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De la mano de María

Héctor L. Márquez, O.P. (Conferencista católico)

De la mano de María

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REFLEXIÓN PARA EL SEXTO DOMINGO DEL T.O. (C) 17-02-19

Posted on 16 February, 2019 by Héctor L. Márquez, O.P.
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El evangelio de hoy nos presenta la versión de Lucas de las Bienaventuranzas (6,17.20-26). Lucas nos presenta solo cuatro Bienaventuranzas, a diferencia de la versión de Mateo (5,1-11), que tiene ocho, y es la más conocida. Lucas le añade a su relato cuatro “ayes”, o “malaventuranzas”, en contrapunto con las cuatro Bienaventuranzas, enfatizando de ese modo el contraste entre la “vieja Ley” y la “nueva Ley” que Jesús nos propone, entre la Antigua Alianza y la Nueva Alianza, entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento; signo inequívoco de que los tiempos mesiánicos han llegado.

La Antigua Ley, basada en el decálogo, contenía unas prescripciones de conducta específicas, cuyo cumplimiento en cierto modo aseguraba la felicidad y prosperidad en este mundo. La pobreza, la enfermedad, la esterilidad, eran consideradas producto del pecado. Si bien Jesús aseguró que no había venido a abolir la ley y los profetas (Mt 5,17), no es menos cierto que con las Bienaventuranzas los viró “patas arriba”. A eso se refería cuando dijo en ese mismo pasaje que había venido a darle plenitud (Cfr. Rom 13,8.10).

La fórmula que Jesús nos propone es bien sencilla: interpretar la ley desde la óptica del Amor. “Pues la ley entera se resume en una sola frase: Amarás al prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14). Esto nos permite ver el mundo a través de los ojos de Jesús. Antes cumplíamos con la Ley por temor al castigo. Ahora lo hacemos por amor, o más aún, cuando amamos como Jesús nos ama (Cfr. Jn 13,34) cumplimos con la Ley. Como nos dice san Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.

Con las Bienaventuranzas Jesús le da contenido, le da vida a los diez mandamientos. Ya no se trata de una serie de normas escritas en piedra, ahora se trata de una ley escrita en nuestros corazones. Esto nos evoca la profecía de Ezequiel: “quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 11,19b). O como dice el profeta Jeremías: “pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones” (31,33).

Si leemos las Bienaventuranzas conjuntamente con los ayes que le siguen, Jesús nos está diciendo que a los que ahora “les va bien” y por eso creen merecerlo todo, les será más difícil alcanzar la felicidad eterna, mientras a los débiles, los pobres, los marginados, los perseguidos por causa de Él, serán saciados, reirán, serán recompensados. Y como hemos dicho en ocasiones anteriores, la verdadera “pobreza” evangélica no implica necesariamente estar desposeído; lo que implica es el desapego a los bienes materiales. Se trata de poner a Dios y el amor al prójimo por encima de todos los bienes materiales. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

Hoy pidámosle al Señor que nos permita vivir a plenitud el espíritu de las Bienaventuranzas, para que seamos acreedores a su promesa de Vida Eterna.

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REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA QUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 13-02-19

Posted on 12 February, 2019 by Héctor L. Márquez, O.P.
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“Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. El que tenga oídos para oír, que oiga”. Con esas palabras de Jesús, dirigidas a todos los que le rodeaban, comienza la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mc 7,14-23).

Esta lectura es continuación del Evangelio que leíamos ayer, en el que un grupo de fariseos y escribas se había acercado a Jesús para criticarle que sus discípulos no seguían los ritos de purificación exigidos por la Mitzvá para antes de las comidas, específicamente las relativas a lavarse las manos de cierta manera antes de comer.

