REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DESPUÉS DE EPIFANÍA 08-01-22

Amando al prójimo amamos a Dios y seguimos creciendo en el Amor.

Juan continúa dominando la primera lectura de la liturgia para este tiempo. La primera lectura de hoy (1Jn 4,7-10), que parece un trabalenguas, es tal vez el mejor resumen de toda la enseñanza de Jesús: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación para nuestros pecados”.

El amor de Dios, y la identidad del Amor con Dios es el tema principal de Juan; nunca se cansa de insistir. Pero en esta lectura va más allá; entrelaza el tema del amor con el misterio de la Encarnación, unida a la vida, muerte y resurrección de su Hijo. De ese modo el amor no se nos presenta como algo espiritual, ideal, sino como algo real, palpable, histórico, con contenido y consecuencias humanas.

“Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”, nos dice san Juan. Nuestro amor es producto del Amor de Dios, de haber “nacido de Dios”. Si permitimos que ese Amor haga morada en nosotros, no tenemos más remedio que amar; amar con un amor que participa de la naturaleza del Amor divino. Por eso amando al prójimo amamos a Dios y seguimos creciendo en el Amor. Es un círculo que no termina. Alguien ha dicho que el amor es el único don que mientras más lo repartes más te sobra.

Y eso es precisamente lo que vemos en la lectura evangélica de hoy (Mc 6,34-44), el pasaje de la “primera multiplicación de los panes”. Un milagro producto de la gratuidad del amor. Al caer la tarde los discípulos le sugieren a Jesús que despida la gente para que cada cual resuelva sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hace esperar: “Dadles vosotros de comer”. Ya anteriormente Marcos nos había dicho que Jesús se había compadecido de la gente porque andaban “como ovejas sin pastor”, lo que le motivó a “enseñarles con calma”. Tenían hambre; no hambre material, sino hambre espiritual. Jesús se la había saciado con su Palabra. Ya el rebaño tiene Pastor. El Pastor tiene que procurar alimento para su rebaño. Llegó el momento del alimento, de la fracción del pan. “Dadles vosotros de comer”.

Vemos en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.

Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su Iglesia, para que continúen pastoreando Su rebaño, y alimentándolos con el Pan de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DESPUÉS DE EPIFANÍA 09-01-21

“Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”.

Continuamos viviendo este tiempo de Navidad “extendido” durante estos días entre la Epifanía y el Bautismo del Señor. Y como para que no se nos olvide que aquél niñito que nació en un pesebre hace apenas 17 días continúa presente entre nosotros, escuchamos a Jesús decirnos: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Esa frase constituye el punto culminante del pasaje que nos brinda el Evangelio de hoy (Mc 6,45-52).

El trasfondo de la frase es el siguiente: Jesús acababa de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y había instruido a sus discípulos que se subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla mientras Él despedía la gente. Tal vez Jesús no quería que los discípulos se contagiaran con la excitación del pueblo por el milagro, o mejor dicho, por el aspecto material del milagro, ignorando el verdadero significado del mismo; esa tendencia tan humana que tenemos de confundir lo temporal con lo eterno.

Esto se pone de manifiesto cuando al final del pasaje de hoy el evangelista, al describir la reacción de los discípulos en la barca, nos dice: “Ellos estaban en el colmo del estupor, pues no habían comprendido lo de los panes, porque eran torpes para entender”.

Volviendo al relato, cuando la barca en que navegaban los discípulos iba a mitad de camino, siendo ya de noche, Jesús se percató que tenían un fuerte viento contrario y estaban pasando grandes trabajos para poder adelantar, así que decidió ir caminando hasta ellos sobre las aguas. Al verlo creyeron que era un fantasma, se sobresaltaron, y dieron un grito. Fue en ese momento que Jesús les dijo: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Inmediatamente la Escritura añade: “Entró en la barca con ellos, y amainó el viento”.

Resulta obvio que los discípulos no habían comprendido en su totalidad el verdadero significado y alcance del milagro de la multiplicación de los panes y los peces. De lo contrario, sabrían que, más que un acto de taumaturgia (capacidad para realizar prodigios), como podría hacerlo un mago, lo que ocurrió allí fue producto del Amor de Dios. Si lo hubiesen entendido, estarían inundados del Amor de Dios, estarían conscientes de la divinidad de Jesús, y no habrían sentido temor cuando lo vieron caminar sobre las aguas.

