REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 18-11-22

Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”.

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Ap 10,8-12; Lc 19 45-48), aunque a primera vista parecerían no estar relacionadas, tratan el mismo tema.

La primera, tomada del libro del Apocalipsis, nos muestra a Juan recibiendo una orden de comerse un libro: “Cógelo y cómetelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor”. Juan hizo lo que le ordenaba el ángel y en efecto así sucedió. Entonces le dijeron: “Tienes que profetizar todavía contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”.

Los exégetas interpretan ese símbolo de comerse el libro, como “alimentarse de la palabra y del pensamiento que contiene”. Esa palabra que cuando la recibimos se nos muestra dulce al paladar, con una dosis sobreabundante de amor y misericordia. Pero cuando la digerimos, es decir, cuando vemos las realidades de nuestro alrededor y vemos cómo esa Palabra es ignorada, pisoteada, y hasta manipulada y utilizada para fines contrarios a ella, sentimos amargura.

Entonces esa Palabra, “cortante como espada de doble filo” (Hb 4,12), nos dice que no podemos permanecer indiferentes, que tenemos que salir a profetizar y protestar, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2) contra todo aquello que cause desigualdad, discrimen, odio y violencia; todo aquello que esté en contra del mensaje liberador de Jesús, y que debe provocar tristeza y amargura en el corazón de Dios. Esa triste realidad fue la hizo que Jesús llorara ante la vista de la ciudad de Jerusalén (Lc 19,41).

“Todos los días Jesús enseñaba en el Templo”, y el pueblo escuchaba su Palabra: “el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”. Jesús nos trajo una nueva forma de culto, sustituyendo el culto meramente ritual que practicaban los judíos por un culto “en espíritu y verdad”, en el que su Palabra y nuestra oración cobran un papel importantísimo, y nos conducen al centro de la liturgia que es Él mismo que se hace presente en la Eucaristía. Por eso toda la primera parte de la misa es la “enseñanza” de Jesús, precisamente en el mismo lugar que Él lo hacía, en el Templo.

La denuncia de Jesús que escuchamos en el Evangelio, cuando nos dice: “‘Mi casa es casa de oración’; pero vosotros la habéis convertido en una ‘cueva de bandidos’”, nos hace preguntarnos: Nuestros templos, ¿son “casa de oración”? Basta con entrar en algunos templos y ver que, por el nivel de ruido y falta de reconocimiento a Jesús Eucaristía que está presente, parecen más una plaza pública que una casa de oración. Y en nuestros templos, ¿hay mercaderes como los que Jesús expulsó? ¿Se muestra un interés desmedido por los aspectos económicos, aún por encima de la oración y la caridad? En las reuniones de nuestros consejos parroquiales, ¿le prestamos más atención al “presupuesto” y las finanzas parroquiales que a la pastoral?

Ahora que estamos prácticamente en el umbral del Adviento, hagamos un poco de introspección comunitaria. Esa Palabra “dulce al paladar” que recibimos, ¿nos causa “ardor” al digerirla? Entonces es tiempo de asumir la misión profética para la que se nos ungió en el bautismo.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 30-05-22

“Cuando Pablo les impuso las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas extrañas y a profetizar”.

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Jn 16,29-33) es la conclusión del discurso de despedida de Jesús al finalizar la última cena. Y justo en ese momento vemos una afirmación de fe de parte de los apóstoles: “Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios”. Pero esa “fe” es producto de la euforia de haber tenido ese encuentro con la divinidad de Jesús, de haber comprendido finalmente que Jesús es el Hijo de Dios.

Jesús, que se encarnó para experimentar, para vivir en carne propia nuestras emociones y nuestras debilidades, sabe que esa fe de los apóstoles no ha sido probada (Cfr. 1 Pe 1,7; Prov 17,3) y, más aún, sabe que fallarán en la primera prueba de fuego, fracaso que estará representado en las negaciones de Pedro. “¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo”. La fe de los apóstoles no ha sido fortalecida por la prueba. Tienen que percatarse de su fragilidad y de su incapacidad para enfrentar por sí mismos la prueba de fe.

