En este corto comentamos la “parábola del banquete” y el mensaje que nos transmite sobre nuestra vocación común a la santidad que nos permitirá participar del banquete del Reino para celebrar la boda del Cordero.
El Evangelio de ayer nos presentaba la parábola del “siervo vigilante” (Mt 24,45-51) que nos apunta hacia la inminencia e impredecibilidad de nuestro encuentro definitivo con Jesús y el Juicio que lo acompañará, con la siguiente advertencia: “Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.
La liturgia de hoy nos presenta la parábola de las doncellas necias y las doncellas sensatas (Mt 25,1-13) que sigue la misma línea de estar preparados, excepto que hoy se nos presenta la espera por el “esposo” que tardaba en llegar: “Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!” Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: “Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.” Pero las sensatas contestaron: “Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.” Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: “Señor, señor, ábrenos.” Pero él respondió: “Os lo aseguro: no os conozco.” Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora”.
Al igual que en la parábola de los talentos que sigue a esta (Mt 25,14-30), las doncellas necias no hicieron nada “malo”. Pero tampoco hicieron nada para estar preparadas para recibir al Esposo cuando llegara. No hacer nada es también una manera de hacer el mal; es el equivalente del gran pecado de nuestros tiempos: el pecado de omisión.
Está claro; Jesús es el “Esposo” en quien se hace presente el Reino de Dios, representado en el banquete de bodas. Cristo nos invita a ese banquete, a tomar una decisión ante Él y a vivir de tal manera que estemos preparados para ir a su encuentro en cualquier momento, no vaya a ser que por no tener nuestra alcuza llena de aceite, cuando finalmente llegue y acudamos a su encuentro ya la puerta se haya cerrado, y cuando toquemos nos diga: “No te conozco”.
La invitación está cursada y la mesa del banquete está dispuesta. La pregunta obligada es: Cuando llegue el Esposo (puede ser esta noche), ¿estaré preparado para salir a su encuentro y entrar al banquete?
En la primera lectura que nos propone la
liturgia para hoy (1 Tes 4,1-18), san Pablo exhorta a la comunidad de
Tesalónica a continuar agradando a Dios observando la conducta que él les había
instruido: “Esto quiere Dios de vosotros: una vida sagrada, que os apartéis del
desenfreno, que sepa cada cual controlar su propio cuerpo santa y
respetuosamente, sin dejarse arrastrar por la pasión, como hacen los gentiles
que no conocen a Dios”. Esta exhortación se da en el contexto de esa carta, que
habla de la segunda venida de Cristo y la necesidad de estar preparados.
El Evangelio, por su parte, nos presenta la
parábola de las doncellas necias y las doncellas sensatas (Mt 25,1-13), que nos
invita a estar preparados, vigilantes. Esta parábola nos presenta la espera por
el “esposo” que tardaba en llegar: “Se parecerá el reino de los cielos a diez
doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de
ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se
dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con
las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A
medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!”
Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus
lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: “Dadnos un poco de vuestro
aceite, que se nos apagan las lámparas.” Pero las sensatas contestaron:
“Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis
a la tienda y os lo compréis.” Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo,
y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró
la puerta. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban
preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más
tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: “Señor, señor,
ábrenos.” Pero él respondió: “Os lo aseguro: no os conozco.” Por
tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora”.
Al igual que en la parábola de los talentos
que sigue a esta (Mt 25,14-30), las doncellas necias no hicieron nada “malo”.
Pero tampoco hicieron nada para estar preparadas para recibir al Esposo cuando
llegara. No hacer nada es también una manera de hacer el mal; es el equivalente
del gran pecado de nuestros tiempos: el pecado de omisión.
Está claro; Jesús es el “Esposo” en quien se hace
presente el Reino de Dios, representado en el banquete de bodas. Cristo nos
invita a ese banquete, a tomar una decisión ante Él y a vivir de tal manera que
estemos preparados para ir a su encuentro en cualquier momento, no vaya a ser
que por no tener nuestra alcuza llena de aceite, cuando finalmente llegue y acudamos
a su encuentro ya la puerta se haya cerrado, y cuando toquemos nos diga: “No te
conozco”.
La invitación está cursada y la mesa del
banquete está dispuesta. La pregunta obligada es: Cuando llegue el Esposo
(puede ser esta noche), ¿estaré preparado para salir a su encuentro y entrar al
banquete?
Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese
tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los
pecadores, a la conversión, a reconciliarnos con Él.
Nuestra débil naturaleza humana, esa
inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la
tentación. Jesús experimentó en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios,
se vio libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación.
Pero logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno
(Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). De paso, en un acto de misericordia, nos dejó el
sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de estar en
comunión plena con el Dios uno y trino.
La lectura evangélica de hoy (Mc 1,12-15) nos
presenta la versión más corta de las tentaciones en el desierto, unida a un
llamado de conversión: “En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al
desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás;
vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús
se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: ‘Se ha cumplido el
plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio’”.
