En este corto reflexionamos sobre la relación entre el evangelio para el 14to domingo del T.O. y las primeras dos Bienaventuranzas; la pobreza de espíritu y la mansedumbre.
“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.
Isaías, profeta del Adviento, continúa prefigurando al Mesías que tanto ansiaba el pueblo de Israel. La lectura que nos ofrece la liturgia para hoy (40,25-31) forma parte de la introducción al “Segundo Isaías”, también conocido como el “Libro de la Consolación”, que comprende los capítulos 40 a 55 del Libro de Isaías. En esos momentos el pueblo se encuentra desterrado en tierra extraña (Babilonia), y siente que Dios le ha abandonado: “Mi suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa”.
El profeta dice a su pueblo: “El Señor … da fuerza al cansado, acrecienta el vigor del inválido; se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas corno las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse”. La clave del mensaje lo encontramos en el último versículo (31): “…los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas”.
El profeta ofrece al pueblo un mensaje de aliento y consuelo durante el destierro, ofreciendo una visión de las relaciones de Dios con su pueblo, y cómo Dios, aunque a veces parece distante, no los abandona. Más adelante en la persona de Jesucristo se hacen realidad esas visiones, especialmente en el Evangelio según san Mateo, dirigido a los judíos convertidos al cristianismo, cuya tesis principal es probar que en Jesús se cumplen todas las promesas y profecías del Antiguo Testamento.
Así, en la lectura evangélica de hoy (Mt 11,28-30) Jesús nos invita a acudir a Él, en quien encontraremos el alivio a nuestro cansancio y el consuelo para las tribulaciones que nos agobian: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.
“Venid a mí”… Jesús nos está invitando (Él siempre está llamando a nuestra puerta). Y especialmente en este tiempo de Adviento esa invitación se hace más intensa. Él quiere que vivamos el Adviento, que aceptemos su invitación y estemos dispuestos a recibirlo en nuestros corazones. ¿Cómo respondo yo a esa invitación, a ese llamado? ¿Me dirijo a Él (a la Navidad) con el corazón preparado para recibirlo? ¿Respondo a su invitación con la misma alegría, disposición y humildad que lo hicieron los pastores (Lc 2,15-16)? En el pasaje precedente a este, Jesús había orado diciendo al Padre: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt 11,25).
¿Quiénes son los que están “agobiados” con “cargas”? Generalmente los pobres, los humildes, los “pequeños”, los que no temen acudir al llamado y tomar el yugo que Jesús les está ofreciendo, para luego descubrir que el peso se hace más llevadero porque Él lo está compartiendo. Ambos caminando en la misma dirección. ¿Saben cómo se llama ese yugo? Amor.
En este Adviento, pidamos al Señor nos revista de sentimientos de humildad para aceptar Su invitación a acercarnos y descargar en Él todas nuestras preocupaciones, con la certeza de que Él nos aliviará (1 Pe 5,5-7).
“Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”.
La primera lectura que nos ofrece la liturgia para este vigesimosegundo domingo del tiempo ordinario está tomada del libro del Eclesiástico (3,17-18.20.28-29). Este libro se conoce también como Sirácides, o Ben Sirac y es uno de los llamados “deuterocanónicos” que no están incluidos en el canon Palestinense del Antiguo Testamento. Por eso tampoco lo encontraremos en la Biblia protestante. Y es una lástima, porque este es un libro cuya finalidad es orientar la vida en armonía con la ley y, sobre todo, recalcar la importancia de la moral y la religión como bases para la mejor educación integral del hombre.
Así, por ejemplo, el pasaje de hoy nos ofrece un sabio consejo relacionado con la importancia de proceder con humildad en todas las instancias de nuestras vidas: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes”. Años más tarde, Jesús recogerá esa sabiduría en su oración: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11,25-26).
De igual modo, Jesús nos pediría que le siguiéramos en el camino de la humildad, que es producto del amor y se traduce en el servicio al prójimo: “aprendan de mí, porque soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Mas no se limitó a decirlo, sino que nos dio el mayor ejemplo de humildad al lavar los pies de sus discípulos (Jn 13,1-15).
