REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 07-03-17

Hoy la liturgia nos ofrece como primera lectura a Is 55,10-11, un pasaje corto pero lleno de poder y esperanza: “Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mi vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo”.

La Palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos (Hb 4,12), una Palabra que tiene fuerza creadora. Todo lo creado lo fue por el poder de la Palabra. Cada día en el relato de la creación en el libro del Génesis comienza con “Dijo Dios”, o “Dios dijo” (Cfr. Gn 1).

Y cuando llegó la plenitud de los tiempos (Cfr. Gál 4,4), esa Palabra se encarnó, “acampó” entre nosotros (Jn 1,14). Y esa Palabra no volvería al Padre hasta hacer Su voluntad y cumplir Su encargo. Este tiempo de Cuaresma nos invita a prepararnos para la celebración de ese acontecimiento salvífico, el Misterio Pascual de Jesús, cuya sangre empapó la tierra e hizo germinar nuestra salvación.

Y como parte de esa preparación, se nos invita a practicar la oración. La lectura evangélica de hoy (Mt 6,7-15) nos narra la versión de Mateo del Padrenuestro, esa oración que rezamos los cristianos y que el mismo Jesús nos enseñó. La versión de Lucas (11,1-4) está precedida de una petición por parte de sus discípulos para que les enseñara a orar como Juan había enseñado a sus discípulos. No se trataba de que les enseñara a orar propiamente, sino más bien que les enseñara una oración que les distinguiera de los demás grupos, cada uno de los cuales tenía su propia “fórmula”. Jesús les da una oración que habría de ser el distintivo de todos sus discípulos, y que contiene una especie de “resumen” de la conducta que se espera de cada uno de ellos, respecto a Dios y al prójimo.

De paso, Jesús aprovecha la oportunidad para enseñarles a referirse al Padre como Abba, el nombre con que los niños judíos se dirigen a su Padre. Ya no se trata de un Dios distante, terrible, cuyo nombre no se puede pronunciar. Se trata de un Dios cercano, familiar, amoroso, a quien podemos acudir con nuestras necesidades, como un niño acude a su padre con su juguete roto, con la certeza que solo él puede repararlo.

En el relato de Mateo, que es la lectura que nos ocupa hoy, este pasaje se da dentro del contexto del Sermón de la Montaña, como parte de una serie de consejos sobre la oración. Aquí, nos enfatiza que la actitud interior es lo verdaderamente importante, no la palabrería hueca, repetida sin sentido: “No uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis”.

Hoy, apenas comenzando la Cuaresma, debemos examinar nuestra actitud respecto a la oración. ¿Tengo una verdadera conversación con mi “Papacito” cuando oro, o me limito a repetir oraciones compuestas por otros que de tanto repetir mecánicamente ya han perdido su sentido? Mi oración, ¿es un monólogo, o es una conversación con Papá en la que escucho su Palabra?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE CENIZA 03-03-17

Continuamos adentrándonos en el tiempo fuerte de la Cuaresma, ese tiempo de conversión en que se nos llama a practicar tres formas de penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy tratan la práctica del ayuno.

La primera, tomada del libro del profeta Isaías (58,1-9a), nos habla del verdadero ayuno que agrada al Señor. Comienza denunciando la práctica “exterior” del ayuno por parte del pueblo de Dios; aquél ayuno que podrá mortificar el cuerpo pero no está acompañado de, ni provocado por, un cambio de actitud interior, la verdadera “conversión” de corazón. El pueblo se queja de que Dios no presta atención al ayuno que practica, a lo que Dios, por voz del profeta les responde: “¿Es ése el ayuno que el Señor desea para el día en que el hombre se mortifica?, mover la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza, ¿a eso lo llamáis ayuno, día agradable al Señor?”

No, el ayuno agradable a Dios, el que Él desea, se manifiesta en el arrepentimiento y la conversión: “El ayuno que yo quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, en seguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá: ‘Aquí estoy’” (¿No les parece estar escuchando al Papa Francisco?).

