“‘¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?’ Jesús les respondió: ‘Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!’’. Este fragmento de la lectura evangélica para este tercer domingo de Adviento (Mt 11,2-11) sienta la tónica para este día que se nos presenta como el domingo del TESTIMONIO. Testimonio gozoso que le da el nombre de “domingo gaudete”. Gaudete quiere decir “regocijaos” en latín.
Desde la primera lectura (Is 35,1-6a.10) se advierte la alegría y el gozo que acompañaría la venida del redentor que el pueblo esperaba desde el mismo momento de la caída (Gn 3,15). Venida que estaría acompañada de señales que darían testimonio de su llegada: “El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría. Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión”.
Era esa espera gozosa, la expectación de la llegada del Mesías liberador que mantenía vivas las esperanzas del pueblo. Por eso el profeta les exhorta a no ser cobardes: “‘Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará’. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Volverán los rescatados del Señor, vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán”. Es el “Adviento” que vivía el pueblo de Israel durante el Antiguo Testamento, y que profetas como Isaías mantenían vivo.
Esas expectativas, esas profecías, se hacen realidad en la persona de Jesucristo. Esos son los signos de que la plenitud de los tiempos ha llegado y Él es Dios “que viene en persona”, el Mesías esperado; “los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio”. Por eso, ante la pregunta que Juan le formula desde la cárcel a través de sus discípulos (“¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?), Jesús se limita a pedirles que den TESTIMONIO de lo que han visto y oído; testimonio que ha de estar obligadamente enmarcado, no solo en el gozo natural que semejantes portentos provocan, sino en el convencimiento de que ellos apuntan que los tiempos mesiánicos ha llegado.
Hoy la Iglesia nos dice: “regocíjate” y “da testimonio” de ese gozo. Si hacemos inventario de las maravillas que Dios ha obrado en cada una de nuestras vidas, desde el mismo momento de nuestra concepción, tenemos que regocijarnos. Y ese regocijo es tal que, nos sentimos compelidos a salir y dar TESTIMONIO.
Isaías nos pide que seamos valientes. En la segunda lectura Santiago (5,7-10) nos exhorta a ser pacientes, especialmente en el sufrimiento. Es decir, a mantener la expectación gozosa en medio de la prueba y la tribulación, porque el Señor nos ama tanto que nos hará justicia. Si hemos vivido el Adviento sabemos que el Señor está cerca. ¡Regocíjate!
Si aún no te has reconciliado con el Padre, todavía estás a tiempo. Él no se cansa de esperarte…
La liturgia para hoy nos presenta como primera lectura (Sir 48,1-4.9-11) un texto que recoge la creencia de los judíos de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado, basándose en un texto de Malaquías (3,23) que los escribas interpretaban literalmente: “He aquí que envío mi profeta, Elías, antes de que venga el gran y terrible día del Señor”. De hecho, utilizaban ese argumento para alegar que Jesús no podía ser el Mesías, pues Elías no había venido aún. Continúa diciendo la primera lectura que Elías habría de venir “para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel”.
Por eso es que los discípulos le preguntan a Jesús en el Evangelio (Mt 17,10-13) que por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías, a lo que Jesús responde: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llama Elías, pero ha cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).
Los judíos no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías; no reconocieron a Juan el Bautista como el precursor y “lo trataron a su antojo”, decapitándolo.
Ese mismo drama se repite hoy día. No sabemos (o no queremos) reconocer los signos de la presencia de Dios que nos presentan sus “precursores”. Nos hacemos de la vista larga y no reconocemos a Dios que pasa junto a nosotros a diario, que inclusive convive con nosotros, forma parte de nuestras vidas y las vidas de nuestros hermanos; pero pasa desapercibido. Al igual que ocurrió con Juan el Bautista, cuando ignoramos a los precursores de Dios, estamos ignorando a Dios.
El Adviento bien vivido nos hace desear con fuerza la venida de Cristo a nuestras vidas, a nuestro mundo, pero esa espera ha de ser vigilante. Tenemos que estar alertas a los “signos de los tiempos” que Dios nos envía como precursores de su venida. De lo contrario no vamos a reconocerlo cuando toque a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20). Entonces nos pasará como todas aquellas familias a cuyas puertas tocó José pidiendo posada para él y su esposa a punto de dar a luz al Salvador. ¡Imagínense la oportunidad que dejaron pasar, de que Jesús naciera en sus hogares! Y todo porque no supieron leer los signos que se les presentaron.
