En este corto comentamos la “parábola del banquete” y el mensaje que nos transmite sobre nuestra vocación común a la santidad que nos permitirá participar del banquete del Reino para celebrar la boda del Cordero.
La primera lectura que nos ofrece la liturgia para este vigesimosegundo domingo del tiempo ordinario está tomada del libro del Eclesiástico (3,17-18.20.28-29). Este libro se conoce también como Sirácides, o Ben Sirac y es uno de los llamados “deuterocanónicos” que no están incluidos en el canon Palestinense del Antiguo Testamento. Por eso tampoco lo encontraremos en la Biblia protestante. Y es una lástima, porque este es un libro cuya finalidad es orientar la vida en armonía con la ley y, sobre todo, recalcar la importancia de la moral y la religión como bases para la mejor educación integral del hombre.
Así, por ejemplo, el pasaje de hoy nos ofrece un sabio consejo relacionado con la importancia de proceder con humildad en todas las instancias de nuestras vidas: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes”. Años más tarde, Jesús recogerá esa sabiduría en su oración: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11,25-26).
De igual modo, Jesús nos pediría que le siguiéramos en el camino de la humildad, que es producto del amor y se traduce en el servicio al prójimo: “aprendan de mí, porque soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Mas no se limitó a decirlo, sino que nos dio el mayor ejemplo de humildad al lavar los pies de sus discípulos (Jn 13,1-15).
Siguiendo la misma línea, en el evangelio que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 14,1.7-14) Jesús advierte a los fariseos que es preferible ocupar los últimos lugares (últimos en términos de importancia) antes que los primeros, pues nos corremos el riesgo de que llegue otro “de más categoría” que nosotros y nos pidan que le cedamos nuestro puesto. Por el contrario, es preferible ocupar los últimos puestos y que el anfitrión nos diga “Amigo, sube más arriba”. Uno de los defectos de los fariseos precisamente era el deseo de figurar. Por eso Jesús recalca: “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Jesús se refiere por supuesto a la humildad de corazón, pone su énfasis en la conversión interior, no en lo exterior. El día del juicio seremos juzgados, no por los honores y puestos que obtuvimos, sino por cuánto servimos a otros, cuánto amamos.
A renglón seguido Jesús cambia su enfoque de los invitados a su anfitrión. Para ello usa la figura del “banquete”, que en términos bíblicos se refiere al Reino de los cielos: Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”. Esa invitación a los marginados a sentarse a nuestra mesa implica solidarizarse, hacerse uno con ellos. Así, en el día final cuando ellos, por quienes Jesús siempre mostró preferencia sean llamados a entrar en el Reino, el Padre nos dirá a nosotros también: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo” (Mt 25,34).
No olviden visitar la Casa del Padre; Él les espera…
El Evangelio de hoy (Mt 22,1-14) nos presenta otra de las parábolas del Reino. Esta vez Jesús compara el Reino con un banquete de bodas. En la lectura que contemplamos hoy, Jesús continúa enfatizando la apertura del Reino a todos por igual, sin distinción entre “malos y buenos”.
En esta ocasión el mensaje gira en torno a la invitación, al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se deriva de vocare = llamar) que todos recibimos para participar del “banquete” del Reino (nuestra vocación a la santidad), y la respuesta que damos a la misma.
Nos narra la parábola que un rey celebraba la boda de su hijo con un gran banquete y envió a sus criados a invitar a sus numerosos invitados y ninguno aceptó. Envió nuevamente a los criados, pero algunos convidados prefirieron atender sus asuntos (“uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”), mientras los restantes mataron a los criados. Esto provocó que el rey montara en cólera y mandara matar a los asesinos e incendiar su ciudad.
Entonces el rey dijo a sus criados: “‘La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda’. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos”.
Esta parábola pone de relieve que normalmente cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora, porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.
Otra característica de la invitación de Jesús expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos, de llamarnos a su mesa (Cfr. Ap 3,20). Jesús quiere que TODOS nos salvemos. Por eso el rey recibió a todos, “malos y buenos”, hasta que “la sala de banquetes se llenó de comensales”.
