REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA OCTAVA DE PASCUA 10-04-15

pesca milagrosa 2

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy, viernes de la Octava de Pascua, es la tercera aparición de Jesús a sus discípulos en el relato evangélico de Juan (21,1-14). Esta narración la coloca Juan en un apéndice o epílogo de su relato evangélico. Da la impresión que se le había olvidado este relato de “la pesca milagrosa” que el consideró importante, y como ya había concluido su evangelio, se lo añade al final. Y para darle continuidad a la trama, nos lo presenta con Jesús ya resucitado y con su cuerpo glorificado. Por eso vemos cierto grado de misterio sobre su identidad al comienzo del relato, pues de primera intención no le reconocen.

Comparar con el mismo relato en Lucas (5,1-11), donde el episodio ocurre en el contexto de una predicación de Jesús en la cual se sube a la barca de Pedro para continuar predicando por el gentío tan grande que se había congregado y luego, por indicación de Jesús, salen a pescar y ocurre la “pesca milagrosa”.

Aparte del simbolismo obvio de la barca de Pedro con la Iglesia, y de las redes con la predicación la Palabra por parte de los apóstoles y cómo esta dará fruto abundante, Juan le añade otros elementos y símbolos en función de su tesis, para hacer su relato cónsono con los relatos de las apariciones de Jesús.

Así, por ejemplo, le añade un elemento que no encontramos en el relato de Lucas: Jesús, con su cuerpo glorificado, come delante de los discípulos, y es Él mismo quien reparte el pan y los peces. Este detalle nos evoca la insistencia de parte de Jesús en comer delante de sus discípulos, al igual que vimos en el relato de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35) y en la continuación que contemplamos ayer (Lc 24,35-48), hecho que, además de enfatizar la realidad de la resurrección, nos presenta un símbolo de la Eucaristía.

Otro detalle que Juan le añade; el número de “peces grandes” que sacaron de la red: “ciento cincuenta y tres”. Podemos preguntar: ¿Habrán realmente contado los peces? ¿Por qué la insistencia de Juan en mencionar el número de peces? Recordemos que Juan escribe su relato evangélico hacia el año 100, en plena persecución de los cristianos por parte del Imperio Romano, por cuyo territorio el anuncio del Reino iba expandiéndose cada vez más. Si tomamos la barca de Pedro como símbolo de la Iglesia, y las redes como símbolo de la predicación de la Palabra (una red que a pesar del número tan grande de peces “no se rompió”) en el contexto histórico de la época, encontramos que ciento cincuenta y tres era el número de provincias del Imperio Romano. Es decir que el anuncio del Reino, y el testimonio de la gloriosa Resurrección de Jesús, habrían de llegar a los confines del mundo conocido, y la red no se rompería.

Jesús llamó a los de su época a dar testimonio de Él, y esa Palabra es “viva y eficaz” (Hb 4,12). Así, nos interpela a nosotros hoy también. Que nuestras palabras durante la liturgia eucarística, al decir: “Anunciamos Tu muerte; proclamamos Tu resurrección”, no sean tan solo una fórmula ritual, sino un plan de vida.

¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 04-01-15

Mc 6,1-6

“Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron” (Jn 1,11). Este versículo, tomado del prólogo del Evangelio según san Juan, resume lo ocurrido en el pasaje evangélico que nos brinda la liturgia para hoy (Mc 6,1-6).

Jesús regresa a su pueblo de Nazaret y, cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga. Era costumbre que se asignara la responsabilidad de pronunciar la homilía a un varón de la comunidad. Jesús, que se había marchado de Nazaret regresa de visita, y las noticias de su fama, y sobre todo sus milagros, han llegado a oídos de sus antiguos vecinos. El pasaje no nos dice qué les dijo Jesús en su enseñanza, pero lo que fuera les dejó asombrados: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?”

Ignoraron el mensaje y fijaron su atención en el mensajero. Para los judíos Dios era un ser distante, terrible, inalcanzable. Y el Mesías esperado había de ser una persona rodeada de esplendor, de majestad. No podían concebir que aquél que había sido su vecino, que había compartido su vida cotidiana con ellos durante treinta años, fuera el Mesías esperado, y mucho menos que fuera el Hijo de Dios, Dios encarnado. “Y esto les resultaba escandaloso”.

Una vez más vemos a Marcos enfatizando la importancia de la fe: “No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe”. No es que Jesús “necesite” de nuestra fe para obrar milagros, no se trata de una “condición”; Él es omnipotente, no necesita de nadie. Pero la fe es necesaria para para recibir el milagro en nuestras vidas.

