REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 08-07-15

eleccion de los 12

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (Mt 10,1-7) es el comienzo del llamado discurso misionero, o de envío, de Jesús a sus apóstoles que ocupa todo capítulo 10 del Evangelio según san Mateo. El pasaje que Mateo nos presenta hoy es el envío de los “doce”; de aquellos que van a compartir con Él la responsabilidad de llevar a cabo y continuar la misión que el Padre le había encomendado (Cfr. Mt 9,35; Lc 4,43).

Por eso nos dice la Escritura que en primer lugar, “llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia”. Les delegó su autoridad. Los primeros obispos. El primer signo de la Iglesia apostólica.

Luego Mateo se toma el trabajo de mencionarlos a todos por su nombre. Ya no se trata de un grupo anónimo de setenta y dos discípulos (Lc 10,1-9). Se trata de los “doce”, a quienes Mateo llama “apóstoles” al identificarlos por sus nombres. Estos son aquellos a quienes Jesús, luego de pasar una noche entera en oración, escogió de entre sus discípulos para que continuaran Su misión, llamándoles apóstoles (Lc 6,12-13).

Luego de delegarles su autoridad, comenzó a darles las instrucciones, la primera de las cuales la recoge la lectura de hoy: “No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”.

Recordemos que Mateo escribió su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, para demostrar que Jesús era el Mesías anunciado por los profetas; que en el Él se cumplían todas las profecías y promesas del Antiguo Testamento. Por eso Mateo enfatiza que Jesús envió a los apóstoles en primera instancia a proclamar el anuncio del Reino al pueblo judío, que ellos entendían era el recipiente de todas esas promesas.

Es decir, que a pesar de que luego de su Resurrección nos diría que su mensaje liberador iba dirigido a toda la humanidad (Mt 28,19), instando a los apóstoles a ir a hacer discípulos a todas las naciones, decidió “comenzar por la casa”.

Si examinamos nuestra Iglesia, vemos que, al igual que aquellos primeros apóstoles, debemos comenzar evangelizando, formando a los “nuestros” antes que a los “de afuera”. Fortalecer nuestra Iglesia para entonces poder llevar nuestra misión evangelizadora a todas las gentes. De ahí nuestra insistencia en la formación de nuestra feligresía; personas cuya fe se “enfría” y terminan alejándose, por desconocimiento de la riqueza de nuestra tradición, nuestra liturgia y, sobre todo, de los fundamentos bíblicos de nuestra Iglesia, la única fundada por Jesucristo. Personas que se “aburren” en nuestras celebraciones litúrgicas, sencillamente porque desconocen lo que está ocurriendo. No se puede amar lo que no se conoce.

Todos estamos llamados a evangelizar. Pero vayamos primeramente “a las ovejas descarriadas” de nuestra Iglesia. Comencemos pues, al igual que “los doce”, por nuestra familia, nuestra comunidad parroquial, especialmente los que se han alejado…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 07-07-15

La mies es abundante y los obreros pocos

Como parte de la historia de los inicios del pueblo de Israel, la primera lectura de la liturgia de hoy (Gn 32,22-32) nos narra el episodio en que Jacob recibe el nombre de Israel, nombre por el que se conocerá el conjunto de su descendencia, hasta el día de hoy.

Nos dice la Escritura que Jacob peleó toda la noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”. En el diálogo que sigue el hombre le pregunta su nombre, y al contestarle que su nombre era Jacob, le dijo: “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel (ישראל), porque has luchado con dioses y con hombres y has podido”. Ahí el origen del nombre, que quiere decir literalmente “el que lucha con Dios”.

“Las mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Con esa oración termina la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mt 9,32-38). Este pasaje sirve de preámbulo al segundo gran discurso de Jesús que ocupa todo el capítulo 10 de Mateo. El llamado discurso misionero, de envío, a sus apóstoles.

El pasaje comienza planteándonos la brecha existente entre el pueblo y los fariseos. Los primeros se admiraban ante el poder de Jesús (“Nunca se ha visto en Israel cosa igual”), mientras los otros, tal vez por sentirse amenazados por la figura de Jesús, tergiversan los hechos para tratar de desprestigiarlo ante los suyos: “Éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús no se inmuta y continúa su misión, no permite que las artimañas del maligno le hagan distraerse de su misión.