Siguiendo la misma línea, en el evangelio que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 14,1.7-14) Jesús advierte a los fariseos que es preferible ocupar los últimos lugares (últimos en términos de importancia) antes que los primeros, pues nos corremos el riesgo de que llegue otro “de más categoría” que nosotros y nos pidan que le cedamos nuestro puesto. Por el contrario, es preferible ocupar los últimos puestos y que el anfitrión nos diga “Amigo, sube más arriba”. Uno de los defectos de los fariseos precisamente era el deseo de figurar. Por eso Jesús recalca: “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Jesús se refiere por supuesto a la humildad de corazón, pone su énfasis en la conversión interior, no en lo exterior. El día del juicio seremos juzgados, no por los honores y puestos que obtuvimos, sino por cuánto servimos a otros, cuánto amamos.
A renglón seguido Jesús cambia su enfoque de los invitados a su anfitrión. Para ello usa la figura del “banquete”, que en términos bíblicos se refiere al Reino de los cielos: Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”. Esa invitación a los marginados a sentarse a nuestra mesa implica solidarizarse, hacerse uno con ellos. Así, en el día final cuando ellos, por quienes Jesús siempre mostró preferencia sean llamados a entrar en el Reino, el Padre nos dirá a nosotros también: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo” (Mt 25,34).
No olviden visitar la Casa del Padre; Él les espera…
“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.
La primera lectura que nos ofrece la liturgia
para hoy (Ex 3,13-20) es continuación de la que leíamos ayer. Es la culminación
del pasaje de la zarza ardiendo. Dios se ha presentado ante Moisés, le ha
hablado y le ha encomendado una misión: la liberación de su pueblo de la
esclavitud en Egipto. Dios le instruye ir a los suyos para compartir con ellos
la buena noticia de que Dios no les ha abandonado, que se ha compadecido de
ellos y ha decidido venir en su auxilio.
Moisés le plantea una realidad. Para los
judíos el nombre tiene gran importancia, pues indica “el ser” profundo. Tener
nombre indica que es alguien vivo, que existe, que no es una cosa abstracta,
imprecisa, impersonal, que no es producto de la imaginación de Moisés. Si le
preguntan que quién es el que le ha enviado, ¿qué les dirá? Dios le contesta: “‘Soy
el que soy’; esto dirás a los israelitas: ‘Yo-soy’ (Yahvé) me envía a
vosotros’”. Se trata de Yahvé, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob.
Los judíos llevaban siglos viviendo en un
ambiente de idolatría, tal vez muchos se habían contaminado, olvidando al Dios
de los patriarcas. Yahvé les recuerda que Él es fiel, que cumple sus promesas,
que no se ha olvidado de ellos, que viene a sacarlos de allí y llevarlos a la
tierra que había prometido a Abraham y a su descendencia.
A veces nos dejamos contaminar por el
secularismo que nos rodea (con todos los “ídolos” modernos) y llegamos a pensar
que Dios nos ha abandonado, e inclusive nos olvidamos de Él.
La lectura evangélica de hoy (Mt 11,28-30), también continuación de la de ayer, es una de las más cortas que nos ofrece la liturgia, tres versículos. En ella Jesús nos recuerda que Dios nos abandona; que Él (que es Dios) está cerca de nosotros. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.
“Venid a mí…” Nos dice que nos acerquemos, que
vayamos hacia Él con confianza. “Y yo os aliviaré”. Nos está ofreciendo Su
hombro para aliviar nuestro cansancio, y Su abrazo para aliviar nuestros
pesares. Se ofrece a ser nuestro “cirineo”. “Cargad con mi yugo y aprended de
mí”. Nos invita a ser sus discípulos, a vivir la ley del Amor, que es un yugo
llevadero y una carga ligera; no como el yugo de la Ley, que al carecer del
Amor se torna en una carga insoportable. “Aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”. Nos señala el camino a
seguir. Se trata de asumir una nueva forma de vida, libre de los legalismos
aplastantes, que podría resumirse en un amor incondicional al prójimo, producto
de una experiencia amorosa con el Padre. Más que una carga, es un imperativo de
Amor.
Señor, ayúdame a tener la confianza de
acercarme a Ti como se acerca un niño a su padre con un juguete roto, con la
certeza de que él es quien único puede repararlo…
“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.
Isaías, profeta del Adviento, continúa prefigurando al
Mesías que tanto ansiaba el pueblo de Israel. La lectura que nos ofrece la
liturgia para hoy (40,25-31) forma parte de la introducción al “Segundo
Isaías”, también conocido como el “Libro de la Consolación”, que comprende los
capítulos 40 a 55 del Libro de Isaías. En esos momentos el pueblo se encuentra
desterrado en tierra extraña (Babilonia), y siente que Dios le ha abandonado: “Mi
suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa”.