Jesús “se extrañó de su falta de fe”. Muchas veces, en nuestra labor apostólica nos frustramos, nos extrañamos, y hasta nos escandalizamos ante la falta de fe que encontramos en aquellos a quienes llevamos la Buena Noticia del Reino. Este pasaje nos debe servir de consuelo y, a la vez, de estímulo para seguir adelante. Vemos a Jesús, la segunda persona de la Santísima Trinidad, Dios encarnado, predicando Su Palabra, ¡y no le hicieron caso!, ignoraron su mensaje. Cuando nos enfrentemos a una situación similar, hagamos como Jesús, que continuó “recorriendo los pueblos de alrededor enseñando”. Como Él dirá a sus discípulos en el Evangelio de mañana: “Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos” (Mc 6,11).

Estamos llamados a sembrar la semilla del Reino, pero tenemos que estar conscientes que esta no siempre caerá en terreno fértil (Mc 4,3-9; Lc 8,4-8; Mt 13,1-9). Jesús nos invita a no desanimarnos, porque muchos de los que escuchan nuestro mensaje “miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden” (Mt 13,13; cfr. Is 6,9).

Jesús nos está invitando a seguirle. Nadie dijo que era fácil. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA LA CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS 02-11-14

Yo soy el camino

Hoy celebramos la conmemoración de todos los fieles difuntos, y uno de los  Evangelios que nos propone la liturgia para hoy es Jn 14,1-6. Jesús sabe que su fin está cerca y quiere preparar a sus discípulos o, más bien, consolarlos, brindarles palabras de aliento. La mentalidad judía concebía el cielo como un lugar de muchas estancias o habitaciones. Pero Jesús le añade un elemento adicional: esas “estancias” están en la casa del Padre (“En la casa de mi Padre hay muchas estancias”), y esa casa es “su Casa” (más adelante, en los versículos 9 al 11 del mismo capítulo, les confirmará la identidad existente entre el Padre y Él).

Pero Jesús va más allá. Les promete que va a “prepararles” un lugar, y que cuando esté listo va a volver para llevarles con Él a la Casa del Padre (“volveré y os llevaré conmigo”). Es decir, no los va a abandonar; meramente va a prepararles un lugar, “para que donde estoy yo, estéis también vosotros”. Sabemos que el cielo no es un lugar, sino más bien un estado de ser, un estar ante la presencia de Dios y arropados por su Amor por toda la eternidad. Jesús nos hace partícipes de su naturaleza divina, y nos permite hacerlo desde “ya”, como un anticipo de lo que nos espera en la vida eterna (Cfr. Gál 2,20).

Antes de irse, Jesús nos dejó un “mapa” de cómo llegar a la Casa del Padre. Cuando Él les dice a los discípulos que “adonde yo voy, ya sabéis el camino”, y Tomás le pregunta que cómo pueden saber el camino, Jesús pronuncia uno de los siete “Yo soy” (Cfr. Ex 3,14) que encontramos en el Evangelio según san Juan: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”. La fórmula es sencilla. Para llegar a la Casa del Padre hay un solo camino: Jesús.

En esta conmemoración de los fieles difuntos la Iglesia nos invita a orar por aquellos que han muerto y que se encuentran en el Purgatorio, es decir, todos aquellos que mueren en gracia y amistad de Dios pero que tienen alguna que otra “mancha” en su túnica blanca. La Iglesia nos enseña que con nuestras oraciones podemos ayudar a ese proceso de “purificación” que tienen que pasar antes de poder pasar a formar parte de aquella “muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos”, que nos presentaba la liturgia de ayer (Ap 7,9). Esta tradición de orar por los difuntos la deriva la Iglesia del segundo libro de los Macabeos, en el que Judas Macabeo “mandó ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus pecados” (2 Mac. 12, 46).

Hoy, elevemos una plegaria por todos los seres queridos que nos ha precedido, para que el Señor en su infinita misericordia perdone aquellas faltas que por su fragilidad humana puedan haber cometido, pero que no les hacen merecedores del castigo eterno, de manera que puedan comenzar a ocupar esa “estancia” que Jesús les tiene preparada en la Casa del Padre.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOSEXTA SEMANA DEL T.O. 24-07-14

parabolas

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 13,10-17) continúa desmenuzando el pasaje más largo que leímos el decimoquinto domingo del tiempo ordinario, hace poco más de una semana, en el cual Jesús propone a los que le escuchan la parábola del sembrador. El pasaje de hoy sirve como paréntesis entre la parábola y la explicación de la misma que Jesús hace a sus discípulos más adelante (13,18-23).