La primera lectura de hoy (1 Jn 4,11-18), en la que Juan continúa desarrollando su temática principal del Amor de Dios y de Dios-Amor, establece claramente que “quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él”, y que en el amor no puede haber temor, porque “el amor expulsa el temor”. Es decir, el amor y el temor son mutuamente excluyentes, no pueden coexistir. Y para recibir la plenitud de ese Amor, que es Dios, es necesaria la fe (Cfr. Mc 5,36: “No tengas miedo, solamente ten fe”).

¡Cuántas veces en nuestras vidas nos encontramos “remando contra la corriente”, llegando al límite de nuestra resistencia! En esos momentos, si abrimos nuestros corazones al Amor misericordioso de Dios, escucharemos una dulce voz que nos dice al oído: “Ánimo, soy yo, no tengas miedo”. Créanme, ¡se puede! Los que me conocen saben que yo he logrado enfrentar situaciones que de otro modo hubiesen sido aterradoras, con la alegría y tranquilidad que solo el saberme amado por Dios podían brindarme. Porque Jesús “entró en la barca [conmigo], y amainó el viento”.

“Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo” (Sal 23,4).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE EPIFANÍA 08-01-21

“¿Cuántos panes tenéis? Id a ver”. Cuando lo averiguaron le dijeron: “Cinco, y dos peces”.

Juan continúa dominando la primera lectura de la liturgia para este tiempo. La primera lectura de hoy (1Jn 4,7-10), que parece un trabalenguas, es tal vez el mejor resumen de toda la enseñanza de Jesús: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación para nuestros pecados”.

El amor de Dios, y la identidad del Amor con Dios es el tema principal de Juan; nunca se cansa de insistir. Pero en esta lectura va más allá; entrelaza el tema del amor con el misterio de la Encarnación, unida a la vida, muerte y resurrección de su Hijo. De ese modo el amor no se nos presenta como algo espiritual, ideal, sino como algo real, palpable, histórico, con contenido y consecuencias humanas.

“Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”, nos dice san Juan. Nuestro amor es producto del Amor de Dios, de haber “nacido de Dios”. Si permitimos que ese Amor haga morada en nosotros, no tenemos más remedio que amar; amar con un amor que participa de la naturaleza del Amor divino. Por eso amando al prójimo amamos a Dios y seguimos creciendo en el Amor. Es un círculo que no termina. Alguien ha dicho que el amor es el único don que mientras más lo repartes más te sobra.

Y eso es precisamente lo que vemos en la lectura evangélica de hoy (Mc 6,34-44), el pasaje de la “primera multiplicación de los panes”. Un milagro producto de la gratuidad del amor. Al caer la tarde los discípulos le sugieren a Jesús que despida la gente para que cada cual resuelva sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hace esperar: “Dadles vosotros de comer”. Ya anteriormente Marcos nos había dicho que Jesús se había compadecido de la gente porque andaban “como ovejas sin pastor”, lo que le motivó a “enseñarles con calma”. Tenían hambre; no hambre material, sino hambre espiritual. Jesús se la había saciado con su Palabra. Ya el rebaño tiene Pastor. El Pastor tiene que procurar alimento para su rebaño. Llegó el momento del alimento, de la fracción del pan. “Dadles vosotros de comer”.

Vemos en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.

Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su Iglesia, para que continúen pastoreando Su rebaño, y alimentándolos con el Pan de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DESPUÉS DE EPIFANÍA 11-01-20

Hoy contemplamos como primera lectura la conclusión de la primera carta del apóstol san Juan (1 Jn 5,14-21). En este pasaje Juan nos hace una invitación a la oración con la promesa de que nuestras oraciones siempre son escuchadas: “En esto está la confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido”. Es decir, si nos abandonamos a Su voluntad y nos hacemos uno con Él (entramos en “comunión” con Él), no pediremos nada que sea contrario a Su voluntad, por lo cual nuestras peticiones siempre coincidirán con Su voluntad. De ahí surge la certeza de saber “que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido”. Juan, en su estilo peculiar que yo llamo de “trabalenguas”, tiene la capacidad de concentrar en pocas palabras unas grandes y profundas verdades de fe, y el pasaje de hoy es un buen ejemplo.

Pero Juan no se detiene ahí; nos exhorta a orar por los pecadores: “Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no es de muerte, pida y Dios le dará vida”. Nos está diciendo que, lejos de condenar al pecador, oremos por Él para que la gracia se derrame sobre Él y se convierta, “porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10).

De ahí que encontramos a Jesús en compañía de pecadores, recaudadores de impuestos y prostitutas. Y cuando le critican, dice: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan” (Lc 5,31-32). Jesús acoge a los pecadores, los escucha, los consuela, y les dice: “Vete y no peques más” (Jn 8,11).