En el lenguaje bíblico el desierto es lugar de
tentación, y el número cuarenta es también simbólico, un tiempo largo e
indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”. Así, vemos en la Cuaresma el
tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que
solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús, que quedará manifestado
al final de la Cuaresma con su Misterio Pascual, su muerte y resurrección.
La versión de Lucas de este pasaje nos dice
que luego de tentar a Jesús el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así
mismo se comporta con nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido
la tentación, cuando ya el maligno está buscando la forma de tentarnos
nuevamente, “como un león rugiente” (Cfr.
1 Pe 5,8), pendiente al primer momento de debilidad para atacar. De ahí el
llamado constante a la conversión.
La segunda lectura (1 Pe 3,18-22), haciendo
referencia a la primera (Gn 9,8-15), en la cual Dios establece una alianza con
Noé y los suyos salvándolos del diluvio, nos la presenta como “un símbolo del
bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad
corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de
Jesucristo, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y
poderes, y está a la derecha de Dios”.
Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión,
tiempo de penitencia. Durante este tiempo la liturgia nos invita a tornarnos
hacia Él con confianza para decirle: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme
en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y
Salvador” (Sal 24).
Apenas comienza la Cuaresma. El Rey nos invita
al banquete bodas de su Hijo, pero tenemos que ir con traje de fiesta (Cfr. Mt 22,12-13). Todavía estamos a
tiempo… ¡Reconcíliate!
El Evangelio de hoy (Mt 22,1-14) nos presenta una
de las parábolas del Reino. Jesús compara el Reino con un banquete de bodas, enfatizando
la apertura del Reino a todos por igual, sin distinción entre “malos y buenos”.
En esta ocasión el mensaje gira en torno a la
invitación, al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se
deriva del verbo vocare = llamar) que todos recibimos para participar
del “banquete” del Reino (nuestra vocación a la santidad), y la respuesta que
damos a la misma.
Nos narra la parábola que un rey celebraba la
boda de su hijo con un gran banquete y envió a sus criados a invitar a sus
numerosos invitados y ninguno aceptó. Envió nuevamente a los criados, pero algunos
convidados prefirieron atender sus asuntos (“uno se marchó a sus tierras, otro
a sus negocios”), mientras los restantes mataron a los criados. Esto provocó
que el rey montara en cólera y mandara matar a los asesinos e incendiar su
ciudad.
Entonces el rey dijo a sus criados: “‘La boda
está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de
los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda’. Los criados
salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos”.
Esta parábola pone de relieve que normalmente
cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada
más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que
en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi
familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del
Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora,
porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier
otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi
Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá
cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si
algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.
Otra característica de la invitación de Jesús
expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos,
de llamarnos a su mesa (Cfr. Ap 3,20). Jesús quiere que TODOS nos
salvemos. Por eso el rey recibió a todos, “malos y buenos”, hasta que “la sala
de banquetes se llenó de comensales”.
Pero, como hemos dicho en ocasiones
anteriores, la invitación de Jesús viene acompañada de lo que yo llamo la
“letra chica”, las condiciones del seguimiento, que muchos encuentran “duras” (Cfr.
Jn 6,60), por lo que optan por rechazar la invitación, mientras otros pretenden
aceptar la invitación al banquete sin “vestirse de fiesta”. Ante estos últimos
el rey dijo a sus criados: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las
tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. “Porque muchos son
los llamados y pocos los escogidos”.
Señor, dame la gracia para aceptar tu
invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan asistir “vestido de
fiesta” para ser contado entre el grupo de los “escogidos” a participar del
banquete de bodas del Cordero (Cfr. Ap 19,9).
El Evangelio de ayer nos presentaba la
parábola del “siervo vigilante” (Mt 24,45-51) que, como señalamos, nos apunta
hacia la inminencia e impredictibilidad de nuestro encuentro definitivo con
Jesús y el Juicio que lo acompañará, con la siguiente advertencia: “Estad en
vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera
el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no
dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros
preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.
La liturgia de hoy nos presenta la parábola de
las doncellas necias y las doncellas sensatas (Mt 25,1-13) que sigue la misma
línea de estar preparados, excepto que hoy se nos presenta la espera por el
“esposo” que tardaba en llegar: “Se parecerá el reino de los cielos a diez
doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de
ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se
dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con
las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A
medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!”
Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus
lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: “Dadnos un poco de vuestro
aceite, que se nos apagan las lámparas.” Pero las sensatas contestaron:
“Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que
vayáis a la tienda y os lo compréis.” Mientras iban a comprarlo, llegó el
esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se
cerró la puerta. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban
preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más
tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: “Señor, señor,
ábrenos.” Pero él respondió: “Os lo aseguro: no os conozco.” Por
tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora”.
