiere por supuesto a la humildad de corazón, pone su énfasis en la conversión interior, no en lo exterior. El día del juicio seremos juzgados, no por los honores y puestos que obtuvimos, sino por cuánto servimos a otros, cuánto amamos.

A renglón seguido Jesús cambia su enfoque de los invitados a su anfitrión. Para ello usa la figura del “banquete”, que en términos bíblicos se refiere al Reino de los cielos: Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”. Esa invitación a los marginados a sentarse a nuestra mesa implica solidarizarse, hacerse uno con ellos. Así, en el día final cuando ellos, por quienes Jesús siempre mostró preferencia sean llamados a entrar en el Reino, el Padre nos dirá a nosotros también: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo” (Mt 25,34).

No olviden visitar la Casa del Padre; Él les espera…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 17-06-22

“La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz”.

En la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Mt 6,19-23), Jesús comienza planteándonos un tema que es una constante en su enseñanza: el desapego de los bienes terrenales: “No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los coman ni ladrones que abran boquetes y roben. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón”.

“Donde está tu tesoro allí está tu corazón…” Un tesoro es algo precioso, algo que valoramos por encima de otras cosas, cuya posesión nos causa satisfacción, orgullo, felicidad y, más aun, seguridad. Es algo que consideramos especialmente valioso. Por eso el perderlo nos causa tristeza, y hasta angustia.

Jesús nos invita a no poner nuestra confianza, ni nuestro corazón, en las cosas del mundo que por su propia naturaleza son efímeras. Las sedas y maderas más finas pueden ser carcomidas o roídas por la carcoma y la polilla o destruidas por el fuego, y las piedras y metales más preciosos pueden ser presa de los ladrones. Entonces sentiremos que hemos perdido lo más valioso en nuestras vidas.

Por eso Jesús nos invita a poner nuestra confianza, nuestra felicidad, nuestra seguridad en las cosas del cielo. “Bendito quien se fía de Yahvé, pues no defraudará Yahvé su confianza” (Jr 17,7).

“La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!” ¿A qué ojo se refiere Jesús en este pasaje?

Mi gran amiga Minerva Maldonado me refirió en una ocasión al libro de Eclesiástico (Sirácides), en donde se recapitula la creación del hombre (Eclo 17,1-14). Allí se nos dice que Dios, al crear a los hombres “puso en ellos su ojo interior, haciéndolos así descubrir las grandes cosas que había hecho, para que alabaran su Nombre Santísimo y proclamaran la grandeza de sus obras”.

La implicación es clara. Si nos empeñamos en atesorar tesoros en la tierra, estos van a “enfermar” el “ojo interior” que Dios puso en nuestros corazones. Y estaremos a oscuras; y seremos incapaces de reconocer y admirar las maravillas de la creación. Eso, a su vez, nos impedirá alabar su Nombre Santísimo y proclamar la grandeza de sus obras.

Por eso se dice que quien atesora tesoros en la tierra vive en las tinieblas. El que tiene su corazón orientado hacia lo material vive una ceguera espiritual. Las cosas materiales se convierten en una venda que impide que la Luz del Amor de Dios llegue a él y se refleje en sus ojos. De ahí la necesidad de tener nuestros ojos fijos en las “cosas del cielo”, es decir, en Dios-Luz.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 26,1).

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de apartar todo aquello que opaque nuestro ojo interior, para que podamos contemplar su grandeza y alabarle por siempre.

Que tengan todos un hermoso fin de semana y, no olviden visitar la casa del Padre; Él les espera…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 04-02-22

La madre le contestó: «La cabeza de Juan, el Bautista.»

En el relato evangélico de ayer (Mc 6,7-13), se nos presentaba a Jesús haciendo el primer “envío” de sus discípulos. Los envió de dos en dos, así que descenderían sobre seis ciudades o aldeas a la vez. Pero aun así, esa misión puede haber tomado meses. El evangelista no nos dice qué hizo Jesús durante esos meses. A mí me gusta pensar que debe haber aprovechado ese tiempo para visitar a su madre, sobre quien los evangelios guardan un silencio total durante esta etapa de su vida. Trato de imaginarme la escena, y la felicidad que se dibujó en el rostro de María al ver a su hijo acercarse a la casa. Y ese abrazo…

De todos modos, Marcos aprovecha ese “paréntesis” en la narración para intercalar el relato de la muerte de Juan el Bautista, que nos narra en la lectura evangélica de hoy (Mc 6,14-29). Algunos ven en este relato un anuncio por parte del evangelista de la suerte que habría de correr Jesús a consecuencia de la radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de muerte por haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa de su hermano Herodes Filipo.