Jesús critica el fariseísmo de aquellos que habían creado todo un cuerpo de preceptos que llegaban inclusive a suplantar la Ley de Dios, imponiendo sobre el pueblo unas cargas muy pesadas que ellos mismos no estaban dispuestos a soportar (Cfr. Mt 23,4). Esos preceptos mostraban una obsesión con la pureza ritual cuyo cumplimiento se tornaba en algo vacío, que se quedaba en un ritualismo formal que no guardaba relación con lo que había en su corazón. Por eso una vez más les tildó de “hipócritas”.

Hoy vemos cómo Jesús, una vez más “regaña” a sus discípulos cuando le piden que les explique qué quería decir con sus palabras, llamándoles “torpes” por no haber comprendido. No obstante, se sienta a enseñarles con paciencia: “Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la letrina” (Marcos nos dice que con esto declaraba puros todos los alimentos). Y siguió: “Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.

Lo cierto es que en ningún lugar del decálogo dice qué alimentos podemos consumir ni cómo tenemos que purificar nuestras manos, brazos, etc. Lo que sí dice es que no se puede fornicar, ni robar, ni matar, ni cometer adulterio, codiciar, etc. Esas son las cosas que tornan al hombre impuro porque son fruto de la maldad que sale de su corazón.

Una vez más Jesús nos recuerda que Dios no se fija en lo exterior al momento de juzgarnos; Él, que “ve en lo oculto” (Mt 6,6), mirará la pureza o impureza de nuestro corazón. A esa mirada nadie puede escapar… Pidámosle pues, al Señor que nos conceda un corazón puro como el de un niño (Cfr. Mt 18,4), de manera que de nuestro corazón no salga nada que pueda tornarnos impuros. “Por sus obras los conoceréis” (Mt 7,15-20). ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?

Meditando sobre esta lectura, digamos a Dios con humildad: “Señor, dame un corazón puro que sea agradable a ti”.

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REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA QUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 12-02-19

Posted on 11 February, 2019 by Héctor L. Márquez, O.P.
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La lectura evangélica de hoy (Mc 7,1-13), nos sitúa de lleno nuevamente en la pugna entre Jesús y los escribas y fariseos; la controversia entre “cumplir” la Ley al pie de la letra, relegando el amor y la misericordia a un segundo plano, como proponen los fariseos, y la primacía del amor que predica Jesús.

La lectura comienza diciendo que “se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén”. Aquí Marcos quiere enfatizar la diferencia entre Galilea y Jerusalén. Jesús ha desarrollado su misión mayormente en el territorio de Galilea; allí ha calado hondo su anuncio de Reino, allí ha obrado milagros y ganado adeptos. Por el contrario, de Jerusalén siempre ha venido la crítica, la oposición virulenta a su mensaje liberador. Allí vivirá su Pascua (Pasión, muerte y resurrección).

Los fariseos y escribas, con el propósito obvio de desprestigiar o hacer desmerecer la persona de Jesús ante los presentes, critican a Jesús y sus discípulos por no seguir los rituales de purificación previos a sentarse a comer. El mismo Marcos describe el ritual de purificación para sus lectores (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los paganos de la región itálica que no conocían las costumbres judías; por eso también explica los arameismos con que salpica en ocasiones su relato): “Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas”.

Jesús arremete contra el legalismo de los fariseos: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.’ Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Está claro, los fariseos habían convertido el decálogo en un complejo cuerpo de preceptos (la Mitzvá), compuesto por 613 mandamientos que todo judío venía obligado a cumplir. De ahí que Jesús en un momento diga a los fariseos: “Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo” (Mt 23,4). La hipocresía, el legalismo ritual vacío.

Jesús está claro, la tradición está basada en el decálogo. Pero esa tradición, propia del pueblo judío, tiene que ceder ante las exigencias del anuncio de la Buena Nueva del Reino a otros pueblos que no tienen la misma cultura, las mismas tradiciones. No podemos establecer una abismo entre lo “sagrado” y el mundo, pues estamos llamados a vivir y proclamar nuestra fe en este mundo. Y esa fe está fundamentada en el amor y la caridad. La tradición es secundaria y tiene que ceder ante estas.