De nada nos vale privarnos de alimento, o como hacen algunos, privarse de bebidas alcohólicas durante la cuaresma, para luego tomarse en una juerga todo lo que no se tomaron durante ese tiempo, diz que para celebrar la Pascua de Resurrección, sin ningún vestigio de conversión. Eso no deja de ser una caricatura del ayuno.

El Salmo que leemos hoy (50), el Miserere, pone de manifiesto el sacrificio agradable a Dios: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Ese es el sacrificio, el “ayuno” agradable a Dios.

La lectura evangélica (Mt 9,14-15) nos presenta el pasaje de los discípulos de Juan que criticaban a los de Jesús por no observar rigurosamente el ayuno ritual (debemos recordar que según la tradición, Juan el Bautista pertenecía al grupo de los esenios, quienes eran más estrictos que los fariseos en cuanto a las prácticas rituales). Jesús les contesta: “¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”. “Boda”: ambiente de fiesta; “novio”: nos evoca el desposorio de Dios con la humanidad, esa figura de Dios-esposo y pueblo-esposa que utiliza el Antiguo Testamento para describir la relación entre Dios y su pueblo. Es ocasión de fiesta, gozo, alegría, júbilo. Nos está diciendo que los tiempos mesiánicos han llegado. No hay por qué ayunar, pues no se trata de ayunar por ayunar.

Luego añade: “Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”. Ayer leíamos el primer anuncio de su Pasión por parte de Jesús en Lucas; hoy lo hacemos en Mateo. Nos hace mirar al final de la Cuaresma, la culminación de su pacto de amor con la humanidad, su Misterio Pascual.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DESPUÉS DE CENIZA 02-03-17

Acabamos de comenzar el “tiempo fuerte” de Cuaresma, y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este “jueves después de ceniza” es la versión de Lucas del primer anuncio de la Pasión (Lc 9,22-25). Siempre nos ha llamado la atención el hecho de que los anuncios de la Pasión de Jesús van unidos al anuncio de su gloriosa Resurrección. “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

Pero Jesús va más allá. Nos invita a seguirle, señalándonos de paso el camino de la salvación: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. Vemos que la fórmula que Jesús nos propone está matizada por tres verbos: “negarse”, “tomar” la cruz y “seguirle”. Examinemos brevemente el significado y alcance de cada uno.

El “negarse a sí mismo” implica que el verdadero discípulo de Jesús tiene que ser capaz de relegar a un segundo plano su interés propio para atender las necesidades del prójimo; tiene que superar la cultura del “yo”; tiene que “vaciarse”. Es decir, tiene que estar completamente libre para “darse” a los demás tal como lo hizo Jesús. Esta opción de vida generalmente implica privaciones, dolor y sufrimiento, que asociamos también a “cargar con la cruz”.

El “tomar la cruz”, o cargar con la cruz, tiene un significado más profundo de lo que aparenta a primera vista. Para comprenderlo a plenitud tenemos que adentrarnos en la ambiente cultural de la época de Jesús. “Cargar con la cruz” era el último acto del condenado a la ignominiosa muerte de cruz; era recorrer el camino al lugar donde se iba a efectuar la ejecución llevando a cuestas el madero (patibulum), mientras todos le abucheaban, le escupían y se burlaban de él. Más terrible aún era tal vez el sentimiento de sentirse despreciado por todos y expulsado de la sociedad, al punto que esa persona se consideraba muerta para todos los fines legales, sin derechos ni defensa alguna. De igual modo los que nos llamamos discípulos de Jesús tenemos que estar prestos a cargar con nuestra “cruz de cada día” soportando la burla y el desprecio, aún de los nuestros, pensando, no en el dolor ni en la humillación del momento, sino en la resurrección del día final (Cfr. Jn 6,54).

El “seguirle”, como hemos visto, implica mucho más que un mero seguimiento exterior, un dirigirse en la misma dirección. El seguimiento de Jesús va mucho más allá. Se trata de un seguimiento interior, una adhesión a Su proyecto de vida, una comunión de vida, un estar dispuesto a compartir el destino del Maestro. Es el camino que vamos a recorrer durante esta Cuaresma, durante la cual acompañaremos a Jesús camino a su Pasión y muerte, pero con la mirada fija en la Gran Noche; la Vigilia Pascual, que es la antesala de la culminación del Misterio Pascual de Jesús: su Resurrección gloriosa. ¡Vivimos para esa Noche!