En esta época de Adviento, pidamos al Señor que nos permita reconocer los signos que anuncian su presencia, para que podamos recibirlo en nuestros corazones, como lo hicieron los pastores que escucharon el anuncio de Su nacimiento de voz de los coros celestiales, y reconocieron a Dios en un niño pobre y frágil, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12).
La primera lectura de hoy (Jr 23,5-8), nos
muestra cómo la liturgia de Adviento continúa presentándonos la estirpe de
David como aquella de la cual se ha de suscitar el Mesías esperado por el
pueblo.
La lectura evangélica (Mt 1,18-24) nos
presenta un pasaje que de primera instancia puede parecer un tanto
desconcertante. José se entera que María, con quien estaba desposada, estaba
embarazada, ante lo cual él opta por repudiarla en secreto. Nos dice la lectura
que apenas había tomado esa decisión, se le apareció en sueños un ángel que le
dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer,
porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un
hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los
pecados”.
José le dio su nombre al Niño convirtiéndose
en su padre legal, asegurando de ese modo que perteneciera a la estirpe de
David. Ese era el papel que Dios tenía dispuesto para José. Muchos se han
preguntado el porqué de la vacilación de José, y su decisión de repudiar a su esposa,
a pesar de que el mismo pasaje nos dice de entrada que José era un “hombre
justo”. También se ha cuestionado cómo es posible que María le ocultara a José
el origen divino de su embarazo. Sobre este punto los exégetas han adelantado
múltiples explicaciones. Una de las más lógicas (y hermosas) es la contenida en
el siguiente comentario de san Bernardo, citando a san Efrén:
“¿Por qué quiso José despedir a María?
Escuchad acerca de este punto no mi propio pensamiento, sino el de los Padres;
si quiso despedir a María fue en medio del mismo sentimiento que hacía decir a
san Pedro, cuando apartaba al Señor lejos de sí: Apártate de mí, que soy
pecador (Lc 5, 8); y al centurión, cuando disuadía al Salvador de ir a su casa:
Señor, no soy digno de que entres en mi casa (Mt 8, 8). También dentro de este
pensamiento es como José, considerándose indigno y pecador, se decía a sí mismo
que no debía vivir por más tiempo en la familiaridad de una mujer tan perfecta
y tan santa, cuya admirable grandeza la sobrepasaba de tal modo y le inspiraba
temor. El veía con una especie de estupor, por indicios ciertos, que ella
estaba embarazada de la presencia de su Dios, y, como él no podía penetrar este
misterio, concibió el proyecto de despedirla. La grandeza del poder de Jesús inspiraba
una especie de pavor a Pedro, lo mismo que el pensamiento de su presencia
majestuosa desconcertaba al centurión. Del mismo modo José, no siendo más que
un simple mortal, se sentía igualmente desconcertado por la novedad de tan gran
maravilla y por la profundidad de un misterio semejante; he ahí por qué pensó
en dejar secretamente a María. ¿Habéis de extrañaros, cuando es sabido que
Isabel no pudo soportar la presencia de la Virgen sin una especie de temor
mezclado de respeto? (Lc 1, 43). En efecto, ¿de dónde a mí, exclamó, la dicha
de que la madre de mi Señor venga a mí?”.
Durante este tiempo de Adviento, escuchemos el
llamado del ángel, y acerquémonos sin temor a María como lo quiere su Hijo.
En la primera lectura para hoy (Núm
24,2-7.15-17a) encontramos un anuncio temprano de la venida del futuro Mesías.
Lo curioso del caso es que el anuncio viene de un pagano, Balaán, “vidente” a
quien el rey de Moab había encargado
maldecir al pueblo de Israel, que tenía intenciones de atravesar su
territorio, ya a finales del Éxodo, luego de cuarenta años de marcha a través
del desierto de Sinaí.