El profeta dice a su pueblo: “El Señor … da fuerza al
cansado, acrecienta el vigor del inválido; se cansan los muchachos, se fatigan,
los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus
fuerzas, echan alas corno las águilas, corren sin cansarse, marchan sin
fatigarse”. La clave del mensaje lo encontramos en el último versículo (31):
“…los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas”.
El profeta ofrece al pueblo un mensaje de aliento y consuelo
durante el destierro, ofreciendo una visión de las relaciones de Dios con su
pueblo, y cómo Dios, aunque a veces parece distante, no los abandona. Más
adelante en la persona de Jesucristo se hacen realidad esas visiones,
especialmente en el Evangelio según san Mateo, dirigido a los judíos
convertidos al cristianismo, cuya tesis principal es probar que en Jesús se
cumplen todas las promesas y profecías del Antiguo Testamento.
Así, en la lectura evangélica de hoy (Mt 11,28-30) Jesús nos
invita a acudir a Él, en quien encontraremos el alivio a nuestro cansancio y el
consuelo para las tribulaciones que nos agobian: “Venid a mí todos los que
estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de
mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque
mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.
“Venid a mí”… Jesús nos está invitando (Él siempre está
llamando a nuestra puerta). Y especialmente en este tiempo de Adviento esa
invitación se hace más intensa. Él quiere que vivamos el Adviento, que
aceptemos su invitación y estemos dispuestos a recibirlo en nuestros corazones.
¿Cómo respondo yo a esa invitación, a ese llamado? ¿Me dirijo a Él (a la
Navidad) con el corazón preparado para recibirlo? ¿Respondo a su invitación con
la misma alegría, disposición y humildad que lo hicieron los pastores (Lc
2,15-16)? En el pasaje precedente a este, Jesús había orado diciendo al Padre:
“Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas
cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt
11,25).
¿Quiénes son los que están “agobiados” con “cargas”?
Generalmente los pobres, los humildes, los “pequeños”, los que no temen acudir
al llamado y tomar el yugo que Jesús les está ofreciendo, para luego descubrir
que el peso se hace más llevadero porque Él lo está compartiendo. Ambos
caminando en la misma dirección. ¿Saben cómo se llama ese yugo? Amor.
En este Adviento, pidamos al Señor nos revista de sentimientos
de humildad para aceptar Su invitación a acercarnos y descargar en Él todas
nuestras preocupaciones, con la certeza de que Él nos aliviará (1 Pe 5,5-7).
“Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este decimocuarto domingo del tiempo ordinario es la misma que leímos recientemente para la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús (Mt 1,25-30). En nuestra reflexión para ese día centramos nuestra atención en el versículo 28: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.
Las lecturas de hoy, sin embargo, nos hacen
resaltar los versículos 25 y 29: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y
tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”; y “Cargad
con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis
vuestro descanso”.
Ambos versículos son un eco de las primeras
dos bienaventuranzas (Mt 5,3-4): “Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque
ellos poseerán en herencia la tierra”. La pobreza de espíritu, que es del
desapego de las cosas materiales, nos lleva a la mansedumbre, a la humildad, a
no creernos superiores a los demás, a depender de la Providencia Divina. Solo
entonces podremos abrir nuestros corazones al Espíritu Santo, que es el Amor
que se profesan el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros.
En la segunda lectura (Rm 8,9.11-13) san Pablo
nos dice: “Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el
Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no
es de Cristo. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos
habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús
vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita
en vosotros”. Por eso puede proclamar: “Ya no vivo yo, es Cristo que vive en
mí” (Gál 2, 20).
La primera lectura (Zc 9,9-10) nos presenta la
figura del futuro Mesías entrando a Jerusalén, no como los reyes terrenales,
que llegaban llenos de gloria y poder político y militar, al son de trompetas y
acompañados de ejércitos, sino “modesto y cabalgando en un asno, en un pollino
de borrica”. A pesar de esta, y tantas otras profecías, cuando llegó, los suyos
no lo reconocieron (Cfr. Jn 1,11).
El pueblo judío, cansado y agobiado de ser
presa de cuatro imperios (babilónico, persa, griego y romano) durante cuatro
siglos, esperaba un libertador político, un rey guerrero que les devolviera su
independencia. Pero Jesús vino a traerles una libertad mayor; la libertad del
pecado y la muerte. Y para enfatizar su mensaje, optó por hacerlo desde la
pobreza. Nació pobre, teniendo por cuna un pesebre, vivió su vida en la
pobreza, en ocasiones sin tener dónde recostar la cabeza (Cfr. Mt 8,20),
y murió teniendo como su única posesión su ropa y una túnica que se echaron a
la suerte entre los soldados (Mt 25,35).
