“Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua”.
El relato evangélico que contemplamos en la
liturgia para hoy (Mc 7,31-37) nos presenta el episodio de la curación del
sordomudo. Estando en territorio pagano, de regreso a Galilea (en las fronteras
del Líbano), le traen “un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden
que le imponga las manos”. Jesús, apartándolo a un lado, le introduce los dedos
en los oídos y le toca la lengua con saliva. Luego invoca al Padre (“mirando al
cielo”) y dice: “Effetá, que quiere
decir ‘Ábrete’” (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los
paganos de la región itálica; por eso pasa el trabajo de traducir los
arameismos). Nos dice la escritura que “al momento se le abrieron los oídos, se
le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.
Vemos en este episodio el cumplimiento de la
profecía de Isaías, cuando anunciaba al pueblo exiliado en Babilonia que sería
revestido con “el esplendor del Líbano”, y que los oídos de los sordos se
abrirían,… y la lengua de los mudos gritaría de alegría (Is 35,2.5-6). Este
milagro es un signo inequívoco de que la salvación ha llegado en la persona de
Jesús. Los presentes parecen reconocerlo cuando “en el colmo del asombro
decían: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. El
hecho de que el milagro se realice en territorio pagano (al igual que el
exorcismo que se nos presentaba en el pasaje que leíamos ayer) apunta, además, a
la universalidad de esa salvación.
Al milagro le sigue la petición de Jesús de
guardar silencio sobre el mismo (el llamado “secreto mesiánico”, típico del
evangelio según san Marcos), y la proclamación del mismo por todos los
presentes. Esta es la reacción típica de todo el que ha tenido la experiencia
de Jesús; no puede evitarlo, tiene que compartirla con todos.
En el rito del bautismo hay un momento que se
llama precisamente Effetá, en el cual
el ministro traza la señal de la cruz sobre los oídos y boca del bautizando
mientras pronuncia la misma palabra aramea que le dijo Jesús al “sordomudo” del
Evangelio de hoy. Esto, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de
Dios y sus labios se abran para proclamarla.
Antes a estas personas se les llamaba
“sordomudos”, pero ahora se les llama “sordos”, pues se reconoce que su
condición es un problema de audición. No hablan porque no pueden escuchar;
viven aislados en un mundo de silencio. Así mismo nos pasa a nosotros cuando nos
cerramos a la Palabra de Dios. Pero si nos tornamos hacia Él y permitimos que
su Palabra sanadora penetre en nuestras almas, aún dentro de la sordera
espiritual que hemos vivido, podremos escuchar ese Effetá potente y sonoro que nos librará de las cadenas del silencio
espiritual. Y esa Palabra sanadora hará brotar agua en el desierto de nuestras
vidas, haciendo que esa agua brote de nosotros como un torrente (Is 35,7),
“salpicando” a todo el que se cruce en nuestro camino.
“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador”.
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en
cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la
purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex
13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la
madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado
sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha
tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta
cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico
que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la
Presentación.
La entrada de Jesús en brazos de su Madre en
el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos
como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a
quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.
Como lectura alterna la liturgia nos ofrece la
Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote
compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote
que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.
Está claro; Jesús es Dios, no necesita
presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros,
excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la
obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18):
“No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni
una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo
se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con
nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede
auxiliar a los que ahora pasan por ella”.
Así, el Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el
episodio de la Presentación. Lucas es el único de los evangelistas que nos
narra ese importante evento en la vida de Jesús.
Las palabras de Simeón anuncian el
cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora,
Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos
han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz
para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido
dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al
Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia
al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no
solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba
presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo
estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen
de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a
su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este.
María corredentora…
Luego invoca al Padre y dice: Effetá, que quiere decir “Ábrete”. Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.
El relato evangélico que contemplamos en la
liturgia para hoy (Mc 7,31-37) nos presenta el episodio de la curación del
sordomudo. Estando en territorio pagano (en las fronteras del Líbano), le traen
“un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos”.
Jesús, apartándolo a un lado, le introduce los dedos en los oídos y le toca la
lengua con saliva. Luego invoca al Padre (“mirando al cielo”) y dice: Effetá, que quiere decir “Ábrete”. Nos
dice la escritura que “al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la
traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.