¡Esa es nuestra fe!

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 19-11-16

vida med

“No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. Con esta aseveración Jesús remata su contestación a otra pregunta capciosa que los saduceos que le habían planteado en la lectura evangélica que contemplamos hoy (Lc 20,27-40).  Este es uno de esos pasajes del Evangelio que nos narran los tres sinópticos (Ver: Mt 22,23-33; Mc 12,18-27) con un paralelismo asombroso. Lo podemos enmarcar en el contexto de las polémicas de Jesús con sus opositores, los “intelectuales” de la época (escribas, ancianos, fariseos, herodianos, saduceos), todos conocedores de la Ley y las Escrituras. Las preguntas que estos le plantean son hipócritas, formuladas no con el deseo de saber la respuesta, sino para ver si Jesús “resbala” o contradice la Escritura, y así acusarlo o, al menos hacerle lucir mal.

Pero en este, como en los otros episodios similares encontramos a un Jesús conocedor de las Escrituras y maestro del arte de debate, que sabe utilizar las mismas escrituras para rebatir los argumentos de sus detractores.

El mismo pasaje nos dice que los saduceos no creían en la resurrección. Aun así, le formulan la pregunta: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”.

Jesús, conocedor de la Escritura y de las doctrinas de las diversas sectas religiosas de la época, sabía que los saduceos no reconocían la totalidad de la Biblia Judía, sino solo el Pentateuco (los primeros cinco libros del Antiguo Testamento). Por eso, además de decirles que están equivocados, que la resurrección no conlleva una reanimación de nuestro cuerpo mortal con todas sus apetencias, sino que seremos “como ángeles del cielo”, hace referencia al pasaje del Pentateuco (Ex 3,6) que citamos al principio.

Jesús aclara este concepto también para beneficio de los fariseos quienes, a pesar de que creían en la resurrección, tenían un concepto más físico del fenómeno. Él deja claro que en la “la vida futura” ya las personas no se casarán ni tendrán hijos, pues no habrá necesidad de descendencia, porque “ya no pueden morir” (Cfr. Ap 21,4), y estaremos disfrutando de la vida que no acaba.

El mensaje central de este pasaje evangélico es este: que Dios “no es Dios de muertos, sino de vivos”. Por eso los cristianos no le tememos a la muerte, pues sabemos que esta no es más que el paso a la vida eterna, donde disfrutaremos de la presencia de Dios por toda la eternidad.

Estamos a escasos días del comienzo del Adviento; tiempo que nos prepara para ese gran misterio de amor de un Dios que se hace niño, un Dios que se humana, para con su muerte y resurrección mostrársenos como un Dios que está vivo, que es vida, y que nos da la vida, porque Él “no es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”.

Que pasen un hermoso fin de semana y no olviden visitar Su casa. Él está vivo y nos espera…

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 17-11-16

Vista actual de la ciudad de Jerusalén que sirve de retablo al altar de la Capilla de Dominus Flevit, lugar en el cual la tradición dice que Jesús lloró al ver la ciudad.

Vista actual de la ciudad de Jerusalén que sirve de retablo al altar de la Capilla de Dominus Flevit, lugar en el cual la tradición dice que Jesús lloró al ver la ciudad.

Para comprender la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 19,41-44), es necesario situarla en su contexto. Jesús está en el tramo final de su subida a Jerusalén, donde ha de culminar su misión y enfrentar su misterio pascual. Luego del episodio de Zaqueo y la parábola de los talentos, hace su entrada en la ciudad santa montando en un pollino, en medio de vítores y cantos de alabanza a Dios (Lc 19,29-40). Esa misma multitud que ahora le aclama, dentro de pocos días va a pedir con mayor algarabía su crucifixión. ¡Van a asesinarlo!