Pero, como hemos dicho en ocasiones anteriores, la invitación de Jesús viene acompañada de lo que yo llamo la “letra chica”, las condiciones del seguimiento, que muchos encuentran “duras” (Cfr. Jn 6,60), por lo que optan por rechazar la invitación, mientras otros pretenden aceptar la invitación al banquete sin “vestirse de fiesta”. Ante estos últimos el rey dijo a sus criados: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. “Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”.
Señor, dame la gracia para aceptar tu invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan asistir “vestido de fiesta” para ser contado entre el grupo de los “escogidos” a participar del banquete de bodas del Cordero (Cfr. Ap 19,9).
El evangelio que leemos en la liturgia para
hoy (Mt 22,1-14) nos presenta la parábola del banquete de bodas. En esta
parábola Jesús compara el Reino de los cielos con un banquete de bodas, y al
anuncio de la Buena Nueva del Reino con la invitación al banquete. Ya se acerca
su hora, Jesús sabe que su tiempo se acaba y está “pasando balance” de su
gestión.
Jesús está consciente que los suyos (los
judíos) no “aceptaron su invitación” (“Vino a los suyos, y los suyos no lo
recibieron”. – Jn 1,11), no le hicieron caso. Cada cual siguió ocupándose de
“lo suyo”. Para estos, sus asuntos eran más importantes que la invitación. Inclusive
llegaron al extremo de agredir físicamente a los portadores de la invitación.
¡Cuántas veces tenemos que sufrir esos desplantes los que nos convertimos en
portadores de la Buena Nueva!
Ante el desplante de sus invitados, el rey
pide a sus criados que inviten a todos los que encuentren por el camino: “Id
ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a
la boda”. Y los criados, salieron a los caminos e invitaron a todos los que
encontraron, “malos y buenos”.
Resulta claro que el Reino es para todos,
malos y buenos; tan solo hay que aceptar la invitación y “ponerse el traje de
fiesta”. Todos hemos sido invitados al banquete de bodas del Reino. Pero como
hemos dicho en días anteriores, esa invitación tiene unas condiciones, una
“letra chica”. Tenemos que dejar atrás nuestra vestimenta vieja para vestir del
traje de gala que amerita el banquete de bodas.
Hay un versículo de esta lectura que resulta
un poco desconcertante. Me refiero al tratamiento severo que el rey la da al
que no vino ataviado con el vestido de fiesta: “Atadlo de pies y manos y
arrojadlo fuera, a las tinieblas” (v. 13). Se han escrito “ríos de tinta” sobre
el posible significado de este verso, pero los exégetas no se ponen de acuerdo
sobre qué estaba pensando Jesús cuando dijo esa frase (incluyendo el tenebroso
“llanto y rechinar de dientes” que le sigue). Tal vez la respuesta esté en la
oración que antecede a la condenación: “El otro no abrió la boca”. Otras
versiones dicen “El hombre se quedó callado”. En otras palabras, se le dio la
oportunidad y la ignoró. Se le invitó, vino a la boda, se le dijo que no estaba
vestido apropiadamente, y en lugar de corregir la situación, optó por quedarse
callado. Es decir, compró su propia condenación. Me recuerda el pasaje de la
Primera Carta a los Corintios, en el que Pablo nos narra la Cena del Señor,
refiriéndose a los que se acercan a la Eucaristía sin la debida preparación:
“El que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación” (11,29).
No hay duda que el Señor nos invita a todos a
su Reino, santos y pecadores. Pero para ser acreedores de sentarnos al “mesa
del banquete”, lo menos que podemos hacer es lavar nuestra túnica. Así
llegaremos a formar parte de aquella multitud, “imposible de contar” de toda
nación, raza, pueblo y lengua, que harán su entrada en el salón del trono del
Cordero, “vestidos con sus vestiduras blancas” (Cfr. Ap 7,9).
Hemos recibido la invitación. Tenemos dos
opciones: la aceptamos o la rechazamos. Si la aceptamos, lo menos que podemos
hacer es ir vestidos apropiadamente. Anda, ¡ve a reconciliarte!