Cristo nos muestra el camino al Padre: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”. Cfr. Sal 22,2.
Hoy celebramos la memoria obligatoria de Santa
Teresa de Jesús, también conocida simplemente como Teresa de Ávila,
virgen y doctora de la Iglesia, mística y fundadora de las Carmelitas
Descalzas. Es una de las tres doctoras de la Iglesia. Las otras dos son Santa
Catalina de Siena y Santa Teresita del Niño Jesús.
Aunque el calendario litúrgico pastoral para nuestra provincia eclesiástica propone las lecturas correspondientes al lunes XXVIII del tiempo ordinario, hoy comentaremos la lectura evangélica que nos propone la liturgia propia de la memoria (Mt 11,25-30). En ocasiones anteriores que hemos comentado sobre esta lectura nos hemos concentrado en el v. 28: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.
Las lecturas de hoy, sin embargo, nos hacen
resaltar los vv. 25-26.9: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Cargad con
mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis
vuestro descanso”.
Ambos versículos son un eco de las primeras
dos bienaventuranzas (Mt 5,3-4): “Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque
ellos poseerán en herencia la tierra”. La pobreza de espíritu, que es del
desapego de las cosas materiales, nos lleva a la mansedumbre, a la humildad, a
no creernos superiores a los demás, a depender de la Providencia Divina. Solo
entonces podremos abrir nuestros corazones al Espíritu Santo, que es el Amor
que se profesan el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Y ese amor es
fuente de la verdadera Sabiduría.
La primera lectura (Eclo 15,1-6) nos apunta al
origen de esa Sabiduría que caracterizó a las tres santas mujeres que
mencionamos al principio, y que les valiera ser reconocidas como doctoras de la
Iglesia sin tener grandes estudios teológicos; Sabiduría que “le saldrá al
encuentro como una madre” al que logra ese grado de compenetración con el
Misterio del Amor de Dios, que “lo ensalzará sobre sus compañeros, para que
abra la boca en la asamblea”. Santa Teresa supo vivir el Amor de Dios a
plenitud al punto de experimentar arrebatos místicos que le permitieron hacerse
una con la fuente de todo Amor.
Teresa de Ávila supo también “cargar con el
yugo” de Cristo, entregándose a vivir la verdadera pobreza evangélica y el
rechazo, que la llevaron a impulsar grandes reformas en la Orden del Carmelo.
Cristo nos muestra el camino al Padre: “Aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”. Cfr.
Sal 22,2.
“Oh Dios de vida y amor: Santa Teresa de Jesús
fue profundamente consciente de qué manera tan especial tú vives en lo más
profundo de nosotros mismos. Que ella nos ayude a vivir la vida de Jesús como
sarmientos vivos unidos a la vid, que den fruto inagotable de justicia, bondad
y amor” (oración colecta).
“Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”.
La primera lectura que nos ofrece la liturgia para
este vigesimosegundo domingo del tiempo ordinario está tomada del libro del
Eclesiástico (3,17-18.20.28-29). Este libro se conoce también como Sirácides, o
Ben Sirac y es uno de los llamados “deuterocanónicos” que no están incluidos en
el canon Palestinense del Antiguo Testamento. Por eso tampoco lo encontraremos
en la Biblia protestante. Y es una lástima, porque este es un libro cuya
finalidad es orientar la vida en armonía con la ley y, sobre todo, recalcar la
importancia de la moral y la religión como bases para la mejor educación
integral del hombre.
Así, por ejemplo, el pasaje de hoy nos ofrece
un sabio consejo relacionado con la importancia de proceder con humildad en
todas las instancias de nuestras vidas: “Hijo mío, en tus asuntos procede con
humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las
grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la
misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes”. Años más tarde, Jesús
recogerá esa sabiduría en su oración: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y
de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las
has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11,25-26).
De igual
modo, Jesús nos pediría que le siguiéramos en el camino de la humildad,
que es producto del amor y se traduce en el servicio al prójimo: “aprendan de
mí, porque soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Mas no se limitó a
decirlo, sino que nos dio el mayor ejemplo de humildad al lavar los pies de sus
discípulos (Jn 13,1-15).