Recordemos que siempre que Jesús nos señala una debilidad, nos da la fórmula para sobreponernos a ella: “Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo”. Los apóstoles y los demás discípulos no lo comprenderán hasta que reciban la fuerza del Espíritu en Pentecostés. Entonces sabrán que no están solos, y que, si Jesús “venció al mundo” ellos, y nosotros, podremos también vencer al mundo.

Estamos a una semana de la celebración de la gran fiesta del Espíritu Santo, la Solemnidad de Pentecostés, en la que celebraremos la venida del Espíritu Santo sobre aquellos discípulos que se encontraban reunidos en oración junto a María, la Madre de Jesús en la estancia superior, en el mismo lugar en que Jesús había instituido la Eucaristía. Y las lecturas de esta semana, especialmente la primera lectura, continuarán presentándonos la acción del Espíritu Santo en aquella Iglesia incipiente.

Así, la primera lectura de hoy (Hc 19,1-8) nos muestra cómo cuando Pablo les impuso las manos a doce gentiles convertidos de la ciudad de Éfeso, “bajó sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar”. Se trata del mismo Espíritu que nosotros recibimos en nuestro Bautismo. Tan solo tenemos que invocarlo y Él vendrá sobre nosotros. Tal vez no hablemos en lenguas (aunque sí hablaremos el lenguaje del amor), pero la fuerza del Espíritu nos permitirá enfrentar con valentía las adversidades, la enfermedad y el sufrimiento cuando estas se crucen en nuestro camino, para con nuestra conducta dar testimonio de que Jesucristo es el Señor. Esa será nuestra mejor predicación.

Que pasen una hermosa semana en la PAZ que solo el Espíritu, que es el Amor de Dios que se derrama sobre nosotros, puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO DEL T.O. -CICLO B- 26-09-21

“Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo”.

La primera lectura de hoy, tomada del libro de los Números (11,16-17a.24-29), nos narra el siguiente episodio: Siguiendo las instrucciones del Señor, Moisés había reunido a setenta ancianos en la Carpa del Encuentro. Entonces el Señor “tomó parte del espíritu que había en él [Moisés] y lo pasó a los setenta ancianos”. Y apenas el espíritu se posó sobre ellos, “comenzaron a profetizar”. Había dos hombres, Eldad y Medad, que no habían sido llamados a la Carpa, y el espíritu también se posó sobre ellos. Inmediatamente se pusieron a profetizar también. Un muchacho vino a darle la noticia a Moisés, y Josué, hijo de Nun le dijo: “¡Señor mío, Moisés, prohíbeselo!”. A lo que Moisés replicó: “¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!”

El egoísmo, el protagonismo, la mezquindad, se repiten a lo largo de la historia, y los que pretenden seguir al Señor no somos la excepción. En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mc 9,38-43.45.47-48), se repite el episodio. Nada menos que Juan, “el discípulo amado”, dice a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo”. “No es de nuestro grupo…” ¿Podemos pensar en una frase más egoísta, más excluyente, más discriminatoria, más “clasista”, más divisiva que esa? ¿Dónde quedó aquello de “en esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35)?

Hoy día no es diferente. ¿Cuántas veces vemos esas divisiones, esas distinciones, entre los diversos grupos cristianos, o entre grupos o movimientos dentro de una misma parroquia? ¿Cuántos celos entre feligreses porque alguien que “acaba de llegar” puede y hace algo igual o mejor que los que lo han venido haciendo hasta ahora y pretenden excluirlo porque “no es de nuestro grupo”?

La respuesta de Jesús a Juan, al igual que la de Moisés a Josué, no se hace esperar: “No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro”. Si estamos actuando en nombre de Jesús, ¿cómo podemos estar en contra de que otros lo hagan? ¿Acaso pretendemos tener el monopolio de la persona y el nombre de Jesús?

A veces se nos olvida que el Espíritu reparte sus carismas según lo estima necesario para el funcionamiento de la Iglesia, que no es otra cosa que el pueblo santo de Dios reunido en su nombre. ¿Quiénes somos nosotros para dictar a quién o quiénes el Espíritu reparte sus carismas?

