REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 18-05-21

Continuamos nuestra ruta hacia Pentecostés, y el Espíritu Santo sigue ocupando un papel protagónico en la liturgia pascual.

La primera lectura de hoy (Hc 20,17-27) nos presenta el discurso de despedida de Pablo a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso. Pablo hace un recuento de la labor que ha realizado en esa comunidad (“Vosotros sabéis que todo el tiempo que he estado aquí, desde el día que por primera vez puse pie en Asia, he servido al Señor con toda humildad, en las penas y pruebas”…) y, aunque reconociendo sus limitaciones humanas, manifiesta haber cumplido su misión.

Al mismo tiempo encontramos a un Pablo que se muestra dócil a la voz del Espíritu Santo y reconoce que es Él quien le guía en su misión: “Y ahora me dirijo a Jerusalén, forzado por el Espíritu. No sé lo que me espera allí, sólo sé que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas”. Por eso reconoce que su misión no ha concluido y, más aún, que le esperan grandes retos, persecuciones, encarcelamientos, luchas. “Pero a mí no me importa la vida; lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios”.

Igual sentido de “misión cumplida” encontramos en la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Jn 17,1-11a), que es el comienzo de llamada “oración sacerdotal” de Jesús, que ocupa todo el capítulo 17 del evangelio según san Juan.

Luego de concluida la “despedida” de sus discípulos que hemos estado leyendo en los días anteriores, Jesús se dirige al Padre con la satisfacción de haber cumplido la misión que este le había encomendado: “Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste… He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado”.

Concluida Su vida terrenal corresponde a los discípulos (eso nos incluye a nosotros) cosechar los frutos de su misión y continuar la misma. Por eso le ruega al Padre por sus discípulos, por nosotros: “Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti”.

Hace dos días celebramos la Ascensión de Nuestro Señor a los cielos. Ahora quedamos nosotros “en el mundo”.

En la primera lectura vimos cómo Pablo entendió cuál era su misión y estuvo dispuesto a pagar el precio. Y tú, ¿estás dispuesto a pagar el tuyo?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 17-05-21

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Jn 16,29-33) es la conclusión del discurso de despedida de Jesús al finalizar la última cena. Y justo en ese momento vemos una afirmación de fe de parte de los apóstoles: “Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios”. Pero esa “fe” es producto de la euforia de haber tenido ese encuentro con la divinidad de Jesús, de haber comprendido finalmente que Jesús es el Hijo de Dios.

Jesús, que se encarnó para experimentar, para vivir en carne propia nuestras emociones y nuestras debilidades, sabe que esa fe de los apóstoles no ha sido probada (Cfr. 1 Pe 1,7; Prov 17,3) y, más aún, sabe que fallarán en la primera prueba de fuego, fracaso que estará representado en las negaciones de Pedro. “¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo”. La fe de los apóstoles no ha sido fortalecida por la prueba. Tienen que percatarse de su fragilidad y de su incapacidad para enfrentar por sí mismos la prueba de fe.

Recordemos que siempre que Jesús nos señala una debilidad, nos da la fórmula para sobreponernos a ella: “Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo”. Los apóstoles y los demás discípulos no lo comprenderán hasta que reciban la fuerza del Espíritu en Pentecostés. Entonces sabrán que no están solos, y que, si Jesús “venció al mundo” ellos, y nosotros, podremos también vencer al mundo.

Estamos a una semana de la celebración de la gran fiesta del Espíritu Santo, la Solemnidad de Pentecostés, en la que celebraremos la venida del Espíritu Santo sobre aquellos discípulos que se encontraban reunidos en oración junto a María, la Madre de Jesús en la estancia superior, en el mismo lugar en que Jesús había instituido la Eucaristía. Y las lecturas de esta semana, especialmente la primera lectura, continuarán presentándonos la acción del Espíritu Santo en aquella Iglesia incipiente.

Así, la primera lectura de hoy (Hc 19,1-8) nos muestra cómo cuando Pablo les impuso las manos a doce gentiles convertidos de la ciudad de Éfeso, “bajó sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar”. Se trata del mismo Espíritu que nosotros recibimos en nuestro Bautismo. Tan solo tenemos que invocarlo y Él vendrá sobre nosotros. Tal vez no hablemos en lenguas, pero la fuerza del Espíritu nos permitirá enfrentar con valentía las adversidades, la enfermedad y el sufrimiento cuando estas se crucen en nuestro camino, para con nuestra conducta dar testimonio de que Jesucristo es el Señor. Esa será nuestra mejor predicación.

Que pasen una hermosa semana en la PAZ que solo el Espíritu, que es el Amor de Dios que se derrama sobre nosotros, puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 26-05-20

Continuamos nuestra ruta hacia Pentecostés, y el Espíritu Santo sigue ocupando un papel protagónico en la liturgia pascual.