Vemos en este episodio el cumplimiento de la
profecía de Isaías contenida en la primera lectura de hoy (Is 35,4,7a), cuando
anunciaba al pueblo exiliado en Babilonia que “los oídos del sordo se abrirán”,…
y “la lengua del mudo cantará”. Este milagro es un signo inequívoco de que la
salvación ha llegado en la persona de Jesús. Los presentes parecen reconocerlo
cuando “en el colmo del asombro decían: ‘Todo lo ha hecho bien; hace oír a los
sordos y hablar a los mudos’.” El hecho de que el milagro se realice en
territorio pagano, apunta a la universalidad de esa salvación.
Al milagro le sigue la petición de Jesús de
guardar silencio sobre el mismo (el llamado “secreto mesiánico”, típico del
evangelio según san Marcos), y la proclamación del mismo por todos los
presentes. Esta es la reacción típica de todo el que ha vivido la experiencia
de Jesús; no puede evitarlo, tiene que compartir su experiencia, proclamarlo a
todos.
En el rito del bautismo hay un momento que se
llama precisamente Effetá, en el cual
el ministro traza la señal de la cruz sobre los oídos y boca del bautizando
mientras pronuncia la misma palabra aramea que le dijo Jesús al “sordomudo” del
Evangelio de hoy. Esto, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de
Dios y su boca se abra para proclamarla.
Antes a estas personas se les llamaba
“sordomudos”, pero ahora se les llama “sordos”, pues se reconoce que su
condición es un problema de audición. No hablan bien porque no pueden escuchar;
viven aislados en un mundo de silencio.
Eso mismo nos pasa a nosotros cuando nos cerramos
a la Palabra de Dios. Pero si nos tornamos hacia Él y permitimos que su Palabra
sanadora penetre en nuestras almas, aún dentro de la sordera espiritual que
hemos vivido, podremos escuchar ese Effetá
potente y sonoro que nos librará de las cadenas del silencio espiritual; y esa
Palabra sanadora hará brotar agua en el desierto de nuestras vidas, y esa agua
brotará de nosotros como un torrente (Is 35,7). Entonces viviremos el Effetá que Jesús pronunció a través del
ministro el día de nuestro bautismo, y proclamaremos a todos esa Palabra
sanadora que hemos recibido.
Hoy es el día del Señor. Acude a Él y déjate
penetrar por su Palabra sanadora. Entonces no podrás contenerte y saldrás a
proclamar a todos que Jesucristo es el Señor…
Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá» (esto es, «ábrete»).
El relato evangélico que contemplamos en la
liturgia para hoy (Mc 7,31-37) nos presenta el episodio de la curación del
sordomudo. Estando en territorio pagano, de regreso a Galilea (en las fronteras
del Líbano), le traen “un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden
que le imponga las manos”. Jesús, apartándolo a un lado, le introduce los dedos
en los oídos y le toca la lengua con saliva. Luego invoca al Padre (“mirando al
cielo”) y dice: “Effetá, que quiere
decir ‘Ábrete’” (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los
paganos de la región itálica; por eso pasa el trabajo de traducir los
arameismos). Nos dice la escritura que “al momento se le abrieron los oídos, se
le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.
Vemos en este episodio el cumplimiento de la
profecía de Isaías, cuando anunciaba al pueblo exiliado en Babilonia que sería
revestido con “el esplendor del Líbano”, y que los oídos de los sordos se
abrirían,… y la lengua de los mudos gritaría de alegría (Is 35,2.5-6). Este
milagro es un signo inequívoco de que la salvación ha llegado en la persona de
Jesús. Los presentes parecen reconocerlo cuando “en el colmo del asombro
decían: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. El
hecho de que el milagro se realice en territorio pagano (al igual que el
exorcismo que se nos presentaba en el pasaje que leíamos ayer) apunta, además, a
la universalidad de esa salvación.
Al milagro le sigue la petición de Jesús de
guardar silencio sobre el mismo (el llamado “secreto mesiánico”, típico del
evangelio según san Marcos), y la proclamación del mismo por todos los
presentes. Esta es la reacción típica de todo el que ha tenido la experiencia
de Jesús; no puede evitarlo, tiene que compartirla con todos.