Hoy la Iglesia en Puerto Rico celebra la memoria de San Martín de Porres. Y el Evangelio que nos propone la liturgia ( Lc 14,15-24 ) es muy apropiado para celebrar la persona y la vida de tan insigne santo de la Orden de Predicadores (Dominicos), que supo forjar su santidad desde la humildad y la humillación, haciéndose de ese modo grande ante los ojos de Dios. “Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11).
San Martín de Porres, mulato bastardo, ingresó
en la Orden de los Dominicos aún a sabiendas de que por su raza y condición
social nunca se le permitiría ordenarse sacerdote, y ni tan siguiera ser fraile
lego. Al entrar en la Orden lo hizo como “aspirante conventual sin opción al
sacerdocio”, “donado”. Allí vivió una vida de obediencia, humildad,
espiritualidad y castidad que le ganaron el respeto de todos.
En el Evangelio de hoy Jesús continúa enfatizando la apertura del Reino a todos por igual, mostrando su preferencia por los más humildes. En esta ocasión el mensaje gira en torno a la
invitación, al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se
deriva de vocare = llamar) que todos recibimos para participar del
“banquete” del Reino, y la respuesta que damos a la misma. La respuesta de
Martín de Porres fue radical.
Nos narra la parábola que un hombre daba un
gran banquete y envió a su criado a invitar a sus numerosos invitados. Pero
todos ponían diferentes excusas para no aceptar la invitación: negocios (“mis
bueyes”), familia (“mi esposa”), propiedades (“mi campo”). Entonces el dueño de
la casa dijo a su criado: “Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y
tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos”. Como todavía
quedaba lugar en la mesa, el dueño instruyó nuevamente a su criado: “Sal por
los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa”.
Esta parábola pone de relieve que normalmente
cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada
más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que
en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi
familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del
Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora,
porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier
otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi
Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá
cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si
algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.
Otra característica de la invitación de Jesús
expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos,
de llamarnos a su mesa (Cfr. Ap 3,20). Por eso, cuando después de
recibir a todos los maginados de la sociedad queda sitio en la mesa, instruye a
su emisario que busque nuevamente a todos: “Sal por los caminos y senderos e
insísteles hasta que entren y se me llene la casa”. Jesús quiere que TODOS nos
salvemos.
Esa insistencia, esa vehemencia en la
invitación, debería ser también característica de la Iglesia, que es el cuerpo
místico de Cristo, y nos permite tener aquí en la tierra un atisbo, un
anticipo, de lo que ha de ser el banquete de bodas del Cordero. Y esa
invitación debería estar abierta a todos por igual, incluyendo a los pobres, a
los que sufren, a los que lloran (Cfr. Mt 5,1-12).
Señor, dame la gracia para aceptar tu
invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan estar siempre presto a responder.
El Evangelio de hoy (Mt 22,1-14) nos presenta una
de las parábolas del Reino. Jesús compara el Reino con un banquete de bodas, enfatizando
la apertura del Reino a todos por igual, sin distinción entre “malos y buenos”.
En esta ocasión el mensaje gira en torno a la
invitación, al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se
deriva del verbo vocare = llamar) que todos recibimos para participar
del “banquete” del Reino (nuestra vocación a la santidad), y la respuesta que
damos a la misma.
Nos narra la parábola que un rey celebraba la
boda de su hijo con un gran banquete y envió a sus criados a invitar a sus
numerosos invitados y ninguno aceptó. Envió nuevamente a los criados, pero algunos
convidados prefirieron atender sus asuntos (“uno se marchó a sus tierras, otro
a sus negocios”), mientras los restantes mataron a los criados. Esto provocó
que el rey montara en cólera y mandara matar a los asesinos e incendiar su
ciudad.
Entonces el rey dijo a sus criados: “‘La boda
está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de
los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda’. Los criados
salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos”.
Esta parábola pone de relieve que normalmente
cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada
más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que
en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi
familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del
Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora,
porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier
otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi
Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá
cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si
algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.