No podemos perder de vista que el éxodo es el
resultado de la primera vez que Dios decide “intervenir” en la historia y tomar
partido con su pueblo que vivía esclavizado en Egipto. Por tanto, no podía
permanecer con los brazos cruzados. Ante las pretensiones del rey moabita, Dios
“toca el corazón” del vidente pagano, quien lejos de maldecir, bendice al
pueblo de Israel y profetiza el futuro mesiánico, que vendrá, no solo para el
pueblo de Israel, sino para todo el mundo. Inicialmente esta profecía se
entendió cumplida en la persona del rey David, pero más adelante se interpretó
por el pueblo, y los primeros cristianos, que se refería al Mesías esperado.
Hemos dicho que el tiempo de Adviento es
tiempo de preparación, de espera, de anticipación, de encaminarse hacia… Dios
viene al encuentro de todos los que le esperan, pero no se impone a nadie. Él
“toca a la puerta”, pero no nos obliga a recibirle. Se trata de un acto de fe.
El que no quiere creer no va a aceptar ningún argumento, explicación ni
evidencia, por más contundente que sea. Así, quien no quiere dejarse convencer
por la persona y las palabras de Jesús, tampoco podrá serlo por ninguna
discusión.
Ese es el caso que nos presenta la lectura
evangélica de hoy (Mt 21,23-27). Luego de echar a los mercaderes del Templo,
Jesús continúa moviéndose en sus alrededores y, estando allí, se le acercan
unos sumos sacerdotes y ancianos para cuestionarle con qué autoridad les había
echado: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?”.
Jesús les responde con otra pregunta: “Os voy
a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con
qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del cielo o de
los hombres?”. Ellos saben que no importa cómo contesten van a quedar en
evidencia, pues si dicen que del cielo, quedan como no-creyentes, y si dicen
que de los hombres, se ganan el desprecio del pueblo que tiene a Juan como un
gran profeta, lo que en aquellos tiempos podía acarrearles incluso el
linchamiento por blasfemos. Ante esa disyuntiva prefieren pasar por ignorantes:
“No sabemos”. A lo que Jesús replicó: “Pues tampoco yo os digo con qué
autoridad hago esto”.
La réplica de Jesús había sido una invitación
a recapacitar; más aún, una invitación a la conversión. Aquellos miembros del
consejo se negaban a reconocer que Juan había sido enviado para allanar el
camino para la llegada del Mesías: Jesús de Nazaret. Por eso se niegan a
reconocer (o les resulta conveniente ignorar) el nuevo tiempo de salvación
inaugurado con Jesús.
Hoy día no es diferente. Jesús se nos presenta
como nuestro Salvador. Y el Adviento es buen tiempo para recapacitar, para la
conversión. Solo así podremos reconocerle y aceptar su mensaje de salvación.
La liturgia para hoy nos presenta como primera
lectura (Sir 48,1-4.9-11) un texto que recoge la creencia de los judíos de que
el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías
esperado, basándose en un texto de Malaquías (3,23) que los escribas
interpretaban literalmente: “He aquí que envío mi profeta, Elías, antes de que
venga el gran y terrible día del Señor”. De hecho, utilizaban ese argumento
para alegar que Jesús no podía ser el Mesías, pues Elías no había venido aún.
Continúa diciendo la primera lectura que Elías habría de venir “para
reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel”.
Por eso es que los discípulos le preguntan a
Jesús en el Evangelio (Mt 17,10-13) que por qué dicen los escribas que primero
tiene que venir Elías, a lo que Jesús responde: “Elías vendrá y lo renovará
todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo
trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de
ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba
de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llama Elías,
pero ha cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de
Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la
sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc
1,17).
Los judíos no supieron interpretar los signos
que anunciaban la llegada del Mesías; no reconocieron a Juan el Bautista como
el precursor y “lo trataron a su antojo”, decapitándolo.
Ese mismo drama se repite hoy día. No sabemos
(o no queremos) reconocer los signos de la presencia de Dios que nos presentan
sus “precursores”. Nos hacemos de la vista larga y no reconocemos a Dios que
pasa junto a nosotros a diario, que inclusive convive con nosotros, forma parte
de nuestras vidas y las vidas de nuestros hermanos; pero pasa desapercibido. Al
igual que ocurrió con Juan el Bautista, cuando ignoramos a los precursores de
Dios, estamos ignorando a Dios.