De ahí que el pasaje que leemos hoy nos diga que: “al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: ‘¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida’.”

Jesús lloró… una manifestación de su humanidad. Su llanto refleja su sentido de impotencia. Trató de convertir Jerusalén, pero esta se mostró sorda ante su mensaje salvador. “[La Palabra] vino a su casa, y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11). Su mensaje de paz fue rechazado, y ese rechazo les acarreará desgracia. Por eso llora, pensando que le tuvieron entre ellos y dejaron pasar la oportunidad de sus vidas. Jesús, que es Dios, respeta el libre albedrío, pero al mismo tiempo ve lo que va a suceder y no puede contener su tristeza.

Trato de imaginar la escena. Jesús ve a Jerusalén desde la distancia. Contempla la magnificencia de esa gran ciudad amurallada con la estructura imponente del Templo sobresaliendo. Y la ve en ruinas… “¡Si al menos [sus habitantes] comprendiera[n] en este día lo que conduce a la paz!”

Esa “sordera” y “ceguera” espiritual que caracterizó a los de Jerusalén en tiempos de Jesús la estamos viviendo en nuestro tiempo. Tan solo tenemos que leer un periódico, o ver un telediario. Jesús está en medio de nosotros y no lo reconocemos (Cfr. Mt 25,31-46) o, peor aún, preferimos ignorarlo para no comprometernos. Hagamos un examen de conciencia colectivo. Si Jesús se detuviera hoy a contemplar nuestra comunidad parroquial, nuestro barrio, nuestra ciudad, nuestro país, desde la distancia, ¿lloraría también?

“Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra”. Esas palabras de Jesús se convertirían en realidad cuando el ejército romano destruyó la ciudad de Jerusalén en el año 70 d.C. para aplacar la revuelta judía, reduciendo el Templo a escombros.

Dentro de pocos días iniciaremos un nuevo año litúrgico con ese tiempo fuerte del Adviento. Tiempo que nos invita la conversión, a estar vigilantes, a prepararnos para la llegada de Dios, de ese Dios que viene constantemente a nuestras vidas y por no estar vigilantes no lo reconocemos. En nuestras manos está correr o no la misma suerte que Jerusalén.

REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO DEL T.O. (C) 13-11-16

parusía 2

Nos acercamos al final del año litúrgico, y el pasaje del evangelio que se nos ofrece para hoy (Lc 21, 5-19) nos sitúa en el comienzo del último discurso de Jesús, el llamado “discurso escatológico”, que Jesús pronuncia estando ya en Jerusalén, luego de su “última subida” desde Galilea, para culminar su misión redentora con su misterio pascual (pasión, muerte, resurrección y glorificación).

En este discurso Jesús anuncia la destrucción del Templo y de la ciudad santa de Jerusalén. El pasaje de hoy se refiere a la destrucción del Templo (“Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”), al final de los tiempos.

Los que le escuchan muestran preocupación, quieren saber cuándo será el final de los tiempos. Nuestra naturaleza humana nos lleva a querer saber cuándo y cómo, y qué señales debemos esperar; esa obsesión con el tiempo lineal, cuando nuestra verdadera preocupación debe ser por las cosas eternas. A lo largo de la historia encontramos personas que se nutren y aprovechan del miedo y la incertidumbre que produce ese “final de los tiempos”. Fue así en tiempos de Jesús y continúa siéndolo hoy.

La respuesta de Jesús, más que una contestación, es una advertencia contra los falsos profetas (“Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: ‘Yo soy’, o bien: ‘El momento está cerca’; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida”).

Son muchas las sectas que han florecido vendiendo un mensaje del fin inminente, para luego tener que cambiar la “fecha” una y otra vez. Me causa una mezcla de lástima y tristeza ver a tantas personas que se llaman católicos, que genuinamente se preocuparon por la supuesta llegada del fin de los tiempos el 21 de diciembre de 2012. Jesús nos advierte contra aquellos que nos digan que “el momento está cerca”. Él nos lo dice claramente: “En cuanto a ese día y esa hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt 24,36).