Otra característica de Jesús que vemos en este pasaje es que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que va  por “todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. 3er misterio luminoso – El anuncio del Reino).

Jesús está consciente de que su tiempo es corto, que la semilla que Él está sembrando ha de dar fruto; y necesita trabajadores para recoger la cosecha.

Por eso, luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”, nos dice. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

Y eso nos incluye a todos los miembros de la comunidad parroquial, cada cual según sus talentos, según los carismas que el Espíritu Santo nos ha dado y que son para provecho común (Cfr. 1 Co 12,7).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 06-07-15

Fe licidad

El tema de la fe sigue dominando la liturgia. Y la primera lectura de hoy (Gn 28,10-22a), continúa narrando la historia de la descendencia de Abraham, que es también el comienzo de la historia del pueblo de Israel, y la historia de nuestra fe, pues nosotros somos herederos de la fe de Abraham, a quien las tres grandes religiones monoteístas (cristianismo, judaísmo e islam) llaman el “padre de la fe”.

En este pasaje Yahvé reitera a Jacob, el hijo de Isaac, las promesas que había hecho a Abraham al establecer su Alianza con él: “La tierra sobre la que estás acostado, te la daré a ti y a tu descendencia. Tu descendencia se multiplicará como el polvo de la tierra, y ocuparás el oriente y el occidente, el norte y el sur; y todas las naciones del mundo se llamarán benditas por causa tuya y de tu descendencia. Yo estoy contigo; yo te guardaré dondequiera que vayas, y te volveré a esta tierra y no te abandonaré hasta que cumpla lo que he prometido”. Jacob creyó en Yahvé y en su Palabra.

La lectura evangélica (Mt 9,18-26), por su parte, nos narra dos milagros de Jesús en los cuales resalta la fe de los recipientes del milagro: la revivificación de la hija de Jairo y la curación de la hemorroísa. Aunque Mateo no menciona el nombre del personaje, Marcos (cuya versión leíamos el domingo antepasado) y Lucas lo identifican por nombre en sus relatos paralelos. Mateo es bien parco en ambos relatos, mientras Marcos y Lucas se explayan en los detalles (Mc 5,21-42; Lc 40-56).

En el caso de la mujer que sufría flujos de sangre, ella tenía la certeza de que con solo tocar el manto de Jesús se curaría, y actuó conforme a lo que creía: se acercó entre la multitud hasta tocar el manto de Jesús. De eso se trata la fe. Por eso decimos que la fe es algo “que se ve”. La fe de aquella mujer le permitió recibir el milagro. Por eso la lectura nos dice que Jesús se volvió hacia ella y le dijo: “¡Ánimo hija! Tu fe te ha curado”. Y en aquel momento quedó curada.

El pasaje que leemos hoy comienza con Jairo (a quien él identifica como “un personaje”) diciéndole a Jesús que su hija había muerto, añadiendo: “Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza, y vivirá”. Nuevamente nos encontramos ante la importancia de la fe. Jairo creyó, y actuó conforme a lo que creía. Ante la muerte de su hija, realizó un acto de fe.

Al llegar Jesús a casa de Jairo encontró “a los flautistas y el alboroto de la gente” (signo de que la niña había muerto), y dijo a todos: “¡Fuera! La niña no está muerta, está dormida”. Nos dice la lectura que todos se reían de Él, y que una vez echaron la gente, “entró Él, cogió a la niña de la mano, y ella se puso en pie”.

En ocasiones anteriores hemos dicho que no basta con creer (hasta el demonio “cree” en Dios), hay que actuar conforme a lo que creemos. Hay que “vivir” la fe. Entonces veremos manifestarse la gloria de Dios.

Señor yo creo, pero aumenta mi fe…

REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO XIV DEL T.O. (B) 05-07-15

Mc 6,1-6

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para el este decimocuarto domingo del tiempo ordinario, tomada del libro de Ezequiel (2,2-5), nos presenta lo difícil y frustrante que resulta la tarea del profeta. Recordemos que su misión es anunciar la Palabra de Dios y denunciar los pecados del pueblo. Esta situación se agudiza cuando el mensaje profético viene de uno de del mismo pueblo a quien va dirigido. Dios se lo advierte a Ezequiel: “a ellos te envío para que les digas: ‘Esto dice el Señor’. Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos”.