“¿Por qué les hablas en parábolas?”, le preguntan sus discípulos. Jesús les contesta: “A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender”.

En aquella ocasión dijimos que el significado de las parábolas solo puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios, pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe, “se le quitará hasta lo que tiene”.

Dios es un misterio, y la palabra “misterio” viene del griego antiguo μυστήριον (mystērion), que significa algo que no se puede comprender o explicar. Por eso ese misterio es comprendido solo por aquellos a quienes Dios se lo ha revelado y tienen la disposición de recibirlo. No es algo que dependa de la capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto, pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt 11,25). Jesús nos está diciendo que la verdad contenida en el Evangelio no es de orden intelectual. Es una verdad que solo se percibe cuando abrimos nuestro corazón al Amor incondicional de Dios, que es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y nos lo enseña todo (Jn 14,26).

Continúa diciendo el Señor a sus discípulos: “¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”.

Señor, concédenos el don de esos ojos que ven y esos oídos que oyen. Permítenos ver con los ojos de la fe, e interpretar a la luz de tu Palabra todos los acontecimientos en nuestras vidas, tanto personales como colectivos, que en nuestra ceguera espiritual miramos solamente con ojos humanos. Permítenos descifrar tu mensaje interpelante en los “signos de los tiempos”, que nos hablan de Ti y nos revelan los secretos del Reino que viniste a instaurar. Concédenos Señor, la gracia de que toda nuestra vida se convierta en una parábola en la que Tú te nos reveles.

Por Jesucristo nuestro Señor

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS 27-06-14

Vengan a mi

Hoy celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. La Iglesia celebra esta solemnidad el viernes posterior al segundo domingo después de Pentecostés. En la piedad cristiana todo el mes de junio está dedicado al Corazón de Jesús.

Se ha dicho que los elementos esenciales de esta devoción “‘pertenecen de manera permanente a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda la historia’, pues, desde siempre, la Iglesia ha visto en el Corazón de Cristo, del cual brotó sangre y agua, el símbolo de los sacramentos que constituyen la Iglesia; y, además, los Santos Padres han visto en el Corazón del Verbo encarnado ‘el comienzo de toda la obra de nuestra salvación, fruto del amor del Divino Redentor del que este Corazón traspasado es un símbolo particularmente expresivo’”.

Esta devoción encuentra su fundamento en el misterio de la Encarnación. Por eso adoramos el corazón de Cristo; porque es el corazón del Verbo encarnado, del cual brotó sangre y agua en la culminación del sacrificio máximo, el gesto de amor más formidable en la historia de la humanidad. Ese Corazón que fue capaz de sentir y prodigar el amor más profundo imaginable, Dios encarnado (Cfr. 1 Jn 4,8). Dios-Amor que, cumpliendo la voluntad del Padre se ofreció a Sí mismo para nuestra salvación. Sí; porque la voluntad del Padre es que todos nos salvemos.

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy giran en torno al Amor que brota de ese Corazón de Jesús. Desde la primera lectura (Dt 7,6-11), donde ya en el Antiguo Testamento se le dice al Pueblo de Israel que “… el Señor se enamoró de vosotros y os eligió, no fue por ser vosotros más numerosos que los demás, pues sois el pueblo más pequeño, sino que, por puro amor vuestro…”, hasta la segunda (1 Jn 4,7-16), en la que Juan nos expresa la magnitud de ese Amor incondicional que logra su plenitud en la persona de Jesús: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación para nuestros pecados”.

El Salmo (102) nos añade: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas”. La Misericordia Divina es la manifestación más patente del Amor de Dios. La palabra misericordia se deriva el latín miser (miserable, desdichado) y cor, cordis, (corazón). Por tanto, la misericordia se refiere a la capacidad de sentir, hacerse uno, con la desdicha de los demás. Tan grande es el Amor que Dios nos tiene, que es capaz de abajarse y sentir nuestra miseria en su propio corazón, haciéndose uno con nosotros.

Por eso nos dice en el Evangelio de hoy (Mt 11,25-30): “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”. Es una invitación y una promesa que salen del Sagrado Corazón de Jesús. Anda, acepta la invitación; Él nunca se retracta de sus promesas…

¡Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA OCTAVA DE PASCUA 24-04-14

comprender las escrituras

El relato evangélico que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 24,35-48) es continuación del que leíamos ayer. Estaban los discípulos a quienes Jesús se les apareció en el camino de Emaús contando a los Once lo sucedido, “cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: ‘Paz a vosotros’”.