¡Ojalá todos tuvieran el carisma de profetizar, o de hablar en lenguas, o de interpretarlas, o de enseñar, o de la oración, o de hacer milagros, o de tantos otros múltiples carismas que el Espíritu pueda estimar necesarios para el buen funcionamiento del cuerpo místico de Cristo!

Pidamos al Señor que derrame su Santo Espíritu sobre toda su Santa Iglesia, y alegrémonos cuando veamos a nuestros hermanos desarrollar los carismas que ese Espíritu ha dado a cada cual.

Si no lo has hecho aún, todavía estás a tiempo para visitar la Casa del Padre. Recuerda, Él te espera con los brazos abiertos…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 20-11-20

“Mi casa es casa de oración; pero vosotros la habéis convertido en una cueva de bandidos”.

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Ap 10,8-12; Lc 19 45-48), aunque a primera vista parecerían no estar relacionadas, tratan el mismo tema.

La primera, tomada del libro del Apocalipsis, nos muestra a Juan recibiendo una orden de comerse un libro: “Cógelo y cómetelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor”. Juan hizo lo que le ordenaba el ángel y en efecto así sucedió. Entonces le dijeron: “Tienes que profetizar todavía contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”.

Los exégetas interpretan ese símbolo de comerse el libro, como “alimentarse de la palabra y del pensamiento que contiene”. Esa palabra que cuando la recibimos se nos muestra dulce al paladar, con una dosis sobreabundante de amor y misericordia. Pero cuando la digerimos, es decir, cuando vemos las realidades de nuestro alrededor y vemos cómo esa Palabra es ignorada, pisoteada, y hasta manipulada y utilizada para fines contrarios a ella, sentimos amargura.

Entonces esa Palabra, “cortante como espada de doble filo” (Hb 4,12), nos dice que no podemos permanecer indiferentes, que tenemos que salir a profetizar y protestar, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2) contra todo aquello que cause desigualdad, discrimen, odio y violencia; todo aquello que esté en contra del mensaje liberador de Jesús, y que debe provocar tristeza y amargura en el corazón de Dios. Esa triste realidad fue la hizo que Jesús llorara ante la vista de la ciudad de Jerusalén (Lc 19,41).

“Todos los días Jesús enseñaba en el Templo”, y el pueblo escuchaba su Palabra: “el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”. Jesús nos trajo una nueva forma de culto, sustituyendo el culto meramente ritual que practicaban los judíos por un culto “en espíritu y verdad”, en el que su Palabra y nuestra oración cobran un papel importantísimo, y nos conducen al centro de la liturgia que es Él mismo que se hace presente en la Eucaristía. Por eso toda la primera parte de la misa es la “enseñanza” de Jesús, precisamente en el mismo lugar que Él lo hacía, en el Templo.

La denuncia de Jesús que escuchamos en el Evangelio, cuando nos dice: “‘Mi casa es casa de oración’; pero vosotros la habéis convertido en una ‘cueva de bandidos’”, nos hace preguntarnos: Nuestros templos, ¿son “casa de oración”? Basta con entrar en algunos templos y ver que, por el nivel de ruido y falta de reconocimiento a Jesús Eucaristía que está presente, parecen más una plaza pública que una casa de oración. Y en nuestros templos, ¿hay mercaderes como los que Jesús expulsó? ¿Se muestra un interés desmedido por los aspectos económicos, aún por encima de la oración y la caridad? En las reuniones de nuestros consejos parroquiales, ¿le prestamos más atención al “presupuesto” y las finanzas parroquiales que a la pastoral?

Ahora que estamos prácticamente en el umbral del Adviento, hagamos un poco de introspección comunitaria. Esa Palabra “dulce al paladar” que recibimos, ¿nos causa “ardor” al digerirla? Entonces es tiempo de asumir la misión profética para la que se nos ungió en el bautismo.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 25-06-20

“Cayó la lluvia salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca”.

La liturgia de hoy nos presenta la conclusión del discurso evangélico de Jesús, conocido como el “Sermón de la Montaña”, que comenzó con las Bienaventuranzas. A lo largo de este discurso Jesús ha estado exponiendo lo que Él espera de sus discípulos, enfatizando la supremacía del amor y el corazón sobre las apariencias y el cumplimiento ritual.