Al igual que en la parábola de los talentos
que sigue a esta (Mt 25,14-30), las doncellas necias no hicieron nada “malo”.
Pero tampoco hicieron nada para estar preparadas para recibir al Esposo cuando
llegara. No hacer nada es también una manera de hacer el mal; es el equivalente
del gran pecado de nuestros tiempos: el pecado de omisión.
Está claro; Jesús es el “Esposo” en quien se hace
presente el Reino de Dios, representado en el banquete de bodas. Cristo nos
invita a ese banquete, a tomar una decisión ante Él y a vivir de tal manera que
estemos preparados para ir a su encuentro en cualquier momento, no vaya a ser
que por no tener nuestra alcuza llena de aceite, cuando finalmente llegue y acudamos
a su encuentro ya la puerta se haya cerrado, y cuando toquemos nos diga: “No te
conozco”.
La invitación está cursada y la mesa del
banquete está dispuesta. La pregunta obligada es: Cuando llegue el Esposo
(puede ser esta noche), ¿estaré preparado para salir a su encuentro y entrar al
banquete?
El Evangelio que hubiésemos comentado ayer, de no haber coincidido con la Fiesta de Santa Rosa de Lima, nos presentaba la parábola del “siervo vigilante” (Mt 24,45-51) que nos apunta hacia la inminencia e impredictibilidad de nuestro encuentro definitivo con Jesús y el Juicio que lo acompañará, con la siguiente advertencia: “Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.
La liturgia de hoy nos presenta la parábola de las doncellas necias y las doncellas sensatas (Mt 25,1-13) que sigue la misma línea de estar preparados, excepto que hoy se nos presenta la espera por el “esposo” que tardaba en llegar: “Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!” Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: “Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.” Pero las sensatas contestaron: “Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.” Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: “Señor, señor, ábrenos.” Pero él respondió: “Os lo aseguro: no os conozco.” Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora”.
Al igual que en la parábola de los talentos que sigue a esta (Mt 25,14-30), las doncellas necias no hicieron nada “malo”. Pero tampoco hicieron nada para estar preparadas para recibir al Esposo cuando llegara. No hacer nada es también una manera de hacer el mal; es el equivalente del gran pecado de nuestros tiempos: el pecado de omisión.
Está claro; Jesús es el “Esposo” en quien se hace presente el Reino de Dios, representado en el banquete de bodas. Cristo nos invita a ese banquete, a tomar una decisión ante Él y a vivir de tal manera que estemos preparados para ir a su encuentro en cualquier momento, no vaya a ser que por no tener nuestra alcuza llena de aceite, cuando finalmente llegue y acudamos a su encuentro ya la puerta se haya cerrado, y cuando toquemos nos diga: “No te conozco”.
La invitación está cursada y la mesa del banquete está dispuesta. La pregunta obligada es: Cuando llegue el Esposo (puede ser esta noche), ¿estaré preparado para salir a su encuentro y entrar al banquete?
El Evangelio de hoy (Mt 22,1-14) nos presenta otra de las parábolas del Reino. Esta vez Jesús compara el Reino con un banquete de bodas. En la lectura que contemplamos hoy, Jesús continúa enfatizando la apertura del Reino a todos por igual, sin distinción entre “malos y buenos”.
En esta ocasión el mensaje gira en torno a la invitación, al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se deriva de vocare = llamar) que todos recibimos para participar del “banquete” del Reino (nuestra vocación a la santidad), y la respuesta que damos a la misma.
Nos narra la parábola que un rey celebraba la boda de su hijo con un gran banquete y envió a sus criados a invitar a sus numerosos invitados y ninguno aceptó. Envió nuevamente a los criados, pero algunos convidados prefirieron atender sus asuntos (“uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”), mientras los restantes mataron a los criados. Esto provocó que el rey montara en cólera y mandara matar a los asesinos e incendiar su ciudad.
Entonces el rey dijo a sus criados: “‘La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda’. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos”.
Esta parábola pone de relieve que normalmente cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora, porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.
Otra característica de la invitación de Jesús expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos, de llamarnos a su mesa (Cfr. Ap 3,20). Jesús quiere que TODOS nos salvemos. Por eso el rey recibió a todos, “malos y buenos”, hasta que “la sala de banquetes se llenó de comensales”.
Pero, como hemos dicho en ocasiones anteriores, la invitación de Jesús viene acompañada de lo que yo llamo la “letra chica”, las condiciones del seguimiento, que muchos encuentran “duras” (Cfr. Jn 6,60), por lo que optan por rechazar la invitación, mientras otros pretenden aceptar la invitación al banquete sin “vestirse de fiesta”. Ante estos últimos el rey dijo a sus criados: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. “Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”.
Señor, dame la gracia para aceptar tu invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan asistir “vestido de fiesta” para ser contado entre el grupo de los “escogidos” a participar del banquete de bodas del Cordero (Cfr. Ap 19,9).