Herodes vivía atormentado por el vil asesinato de Juan Bautista, a quien admiraba como “un hombre honrado y santo”, pero había tenido que mandar a matar por cumplir un juramento hecho a su hijastra delante de los convidados a un banquete. Por eso, cuando oyó hablar de Jesús, y los milagros y portentos que obraba, pensó que Juan había resucitado, e iba a tener que rendirle cuentas. Por eso decía atemorizado: “Es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado”.

Lo cierto es que al denunciar la opresión de los pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, Jesús también se ganaría el odio de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.

Marcos coloca este relato con toda intención después del envío de los doce, para significar la suerte que podía esperarles a ellos también, pues la predicación de todo el que sigue el ejemplo del Maestro va a provocar controversia, porque va a obligar a los que lo escuchan a enfrentarse a sus pecados. De este modo, el martirio de Juan el Bautista se convierte también en un anuncio para los “doce” sobre la suerte que ha de esperarles.

Como hemos señalado en ocasiones anteriores, todavía, en pleno siglo 21, hay quienes sufren el martirio de sangre a causa del Evangelio, y todos los que predicamos la Palabra de Dios, aunque no lleguemos a ese extremo, vamos a crear controversia y enfrentar grandes obstáculos, así como la burla y el desprecio de muchos, incluyendo de familiares y amigos cercanos. Pero si ponemos nuestra confianza en el Señor, a pesar de nuestras debilidades, podremos sobreponer todo obstáculo y seguir adelante por la fuerza de la Palabra, que es Dios, tal como lo hizo el rey David en el recuento que nos hace la primera lectura de hoy (Sir 47,2-13).

Mañana sábado es el día dedicado a Nuestra Señora en la Liturgia. ¿Por qué no la halagas con un Avemaría?

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 11-12-21

La liturgia para hoy nos presenta como primera lectura (Sir 48,1-4.9-11) un texto que recoge la creencia de los judíos de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado, basándose en un texto de Malaquías (3,23) que los escribas interpretaban literalmente: “He aquí que envío mi profeta, Elías, antes de que venga el gran y terrible día del Señor”. De hecho, utilizaban ese argumento para alegar que Jesús no podía ser el Mesías, pues Elías no había venido aún. Continúa diciendo la primera lectura que Elías habría de venir “para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel”.

Por eso es que los discípulos le preguntan a Jesús en el Evangelio (Mt 17,10-13) que por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías, a lo que Jesús responde: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llama Elías, pero ha cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).

Los judíos no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías; no reconocieron a Juan el Bautista como el precursor y “lo trataron a su antojo”, decapitándolo.

Ese mismo drama se repite hoy día. No sabemos (o no queremos) reconocer los signos de la presencia de Dios que nos presentan sus “precursores”. Nos hacemos de la vista larga y no reconocemos a Dios que pasa junto a nosotros a diario, que inclusive convive con nosotros, forma parte de nuestras vidas y las vidas de nuestros hermanos; pero pasa desapercibido. Al igual que ocurrió con Juan el Bautista, cuando ignoramos a los precursores de Dios, estamos ignorando a Dios.

El Adviento bien vivido nos hace desear con fuerza la venida de Cristo a nuestras vidas, a nuestro mundo, pero esa espera ha de ser vigilante. Tenemos que estar alertas a los “signos de los tiempos” que Dios nos envía como precursores de su venida. De lo contrario no vamos a reconocerlo cuando toque a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20). Entonces nos pasará como todas aquellas familias a cuyas puertas tocó José pidiendo posada para él y su esposa a punto de dar a luz al Salvador. ¡Imagínense la oportunidad que dejaron pasar, de que Jesús naciera en sus hogares! Y todo porque no supieron leer los signos que se les presentaron.

En esta época de Adviento, pidamos al Señor que nos permita reconocer los signos que anuncian su presencia, para que podamos recibirlo en nuestros corazones, como lo hicieron los pastores que escucharon el anuncio de Su nacimiento de voz de los coros celestiales, y reconocieron a Dios en un niño pobre y frágil, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (19) 18-06-21

“La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz”.

En la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Mt 6,19-23), Jesús comienza planteándonos un tema que es una constante en su enseñanza: el desapego de los bienes terrenales: “No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los coman ni ladrones que abran boquetes y roben. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón”.

“Donde está tu tesoro allí está tu corazón…” Un tesoro es algo precioso, algo que valoramos por encima de otras cosas, cuya posesión nos causa satisfacción, orgullo, felicidad y, más aun, seguridad. Es algo que consideramos especialmente valioso. Por eso el perderlo nos causa tristeza, y hasta angustia.

Jesús nos invita a no poner nuestra confianza, ni nuestro corazón, en las cosas del mundo que por su propia naturaleza son efímeras. Las sedas y maderas más finas pueden ser carcomidas o roídas por la carcoma y la polilla o destruidas por el fuego, y las piedras y metales más preciosos pueden ser presa de los ladrones. Entonces sentiremos que hemos perdido lo más valioso en nuestras vidas.