El comienzo de la lectura evangélica (Mt 7,21-29) sirve de colofón al discurso: “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Aquel día muchos dirán: ‘Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?’ Yo entonces les declararé: ‘Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados’”.

El aceptar y hacer la voluntad del Padre es lo que nos hace discípulos de Jesús, lo que nos integra a la “familia” de Jesús, lo que nos hace ciudadanos del Reino. Por eso, cuando a Jesús le dijeron que su madre y sus hermanos le buscaban, Él, señalando a sus discípulos que le rodeaban dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49b-50).

Jesús no condena la oración, ni la escucha de la Palabra, ni la celebración litúrgica. Alude a aquellos que tienen Su nombre a flor de labios, que participan de las celebraciones litúrgicas y se acercan a los sacramentos, pero cuya oración y alabanza no se traduce en obras, en vida y en compromiso, es decir, en “hacer la voluntad del Padre”. Personas que escuchan la Palabra y hasta manifiestan euforia y gozo en las celebraciones, pero esa Palabra no deja huella permanente, y ese gozo es pasajero. Como el que va a ver una película emocionante, de esas que hacen llorar de emoción, y al abandonar la sala de cine deja allí todas esas emociones. Es a esos a quienes Jesús desconocerá el día del Juicio.

Jesús compara esas personas con el hombre que construye su casa en terreno arenoso: “El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente”.

No se trata pues, de confesar a Jesús de palabra, de “aceptar a Jesucristo como mi único salvador”. Se trata de poner por obra la voluntad del Padre, de practicar la Ley del Amor. A los que así obren, el Padre les reconocerá el día del Juicio: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,34-36).

Como siempre, la Palabra nos interpela, es “viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hb 4,12). ¿En qué terreno he construido mi casa?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 03-06-19


“Cuando Pablo les impuso las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas extrañas y a profetizar”. 

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Jn 16,29-33) es la conclusión del discurso de despedida de Jesús al finalizar la última cena. Y justo en ese momento vemos una afirmación de fe de parte de los apóstoles: “Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios”. Pero esa “fe” es producto de la euforia de haber tenido ese encuentro con la divinidad de Jesús, de haber comprendido finalmente que Jesús es el Hijo de Dios.

Jesús, que se encarnó para experimentar, para vivir en carne propia nuestras emociones y nuestras debilidades, sabe que esa fe de los apóstoles no ha sido probada (Cfr. 1 Pe 1,7; Prov 17,3) y, más aún, sabe que fallarán en la primera prueba de fuego, fracaso que estará representado en las negaciones de Pedro. “¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo”. La fe de los apóstoles no ha sido fortalecida por la prueba. Tienen que percatarse de su fragilidad y de su incapacidad para enfrentar por sí mismos la prueba de fe.

Recordemos que Jesús siempre que nos señala una debilidad, nos da la fórmula para sobreponernos a ella: “Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo”. Los apóstoles y los demás discípulos no lo comprenderán hasta que reciban la fuerza del Espíritu en Pentecostés. Entonces sabrán que no están solos, y que si Jesús “venció al mundo” ellos, y nosotros, podremos también vencer al mundo.

Estamos a una semana de la celebración de la gran fiesta del Espíritu Santo, la Solemnidad de Pentecostés, en la que celebraremos la venida del Espíritu Santo sobre aquellos discípulos que se encontraban reunidos en oración junto a María, la Madre de Jesús en la estancia superior, en el mismo lugar en que Jesús había instituido la Eucaristía. Y las lecturas de esta semana, especialmente la primera lectura, continuarán presentándonos la acción del Espíritu Santo en aquella Iglesia incipiente.