Otra característica de la invitación de Jesús
expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos,
de llamarnos a su mesa (Cfr. Ap 3,20). Jesús quiere que TODOS nos
salvemos. Por eso el rey recibió a todos, “malos y buenos”, hasta que “la sala
de banquetes se llenó de comensales”.
Pero, como hemos dicho en ocasiones
anteriores, la invitación de Jesús viene acompañada de lo que yo llamo la
“letra chica”, las condiciones del seguimiento, que muchos encuentran “duras” (Cfr.
Jn 6,60), por lo que optan por rechazar la invitación, mientras otros pretenden
aceptar la invitación al banquete sin “vestirse de fiesta”. Ante estos últimos
el rey dijo a sus criados: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las
tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. “Porque muchos son
los llamados y pocos los escogidos”.
Señor, dame la gracia para aceptar tu
invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan asistir “vestido de
fiesta” para ser contado entre el grupo de los “escogidos” a participar del
banquete de bodas del Cordero (Cfr. Ap 19,9).
El evangelio que leemos en la liturgia para
hoy (Mt 22,1-14) nos presenta la parábola del banquete de bodas. En esta
parábola Jesús compara el Reino de los cielos con un banquete de bodas, y al
anuncio de la Buena Nueva del Reino con la invitación al banquete. Ya se acerca
su hora, Jesús sabe que su tiempo se acaba y está “pasando balance” de su
gestión.
Jesús está consciente que los suyos (los
judíos) no “aceptaron su invitación” (“Vino a los suyos, y los suyos no lo
recibieron”. – Jn 1,11), no le hicieron caso. Cada cual siguió ocupándose de
“lo suyo”. Para estos, sus asuntos eran más importantes que la invitación. Inclusive
llegaron al extremo de agredir físicamente a los portadores de la invitación.
¡Cuántas veces tenemos que sufrir esos desplantes los que nos convertimos en
portadores de la Buena Nueva!
Ante el desplante de sus invitados, el rey
pide a sus criados que inviten a todos los que encuentren por el camino: “Id
ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a
la boda”. Y los criados, salieron a los caminos e invitaron a todos los que
encontraron, “malos y buenos”.
Resulta claro que el Reino es para todos,
malos y buenos; tan solo hay que aceptar la invitación y “ponerse el traje de
fiesta”. Todos hemos sido invitados al banquete de bodas del Reino. Pero como
hemos dicho en días anteriores, esa invitación tiene unas condiciones, una
“letra chica”. Tenemos que dejar atrás nuestra vestimenta vieja para vestir del
traje de gala que amerita el banquete de bodas.
Hay un versículo de esta lectura que resulta un poco desconcertante. Me refiero al tratamiento severo que el rey la da al que no vino ataviado con el vestido de fiesta: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas” (v. 13). Se han escrito “ríos de tinta” sobre el posible significado de este verso, pero los exégetas no se ponen de acuerdo sobre qué estaba pensando Jesús cuando dijo esa frase (incluyendo el tenebroso “llanto y rechinar de dientes” que le sigue). Tal vez la respuesta esté en la oración que antecede a la condenación: “El otro no abrió la boca”. Otras versiones dicen “El hombre se quedó callado”. En otras palabras, se le dio la oportunidad y la ignoró. Se le invitó, vino a la boda, se le dijo que no estaba vestido apropiadamente, y en lugar de corregir la situación, optó por quedarse callado. Es decir, compró su propia condenación. Me recuerda el pasaje de la Primera Carta a los Corintios, en el que Pablo nos narra la Última Cena, refiriéndose a los que se acercan a la Eucaristía sin la debida preparación: “El que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación” (11,29).
No hay duda que el Señor nos invita a todos a
su Reino, santos y pecadores. Pero para ser acreedores de sentarnos al “mesa
del banquete”, lo menos que podemos hacer es lavar nuestra túnica. Así
llegaremos a formar parte de aquella multitud, “imposible de contar” de toda
nación, raza, pueblo y lengua, que harán su entrada en el salón del trono del
Cordero, “vestidos con sus vestiduras blancas” (Cfr. Ap 7,9).