Siguiendo la misma línea, en el evangelio que
nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 14,1.7-14) Jesús advierte a los fariseos que
es preferible ocupar los últimos lugares (últimos en términos de importancia)
antes que los primeros, pues nos corremos el riesgo de que llegue otro “de más
categoría” que nosotros y nos pidan que le cedamos nuestro puesto. Por el
contrario, es preferible ocupar los últimos puestos y que el anfitrión nos diga
“Amigo, sube más arriba”. Uno de los defectos de los fariseos precisamente era
el deseo de figurar. Por eso Jesús recalca: “todo el que se enaltece será
humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Jesús se refiere por supuesto
a la humildad de corazón, pone su énfasis en la conversión interior, no en lo
exterior. El día del juicio seremos juzgados, no por los honores y puestos que
obtuvimos, sino por cuánto servimos a otros, cuánto amamos.
A renglón seguido Jesús cambia su enfoque de los invitados a su anfitrión. Para ello usa la figura del “banquete”, que en términos bíblicos se refiere al Reino de los cielos: “Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”. Esa invitación a los marginados a sentarse a nuestra mesa implica solidarizarse, hacerse uno con ellos. Así, en el día final cuando ellos, por quienes Jesús siempre mostró preferencia sean llamados a entrar en el Reino, el Padre nos dirá a nosotros también: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo” (Mt 25,34).
No olviden visitar la Casa del Padre; Él les
espera…
La lectura evangélica que nos presenta la liturgia de hoy (Mt 23,13-22) se coloca en el discurso de Jesús contra la hipocresía y vacuidad de los escribas y fariseos que ocupa el capítulo 23 de Mateo. Por el tono de su discurso podemos inferir que Jesús estaba bien molesto, enojado, al proferir su ataque frontal hacia ese grupo, sobre todo porque, como dice al principio de su diatriba, “dicen y no hacen” imponiendo a la gente cargas pesadas que ellos “ni con el dedo quieren moverlas” (23,3-4). Por eso les habla en un tono tan fuerte, llamándoles hipócritas, necios y ciegos. Jesús critica duramente la falta de autenticidad de estos. Asimismo, a Jesús le resulta hipócrita y hasta ofensiva la forma en que les gusta que se les reconozca y se le rinda pleitesía.
El pasaje de hoy es el comienzo de las “siete maldiciones” o “ayes” (llamadas así porque cada una está precedida de un “ay”) de Jesús contra los escribas y fariseos, que examinaremos durante los próximos tres días (mañana ampliaremos sobre el origen y significado de los “ayes”). Resulta notable la diferencia entre esta lectura y la primera (1 Tes 1-10), en la que Pablo elogia y da gracias por la fe de los cristianos de Tesalónica, quienes han sabido mantenerse firmes en la “esperanza en Jesucristo”.
Este contraste debe llevarnos a la reflexión y a un autoexamen de conciencia. ¿Cuántas altas y bajas experimentamos en nuestro camino de conversión continua mientras intentamos alcanzar la gloria eterna? ¿Cuántas veces damos gracias a Dios por nuestra fe, por todas las bendiciones que derrama sobre nosotros a diario, y cuántas veces tenemos que bajar nuestra mirada al enfrentarnos a nuestro pecado, a nuestra falta de autenticidad, a nuestro orgullo? Jesús nos está llamando a ser genuinos, transparentes, pero sobre todo humildes: “el Señor ama a su pueblo y adorna con la victoria a los humildes” (Salmo).
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren”. Este primer “ay” nos proporciona la clave de por qué Jesús, el manso y humilde corazón, puede tornarse en una “fiera” cuando se enfrenta a los que tergiversan el mensaje al punto de impedir a otros la entrada al Reino de los cielos. Los fariseos escondían su hipocresía en el “cumplimiento” estricto de la Ley, por encima de la justicia y el amor, angustiando a los fieles con “pecados” que son meras interpretaciones legalistas; interpretaciones que llegan a convertirse en “camisas de fuerza” que nos impiden movernos en nuestro camino a la santidad y a la salvación.
Hemos dicho en otras ocasiones que la voluntad de Dios es que todos obtengamos la salvación. Jesús es claro en su mensaje; o estamos con Él, o en contra de Él (Lc 11,23). No hay términos medios. Y mientras de Él dependa, ninguna de sus ovejas se ha de perder (Mt 18,14). Por eso ataca como una leona parida a los que puedan ser piedra de obstáculo para nuestra salvación.
Que pasen una hermosa semana llena de bendiciones.