Por eso Jesús nos invita a poner nuestra confianza, nuestra felicidad, nuestra seguridad en las cosas del cielo. “Bendito quien se fía de Yahvé, pues no defraudará Yahvé su confianza” (Jr 17,7).

“La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!” ¿A qué ojo se refiere Jesús en este pasaje?

Mi gran amiga Minerva Maldonado me refirió en una ocasión al libro de Eclesiástico (Sirácides), en donde se recapitula la creación del hombre (Eclo 17,1-14). Allí se nos dice que Dios, al crear a los hombres “puso en ellos su ojo interior, haciéndolos así descubrir las grandes cosas que había hecho, para que alabaran su Nombre Santísimo y proclamaran la grandeza de sus obras”.

La implicación es clara. Si nos empeñamos en atesorar tesoros en la tierra, estos van a “enfermar” el “ojo interior” que Dios puso en nuestros corazones. Y estaremos a oscuras; y seremos incapaces de reconocer y admirar las maravillas de la creación. Eso, a su vez, nos impedirá alabar su Nombre Santísimo y proclamar la grandeza de sus obras.

Por eso se dice que quien atesora tesoros en la tierra vive en las tinieblas. El que tiene su corazón orientado hacia lo material vive una ceguera espiritual. Las cosas materiales se convierten en una venda que impide que la Luz del Amor de Dios llegue a él y se refleje en sus ojos. De ahí la necesidad de tener nuestros ojos fijos en las “cosas del cielo”, es decir, en Dios-Luz.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 26,1).

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de apartar todo aquello que opaque nuestro ojo interior, para que podamos contemplar su grandeza y alabarle por siempre.

Que tengan todos un hermoso fin de semana.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 07-02-20

La madre le contestó: «La cabeza de Juan, el Bautista.»

En el relato evangélico de ayer (Mc 6,7-13), se nos presentaba a Jesús haciendo el primer “envío” de sus discípulos. Los envió de dos en dos, así que descenderían sobre seis ciudades o aldeas a la vez. Pero aun así, esa misión puede haber tomado meses. El evangelista no nos dice qué hizo Jesús durante esos meses. A mí me gusta pensar que debe haber aprovechado ese tiempo para visitar a su madre, sobre quien los evangelios guardan un silencio total durante esta etapa de su vida. Trato de imaginarme la escena, y la felicidad que se dibujó en el rostro de María al ver a su hijo acercarse a la casa. Y ese abrazo…

De todos modos, Marcos aprovecha ese “paréntesis” en la narración para intercalar el relato de la muerte de Juan el Bautista, que nos narra en la lectura evangélica de hoy (Mc 6,14-29). Algunos ven en este relato un anuncio por parte del evangelista de la suerte que habría de correr Jesús a consecuencia de la radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de muerte por haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa de su hermano Herodes Filipo.

Herodes vivía atormentado por el vil asesinato de Juan Bautista, a quien admiraba como “un hombre honrado y santo”, pero había tenido que mandar a matar por cumplir un juramento hecho a su hijastra delante de los convidados a un banquete. Por eso, cuando oyó hablar de Jesús, y los milagros y portentos que obraba, pensó que Juan había resucitado, e iba a tener que rendirle cuentas. Por eso decía atemorizado: “Es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado”.

Lo cierto es que al denunciar la opresión de los pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, Jesús también se ganaría el odio de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.

Marcos coloca este relato con toda intención después del envío de los doce, para significar la suerte que podía esperarles a ellos también, pues la predicación de todo el que sigue el ejemplo del Maestro va a provocar controversia, porque va a obligar a los que lo escuchan a enfrentarse a sus pecados. De este modo, el martirio de Juan el Bautista se convierte también en un anuncio para los “doce” sobre la suerte que ha de esperarles.

Como hemos señalado en ocasiones anteriores, todavía, en pleno siglo 21, hay quienes sufren el martirio de sangre a causa del Evangelio, y todos los que predicamos la Palabra de Dios, aunque no lleguemos a ese extremo, vamos a crear controversia y enfrentar grandes obstáculos, así como la burla y el desprecio de muchos, incluyendo de familiares y amigos cercanos. Pero si ponemos nuestra confianza en el Señor, a pesar de nuestras debilidades, podremos sobreponer todo obstáculo y seguir adelante por la fuerza de la Palabra, que es Dios, tal como lo hizo el rey David en el recuento que nos hace la primera lectura de hoy (Sir 47,2-13).

Mañana sábado es el día dedicado a Nuestra Señora en la Liturgia. ¿Por qué no la halagas con un Avemaría?

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 14-12-19

“Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista”.