Hemos recibido la
invitación. Tenemos dos opciones: la aceptamos o la rechazamos. Si la
aceptamos, lo menos que podemos hacer es ir vestidos apropiadamente.
La primera lectura que nos ofrece la liturgia para
este vigesimosegundo domingo del tiempo ordinario está tomada del libro del
Eclesiástico (3,17-18.20.28-29). Este libro se conoce también como Sirácides, o
Ben Sirac y es uno de los llamados “deuterocanónicos” que no están incluidos en
el canon Palestinense del Antiguo Testamento. Por eso tampoco lo encontraremos
en la Biblia protestante. Y es una lástima, porque este es un libro cuya
finalidad es orientar la vida en armonía con la ley y, sobre todo, recalcar la
importancia de la moral y la religión como bases para la mejor educación
integral del hombre.
Así, por ejemplo, el pasaje de hoy nos ofrece
un sabio consejo relacionado con la importancia de proceder con humildad en
todas las instancias de nuestras vidas: “Hijo mío, en tus asuntos procede con
humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las
grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la
misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes”. Años más tarde, Jesús
recogerá esa sabiduría en su oración: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y
de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las
has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11,25-26).
De igual
modo, Jesús nos pediría que le siguiéramos en el camino de la humildad,
que es producto del amor y se traduce en el servicio al prójimo: “aprendan de
mí, porque soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Mas no se limitó a
decirlo, sino que nos dio el mayor ejemplo de humildad al lavar los pies de sus
discípulos (Jn 13,1-15).
Siguiendo la misma línea, en el evangelio que
nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 14,1.7-14) Jesús advierte a los fariseos que
es preferible ocupar los últimos lugares (últimos en términos de importancia)
antes que los primeros, pues nos corremos el riesgo de que llegue otro “de más
categoría” que nosotros y nos pidan que le cedamos nuestro puesto. Por el
contrario, es preferible ocupar los últimos puestos y que el anfitrión nos diga
“Amigo, sube más arriba”. Uno de los defectos de los fariseos precisamente era
el deseo de figurar. Por eso Jesús recalca: “todo el que se enaltece será
humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Jesús se refiere por supuesto
a la humildad de corazón, pone su énfasis en la conversión interior, no en lo
exterior. El día del juicio seremos juzgados, no por los honores y puestos que
obtuvimos, sino por cuánto servimos a otros, cuánto amamos.
A renglón seguido Jesús cambia su enfoque de los invitados a su anfitrión. Para ello usa la figura del “banquete”, que en términos bíblicos se refiere al Reino de los cielos: “Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”. Esa invitación a los marginados a sentarse a nuestra mesa implica solidarizarse, hacerse uno con ellos. Así, en el día final cuando ellos, por quienes Jesús siempre mostró preferencia sean llamados a entrar en el Reino, el Padre nos dirá a nosotros también: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo” (Mt 25,34).
No olviden visitar la Casa del Padre; Él les
espera…
“Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus
empleados y los dejó encargados de sus bienes”, y luego se marchó. Así comienza
la “parábola de los talentos” que nos presenta la liturgia de hoy (Mt
25,14-30). A cada uno le dejó talentos según su capacidad; a uno cinco, a otro
dos, y a otro uno. Al final de la parábola vemos que “al cabo de mucho tiempo” el
hombre regresó a pedir cuentas a cada uno sobre qué había hecho con los
talentos que le había encomendado. Siempre me ha llamado la atención el uso en
esta parábola de la moneda muy valiosa llamada “talento” (equivalente a más o
menos 6,000 dracmas), la misma palabra que utilizamos para describir los dones,
los carismas, las habilidades que Dios nos ha prodigado.
La figura del hombre que se va a extranjero
nos evoca la persona de Jesús, quien luego de su gloriosa resurrección, nos
dejó a cargo de “sus bienes” (“Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio
a toda creatura” – Mc 16,15), para regresar en el último día, cuando tendremos
que rendir cuentas sobre nuestra gestión aquí en la tierra.