Finalmente, Jesús anuncia las persecuciones que hemos de sufrir sus seguidores (“os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía”). Como toda prueba que Jesús nos anuncia, esta viene acompañada de una promesa de salvación: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas” (Cfr. Sir 2,1-9).

El mensaje es claro. Para nosotros los cristianos el día y la hora no deben tener importancia alguna. Lo importante es estar preparados, para que cuando llegue el novio, nos encuentre con las lámparas encendidas y con aceite para alimentarlas. Así entraremos con Él a la sala nupcial (Mt 25,1-13).

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TRIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 10-11-16

El reino esta dentro de vosotros

“Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: ‘El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia’” (Mc 4,14-15).

En la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Lc 17,20-25), unos fariseos le preguntaban a Jesús que cuándo iba a llegar el Reino de Dios, a lo que Jesús contestó: “El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros”. Luego se tornó a sus discípulos y les dijo: “Llegará un tiempo en que desearéis vivir un día con el Hijo del hombre, y no podréis. Si os dicen que está aquí o está allí no os vayáis detrás. Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho y ser reprobado por esta generación”.

Les decía esto porque a pesar de todas sus enseñanzas, todavía algunos discípulos tenían la noción de un reino terrenal.  En el relato de la pasión que nos hace Juan, encontramos a Jesús diciendo a Pilato: “Mi reino no es de este mundo”. Luego, con la culminación del misterio pascual (su pasión, muerte, resurrección y glorificación), pero sobre todo con su resurrección, Jesús vence la muerte e inaugura definitivamente el Reino que había anunciado. Y ese Reino se hace presente en el corazón de todo aquél que le acoge y le recibe como su Rey y salvador.

A la pregunta de si el Reino de Dios está entre nosotros, escuchamos a los teólogos decir: “Ya, pero todavía…” Es decir, ya está entre nosotros (Jesús se encarnó entre nosotros y nos dejó su presencia – Mt 18,20; 28-20), pero todavía le falta, no está completo; está como algunas páginas cibernéticas “en construcción”. Es un Reino, vivo, dinámico, en crecimiento. Y todos estamos llamados a convertirnos en obreros de esa construcción, a trabajar en ese gran proyecto que es la construcción de Reino, que estará consumado el día final, cuando Jesús reine en los corazones de todos los hombres, cuando “como el fulgor del relámpago brille de un horizonte a otro”. Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre sobre la frente, y reinaremos junto a Él por toda la eternidad (Ap 22,4-5).

Y ese reinado, el “gobierno” que Jesús nos propone y nos promete, es uno regido por una sola ley, la ley de amor, en el cual Él, que es el Amor, reina soberano (Cfr. 1Jn 4,1-12).

Hoy debemos preguntarnos: Jesús, ¿reina ya en mi corazón? ¿Estoy haciendo la labor que me corresponde, según mis carismas, en la construcción del Reino?

“Señor Dios nuestro: Tu reino no es un orden establecido y anquilosado, sino algo que está siempre vivo, dinámico y siempre llegando. Haznos conscientes de que encontraremos el reino allí donde te dejemos reinar a ti, donde nosotros y el reino de este mundo demos paso a tu reino, donde dejemos que  tu justicia, amor y paz ocupen el lugar de nuestras torpezas y tropezones” (de Oración Colecta para hoy).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 01-10-16

Job 2

La liturgia de hoy nos presenta la conclusión del libro de Job (42,1-3.5-6.12-16). En la primera lectura de ayer (38,1.12-21; 40,3-5) veíamos cómo Dios le planteaba a Job, y este reconocía, la grandeza y soberanía de Dios y lo insondable de sus misterios, y terminaba reconociendo su pequeñez. La semilla de la fe.

Hoy vemos la respuesta de Job: “Reconozco que lo puedes todo, y ningún plan es irrealizable para ti, yo, el que te empaño tus designios con palabras sin sentido; hablé de grandezas que no entendía, de maravillas que superan mi comprensión. Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso, me retracto y me arrepiento, echándome polvo y ceniza”. Job reconoce que tenía una idea errónea de Dios. Así, desde el sufrimiento, aprende a conocerle; se consolida su fe.