Así, la primera lectura de hoy (Hc 19,1-8) nos muestra cómo cuando Pablo les impuso las manos a doce gentiles convertidos de la ciudad de Éfeso, “bajó sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar”. Se trata del mismo Espíritu que nosotros recibimos en nuestro Bautismo. Tan solo tenemos que invocarlo y Él vendrá sobre nosotros. Tal vez no hablemos en lenguas, pero la fuerza del Espíritu nos permitirá enfrentar con valentía las adversidades, la enfermedad y el sufrimiento cuando estas se crucen en nuestro camino, para con nuestra conducta dar testimonio de que Jesucristo es el Señor. Esa será nuestra mejor predicación.

Que pasen una hermosa semana en la PAZ que solo el Espíritu, que es el Amor de Dios que se derrama sobre nosotros, puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 23-11-18

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Ap 10,8-12; Lc 19 45-48), aunque a primera vista parecerían no estar relacionadas, tratan el mismo tema.

La primera, tomada del libro del Apocalipsis, nos muestra a Juan recibiendo una orden de comerse un libro: “Cógelo y cómetelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor”. Juan hizo lo que le ordenaba el ángel y en efecto así sucedió. Entonces le dijeron: “Tienes que profetizar todavía contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”.

Los exégetas interpretan ese símbolo de comerse el libro, como “alimentarse de la palabra y del pensamiento que contiene”. Esa palabra que cuando la recibimos se nos muestra dulce al paladar, con una dosis sobreabundante de amor y misericordia. Pero cuando la digerimos, es decir, cuando vemos las realidades de nuestro alrededor y vemos cómo esa Palabra es ignorada, pisoteada, y hasta manipulada y utilizada para fines contrarios a ella, sentimos amargura.

Entonces esa Palabra, “cortante como espada de doble filo” (Hb 4,12), nos dice que no podemos permanecer indiferentes, que tenemos que salir a profetizar y protestar, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2) contra todo aquello que cause desigualdad, discrimen, odio y violencia; todo aquello que esté en contra del mensaje liberador de Jesús, y que debe provocar tristeza y amargura en el corazón de Dios.

Eso nos lleva al Evangelio. “Todos los días Jesús enseñaba en el Templo”, y el pueblo escuchaba su Palabra: “el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”. Jesús nos trajo una nueva forma de culto, sustituyendo el culto meramente ritual que practicaban los judíos por un culto “en espíritu y verdad”, en el que su Palabra y nuestra oración cobran un papel importantísimo, y nos conducen al centro de la liturgia que es Él mismo que se hace presente en la Eucaristía. Por eso toda la primera parte de la misa es la “enseñanza” de Jesús, precisamente en el mismo lugar que Él lo hacía, en el Templo.

La denuncia de Jesús que escuchamos en el Evangelio, cuando nos dice: “‘Mi casa es casa de oración’; pero vosotros la habéis convertido en una ‘cueva de bandidos’”, nos hace preguntarnos: Nuestros templos, ¿son “casa de oración”? Basta con entrar en algunos templos y ver que, por el nivel de ruido y falta de reconocimiento a Jesús Eucaristía que está presente, parecen más una plaza pública que una casa de oración. Y en nuestros templos, ¿hay mercaderes como los que Jesús expulsó? ¿Se muestra un interés desmedido por los aspectos económicos, aún por encima de la oración y la caridad? En las reuniones de nuestros consejos parroquiales, ¿le prestamos más atención al “presupuesto” y las finanzas parroquiales que a la pastoral?

Ahora que estamos prácticamente en el umbral del Adviento, hagamos un poco de introspección comunitaria. Esa Palabra “dulce al paladar” que recibimos, ¿nos causa “ardor” al digerirla? Entonces es tiempo de asumir la misión profética para la que se nos ungió en el bautismo.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 04-08-18

En la primera lectura de ayer (Jr 26,1-9) el profeta Jeremías denunciaba nuevamente la “mala conducta” de pueblo, pero esta vez en el atrio de templo. Ya en el capítulo anterior les había profetizado la invasión por parte del rey Nabucodonosor. Al oír esto los sacerdotes y profetas se molestaron y lo declararon “reo de muerte”; y el pueblo se unió a ellos.

En la lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Jr 26, 11-15.24), continuación de aquella, el profeta Jeremías se defiende reiterando que habla en nombre de Yahvé, quien le ha enviado a profetizar contra el templo y la ciudad de Jerusalén, advirtiéndoles que si se arrepienten y enmiendan su conducta “el Señor se arrepentirá de la amenaza que pronunció contra vosotros”. Dicho esto, se puso en manos de los príncipes y el pueblo.