Los presentes se quedaron atónitos y llenos de miedo, pues “creían ver un fantasma”. Veían, pero sus cerebros se negaban a aceptar lo que estaban viendo. ¡Cuántas veces nos sucede que, al presenciar un milagro, comenzamos a buscar toda clase de explicación “lógica”, antes de aceptar que ha sido obra de Dios! Vemos y no creemos, porque vemos con los ojos del cuerpo y no con los ojos de la fe.

Resulta curioso que el relato no nos dice cómo Jesús llegó a allí, cómo se “apareció” entre los discípulos. ¡Ese detalle no tiene relevancia alguna ante el hecho trascendente de que Jesús está allí! Sí, el Jesús de Nazaret que caminó junto a ellos, que compartió con ellos la mesa, que les instruyó, es el mismo que el Resucitado.

Jesús percibe el miedo y el asombro de los discípulos, y quiere animarlos para que no quede duda, para que puedan ser testigos de su Resurrección. Por eso, después de mostrarle las heridas, “como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ‘¿Tenéis ahí algo de comer?’  Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. El relato quiere enfatizar que el Resucitado es real, que se trata de la misma persona que Jesús de Nazaret; que no se trata de un invento ni un cuento de camino. Jesús de Nazaret ha resucitado y sus discípulos, especialmente los Once, cuya presencia enfatiza el relato de Lucas, son testigos de ello. Cómo Jesús, con su cuerpo glorificado es capaz de comer, es un misterio que escapa a nuestro entendimiento humano, pero con ese gesto se quiere establecer que Jesús está real y verdaderamente frente a sus discípulos.

Y al igual que lo hizo con los de Emaús, les explica lo que sobre su persona dicen las Escrituras, desde Moisés hasta los profetas, y cómo todo se cumplía en Él. Nos dice el pasaje que Jesús entonces “les abrió el entendimiento para comprender las escrituras”, añadiendo al final: “Vosotros sois testigos de esto”. Una vez más Jesús enfatiza la relación entre Él y las Escrituras, y el testimonio de los que creen en Él. Esta es la última aparición de Jesús en el evangelio según san Lucas, que el autor coloca justo antes de su Ascensión.

Antes de ascender, en el versículo que sigue al pasaje de hoy, Jesús les reitera la promesa del Espíritu Santo que recibirán en Pentecostés: “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”.

Es el Espíritu quien les dará la fortaleza para ser testigos: “Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8).

La misma promesa aplica a todos los que profesamos nuestra fe en el Resucitado. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PERSONAL EN TORNO A LA DESPEDIDA DE AÑO

fireworks

Nos encontramos una vez más a punto de pasar la página del almanaque de la historia de la humanidad. Un cambio de fecha, un cambio de año cronológico que marca el punto del tiempo lineal que nos ha tocado vivir en eso que llamamos eternidad. Y para poder encontrarle sentido a esa eternidad hemos decidido ordenar el tiempo en momentos medibles a los que podamos referirnos para construir eso que llamamos historia. Para ello, nos inventamos los segundos, los minutos, las horas, las semanas, los meses, los años, las décadas, los milenios…

Y en ese ejercicio tomamos como punto de referencia el acontecimiento más importante en toda la historia: El nacimiento del hijo de un artesano y una doncella de Nazaret. Así, el tiempo se mide en antes y después del nacimiento Jesús el Cristo. Algunos, influenciados por el secularismo que promulgan unos seudo-intelectuales, prefieren utilizar los términos “antes de la era común” y “era común”, como si con cambiarle el nombre pudieran borrar el punto de referencia: Jesús de Nazaret, el Verbo encarnado.

Cuando se acerca el cambio de año calendario, rememoramos las buenas y malas experiencias del año que termina, hacemos resoluciones para enmendar o mejorar aquellas cosas que entendemos debemos mejorar, proyectos que debemos comenzar o terminar, etc. Festejamos, celebramos, lloramos, pedimos, y pedimos… Y ese ejercicio de convierte en un ritual de fin de año que se repite año tras año, con el mismo festejo, las mismas resoluciones, las mismas peticiones. La única diferencia es el número del “año nuevo”.

Alguien ha dicho que “todo el año es Navidad”. Igual podríamos decir que “todo el año es Año Nuevo”. Porque Jesús viene a nosotros todos los días con la Buena Noticia del Reino. Así, todos los días se nos plantea la posibilidad de comenzar una nueva etapa de nuestra historia personal que nos encamine a la salvación, para poder un día gozar de ese estado en el que el tiempo será irrelevante. Cuando todo será un eterno presente en el que veremos Su rostro y llevaremos Su nombre en la frente. Noche ya no habrá; no tendremos necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios nos alumbrará, y reinaremos por los siglos de los siglos (Cfr. Ap 22,3-5).