En el Evangelio de hoy (Jn 3,22-30) vemos la transición, el “pase de batón” de Juan el Bautista a Jesús. Cuando sus discípulos vienen a quejarse con él que Jesús también estaba bautizando y que aparentemente estaba logrando más adeptos que él, Juan entiende que su misión está llegando a su fin. Luego de reconocer que Jesús está actuando por designio divino, les recuerda que él mismo les había dicho: “Yo no soy el Mesías, sino que me han enviado delante de él”. Luego concluye diciendo: “Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar”. Un gesto de humildad, y de reconocimiento de que su misión estaba subordinada a la de Jesús.

La liturgia de la Iglesia nos transmite esa relación al colocar la fiesta de Juan el Bautista el 24 de junio, tres días después del equinoccio de verano (a partir del cual los días se hacen cada vez más cortos, van menguando), y la solemnidad de la Navidad el 25 de diciembre, cuatro días después del equinoccio de invierno (a partir del cual los días se hacen cada vez más largos, va creciendo el tiempo de luz). Así el “sol menguante” simboliza a Juan el Bautista, y el “sol creciente” simboliza a Cristo.

Al concluir este tiempo de Navidad, pidamos al Señor la humildad de Juan, para que nos libre del falso orgullo y estemos conscientes de que toda nuestra actividad pastoral es producto de la gracia y en función de la persona de Cristo, que es quien merece toda gloria y reconocimiento.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE EPIFANÍA 10-01-20

El apóstol san Juan continúa dominando la primera lectura de la liturgia de este tiempo de Navidad que culminará el sábado para dar paso a la Fiesta del Bautismo del Señor, que a su vez marca el inicio del Tiempo Ordinario. La lectura de hoy (1 Jn 5,5-13) comienza planteándonos una interrogante: “¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” En los escritos de Juan la palabra “mundo” describe esa actitud nuestra de pensar que somos el “ombligo del mundo”, lo que nos lleva a sucumbir ante la tentación de pretender salvarnos por nuestras propias fuerzas, sin necesitar de Dios. Juan nos recuerda que solo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios puede vencer esa tentación. Solo de esa manera podemos entregarnos a Él y saber que solo en Él y por Él obtendremos la salvación y la vida eterna.

Establecido ese hecho, pasa a fundamentar su aseveración: “Éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Porque tres son los testigos: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo”. Al hacer referencia al “agua y la sangre”, Juan está aludiendo a la obediencia de Jesús a su Padre hasta la muerte, en el gesto de amor más formidable en la historia de la humanidad. No olvidemos que Juan estuvo al pie de la cruz y fue testigo de la sangre y el agua que brotaron del costado de Cristo en el momento del sacrificio máximo. Jesús ha hecho el máximo sacrificio, y lo ha hecho por amor. “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Como ha dicho Noel Quesson: “El Corazón abierto, del que mana «el agua y la sangre» ¡es el símbolo más fuerte y expresivo del amor!”.

Juan añade un tercer “testigo” para confirmar la veracidad de su afirmación: “el Espíritu [que] es la verdad”. Así tenemos tres testigos: el Espíritu, el agua y la sangre. Debemos recordar que en los procedimientos judiciales de la época se requerían tres testigos para probar la veracidad de un hecho. Está claro; Juan no quiere dejar lugar a dudas de que lo que dice es la verdad.

Y el resultado de ese sacrificio de amor y por amor del Hijo de Dios, es hacernos acreedores a la vida eterna: “Y éste es el testimonio: Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene la vida, quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna”.

Juan nos asegura que esa “vida eterna” la podemos disfrutar desde ahora, porque si tenemos al Hijo, podemos vencer al “mundo”, y si vencemos al mundo, seremos partícipes de la plenitud de la Vida que es el Hijo.

Señor, aumenta mi fe para que pueda llegar a la plenitud de la Vida en tu Hijo, de manera que pueda disfrutar desde ahora de la vida eterna que nos tienes prometida.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DESPUÉS DE EPIFANÍA 09-01-20

“Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.

“Nosotros amamos a Dios, porque él nos amó primero”. Con esta frase comienza el pasaje de la primera carta del apóstol san Juan que nos presenta la liturgia para hoy (1 Jn 4,19-5,4). Detengámonos un momento a meditar sobre el alcance y la profundidad de esa frase. Dios nos amó primero. Esta aseveración no está condicionada. Es absoluta. Dios nos ama, nos ha amado, antes de que le correspondiéramos, y aunque no le correspondamos. No nos ama porque seamos buenos, o virtuosos, o piadosos, o llenos de amor. Nos ama tal y como somos: pecadores, egoístas, viciosos, con carácter deforme. Dios no escatima en su amor. Él ama inclusive a aquellos que no creen en Él, a aquellos que le persiguen (Jn 13,34-35).