Solo la intervención de los príncipes lo salva, pues estos reconocen que Jeremías ha hablado en nombre de Dios: “Entonces Ajicán, hijo de Safán, se hizo cargo de Jeremías, para que no lo entregaran al pueblo para matarlo”.

Resulta claro que el profeta no había completado la misión que Yahvé le había encomendado. De hecho, luego de que se cumpliera la profecía sobre la deportación a Babilonia, Jeremías jugaría un papel importante en consolar a los deportados y mantener viva la fe del pueblo con las promesas de restauración.

Algo parecido sucede en el evangelio de hoy (Mt 14,1-2), en el que el rey Herodes no se atreve hacer daño a Jesús reconociendo que hay algo sobrenatural en Él (en su ignorancia piensa que es el “espíritu de Juan Bautista”). Recordemos que Juan había merecido la pena de muerte por haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa de su hermano Herodes Filipo. Jesús, al denunciar la opresión de los pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, se ganaría el odio de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.

De todos modos, al igual que Jeremías, Jesús tampoco había completado su misión, y el Padre lo protege.

En ocasiones anteriores hemos dicho que Dios tiene una misión para cada uno de nosotros; y si nos mantenemos fiel a su Palabra y a nuestra misión, Él nos va a dar la fortaleza para cumplir nuestra encomienda, no importa los obstáculos que tengamos que enfrentar.

El verdadero discípulo de Jesús tiene que estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación, a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan inaceptables para muchos. Como decíamos ayer, quieren el beneficio de las promesas sin las obligaciones.

Ese doble discurso lo vemos a diario en los que utilizan el “amor de Dios” para justificar toda clase de conductas que atentan contra la dignidad del hombre y la familia. ¡El que tenga oídos para oír, que oiga!…

Hermoso fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Padre. Él les espera.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 18-11-16

mercaderes-templo

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Ap 10,8-12; Lc 19 45-48), aunque a primera vista parecerían no estar relacionadas, tratan el mismo tema.

La primera, tomada del libro del Apocalipsis, nos muestra a Juan recibiendo una orden de comerse un libro: “Cógelo y cómetelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor”. Juan hizo lo que le ordenaba el ángel y en efecto así sucedió. Entonces le dijeron: “Tienes que profetizar todavía contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”.

Los exégetas interpretan ese símbolo de comerse el libro, como “alimentarse de la palabra y del pensamiento que contiene”. Esa palabra que cuando la recibimos se nos muestra dulce al paladar, con una dosis sobreabundante de amor y misericordia. Pero cuando la digerimos, es decir, cuando vemos las realidades de nuestro alrededor y vemos cómo esa Palabra es ignorada, pisoteada, y hasta manipulada y utilizada para fines contrarios a ella, sentimos amargura.

Entonces esa Palabra, “cortante como espada de doble filo” (Hb 4,12), nos dice que no podemos permanecer indiferentes, que tenemos que salir a profetizar y protestar, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2) contra todo aquello que cause desigualdad, discrimen, odio y violencia; todo aquello que esté en contra del mensaje liberador de Jesús, y que debe provocar tristeza y amargura en el corazón de Dios. Esa triste realidad fue la hizo que Jesús llorara ante la vista de la ciudad de Jerusalén en la lectura evangélica que contemplamos ayer.

Eso nos lleva al Evangelio. “Todos los días Jesús enseñaba en el Templo”, y el pueblo escuchaba su Palabra: “el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”. Jesús nos trajo una nueva forma de culto, sustituyendo el culto meramente ritual que practicaban los judíos por un culto “en espíritu y verdad”, en el que su Palabra y nuestra oración cobran un papel importantísimo, y nos conducen al centro de la liturgia que es Él mismo que se hace presente en la Eucaristía. Por eso toda la primera parte de la misa es la “enseñanza” de Jesús, precisamente en el mismo lugar que Él lo hacía, en el Templo.