No puede haber prácticas piadosas que aprisionen las obras de misericordia corporales y espirituales. Pues como escribía San Juan de la Cruz, “en el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”.

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REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 12-09-18

Posted on 11 September, 2018 by Héctor L. Márquez, O.P.
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El evangelio de hoy nos presenta la versión de Lucas de las Bienaventuranzas (6,20-26). Lucas nos presenta solo cuatro Bienaventuranzas, a diferencia de la versión de Mateo (5,1-11), que tiene ocho, y es la más conocida. Lucas le añade a su relato cuatro “ayes”, o “malaventuranzas”, en contrapunto con las cuatro Bienaventuranzas, enfatizando de ese modo el contraste entre la “vieja Ley” y la “nueva Ley” que Jesús nos propone, entre la Antigua Alianza y la Nueva Alianza, entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento; signo inequívoco de que los tiempos mesiánicos han llegado.

La Antigua Ley, basada en el decálogo, contenía unas prescripciones de conducta específicas, cuyo cumplimiento en cierto modo aseguraba la felicidad y prosperidad en este mundo. La pobreza, la enfermedad, la esterilidad, eran consideradas producto del pecado. Si bien Jesús aseguró que no había venido a abolir la ley y los profetas (Mt 5,17), no es menos cierto que con las Bienaventuranzas los viró “patas arriba”. A eso se refería cuando dijo en ese mismo pasaje que había venido a darle plenitud (Cfr. Rom 13,8.10).

La fórmula que Jesús nos propone es bien sencilla: interpretar la ley desde la óptica del Amor. “Pues la ley entera se resume en una sola frase: Amarás al prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14). Esto nos permite ver el mundo a través de los ojos de Jesús. Antes cumplíamos con la Ley por temor al castigo. Ahora lo hacemos por amor, o más aún, cuando amamos como Jesús nos ama (Cfr. Jn 13,34) cumplimos con la Ley. Como nos dice san Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.

Con las Bienaventuranzas Jesús le da contenido, le da vida a los diez mandamientos. Ya no se trata de una serie de normas escritas en piedra, ahora se trata de una ley escrita en nuestros corazones. Esto nos evoca la profecía de Ezequiel: “quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 11,19b). O como dice el profeta Jeremías: “pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones” (31,33).

Si leemos las Bienaventuranzas conjuntamente con los ayes que le siguen, Jesús nos está diciendo que a los que ahora “les va bien” y por eso creen merecerlo todo, les será más difícil alcanzar la felicidad eterna, mientras a los débiles, los pobres, los marginados, los perseguidos por causa de Él, serán saciados, reirán, serán recompensados. Y como hemos dicho en ocasiones anteriores, la verdadera “pobreza” evangélica no implica necesariamente estar desposeído; lo que implica es el desapego a los bienes materiales. Se trata de poner a Dios y el amor al prójimo por encima de todos los bienes materiales. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

Hoy pidámosle al Señor que nos permita vivir a plenitud el espíritu de las Bienaventuranzas, para que seamos acreedores a su promesa de vida eterna.

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REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DEL T.O. (B) 02-09-18

Posted on 1 September, 2018 by Héctor L. Márquez, O.P.
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“Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”. Con esas palabras de Jesús, dirigidas a todos los que le rodeaban, concluye el evangelio que nos brinda la liturgia para este vigésimo segundo domingo del tiempo ordinario (Mc 7,1-8.14-15.21-23).

Un grupo de fariseos y escribas se había acercado a Jesús para criticarle que sus discípulos no seguían los ritos de purificación exigidos por los preceptos para antes de las comidas, específicamente las relativas a lavarse las manos de cierta manera antes de comer. Vemos que Marcos pasa el trabajo de explicar las costumbres judías, mientras el texto paralelo de Mateo (15,1-2) omite la explicación. La razón es que Marcos escribe para los paganos de la región itálica, que no conocían esas costumbres, mientras Mateo escribe para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo.