El Adviento bien vivido nos hace desear con
fuerza la venida de Cristo a nuestras vidas, a nuestro mundo, pero esa espera
ha de ser vigilante. Tenemos que estar alertas a los “signos de los tiempos”
que Dios nos envía como precursores de su venida. De lo contrario no vamos a
reconocerlo cuando toque a nuestra puerta (Cfr.
Ap 3,20). Entonces nos pasará como todas aquellas familias a cuyas puertas tocó
José pidiendo posada para él y su esposa a punto de dar a luz al Salvador.
¡Imagínense la oportunidad que dejaron pasar, de que Jesús naciera en sus
hogares! Y todo porque no supieron leer los signos que se les presentaron.
En esta época de Adviento, pidamos al Señor
que nos permita reconocer los signos que anuncian su presencia, para que
podamos recibirlo en nuestros corazones, como lo hicieron los pastores que
escucharon el anuncio de Su nacimiento de voz de los coros celestiales, y
reconocieron a Dios en un niño pobre y frágil, “envuelto en pañales y acostado
en un pesebre” (Lc 2,12).
“La estancia de los israelitas en Egipto duró
cuatrocientos treinta años. Cumplidos los cuatrocientos treinta años, el mismo
día, salieron de Egipto las legiones del Señor. Noche en que veló el Señor para
sacarlos de Egipto: noche de vela para los israelitas por todas las
generaciones”. Así concluye la primera lectura de hoy (Ex 12,37-42). Esa noche
fue de vigilia para el pueblo judío. La noche de su liberación. Asimismo la
vigilia pascual será para nosotros la noche de nuestra liberación de las cadenas
de la muerte que nos habían mantenido esclavizados. ¡Jesús vive! Y con su
resurrección nos abrió el camino a la vida eterna.
La lectura evangélica (Mt 12, 14-21) es secuela del que hubiésemos leído ayer, de no haber coincidido con la Fiesta de Nuestra Señora del Carmen, sobre las espigas arrancadas en sábado por los discípulos de Jesús. Al final de aquél pasaje Jesús se proclama “Señor del sábado” ante la rabia de los fariseos. Pero lo que colmó la copa fue que de allí se fue a la sinagoga y curó a un hombre que tenía la mano paralizada. Es decir “violó” el sábado haciendo una curación, y ¡en plena sinagoga! (12,9-13). A pesar de las explicaciones de Jesús a los efectos de que es lícito hacer el bien a un ser humano incluso en sábado, los fariseos comienzan a tramar la forma de eliminarle. Jesús se marcha inmediatamente y continúa curando enfermos y expulsando demonios, pidiendo a todos que no revelaran su paradero.
Aunque Marcos narra también el episodio de la partida
de Jesús de forma bien abreviada (Mc 1,35-39), Mateo lo narra con mayor
detalle, enfatizando la curación en la sinagoga en sábado, y citando al profeta
Isaías (Is 42,1-4). Recordemos que Mateo escribe su evangelio para los judíos
de Palestina convertidos al cristianismo, con el propósito de probar que Jesús
es el Mesías esperado, ya que el Él se cumplen todas las profecías del Antiguo
Testamento. De ahí que preceda la cita de Isaías con la frase “así se cumplió
lo que dijo el profeta”, frase que Mateo repite en numerosas ocasiones a lo
largo de su relato evangélico.
“No porfiará, no gritará, no voceará por las
calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará”, nos
dice la profecía de Isaías citada por Mateo. De esta manera el evangelista
justifica la “huida” de Jesús. Nos está diciendo que Jesús no se escondió por
miedo ni cobardía, ni por sentirse fracasado. En la huida de Jesús vemos el
cumplimiento de la profecía. El Mesías vino a implantar el derecho y la
justicia, pero no con espadas ni con ejércitos, sino desde la debilidad. La
“revolución” que Jesús vino a traer es una que se da en el interior de las
personas, no en las instituciones de su época. Por eso a Dios le encanta usar a
los débiles (Cfr. 2 Cor 12,9; 13,4); así manifiesta su gloria para que todos
crean.
Todos tenemos nuestras debilidades y defectos.
Aun así Dios nos está llamando a servirle. No miremos nuestra pequeñez, nuestra
debilidad; miremos su Poder. Una vez más te invito a decir con María: “Hágase
en mí según tu Palabra”.