Si examinamos la historia de todos los profetas del Antiguo Testamento encontramos que esa es la constante: la incomprensión, el rechazo, la burla. El mismo Jesús sabía que su mensaje no iba a ser bien recibido por todos. Por eso advirtió a sus discípulos, y los preparó para el rechazo: “Y si [en algún lugar] no se os recibe ni se escuchan vuestras palabras, salid de la casa o de la ciudad aquella sacudiendo el polvo de vuestros pies” (Mt 10,14).

La lectura evangélica de hoy (Mc 6,1-6) es un vivo ejemplo de ello. Encontramos a Jesús que ha regresado a su pueblo, Nazaret, probablemente a visitar a su madre y sus parientes. Al llegar el sábado, como todo buen judío acudió a la sinagoga. Allí, se puso de pie y empezó a enseñar. Aunque la narración no nos dice cuáles fueron sus palabras, sabemos por los relatos anteriores a esta escena, cuál es el contenido de su mensaje, y la radicalidad del mismo.

Allí enfrentó el rechazo de los suyos, de sus amigos de infancia, sus vecinos, los que lo habían visto crecer. Ante la radicalidad de su mensaje, y tal vez como un mecanismo de defensa para no enfrentar las consecuencias del mismo, optaron por no escucharlo, fijando su atención en el “mensajero” e ignorando el mensaje. Para ellos Jesús era un simple artesano con las manos toscas y llenas de cicatrices, que había heredado el taller de su padre, y ha reparado las puertas, ventanas, mesas, sillas de los que allí se hallaban… El “hijo de María”. Nadie importante. Lo único que se les ocurre decir es: “¿De dónde saca todo eso?” El prejuicio, el discrimen, los estereotipos, la soberbia.

Confrontados con la sabiduría (y dureza) de las palabras de Jesús, los habitantes de Nazaret prefieren cuestionar su capacidad y, más aún, su origen. ¿Cómo es posible que las palabras de un carpintero vengan de Dios? ¿Cómo es posible que ese carpintero que se ha criado entre nosotros venga de Dios, sea Dios?

Nosotros hemos sido llamados a llevar la Buena Noticia del Reino a todo el que se cruce en nuestro camino (Mc 16,15). Para ello fuimos ungidos profetas el día de nuestro Bautismo. Por eso el Papa Francisco nos invita a salir de la comodidad y seguridad de nuestros templos e ir a la calle, a la “periferia”, a nuestros lugares de trabajo, a nuestros vecindarios. Tenemos que estar preparados para el rechazo y no permitir que eso nos detenga. Recordemos que Él prometió acompañarnos (Mt 28,20). ¡Atrévete!

Si no lo has hecho aún, hazle una visita al Señor en su Casa; Él te está esperando.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMOTERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 04-07-15

“¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? “

El evangelio que nos brinda la liturgia de hoy (Mt 9,14-17), contiene el primer anuncio de la pasión de parte de Jesús en el evangelio según san Mateo: “Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán” (9,15). Es la primera vez que Jesús hace alusión su muerte, pero sus discípulos no lo captan.

Este anuncio se da en el contexto de la respuesta de Jesús a la crítica que se le hace porque sus discípulos ayunaban. Siempre se les veía contentos, en ánimo de fiesta. Esa conducta resultaba escandalosa para los discípulos de Juan y de los fariseos, a quienes sus maestros les imponían un régimen estricto de penitencia y austeridad.

La respuesta de Jesús comienza ubicando a sus discípulos en un ambiente de fiesta: una boda, y se compara a sí mismo con el novio, y a sus discípulos con los amigos del novio. El discípulo de Jesús, el verdadero cristiano, es una persona alegre, porque se sabe amado por Jesús. Por eso, aun cuando ayuna lo hace con alegría, porque sabe que con su ayuno está agradando al Padre y a su Amado. Ya anteriormente había dicho a sus discípulos: “Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto” (Mt 6,17-18).