A parte de la celebración folklórica de despedida de año, esta fecha nos brinda una magnífica oportunidad para reconocer la presencia de Dios en nuestras vidas y darle gracias por todos los dones que nos ha prodigado, fruto de su Amor infinito, comenzando con la vida misma. Y si abrimos nuestros corazones a ese Amor infinito, no existe experiencia negativa alguna que pueda privarnos de la alegría que este nos provoca. Por eso tenemos que compartirlo con todo el que nos rodea, y podemos decir con san Juan que “hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en Él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,16).

Y si permanecemos en el Amor, ¿qué mejor manera de corresponderle al Amado que comenzar el nuevo año acudiendo a su Casa a honrar a su Madre, participando de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios?  Averigua los horarios de las misas del 1ro de enero en la parroquia más cercana y participa de la verdadera celebración. Entonces estarás comenzando un “feliz año nuevo”, no importa las circunstancias.

Aprovecho para desearles a todos un Año 2014 lleno de la PAZ que solo el saberse amado por Dios puede brindarnos. ¡Feliz Año Nuevo!

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LOS SANTOS INOCENTES, MÁRTIRES 28-12-13

huida a egipto

Hoy celebramos la Fiesta de los Santos Inocentes, mártires. Al igual que hace apenas dos días, cuando celebramos la Fiesta de san Esteban, nos enfrentamos a la dureza del camino que espera a ese Niño que acaba de nacer. Esas fuerzas del mal, que la primera lectura (1 Jn 1,5-2,2) nos presenta como las “tinieblas”, acecharán a Jesús desde su nacimiento y acabarán clavándolo en la cruz. Pero Jesús es la luz que vence las tinieblas, y en ese aparente triunfo de las fuerzas de las tinieblas, está la victoria de Jesús-Luz, quien aceptando su muerte de cruz se convirtió en “víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (2,2).

En la lectura evangélica de hoy (Mt 2,13-18) vemos las tinieblas del mal que surgen amenazantes sobre el Niño Dios recién nacido. Un presagio de lo que le espera. La Iglesia no quiere que perdamos de vista que ese niño hermoso y frágil que nació en Belén de Judá fue enviado por Dios para nuestra salvación. La historia nos presenta a Herodes como uno de los seres más sanguinarios de su época, quien había usurpado el trono, por lo que temía que en cualquier momento alguien hiciera lo propio con él. Y con tal de mantener el poder, estaba dispuesto a matar, como de hecho lo hizo durante todo su reinado.

Herodes había pedido a los magos que le avisaran el lugar en que encontraran al Niño para ir a adorarle. Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. El ángel también les había dicho a los magos que se marcharan por otro camino. Herodes, sintiéndose burlado, hizo calcular la fecha en que los magos vieron la estrella por primera vez, y “mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores”.

Podríamos intentar hacer toda una exégesis sobre el paralelismo que Mateo quiere establecer entre Jesús y Moisés, presentándonos a Jesús como el “nuevo Moisés” (paralelismo que encontramos hasta en la estructura del primer Evangelio), y cómo quiere probar que en la persona de Jesús se cumplen todas las promesas del Antiguo Testamento, pero el espacio limitado nos traiciona.

Nos limitaremos a resaltar una característica de José, quien desempeña un papel protagónico en el relato de Mateo: su fe absoluta en Dios. A lo largo del todo el relato vemos cómo José convierte en acción la Palabra de Dios (la característica principal de la fe). El ángel le dice, levántate, coge a tu familia y márchate a Egipto, y José no titubea, no cuestiona; simplemente actúa. Del mismo modo cuando le dice “regresa”, actúa de conformidad a la Palabra de Dios. Confía en la Providencia Divina.

Siempre proponemos a Abraham y María como modelos de fe, y pasamos por alto a este santo varón que el mismo Dios escogió para ser el padre adoptivo de su Hijo. Jesús y su madre María salvaron sus vidas gracias a la fe de José. En esta Fiesta de los Santos Inocentes, pidamos al Señor la fe de José.

JESÚS EUCARISTÍA

pesebre eucaristia

No olvidemos que el Niño Dios viene a nosotros continuamente y que podemos adorarle como lo hicieron los pastores, cada vez que participamos de la adoración eucarística en nuestros templos. Averigua los horarios de adoración en tu parroquia, o la capilla de adoración perpetua más cercana y disfruta de esa experiencia única. Una vez más, ¡Feliz Navidad!