Jesús critica el fariseísmo de aquellos que habían creado todo un cuerpo de preceptos que llegaban inclusive a suplantar la Ley de Dios. Esos preceptos mostraban una obsesión con la pureza ritual cuyo cumplimiento se tornaba en algo vacío, que se quedaba en un ritualismo formal que no guardaba relación con lo que había en su corazón. Por eso una vez más les llama “hipócritas”.

Los fariseos habían incurrido en lo que la primera lectura contempla cuando dice: “Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir. Así viviréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar. No añadáis nada a lo que os mando ni suprimáis nada; así cumpliréis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy” (Dt 4,1-2.6-8).

En ningún lugar del decálogo dice que hay que lavarse las manos hasta los codos, frotándose por cierto número de veces, etc. Lo que sí dice es que no se puede fornicar, ni robar, ni matar, ni cometer adulterio, codiciar, etc. Esas son las cosas que tornan al hombre impuro porque son fruto de la maldad que sale de su corazón.

Una vez más Jesús nos recuerda que Dios no se fija en lo exterior al momento de juzgarnos; Él, que “ve en lo oculto” (Mt 6,6), mirará la pureza o impureza de nuestro corazón. A esa mirada nadie puede escapar… Pidámosle pues, al Señor que nos conceda un corazón puro como el de un niño (Cfr. Mt 18,4), de manera que de nuestro corazón no salga nada que pueda tornarnos impuros.

Hoy, día del Señor, acudamos a su Casa y supliquémosle: “Señor, dame un corazón puro que sea agradable a ti”.

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REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 20-08-18

Posted on 19 August, 2018 by Héctor L. Márquez, O.P.
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La liturgia de hoy nos presenta el pasaje del joven rico (Mt 19,16-22). En la misma pregunta del joven encontramos el problema que presenta la situación: “Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?” En primer lugar, acepta que el fin del hombre es la “vida eterna”. En segundo lugar, está consciente que para llegar a esa vida eterna hay un solo camino, el camino del bien (“¿qué tengo que hacer de bueno…?”).

En su forma de pensar, típica de la persona adinerada, el joven piensa en términos de “comprar”, “adquirir”, “obtener”. Por eso utiliza este último verbo con relación a la vida eterna al formular su pregunta. Jesús, que ve en lo más profundo de nuestros corazones, le riposta: “¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. Le dice que “uno solo es Bueno”, refiriéndose a Dios. Por eso le dice que tiene que cumplir los mandamientos, que vienen de Él.

El joven insiste diciéndole que él ya cumple con los mandamientos (resulta curioso que Jesús solo menciona los mandamientos que se refieren al prójimo, añadiendo el mandamiento del amor, que no forma parte del decálogo). Para el joven rico, por su posición cómoda, resulta fácil dar limosna a los pobres, pagar el diezmo al templo, “portarse bien”. Pero él quiere asegurarse que pueda “obtener” la vida eterna. Es alguien acostumbrado a adquirir las cosas sin importar el precio. Por eso no estaba preparado para la contestación de Jesús: “vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo”. La Escritura nos dice que “al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico”.

Si analizamos el pasaje, lo que Jesús hace es ponerlo a prueba. La realidad es que la riqueza no es impedimento para la salvación y la vida eterna; lo que sí es impedimento para seguir a Jesús es el apego a esa riqueza, al punto de nublar nuestro entendimiento cuando hay que decidir entre el seguimiento de Jesús y la protección de los bienes materiales. Esos bienes, esas posesiones, nos impiden entregar nuestro corazón totalmente a Dios. Por eso el joven se puso triste, porque su corazón, aunque bueno, estaba atrapado entre dos lealtades: Dios y el “ídolo” del dinero.