Junto con el anuncio, Jesús recalca la novedad de su mensaje, que había resumido en el sermón de la montaña. La Ley antigua quedaba superada, mejorada, perfeccionada (5,17). Por tanto, había que romper con los esquemas de antaño para dar paso a la ley del Amor. Se trata de una nueva forma de vivir la Ley, un cambio radical de aquel ritualismo de los fariseos; un nuevo paradigma. Es el despojarse del hombre viejo para revestirse del hombre nuevo de que nos habla san Pablo (Ef 4,22-24).

No se trata de “echar remiendos” a la Ley: “Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto y deja un roto peor”. Se trata de una nueva manera de relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo.

Jesús está consciente que su mensaje representa un realidad nueva, totalmente incompatible con las conductas de antaño. Por eso añade que no “se echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se conservan”. Esto significa que tenemos que dejar atrás las viejas actitudes que nos impiden escuchar su Palabra y ponerla en práctica.

Este simbolismo del “vino nuevo” lo vemos también en las bodas de Caná (Jn 2,1-11), cuando Jesús, con su poder, nos brinda el mejor vino que jamás hayamos probado; ese vino nuevo que simboliza la novedad de su mensaje.

Hoy, pidamos al Padre que nos ayude a despojarnos de los “odres viejos”, y que nos de “odres nuevos” para recibir y retener el “vino nuevo” que su Palabra nos brinda.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOTERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 02-07-15

curacion del paralitico

La liturgia de hoy (Mt 9,1-8) continúa la narración de los diez milagros que sirven de preámbulo a la predicación del Reino de los Cielos que comprende los capítulos 8 y 9 del relato evangélico de Mateo.

Hoy Mateo nos presenta el pasaje de la curación de un paralítico. Este episodio también lo recogen todos los sinópticos. Pero mientras Marcos y Lucas le añaden el detalle de unos amigos que bajaron al paralítico frente a Jesús desde el techo removiendo unas tejas, Mateo omite ese detalle y va directo al reconocimiento de la fe de los que le trajeron al hombre, y al diálogo que sigue, que constituye el meollo del mensaje de Jesús.

“¡Ánimo, hijo!, tus pecados están perdonados”. Estoy seguro que nadie esperaba esa frase de parte de Jesús. Hasta entonces le habían visto como el gran taumaturgo (hacedor de prodigios): curando enfermos, demostrando su poder sobre la naturaleza, y hasta echando demonios. Pero, ¿ahora también se arroga el poder de perdonar pecados? ¡Blasfemia!, pensaron todos. Ese poder le está reservado a Dios, pues solo a Él se ofende, se hiere con el pecado.

Jesús, que ve en lo profundo de los corazones de los hombres, sabía lo que estaban pensando y les ripostó: “¿Por qué pensáis mal? ¿Qué es más fácil decir: ‘Tus pecados están perdonados’, o decir: ‘Levántate y anda’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados –dijo dirigiéndose al paralítico–: Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa”.

Para entender el alcance de este gesto de Jesús tenemos que comprender la mentalidad de los escribas y fariseos. Para ellos, la enfermedad era producto del pecado, y mientras más grave el pecado, más grave la enfermedad. Y aunque Jesús había aclarado que la enfermedad no estaba ligada al pecado (Jn 9,1-14), utiliza un signo visible, como es la desaparición de la parálisis, para demostrar que, en efecto, los pecados de aquél hombre habían sido perdonados. Es decir, utilizó el signo de la sanación corporal para probarles la sanación espiritual del alma de aquél hombre que estaba en estado de pecado.

No solo les demostró a sus detractores que los pecados de aquél hombre habían sido perdonados, sino que también el hombre tuvo la certeza de que había sido perdonado: “tus pecados están perdonados”.

Antes de partir, Jesús transmitió a sus apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonar los pecados: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan” (Jn 20,22-23). Ese es el fundamento del sacramento de la reconciliación. Cuando nos acercamos al sacramento con nuestra alma “paralizada” por el pecado y confesamos nuestros pecados, escuchamos la fórmula absolutoria que parafrasea las palabras de Jesús a aquél paralítico: “tus pecados están perdonados”, y “ponte en pie”. Entonces tenemos la certeza de que hemos sido perdonados. No hay nada que sustituya la sensación que se siente en ese momento.

¿Cuánto tiempo hace que no te acercas al sacramento de la reconciliación? Anda, ¡anímate! Verás cuán cerca de Dios te sientes.