En este pasaje encontramos también el diálogo entre Dios y el hombre que constituye la verdadera oración; ese diálogo entre Dios y el hombre motivado por la fe, y que a la vez sirve para fortalecer, acrecentar esa fe. Dios nos habla; nosotros le escuchamos y le respondemos. Como nos dice Nöel Quesson, “una de las mejores definiciones de la ‘oración’: dialogar con Dios. Escuchar a Dios, hablar a Dios”. Es mediante la oración que conocemos mejor a Dios; y mientras más le conocemos, más le amamos; y mientras más le amamos, más queremos conocerle.

Y a pesar de que este libro de Job, junto a los otros libros sapienciales, ya comienzan a apuntarnos al concepto de la retribución, el “premio” en la vida eterna (contrario al concepto judío de que el hombre “justo” recibía su “recompensa” en este mundo – algo similar a esas sectas de hoy en día que predican la “prosperidad”), en Job encontramos que al final, por haber perseverado en su fe a pesar de todas las calamidades que tuvo que soportar, Dios le premia con una prosperidad superior a la anterior. Y el autor, en un final más apetecible para el lector de la época, nos dice que Job vivió una larga vida rodeado de sus hijos e hijas, nietos y biznietos. “Y Job murió anciano y satisfecho”.

Con la llegada del Cristo y su misterio pascual (su pasión, muerte, resurrección y glorificación), que nos abrió el camino a la vida eterna, vemos en este “final feliz” de Job un tímido anticipo de la verdadera felicidad que nos espera en la “Nueva Jerusalén”, cuando estemos contemplando el rostro de Dios por toda la eternidad (Cfr. Ap 21,3-5).

Hoy, pidamos al Señor que, aunque a veces por nuestra debilidad humana le reclamemos, y hasta le recriminemos en nuestros momentos de prueba, nos brinde la fortaleza y la perseverancia en la fe que mostró Job. Así nuestras tribulaciones se convertirán en experiencias de purificación que, lejos de alejarnos, nos acercarán más a Él, asemejándonos a su Hijo.

Que pasen todos un hermoso fin de semana lleno de la PAZ que sólo Dios puede brindarnos. No olviden visitar su Casa; Él les espera.

REFLEXIÓN PARA EL DUODÉCIMO DOMINGO DEL T.O. (C) 19-06-16

seguimiento cruz

La primera lectura (Za 12,10-11.13,1) y el relato evangélico (Lc 9,18-24) que nos propone la liturgia para este duodécimo domingo del tiempo ordinario, nos presentan una perspectiva mesiánica.

Mirándolo desde la óptica neotestamentaria, la profecía de Zacarías nos presenta una prefiguración de la crucifixión de Jesús (Cfr. Jn 19,37), y al hecho de que su muerte será llorada por todo el pueblo pero traerá la salvación: “Aquel día, será grande el luto en Jerusalén, como el luto de Hadad-Rimón en el valle de Meguido”. El profeta alude a la batalla del valle de Meguido, en la que murió el rey Josías cuya muerte fue llorada por todos, pues habían depositado en él grandes esperanzas, tanto en el plano religioso como en el político (Cfr. 2 Re 23,29; 2 Cr 35,24-25). Lo mismo ocurrió con las esperanzas mesiánicas del pueblo en la persona de Jesús, que ellos esperaban fuera un gran líder político y militar que los liberara del imperio romano.

El profeta nos refiere además a la salvación de Jerusalén, que llegará solo a través de un espíritu de gracia y clemencia abundantes que Dios derramará sobre ella, causando una transformación interior de la comunidad que culminará en la conversión. Esta conversión llevará a la purificación, que el profeta nos presenta con la imagen de la fuente, que podría también interpretarse como prefiguración del Bautismo. Sabido es que el agua siempre es símbolo de purificación, tanto exterior como interior.