Y Dios, que es justo, nunca nos va a exigir
más de lo que podemos dar (“a cada cual según su capacidad”), pero la parábola
nos está diciendo que tenemos que dar el máximo, utilizar esos talentos que
Dios nos ha encomendado para la gran obra de la construcción de Reino. La
actitud del que, temeroso, escondió la moneda para no perderla, nos apunta a
otra exigencia. No podemos “sentarnos” sobre nuestros talentos para no
arriesgarnos a perderlos. No. Tenemos que estar dispuestos a arriesgarlo todo
por el Reino. No arriesgar nada equivale a no ganar nada. Se nos ha encomendado
la semilla del Reino. Si nos conformamos con guardarla en nuestro corazón y no
salimos a sembrarla por temor a que no dé fruto, estaremos obrando igual que el
empleado que hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Por
eso insisto tanto en que tenemos que formarnos para que podamos formar a otros.
Como hemos dicho en innumerables ocasiones,
evangelizar, “invertir” los bienes que el Señor nos ha encomendado no quiere
decir que todos tenemos que salir a predicar de palabra el evangelio por campos
y ciudades. El Señor es claro: “a cada cual según su capacidad”. Hay muchas
formas de predicar la Buena Nueva del Reino, siendo nuestro ejemplo de vida,
arriesgándonos a la burla y al discrimen, la mejor de ellas. Hoy tenemos que
preguntarnos: ¿Cuáles son mis talentos que puedo poner al servicio del prójimo
para adelantar la causa del Reino? Cantar, acompañar enfermos, cocinar,
limpiar, barrer, leer, enseñar…. Cuando regrese el “Señor”, ¿qué cuentas voy a
rendir? ¿Acaso nos dirá: “Eres un empleado negligente y holgazán?”
En esta parábola encontramos nuevamente la figura
del “banquete” como premio para el que ha sabido administrar sus talentos, y
las tinieblas y el “llanto y el rechinar de dientes” para el que no lo ha
hecho. Y tú, ¿a dónde quieres ir?
Buen fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Señor.
El Evangelio de hoy (Mt 22,1-14) nos presenta otra de las parábolas del Reino. Esta vez Jesús compara el Reino con un banquete de bodas. En la lectura que contemplamos hoy, Jesús continúa enfatizando la apertura del Reino a todos por igual, sin distinción entre “malos y buenos”.
En esta ocasión el mensaje gira en torno a la invitación, al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se deriva de vocare = llamar) que todos recibimos para participar del “banquete” del Reino (nuestra vocación a la santidad), y la respuesta que damos a la misma.
Nos narra la parábola que un rey celebraba la boda de su hijo con un gran banquete y envió a sus criados a invitar a sus numerosos invitados y ninguno aceptó. Envió nuevamente a los criados, pero algunos convidados prefirieron atender sus asuntos (“uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”), mientras los restantes mataron a los criados. Esto provocó que el rey montara en cólera y mandara matar a los asesinos e incendiar su ciudad.
Entonces el rey dijo a sus criados: “‘La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda’. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos”.
Esta parábola pone de relieve que normalmente cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora, porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.
Otra característica de la invitación de Jesús expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos, de llamarnos a su mesa (Cfr. Ap 3,20). Jesús quiere que TODOS nos salvemos. Por eso el rey recibió a todos, “malos y buenos”, hasta que “la sala de banquetes se llenó de comensales”.
Pero, como hemos dicho en ocasiones anteriores, la invitación de Jesús viene acompañada de lo que yo llamo la “letra chica”, las condiciones del seguimiento, que muchos encuentran “duras” (Cfr. Jn 6,60), por lo que optan por rechazar la invitación, mientras otros pretenden aceptar la invitación al banquete sin “vestirse de fiesta”. Ante estos últimos el rey dijo a sus criados: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. “Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”.
Señor, dame la gracia para aceptar tu invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan asistir “vestido de fiesta” para ser contado entre el grupo de los “escogidos” a participar del banquete de bodas del Cordero (Cfr. Ap 19,9).