La primera lectura de hoy (Hc 20,17-27) nos presenta el discurso de despedida de Pablo a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso. Pablo hace un recuento de la labor que ha realizado en esa comunidad (“Vosotros sabéis que todo el tiempo que he estado aquí, desde el día que por primera vez puse pie en Asia, he servido al Señor con toda humildad, en las penas y pruebas”…) y, aunque reconociendo sus limitaciones humanas, manifiesta haber cumplido su misión.

Al mismo tiempo encontramos a un Pablo que se muestra dócil a la voz del Espíritu Santo y reconoce que es Él quien le guía en su misión: “Y ahora me dirijo a Jerusalén, forzado por el Espíritu. No sé lo que me espera allí, sólo sé que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas”. Por eso reconoce que su misión no ha concluido y, más aún, que le esperan grandes retos, persecuciones, encarcelamientos, luchas. “Pero a mí no me importa la vida; lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios”.

Igual sentido de “misión cumplida” encontramos en la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Jn 17,1-11a), que es el comienzo de llamada “oración sacerdotal” de Jesús, que ocupa todo el capítulo 17 del evangelio según san Juan.

Luego de concluida la “despedida” de sus discípulos que hemos estado leyendo en los días anteriores, Jesús se dirige al Padre con la satisfacción de haber cumplido la misión que este le había encomendado: “Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste… He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado”.

Concluida Su vida terrenal corresponde a los discípulos (eso nos incluye a nosotros) cosechar los frutos de su misión y continuar la misma. Por eso le ruega al Padre por sus discípulos, por nosotros: “Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti”.

Hace dos días celebramos la Ascensión de Nuestro Señor a los cielos. Ahora quedamos nosotros “en el mundo”.

En la primera lectura vimos cómo Pablo entendió cuál era su misión y estuvo dispuesto a pagar el precio. Y tú, ¿estás dispuesto a pagar el tuyo?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 25-05-20

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Jn 16,29-33) es la conclusión del discurso de despedida de Jesús al finalizar la última cena. Y justo en ese momento vemos una afirmación de fe de parte de los apóstoles: “Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios”. Pero esa “fe” es producto de la euforia de haber tenido ese encuentro con la divinidad de Jesús, de haber comprendido finalmente que Jesús es el Hijo de Dios.

Jesús, que se encarnó para experimentar, para vivir en carne propia nuestras emociones y nuestras debilidades, sabe que esa fe de los apóstoles no ha sido probada (Cfr. 1 Pe 1,7; Prov 17,3) y, más aún, sabe que fallarán en la primera prueba de fuego, fracaso que estará representado en las negaciones de Pedro. “¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo”. La fe de los apóstoles no ha sido fortalecida por la prueba. Tienen que percatarse de su fragilidad y de su incapacidad para enfrentar por sí mismos la prueba de fe.

Recordemos que siempre que Jesús nos señala una debilidad, nos da la fórmula para sobreponernos a ella: “Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo”. Los apóstoles y los demás discípulos no lo comprenderán hasta que reciban la fuerza del Espíritu en Pentecostés. Entonces sabrán que no están solos, y que si Jesús “venció al mundo” ellos, y nosotros, podremos también vencer al mundo.

Estamos a una semana de la celebración de la gran fiesta del Espíritu Santo, la Solemnidad de Pentecostés, en la que celebraremos la venida del Espíritu Santo sobre aquellos discípulos que se encontraban reunidos en oración junto a María, la Madre de Jesús en la estancia superior, en el mismo lugar en que Jesús había instituido la Eucaristía. Y las lecturas de esta semana, especialmente la primera lectura, continuarán presentándonos la acción del Espíritu Santo en aquella Iglesia incipiente.

Así, la primera lectura de hoy (Hc 19,1-8) nos muestra cómo cuando Pablo les impuso las manos a doce gentiles convertidos de la ciudad de Éfeso, “bajó sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar”. Se trata del mismo Espíritu que nosotros recibimos en nuestro Bautismo. Tan solo tenemos que invocarlo y Él vendrá sobre nosotros. Tal vez no hablemos en lenguas, pero la fuerza del Espíritu nos permitirá enfrentar con valentía las adversidades, la enfermedad y el sufrimiento cuando estas se crucen en nuestro camino, para con nuestra conducta dar testimonio de que Jesucristo es el Señor. Esa será nuestra mejor predicación.

Que pasen una hermosa semana en la PAZ que solo el Espíritu, que es el Amor de Dios que se derrama sobre nosotros, puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 27-08-18

Foro romano de Tesalónica, donde con toda probabilidad Pablo predicó a sus habitantes.

Después de muchas semanas leyendo la historia del pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, la primera lectura de hoy (2 Tes 1,1-5.11b), nos lanza de lleno en el Nuevo Testamento. Durante los próximos tres días estaremos leyendo la Segunda Carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses.