La liturgia para hoy nos presenta como primera lectura (Sir 48,1-4.9-11) un texto que recoge la creencia de los judíos de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado, basándose en un texto de Malaquías (3,23) que los escribas interpretaban literalmente: “He aquí que envío mi profeta, Elías, antes de que venga el gran y terrible día del Señor”. De hecho, utilizaban ese argumento para alegar que Jesús no podía ser el Mesías, pues Elías no había venido aún. Continúa diciendo la primera lectura que Elías habría de venir “para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel”.

Por eso es que los discípulos le preguntan a Jesús en el Evangelio (Mt 17,10-13) que por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías, a lo que Jesús responde: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llama Elías, pero ha cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).

Los judíos no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías; no reconocieron a Juan el Bautista como el precursor y “lo trataron a su antojo”, decapitándolo.

Ese mismo drama se repite hoy día. No sabemos (o no queremos) reconocer los signos de la presencia de Dios que nos presentan sus “precursores”. Nos hacemos de la vista larga y no reconocemos a Dios que pasa junto a nosotros a diario, que inclusive convive con nosotros, forma parte de nuestras vidas y las vidas de nuestros hermanos; pero pasa desapercibido. Al igual que ocurrió con Juan el Bautista, cuando ignoramos a los precursores de Dios, estamos ignorando a Dios.

El Adviento bien vivido nos hace desear con fuerza la venida de Cristo a nuestras vidas, a nuestro mundo, pero esa espera ha de ser vigilante. Tenemos que estar alertas a los “signos de los tiempos” que Dios nos envía como precursores de su venida. De lo contrario no vamos a reconocerlo cuando toque a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20). Entonces nos pasará como todas aquellas familias a cuyas puertas tocó José pidiendo posada para él y su esposa a punto de dar a luz al Salvador. ¡Imagínense la oportunidad que dejaron pasar, de que Jesús naciera en sus hogares! Y todo porque no supieron leer los signos que se les presentaron.

En esta época de Adviento, pidamos al Señor que nos permita reconocer los signos que anuncian su presencia, para que podamos recibirlo en nuestros corazones, como lo hicieron los pastores que escucharon el anuncio de Su nacimiento de voz de los coros celestiales, y reconocieron a Dios en un niño pobre y frágil, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12).

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DEL T.O. (C) 01-09-19

“Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”.

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para este vigesimosegundo domingo del tiempo ordinario está tomada del libro del Eclesiástico (3,17-18.20.28-29). Este libro se conoce también como Sirácides, o Ben Sirac y es uno de los llamados “deuterocanónicos” que no están incluidos en el canon Palestinense del Antiguo Testamento. Por eso tampoco lo encontraremos en la Biblia protestante. Y es una lástima, porque este es un libro cuya finalidad es orientar la vida en armonía con la ley y, sobre todo, recalcar la importancia de la moral y la religión como bases para la mejor educación integral del hombre.

Así, por ejemplo, el pasaje de hoy nos ofrece un sabio consejo relacionado con la importancia de proceder con humildad en todas las instancias de nuestras vidas: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes”. Años más tarde, Jesús recogerá esa sabiduría en su oración: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11,25-26).

De igual  modo, Jesús nos pediría que le siguiéramos en el camino de la humildad, que es producto del amor y se traduce en el servicio al prójimo: “aprendan de mí, porque soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Mas no se limitó a decirlo, sino que nos dio el mayor ejemplo de humildad al lavar los pies de sus discípulos (Jn 13,1-15).

Siguiendo la misma línea, en el evangelio que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 14,1.7-14) Jesús advierte a los fariseos que es preferible ocupar los últimos lugares (últimos en términos de importancia) antes que los primeros, pues nos corremos el riesgo de que llegue otro “de más categoría” que nosotros y nos pidan que le cedamos nuestro puesto. Por el contrario, es preferible ocupar los últimos puestos y que el anfitrión nos diga “Amigo, sube más arriba”. Uno de los defectos de los fariseos precisamente era el deseo de figurar. Por eso Jesús recalca: “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Jesús se refiere por supuesto a la humildad de corazón, pone su énfasis en la conversión interior, no en lo exterior. El día del juicio seremos juzgados, no por los honores y puestos que obtuvimos, sino por cuánto servimos a otros, cuánto amamos.

A renglón seguido Jesús cambia su enfoque de los invitados a su anfitrión. Para ello usa la figura del “banquete”, que en términos bíblicos se refiere al Reino de los cielos: “Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”. Esa invitación a los marginados a sentarse a nuestra mesa implica solidarizarse, hacerse uno con ellos. Así, en el día final cuando ellos, por quienes Jesús siempre mostró preferencia sean llamados a entrar en el Reino, el Padre nos dirá a nosotros también: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo” (Mt 25,34).

No olviden visitar la Casa del Padre; Él les espera…