Durante las pasadas semanas Jesús nos ha estado hablando de la sencillez, la mansedumbre, la humildad como meta de los que queremos alcanzar la vida eterna. “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de Dios” (Mt 5,3). El “pobre” para Jesús no es el que no tiene bienes, sino más bien aquél que no tiene su corazón puesto en las cosas. Se puede ser relativamente pobre y estar demasiado apegado a las pocas cosas materiales que se tiene; entonces se es como el “joven rico”. Del mismo modo, se puede tener una gran fortuna y vivir para agradar a Dios y ayudar a otros. Esa es la verdadera “pobreza evangélica” que caracteriza al discípulo de Jesús.

En esta semana que comienza, pidámosle al Padre que nos conceda el don de la pobreza evangélica que le es agradable, para que podamos ser dignos ciudadanos del Reino.

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REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 25-05-18

Posted on 24 May, 2018 by Héctor L. Márquez, O.P.
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La liturgia de tiempo ordinario retoma el Evangelio según san Marcos, y nos presenta a los fariseos una vez más poniendo a prueba a Jesús, para ver si “resbala” para poder acusarlo de predicar contrario a la Ley de Moisés o, al menos, desprestigiarlo (Mc 10,1-12). El asunto que le plantean tiene tanta o más vigencia hoy, que en aquél momento.

La pregunta es una cargada: “¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?” Jesús no pierde tiempo y, sabiendo lo que le van a contestar, les devuelve la pregunta: “¿Qué os ha mandado Moisés?” La respuesta no se hace esperar: “Moisés permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio”. Jesús lo sabe, en su tiempo el divorcio era legal en ciertas circunstancias. Jesús, un verdadero maestro del debate, los desarma con su respuesta: “Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios ‘los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne’. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

Jesús deja establecida la diferencia entre un precepto y un mandamiento. La ley del Deuteronomio no es un mandamiento; es un precepto, un “permiso” que Moisés se vio prácticamente obligado a concederles “por vuestra terquedad”. Pero ese precepto no alteró de modo alguno la ley fundamental del matrimonio, que permaneció intacta. Jesús va a las mismas raíces de la ley, a la creación, a la ley del matrimonio contenida en la Palabra de Dios (Gn 1,27; 2,24): “macho y hembra los creó”… “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”. Cualquier desviación de esa ley no es mandamiento de Dios, es precepto de hombre, y no puede prevalecer en contra de aquél.

Todo está en la voluntad expresa de Dios al crear al hombre y a la mujer con diferentes sexos para que se complementaran, para que pudieran unirse y formar “una sola carne”, para cumplir el mandato de: “Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla”. Esa es la base del matrimonio establecido por Dios. Y su indisolubilidad la encontramos, tanto en el hecho de que en lo adelante ya no serán dos, sino que “serán los dos una sola carne”, como en la radicalidad del voto, que implica romper con todos los lazos familiares sagrados para los judíos: “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre”. No hay términos medios; no hay marcha atrás. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

Hoy día vivimos en una sociedad sujeta a las “modas”, al relativismo moral, al culto al placer, a la búsqueda constante de la satisfacción personal, la que se ha elevado a nivel de “derecho”. Es la cultura del “yo”; “y ‘como Dios es amor’, Él tiene que reconocer mi derecho a buscar mi propia ‘felicidad’”, aunque ello implique negar unos principios y mandamientos fundamentales de la Ley de Dios. En otras palabras, pretendemos imponerle a Dios nuestras propias pautas de lo que es lícito y lo que no lo es. Estamos dispuestos a quemar el Decálogo, y hasta al mismo Dios, en aras de nuestra “felicidad”. Pretendemos redefinir el matrimonio y, de paso, hacerlo sujeto a la voluntad de los contrayentes.

¿Hasta dónde vamos a llegar? Señor, ten piedad de nosotros

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REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 07-02-18

Posted on 6 February, 2018 by Héctor L. Márquez, O.P.
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“Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. El que tenga oídos para oír, que oiga”. Con esas palabras de Jesús, dirigidas a todos los que le rodeaban, comienza la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mc 7,14-23).