En el rito del bautismo hay un momento que se
llama precisamente Effetá, en el cual
el ministro traza la señal de la cruz sobre los oídos y boca del bautizando
mientras pronuncia la misma palabra aramea que le dijo Jesús al “sordomudo” del
Evangelio de hoy. Esto, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de
Dios y sus labios se abran para proclamarla.
Antes a estas personas se les llamaba
“sordomudos”, pero ahora se les llama “sordos”, pues se reconoce que su
condición es un problema de audición. No hablan porque no pueden escuchar;
viven aislados en un mundo de silencio. Así mismo nos pasa a nosotros cuando nos
cerramos a la Palabra de Dios. Pero si nos tornamos hacia Él y permitimos que
su Palabra sanadora penetre en nuestras almas, aún dentro de la sordera
espiritual que hemos vivido, podremos escuchar ese Effetá potente y sonoro que nos librará de las cadenas del silencio
espiritual. Y esa Palabra sanadora hará brotar agua en el desierto de nuestras
vidas, haciendo que esa agua brote de nosotros como un torrente (Is 35,7),
“salpicando” a todo el que se cruce en nuestro camino.
“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”.
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en
cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la
purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex
13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la
madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado
sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha
tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta
cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico
que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la
Presentación.
La entrada de Jesús en brazos de su Madre en
el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos
como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a
quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.
Como lectura alterna la liturgia nos ofrece la
Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote
compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote
que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.
Está claro; Jesús es Dios, no necesita
presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros,
excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la
obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18):
“No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni
una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo
se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con
nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede
auxiliar a los que ahora pasan por ella”.
Así, el Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el
episodio de la Presentación. Lucas es el único de los evangelistas que nos
narra ese importante evento en la vida de Jesús.
Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este. ¡María corredentora!…
“Cállate y sal de él”. Y el espíritu “dando un grito muy fuerte, salió”.
Continuamos adentrándonos en el Tiempo
ordinario. La figura de Cristo-predicador sigue tomando forma y, junto con
ella, se va revelando la divinidad de Jesús. El misterio de la Encarnación.
La primera lectura que nos ofrece la Liturgia
(Dt 18,15-20) nos prefigura la persona de Cristo: “Un profeta, de entre los
tuyos, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios. A él lo
escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la
asamblea: ‘No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver
más ese terrible incendio; no quiero morir.’ El Señor me respondió: ‘Tienen
razón; suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras
en su boca, y les dirá lo que yo le mande’”.
De ahí que a Jesús se le llame el “nuevo
Moisés”, ya que en Él se cumple a plenitud la profecía contenida en este pasaje.
Esto lo vemos más claramente en Mateo, cuyo objetivo es probar que Jesús es el
Mesías prometido. Por eso establece un paralelo entre ambos personajes: Moisés
y Jesús perseguidos en su infancia, Moisés y Jesús ofreciendo un pan de vida, y
Moisés y Jesús dando la Ley en una montaña.
En la lectura evangélica de hoy (Mc 1,21-28)
vemos el comienzo de la misión de Jesús. Lo encontramos entrando a Cafarnaún.
Apenas cuenta con cuatro discípulos, pero no espera, tiene que cumplir su
misión y sabe que tiene poco tiempo. Lo vemos predicando en la sinagoga (algo
no muy común en Jesús, que prefería hacerlo al descampado). Todos se maravillaban
de la autoridad con que exponía su doctrina, porque lo hacía, no como lo
escribas (que no aventuraban interpretar la ley a menos que su juicio estuviera
avalado por las escrituras), “sino con autoridad”. Otra muestra de la divinidad
de Jesús, quien había venido a dar plenitud a la Ley y los profetas (Mt 5,17).
Todos perciben que Jesús habla con una autoridad que viene desde el interior de
sí mismo y que solo puede venir del mismo Dios. Tal vez todavía no tienen claro
que Él es Dios, pero este episodio constituye el primer atisbo de esa divinidad
que se seguirá manifestando a través del Evangelio.
Y para que no quede duda sobre su “autoridad” y su superioridad sobre todo, la Escritura nos presenta a un hombre poseído por un “espíritu inmundo” que se encuentra con Jesús en la sinagoga. El espíritu increpa a Jesús y, una vez más, Jesús habla con autoridad: “Cállate y sal de él”. Y el espíritu “dando un grito muy fuerte, salió”. Todos estaban asombrados, confundidos, y se decían: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo”. Y eso, que estamos apenas comenzando, es el primer día de predicación de Jesús.