Desde el saludo introductorio encontramos que Pablo está complacido con el comportamiento de los cristianos de Tesalónica: “…pues vuestra fe crece vigorosamente, y vuestro amor, de cada uno por todos y de todos por cada uno, sigue aumentando”. Por eso les manifiesta su orgullo, especialmente en vista de las persecuciones que están sufriendo: “Esto hace que nos mostremos orgullosos de vosotros ante las Iglesias de Dios, viendo que vuestra fe permanece constante en medio de todas las persecuciones y luchas que sostenéis”.

Pablo está contento; la semilla que sembró ha dado fruto, ¡y fruto en abundancia! Y les recuerda que por su perseverancia en la fe Dios les revestirá de su fuerza para que puedan “cumplir buenos deseos y la tarea de la fe; para que así Jesús, nuestro Señor, sea glorificado en vosotros, y vosotros en él, según la gracia de Dios y del Señor Jesucristo”.

Aquellos primeros cristianos de Tesalónica estaban creciendo en santidad en medio de persecuciones y luchas. Como el mismo Pablo dirá de sí mismo en la carta a Timoteo (4,7): “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”.

La lectura de hoy, como toda Palabra de Dios, nos interpela y nos invita a examinarnos. Si Pablo tuviera que juzgar nuestra conducta hoy, ¿se desbordaría en elogios hacia nosotros como lo hizo con los tesalonicenses?; ¿se sentiría orgulloso de nuestra constancia en la fe al punto de mostrar su orgullo ante todo el mundo cristiano? Y nosotros, ¿actuamos de modo tal que “Jesús, nuestro Señor, sea glorificado en nosotros, y nosotros en él”?

En esta semana que comienza, pidamos a nuestro Señor que nos de la fortaleza para perseverar en nuestra búsqueda de la santidad a la que somos llamados, de manera que Él sea glorificado en nosotros.

Que pasen todos una hermosa semana. ¡Bendiciones!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 16-05-18

Calle principal de la ciudad de Éfeso, por donde san Pablo seguramente caminó muchas veces durante el año y medio que permaneció allí.

La lectura del evangelio que nos propone la liturgia de hoy (Jn 17,11-29), es la continuación de la llamada “oración” sacerdotal de Jesús, que ocupa todo el capítulo 17 del evangelio según san Juan. En el evangelio de ayer Jesús le encomendaba sus apóstoles al Padre: “Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti”.

Los apóstoles se encuentran en una situación difícil; Jesús los llamó y ahora se regresa al Padre. Se sienten como huérfanos, asustados. Jesús los ha instruido acerca de su misión, les ha revelado todo lo que el Padre le encomendó, les ha advertido de las luchas y persecuciones que han de enfrentar en el mundo. Pero Jesús les asegura que Él se va, mas no los deja abandonados a su suerte, les ha prometido enviar el Paráclito que va a continuar su obra por lo siglos de los siglos.

Por otro lado, antes de irse les recuerda que al haber sido escogidos por Él, al igual que Él “no son del mundo”, pero van a estar “en el mundo”, en el que tienen que permanecer unidos, como Él y el Padre son uno. Por eso le pide al Padre por ellos, no para que los retire del mundo, sino para que los mantenga unidos y los guarde del mal, de las fuerzas del maligno que va a estar al acecho constantemente en su misión.

Lo mismo vemos en la primera lectura (Hc 20,28-38) cuando Pablo termina su despedida de los presbíteros de la Iglesia de Éfeso. Él tiene que marcharse y ya no lo volverán a ver. Ellos lloran su partida, se sienten tristes, como los apóstoles cuando Jesús se despidió de ellos. Al igual que Jesús, Pablo les encomienda continuar su misión cuidando del “rebaño”, les advierte de los peligros, de los “lobos” feroces que se van a meter entre ellos, y se los encomienda al Padre.

El Concilio Vaticano II ha dejado meridianamente claro que la misión evangelizadora que Jesús encomendó a los apóstoles es la que todos, sacerdotes, religiosos y religiosas, y laicos estamos llamados a continuar. Y como lo hizo por los apóstoles, Jesús nos envía y nos presenta ante el Padre, intercede por nosotros; nos “escoge”, nos instruye, pertenecemos a Él, y aunque al igual que Él no “pertenecemos al mundo” estamos llamados a llevar a cabo nuestra misión “en el mundo”. Somos sus misioneros para lograr la transformación este mundo tan convulsionado que nos ha tocado vivir. Si nos consagramos en la verdad, es decir si hacemos la voluntad del Padre, como lo hizo Jesús, tendremos una morada asegurada en la Casa del Padre, tal y como Él nos prometió (Jn 14,2).

Hermanos, estamos a unos días de Pentecostés. Oremos al Espíritu Paráclito, para que nos guíe en la misión que Jesús nos encomendó.