Que pasen un hermoso fin de semana en la PAZ
del Señor, sin olvidarse de dar una vueltita por la Casa del Padre para
decirle: “Aquí estoy; dime Señor qué quieres de mí”.
La liturgia de hoy nos presenta el pasaje de
la Transfiguración del Señor (Mc 9,2-10). El pasaje nos narra que Jesús tomó
consigo a los discípulos que conformaban su “círculo íntimo” de amigos: Pedro,
Santiago, y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado (la tradición nos
dice que fue el Monte Tabor). Allí, en presencia de ellos, se “transfiguró”, es
decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad.
Esta narración está tan preñada de
simbolismos, que resultaría imposible reseñarlos en estos breves párrafos.
Trataremos, por tanto, de resumir lo que la Transfiguración representó para los
discípulos a quienes Jesús les concedió el privilegio de presenciarla, sobre
todo en la versión de Marcos que contemplamos hoy.
Los discípulos ya habían comprendido que Jesús
era el Mesías esperado; por eso lo habían dejado todo para seguirle, sin
importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no habían logrado
percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Él decidió
brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta
experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos
manifestada sin lugar a duda la gloria y el poder de Dios; esos momentos que
afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.
En esos momentos resuenan en nuestro espíritu las palabras del Padre: “Este es
mi Hijo amado, escuchadlo”.
Concluye la lectura diciéndonos que luego de
escuchar esas palabras miraron a su alrededor y no vieron a nadie más que a
Jesús, solo con ellos. Es entonces que Jesús les dice “No contéis a nadie lo
que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”
(el famoso “secreto mesiánico” del Evangelio según san Marcos). Pero ellos todavía
no acertaban a comprender el alcance de aquellas palabras, eso de “resucitar de
entre los muertos”. A pesar de que Jesús se los anuncia en más de una ocasión,
no es hasta después de la Resurrección cuando, iluminados por el Espíritu Santo
que reciben en Pentecostés, comprenden plenamente el alcance de estas.
La segunda lectura de hoy, tomada de la carta
del apóstol san Pablo a los Romanos (8,31b-34), nos recuerda que gracias a esa
Resurrección que aquellos apóstoles no supieron comprender en aquel momento,
pero que ya Pablo conocía, Jesucristo “está a la derecha de Dios” e “intercede
por nosotros”. Vemos cómo la liturgia cuaresmal ya comienza a apuntarnos hacia
la culminación de este tiempo tan especial.
Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos
discípulos no tuvieron; el testimonio de la gloriosa Resurrección de Jesús, y
la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración
eucarística. Jesús no solo resucitó, sino que también quiso permanecer con
nosotros en la Eucaristía. Por eso Pablo dice al comienzo de esa segunda
lectura: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”.
Pidamos al Padre que cada vez que participemos
de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de su
Hijo y escuchar en nuestras almas aquella voz que nos dice: “Este es mi Hijo
amado, escuchadlo”.
Que pasen un hermoso fin de semana y,
recuerda, el Señor te espera en su casa.
La primera lectura de hoy (Jr 23,5-8), nos muestra cómo la
liturgia de Adviento continúa presentándonos la estirpe de David como aquella
de la cual se ha de suscitar el Mesías esperado por el pueblo.
La lectura evangélica (Mt 1,18-24) nos presenta un pasaje
que de primera instancia puede parecer un tanto desconcertante. José se entera
que María, con quien estaba desposada, estaba embarazada, ante lo cual él opta
por repudiarla en secreto. Nos dice la lectura que apenas había tomado esa
decisión, se le apareció en sueños un ángel que le dijo: “José, hijo de David,
no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en
ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre
Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”.
José le dio su nombre al Niño convirtiéndose en su padre
legal, asegurando de ese modo que perteneciera a la estirpe de David. Ese era
el papel que Dios tenía dispuesto para José. Muchos se han preguntado el porqué
de la vacilación de José, y su decisión de repudiar a su esposa, a pesar de que
el mismo pasaje nos dice de entrada que José era un “hombre justo”. También se
ha cuestionado cómo es posible que María le ocultara a José el origen divino de
su embarazo. Sobre este punto los exégetas han adelantado múltiples explicaciones.