Y yo, ¿tengo claro quién es Jesús? ¿He sido
testigo de su poder? Cuando hablo de Él, ¿presento una imagen de “estampita”
sobre su persona, o soy capaz de presentar mi experiencia de la divinidad de
Jesús y cómo ha obrado en mí?
Que pasen un hermoso domingo, y no olviden visitar la Casa del Señor, aunque sea de manera virtual..
“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”.
Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia, y la
liturgia nos presenta como lectura evangélica el pasaje de la Presentación del
Niño en el Templo (Lc 2, 2,22-40). En cumplimiento de la Ley de Moisés, la
Sagrada Familia acude al Templo para la purificación de la madre (Lv 12,1-4),
la ofrenda del primogénito a Dios (Ex 13,2; Núm 18,15) y su rescate mediante un
sacrificio. Según Lv 12,1-4, la madre quedaba impura por cuarenta días después
del parto por haber derramado sangre, y tenía que acudir al Templo para su
purificación. En esa misma fecha tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Lucas
es el único de los evangelistas que nos narra ese importante evento en la vida
de Jesús.
Esta Fiesta litúrgica nos enfatiza el carácter totalizante
de la Encarnación que acabamos de celebrar en la Natividad del Señor. Jesús
nació en el seno de una familia como la tuya y la mía y estuvo sujeto a todas
las reglas, leyes y ritos sociales y religiosos de su tiempo. Está claro; Jesús
es Dios, no necesitaba presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual
en todo a nosotros, excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el
cumplimiento de la Ley y la obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18): “No piensen que vine para abolir la Ley o los
Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no
desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y
la tierra, hasta que todo se realice”. Como diría el papa emérito Benedicto
XVI: “Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia,
que recorrerá hasta las últimas consecuencias”.
Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la
profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según
tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a
tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a
las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y
a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el
Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo
estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y
ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando
en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el
papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba
entregando también a sí misma a la misión redentora de este. ¿María corredentora?
Habiendo cumplido con la Ley, la Sagrada Familia regresó a
su hogar, donde continuaron viviendo como una familia común: “se volvieron a
Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se
llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba”.
En este domingo de la Sagrada Familia, pidamos al Señor la
gracia de permitir al Niño Dios hacer morada en nuestros hogares, y en nuestros
corazones.
El relato evangélico que la liturgia dispone
para este tercer domingo del tiempo ordinario
(Mt 4,12-23), nos narra la vocación de los primeros discípulos, “Simón,
al que llaman Pedro, y Andrés, su hermano”, y “a otros dos hermanos, a
Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan” todos pescadores en el mar de Galilea. En
ocasiones anteriores hemos dicho que la palabra vocación viene del verbo latino
vocare, que quiere decir llamar. Así, la vocación es un llamado, en este
caso de parte de Jesús.
Esto ocurría en Galilea, en donde Jesús se
había establecido luego del arresto de Juan Bautista, dando cumplimiento a la
profecía de Isaac que contemplamos hoy como primera lectura (Is 8,23b–9,3). Se
estableció en territorio pagano para comenzar su misión de llevar la Buena
Noticia del Reino todas las naciones: “Convertíos, porque está cerca el reino
de los cielos”. Él es consciente que la tarea es difícil y su tiempo es corto.
Por eso necesita formar un equipo de trabajo, escoger unos colaboradores que le
ayuden en su tarea, y la continúen una vez Él haya regresado al Padre.
Los llamados de Jesús siempre son directos,
sin rodeos, al grano. “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Una
mirada penetrante y una palabra o una frase; imposible de resistir. Siempre que
leo la vocación de cada uno de los apóstoles trato de imaginar los ojos, la
mirada de Jesús, y la firmeza de su voz. Y se me eriza la piel. Por eso la
respuesta de los discípulos es inmediata y se traduce en acción, no en
palabras. Nos dice la lectura que Andrés y Simón, “inmediatamente dejaron las
redes y lo siguieron”. En cuanto a los hijos de Zebedeo nos dice la lectura que
“inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron”. En estos últimos
vemos, no solo la inmediatez del seguimiento, sino también la radicalidad del
mismo. Dejaron, no solo la barca, sino a su padre también. “Cualquiera que
venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus
hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo”
(Lc 14,26; Mt 10,37). Dejarlo todo con tal de seguir a Jesús.