Esta lectura es continuación del Evangelio que leíamos ayer, en el que un grupo de fariseos y escribas se había acercado a Jesús para criticarle que sus discípulos no seguían los ritos de purificación exigidos por la Mitzvá para antes de las comidas, específicamente las relativas a lavarse las manos de cierta manera antes de comer.

Jesús critica el fariseísmo de aquellos que habían creado todo un cuerpo de preceptos que llegaban inclusive a suplantar la Ley de Dios, imponiendo sobre el pueblo unas cargas muy pesadas que ellos mismos no estaban dispuestos a soportar (Cfr. Mt 23,4). Esos preceptos mostraban una obsesión con la pureza ritual cuyo cumplimiento se tornaba en algo vacío, que se quedaba en un ritualismo formal que no guardaba relación con lo que había en su corazón. Por eso una vez más les tildó de “hipócritas”.

Hoy vemos cómo Jesús, una vez más “regaña” a sus discípulos cuando le piden que les explique qué quería decir con sus palabras, llamándoles “torpes” por no haber comprendido. No obstante, se sienta a enseñarles con paciencia: “Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la letrina” (Marcos nos dice que con esto declaraba puros todos los alimentos). Y siguió: “Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.

Lo cierto es que en ningún lugar del decálogo dice qué alimentos podemos consumir ni cómo tenemos que purificar nuestras manos, brazos, etc. Lo que sí dice es que no se puede fornicar, ni robar, ni matar, ni cometer adulterio, codiciar, etc. Esas son las cosas que tornan al hombre impuro porque son fruto de la maldad que sale de su corazón.

Una vez más Jesús nos recuerda que Dios no se fija en lo exterior al momento de juzgarnos; Él, que “ve en lo oculto” (Mt 6,6), mirará la pureza o impureza de nuestro corazón. A esa mirada nadie puede escapar… Pidámosle pues, al Señor que nos conceda un corazón puro como el de un niño (Cfr. Mt 18,4), de manera que de nuestro corazón no salga nada que pueda tornarnos impuros. “Por sus obras los conoceréis” (Mt 7,15-20). ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?

Meditando sobre esta lectura, digamos a Dios con humildad: “Señor, dame un corazón puro que sea agradable a ti”.

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REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 06-02-18

Posted on 5 February, 2018 by Héctor L. Márquez, O.P.
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La lectura evangélica de hoy (Mc 7,1-13), nos sitúa de lleno nuevamente en la pugna entre Jesús y los escribas y fariseos; la controversia entre “cumplir” la Ley al pie de la letra, relegando el amor y la misericordia a un segundo plano, como proponen los fariseos, y la primacía del amor que predica Jesús.

La lectura comienza diciendo que “se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén”. Aquí Marcos quiere enfatizar la diferencia entre Galilea y Jerusalén. Jesús ha desarrollado su misión mayormente en el territorio de Galilea; allí ha calado hondo su anuncio de Reino, allí ha obrado milagros y ganado adeptos. Por el contrario, de Jerusalén siempre ha venido la crítica, la oposición virulenta a su mensaje liberador, allí vivirá su Pascua (Pasión, muerte y resurrección).

Los fariseos y escribas, con el propósito obvio de desprestigiar o hacer desmerecer la persona de Jesús ante los presentes, critican a Jesús y sus discípulos por no seguir los rituales de purificación previos a sentarse a comer. El mismo Marcos describe el ritual de purificación para sus lectores (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los paganos de la región itálica que no conocían las costumbres judías; por eso también explica los arameismos con que salpica en ocasiones su relato): “Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas”.

Jesús arremete contra el legalismo de los fariseos: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.’ Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Está claro, los fariseos habían convertido el decálogo en un complejo cuerpo de preceptos (la Mitzvá), compuesto por 613 mandamientos que todo judío venía obligado a cumplir. De ahí que Jesús en un momento diga a los fariseos: “Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo” (Mt 23,4). La hipocresía, el legalismo ritual vacío.