La lectura evangélica es uno de esos pasajes que aparece en los tres sinópticos (ver: Mt 16,13-20; Mc 8,27-30), y puede resumirse en tres “momentos” principales. Primero, la identidad mesiánica de Jesús (“¿Quién dice la gente que soy yo?”; “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”) y la profesión de fe de Pedro (“El Mesías de Dios”). Segundo, el anuncio de la Pasión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Tercero, las condiciones para el seguimiento: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará”.

Él fue humillado, se negó a sí mismo, cargó con su cruz y se entregó por nosotros. Y nos advierte que si queremos seguirlo el camino promete ser difícil. La decisión de seguirlo o no, va depender de nuestra contestación a la pregunta que formuló a los discípulos y ahora nos plantea a nosotros: “Y tú, ¿quién dices que soy Yo?”

El que llega a conocer la verdadera identidad de Jesús, el que tiene un encuentro personal con Él y su Misterio Pascual, sabe que tiene que correr su misma suerte; que será rechazado, objeto de burla, y hasta perseguido por causa de Su nombre. La voluntad de Dios es que todos nos salvemos. Y Jesús nos está proponiendo el negocio de nuestras vidas: “el que pierda su vida por mi causa la salvará”.

Por eso hoy debemos preguntarnos: ¿Quién es Jesús para mí?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 18-04-16

yo soy la puerta

Hoy damos un paso atrás en la liturgia para leer el pasaje que antecede al Evangelio que leyéramos ayer, domingo del Buen Pastor. La lectura evangélica de hoy es el comienzo del capítulo 10 (1-10) del evangelio según san Juan. En este capítulo Juan desarrolla la alegoría del Pastor y las ovejas para referirse a la relación entre Jesús y nosotros. Hoy le añade un nuevo elemento a la alegoría: Nos presenta a Jesús, no solo como el pastor, sino como la “puerta” del aprisco de las ovejas. El aprisco es el lugar donde los pastores recogen sus rebaños para resguardarlos del frío o de la intemperie, mientras uno de ellos vigila toda la noche. Al amanecer, cuando van a llevar las ovejas a pastar, cada cual llama a las suyas y estas responden a su voz, o a su silbido particular.

Por eso Jesús comienza reiterando que las ovejas conocen su voz, que Él llama a cada una por su nombre y, una vez afuera, las ovejas le siguen “porque conocen su voz”. Como los que le escuchaban (que eran fariseos) parecieron no comprenderle, Jesús les propuso otra alegoría: “Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos: pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entra por mí, se salvará, y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago: yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”. Otro de los siete “Yo soy” que Juan pone en boca de Jesús y nos apuntan a la divinidad de Jesús (Cfr. Ex 3,14).

Vemos cómo en este pasaje la alegoría de la “Puerta” adquiere mayor relieve que la del “Pastor”. Jesús se nos presenta hoy como la “puerta de las ovejas”, el único Mediador que puede alcanzarnos la salvación que Él ha obtenido para nosotros en virtud de su Misterio Pascual (muerte-resurrección). El mismo Pastor que nos conduce a verdes praderas y aguas tranquilas (Sal 23,2), se convierte en la Puerta que nos da acceso a esas praderas y aguas a través de la “cortina”, es decir, a través de su carne. “Tenemos plena seguridad de que podemos entrar en el Santuario por la sangre de Jesús, siguiendo el camino nuevo y viviente que Él nos abrió a través del velo del Templo, que es su carne” (Hb 10, 19; Cfr. Mt 27,51).

Jesús nos está pidiendo que le sigamos, y ese seguimiento incluye seguirlo hasta el Calvario, en donde la sangre derramada del Cordero se convierte en la Puerta que ha de conducirnos a la vida eterna: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”.

Esa es la misión de Jesús, dar vida a nosotros, sus ovejas, inclusive ofreciendo su propia vida para que podamos obtenerla. Jesús-Puerta nos abre a un nuevo espacio infinito y eterno, en donde todo el que le siga tiene cabida, como nos muestra la primera lectura de hoy, con la predicación del Evangelio de Jesús por parte de Pedro a los paganos (Hc 11,1-18).

El Buen Pastor te ha llamado por tu nombre. ¿Lo vas a seguir?