Mateo utiliza el lenguaje de la pesca en el
escenario del mar de Galilea, y la frase “pescadores de hombres” con miras al
objetivo de su relato evangélico, dirigido a los judíos que se habían
convertido al cristianismo, con el propósito de demostrar que Jesús es el
mesías prometido en quien se cumplen todas las profecías del Antiguo
Testamento. Así, alude también a la profecía de Ezequiel, que utiliza la
metáfora del mar, la pesca abundante y la variedad de peces (Ez 47,8-10) para
significar la misión profética a la que Jesús llama a sus discípulos, dirigida
a convertir a todos, judíos y paganos.
Hoy Jesús nos llama a ser “pescadores de
hombres” en un ambiente no muy distinto al de la Galilea de tiempos de Jesús. Y
la respuesta que Él espera de nosotros no es una palabra, ni una explicación o
excusa (Cfr. Lc 9,59-61); es una acción, como la del mismo Mateo, quien cuando
Jesús le dijo: “sígueme”, “dejándolo todo, se levantó y lo siguió” (Lc 5,27; Mt
9,9; Mc 2,14). ¿Cuál va ser tu respuesta?
El relato evangélico que contemplamos en la liturgia para hoy (Mc 7,31-37) nos presenta el episodio de la curación del sordomudo. Estando en territorio pagano (en las fronteras del Líbano), le traen “un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos”. Jesús, apartándolo a un lado, le introduce los dedos en los oídos y le toca la lengua con saliva. Luego invoca al Padre (“mirando al cielo”) y dice: Effetá, que quiere decir “Ábrete”. Nos dice la escritura que “al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.
Vemos en este episodio el cumplimiento de la profecía de Isaías contenida en la primera lectura de hoy (Is 35,4,7a), cuando anunciaba al pueblo exiliado en Babilonia que “los oídos del sordo se abrirán”,… y “la lengua del mudo cantará”. Este milagro es un signo inequívoco de que la salvación ha llegado en la persona de Jesús. Los presentes parecen reconocerlo cuando “en el colmo del asombro decían: ‘Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos’.” El hecho de que el milagro se realice en territorio pagano, apunta a la universalidad de esa salvación.
Al milagro le sigue la petición de Jesús de guardar silencio sobre el mismo (el llamado “secreto mesiánico”, típico del evangelio según san Marcos), y la proclamación del mismo por todos los presentes. Esta es la reacción típica de todo el que ha vivido la experiencia de Jesús; no puede evitarlo, tiene que compartir su experiencia, proclamarlo a todos.
En el rito del bautismo hay un momento que se llama precisamente Effetá, en el cual el ministro traza la señal de la cruz sobre los oídos y boca del bautizando mientras pronuncia la misma palabra aramea que le dijo Jesús al “sordomudo” del Evangelio de hoy. Esto, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de Dios y su boca se abra para proclamarla.
Antes a estas personas se les llamaba “sordomudos”, pero ahora se les llama “sordos”, pues se reconoce que su condición es un problema de audición. No hablan porque no pueden escuchar; viven aislados en un mundo de silencio.
Eso mismo nos pasa a nosotros cuando nos cerramos a la Palabra de Dios. Pero si nos tornamos hacia Él y permitimos que su Palabra sanadora penetre en nuestras almas, aún dentro de la sordera espiritual que hemos vivido, podremos escuchar ese Effetá potente y sonoro que nos librará de las cadenas del silencio espiritual; y esa Palabra sanadora hará brotar agua en el desierto de nuestras vidas, y esa agua brotará de nosotros como un torrente (Is 35,7). Entonces viviremos el Effetá que Jesús pronunció a través del ministro el día de nuestro bautismo, y proclamaremos a todos esa Palabra sanadora que hemos recibido.
Hoy es el día del Señor. Acude a Él y déjate penetrar por su Palabra sanadora. Entonces no podrás contenerte y saldrás a proclamar a todos que Jesucristo es el Señor…