Una de las más lógicas (y hermosas) es la contenida en el siguiente comentario
de san Bernardo, citando a san Efrén:
“¿Por qué quiso José despedir a María? Escuchad acerca de
este punto no mi propio pensamiento, sino el de los Padres; si quiso despedir a
María fue en medio del mismo sentimiento que hacía decir a san Pedro, cuando
apartaba al Señor lejos de sí: Apártate de mí, que soy pecador (Lc 5, 8); y al
centurión, cuando disuadía al Salvador de ir a su casa: Señor, no soy digno de
que entres en mi casa (Mt 8, 8). También dentro de este pensamiento es como
José, considerándose indigno y pecador, se decía a sí mismo que no debía vivir
por más tiempo en la familiaridad de una mujer tan perfecta y tan santa, cuya
admirable grandeza la sobrepasaba de tal modo y le inspiraba temor. El veía con
una especie de estupor, por indicios ciertos, que ella estaba embarazada de la
presencia de su Dios, y, como él no podía penetrar este misterio, concibió el
proyecto de despedirla. La grandeza del poder de Jesús inspiraba una especie de
pavor a Pedro, lo mismo que el pensamiento de su presencia majestuosa
desconcertaba al centurión. Del mismo modo José, no siendo más que un simple
mortal, se sentía igualmente desconcertado por la novedad de tan gran maravilla
y por la profundidad de un misterio semejante; he ahí por qué pensó en dejar
secretamente a María. ¿Habéis de extrañaros, cuando es sabido que Isabel no
pudo soportar la presencia de la Virgen sin una especie de temor mezclado de
respeto? (Lc 1, 43). En efecto, ¿de dónde a mí, exclamó, la dicha de que la
madre de mi Señor venga a mí?”.
Durante este tiempo de Adviento, escuchemos el llamado del
ángel, y acerquémonos sin temor a María como lo quiere su Hijo.
La Provincia Eclesiástica de Puerto Rico celebra hoy la memoria obligatoria de la Expectación del parto de la Bienaventurada Virgen María. Queremos aprovechar la oportunidad para hablar un poco sobre esta hermosa devoción y sus orígenes.
Esta fiesta fue instituida por los padres del X Concilio de Toledo en el siglo XVII (año 656), quienes la fijaron para ocho días antes de la Navidad, o sea, el 18 de diciembre (en Puerto Rico se celebra el 16 de diciembre). La razón que se dio para fijar esta festividad litúrgica fue que, como la Fiesta de la Anunciación cae dentro del tiempo penitencial de Cuaresma, lo que impide celebrarla con toda la solemnidad y el regocijo que merece, se imponía esta segunda fiesta para dar realce al misterio de la Encarnación del Verbo. ¿Y qué mejor tiempo para esa celebración que el Adviento, que está lleno del regocijo de la espera gozosa del nacimiento del Salvador? El tiempo de Adviento es definitivamente, auténtico mes de María, pues gracias a Ella, y a su Sí, que dio paso a la plenitud de los tiempos, podemos recibir a Cristo.
Esta festividad se conoce también como la de Nuestra Señora de la O, y Nuestra Señora de la Esperanza. Así, hoy es el santo de aquellas mujeres que se llaman María de la O, y Esperanza.
El primer nombre se deriva del hecho de que la fiesta comenzaba con las primeras vísperas, el día anterior, en las que se canta la primera de las antífonas mayores llamadas “O”, por comenzar todas ellas con esta exclamación. Con el tiempo, la religiosidad popular relacionó la “O” con el avanzado estado de embarazo de la Virgen para esta fecha, cuyo vientre se mostraba redondo como esa vocal.
La advocación de Nuestra Señora de la Esperanza es obvia, esta celebración es una de esperanza, porque la Virgen lleva en su vientre el Mesías que había sido esperado por los Patriarcas, los profetas y todo el Pueblo de Israel desde el momento de la caída (Gn 3,15).
Esta festividad debe estimularnos a ejercitar la virtud teologal de la esperanza, poniendo toda nuestra confianza en Jesús y María, para que no flaquee nuestra aspiración al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra.
Hoy es un buen día también para ofrecer nuestras oraciones y actos de piedad por todas las mujeres embarazadas, para que la Virgen las asista y proteja, así como por aquellas que experimentan dificultad para concebir, y para que no haya más abortos que cobren la vida de santos inocentes.