La denuncia de Jesús que escuchamos en el Evangelio, cuando nos dice: “‘Mi casa es casa de oración’; pero vosotros la habéis convertido en una ‘cueva de bandidos’”, nos hace preguntarnos: Nuestros templos, ¿son “casa de oración”? Basta con entrar en algunos templos y ver que, por el nivel de ruido y falta de reconocimiento a Jesús Eucaristía que está presente, parecen más una plaza pública que una casa de oración. Y en nuestros templos, ¿hay mercaderes como los que Jesús expulsó? ¿Se muestra un interés desmedido por los aspectos económicos, aún por encima de la oración y la caridad? En las reuniones de nuestros consejos parroquiales, ¿le prestamos más atención al “presupuesto” y las finanzas parroquiales que a la pastoral?

Ahora que estamos prácticamente en el umbral del Adviento, hagamos un poco de introspección comunitaria. Esa Palabra “dulce al paladar” que recibimos, ¿nos causa “ardor” al digerirla? Entonces es tiempo de asumir la misión profética para la que se nos ungió en el bautismo.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO DEL T.O. (B) 27-09-15

domingo 26 B med rev

La primera lectura de hoy, tomada del libro de los Números (11,16-17a.24-29), nos narra el siguiente episodio: Siguiendo las instrucciones del Señor, Moisés había reunido a setenta ancianos en la Carpa del Encuentro. Entonces el Señor “tomó parte del espíritu que había en él [Moisés] y lo pasó a los setenta ancianos”. Y apenas el espíritu se posó sobre ellos, “comenzaron a profetizar”. Había dos hombres, Eldad y Medad, que no habían sido llamados a la Carpa, y el espíritu también se posó sobre ellos. Inmediatamente se pusieron a profetizar también. Un muchacho vino a darle la noticia a Moisés, y Josué, hijo de Nun le dijo: “¡Señor mío, Moisés, prohíbeselo!”. A lo que Moisés replicó: “¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!”

El egoísmo, el protagonismo, la mezquindad, se repiten a lo largo de la historia, y los que pretenden seguir al Señor no somos la excepción. En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mc 9,38-43.45.47-48), se repite el episodio. Nada menos que Juan, “el discípulo amado”, dice a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo”. “No es de nuestro grupo…” ¿Podemos pensar en una frase más egoísta, más excluyente, más discriminatoria, más “clasista”, más divisoria que esa? ¿Dónde quedó aquello de “en esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35)?

Hoy día no es diferente. ¿Cuántas veces vemos esas divisiones, esas distinciones, entre los diversos grupos cristianos, o entre grupos o movimientos dentro de una misma parroquia? ¿Cuántos celos entre feligreses porque alguien que “acaba de llegar” puede y hace algo igual o mejor que los que lo han venido haciendo hasta ahora y pretenden excluirlo porque “no es de nuestro grupo”?

La respuesta de Jesús a Juan, al igual que la de Moisés a Josué, no se hace esperar: “No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro”. Si estamos actuando en nombre de Jesús, ¿cómo podemos estar en contra de que otros lo hagan? ¿Acaso pretendemos tener el monopolio de la persona y el nombre de Jesús?

A veces se nos olvida que el Espíritu reparte sus carismas según lo estima necesario para el funcionamiento de la Iglesia, que no es otra cosa que el pueblo santo de Dios reunido en su nombre. ¿Quiénes somos nosotros para dictar a quién o quiénes el Espíritu reparte sus carismas?

¡Ojalá todos tuvieran el carisma de profetizar, o de hablar en lenguas, o de interpretarlas, o de enseñar, o de la oración, o de hacer milagros, o de tantos otros múltiples carismas que el Espíritu pueda estimar necesarios para el buen funcionamiento del cuerpo místico de Cristo!

Pidamos al Señor que derrame su Santo Espíritu sobre toda su Santa Iglesia, y alegrémonos cuando veamos a nuestros hermanos desarrollar los carismas que ese Espíritu ha dado a cada cual.

Si no los has hecho aún, todavía estás a tiempo para visitar la Casa del Padre. Recuerda, Él te espera con los brazos abiertos…