Jesús está claro, la tradición está basada en el decálogo. Pero esa tradición, propia del pueblo judío, tiene que ceder ante las exigencias del anuncio de la Buena Nueva del Reino a otros pueblos que no tienen la misma cultura, las mismas tradiciones. No podemos establecer una abismo entre lo “sagrado” y el mundo, pues estamos llamados a vivir y proclamar nuestra fe en este mundo. Y esa fe está fundamentada en el amor y la caridad. La tradición es secundaria y tiene que ceder ante estas.

No puede haber prácticas piadosas que aprisionen las obras de misericordia corporales y espirituales. Pues como escribía San Juan de la Cruz, “en el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”.

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REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (1) 18-08-17

Posted on 17 August, 2017 by Héctor L. Márquez, O.P.
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La liturgia de hoy nos presenta uno de esos pasajes en que los fariseos ponen a prueba a Jesús para ver si “resbala” y poder acusarlo de predicar contrario a la Ley de Moisés o, al menos, desprestigiarlo (Mt 19,3-12). El asunto que le plantean tiene tanta o más vigencia hoy, que en aquél momento.

Le preguntan: “¿Es lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo?” Jesús, un verdadero maestro del debate, además de conocedor de la Ley, les devuelve la pregunta: “¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: ‘Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne’? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. Ellos contestaron lo que Jesús esperaba: “¿Y por qué mandó Moisés darle acta de repudio y divorciarse?”

La respuesta de Jesús no se hace esperar: “Por lo tercos que sois os permitió Moisés divorciaros de vuestras mujeres; pero, al principio, no era así. Ahora os digo yo que, si uno se divorcia de su mujer –no hablo de impureza– y se casa con otra, comete adulterio”.

Jesús deja establecida la diferencia entre un precepto y un mandamiento. La ley del Deuteronomio no es un mandamiento; es un precepto, un “permiso” que Moisés se vio prácticamente obligado a concederles “por lo tercos que sois”. Pero ese precepto no alteró de modo alguno la ley fundamental del matrimonio, que permaneció intacta. Jesús va a las mismas raíces de la Ley, a la creación, a la ley del matrimonio contenida en la Palabra de Dios (Gn 1,27; 2,24): “macho y hembra los creó”… “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”. Cualquier desviación de esa ley no es mandamiento de Dios, es precepto de hombre, y no puede prevalecer en contra de aquél.

Todo está en la voluntad expresa de Dios al crear al hombre y a la mujer con diferentes sexos para que se complementaran, para que pudieran unirse y formar “una sola carne”, para cumplir el mandato de: “Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla”. Esa es la base del matrimonio establecido por Dios. Y su indisolubilidad la encontramos, tanto en el hecho de que en lo adelante ya no serán dos, sino que “serán los dos una sola carne”, como en la radicalidad del voto, que implica romper con todos los lazos familiares sagrados para los judíos: “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre”. No hay términos medios; “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

Hoy día vivimos en una sociedad sujeta a las “modas”, al relativismo moral, al culto al placer, a la búsqueda constante de la satisfacción personal, la que se ha elevado a nivel de “derecho”. Es la cultura del “yo”, que plantea que “como Dios es amor”, Él tiene que reconocer nuestro derecho a buscar nuestra propia “felicidad” aunque ello implique negar unos principios y mandamientos fundamentales de la Ley de Dios. En otras palabras, pretendemos imponerle a Dios nuestras propias pautas de lo que es lícito y lo que no lo es. Estamos dispuestos a quemar el Decálogo, y hasta al mismo Dios, en aras de nuestra “felicidad”. ¿Hasta dónde vamos a llegar? Señor, ten piedad de nosotros…

Posted in Uncategorized | Tagged adulterio, Decálogo, derecho, Deuteronomio, divorcio, fariseos, felicidad, Ley de Dios, mandamientos, matrimonio, Moisés, preceptos, reflexiones diarias, relativismo moral, una sola carne | Leave a reply

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