Recuerdo haber escuchado a un sacerdote decir a un niño: “Dios ama a los niñitos que se portan bien”. Y yo me pregunté: ¿es que acaso no ama a los que no se “portan bien”? Dios nos ama primero precisamente para capacitarnos a amar, para salvarnos; para inundar nuestro corazón con su amor de manera que podamos amar a nuestros hermanos, y amándolos a ellos amarlo a Él. Una vez nos dejamos seducir por Su amor, amamos al prójimo y cumplimos los mandamientos; no por temor, sino por amor. Es la ley del amor.

Por eso el mensaje de Jesús resultaba atractivo para el pueblo, especialmente aquellos que eran marginados de la sociedad, a quienes se les consideraba inmerecedores de la gracia y el amor de Dios. Jesús, con su carisma y sabiduría, había logrado cautivar las multitudes. Nos dice el Evangelio de hoy (Lc 4,14-22) que su fama se había extendido por toda la Galilea. Podríamos decir que se encontraba en el pináculo de su popularidad como predicador. Se había convertido en lo que hoy llamaríamos un “celebrity”. En ese momento decide regresar a su pueblo de Nazaret, pero cambiado. Ya no era aquel carpintero que había salido de su pueblo hacía más de dos años. Imagino que todos estaban ávidos de escucharle.

Nos dice la escritura que Jesús entró en la sinagoga, se puso en pie para hacer la lectura, y encontró el pasaje del profeta Isaías que dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. Y al terminar de leer, a manera de homilía, dijo a los presentes: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Es el llamado “discurso programático” de Jesús, que constituye. Es la culminación de su manifestación, de aquella “epifanía” que celebramos hace apenas tres días.

Esas palabras de Jesús constituyen una proclamación del amor gratuito de Dios a toda la humanidad (incluyendo a los paganos), estableciendo su “opción preferencial” por los pobres, los cautivos, los ciegos. En ese momento queda definida la misión de Jesús, asistido por el Espíritu Santo. Y nosotros, con la ayuda del Espíritu, estamos llamados a continuar la proclamación de ese mismo Amor.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DESPUÉS DE EPIFANÍA 08-01-20

“Ánimo, soy yo, no tengan miedo”.

“Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Esa frase, pronunciada por Jesús, constituye el punto culminante del pasaje que nos brinda el Evangelio de hoy (Mc 6,45-52).

El trasfondo de la frase es el siguiente: Jesús acababa de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y había instruido a sus discípulos que se subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla mientras Él despedía la gente. Tal vez Jesús no quería que los discípulos se contagiaran con la excitación del pueblo por el milagro, o mejor dicho, por el aspecto material del milagro, ignorando el verdadero significado del mismo; la tendencia que tenemos de confundir lo temporal con lo eterno. Esto se pone de manifiesto cuando al final del pasaje de hoy el evangelista, al describir la reacción de los discípulos en la barca, nos dice: “Ellos estaban en el colmo del estupor, pues no habían comprendido lo de los panes, porque eran torpes para entender”.

Volviendo al relato, cuando la barca en que navegaban los discípulos iba a mitad de camino, siendo ya de noche, Jesús se percató que tenían un fuerte viento contrario y estaban pasando grandes trabajos para poder adelantar, así que decidió ir caminando hasta ellos sobre las aguas. Al verlo creyeron que era un fantasma, se sobresaltaron, y dieron un grito. Fue en ese momento que Jesús les dijo: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Inmediatamente la Escritura añade: “Entró en la barca con ellos, y amainó el viento”.

Resulta obvio que los discípulos no habían comprendido en tu totalidad el verdadero significado y alcance del milagro de la multiplicación de los panes. De lo contrario, sabrían que, más que un acto de taumaturgia (capacidad para realizar prodigios), como podría hacerlo un mago, lo que ocurrió allí fue producto del Amor de Dios. Si lo hubiesen entendido, estarían inundados del Amor de Dios, estarían conscientes de la divinidad de Jesús, y no habrían sentido temor cuando lo vieron caminar sobre las aguas.

La primera lectura de hoy (1 Jn 4,11-18), en la que Juan continúa desarrollando su temática principal del Amor de Dios y de Dios-Amor, establece claramente que “quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él”, y que en el amor no puede haber temor, porque “el amor expulsa el temor”. Es decir, el amor y el temor son mutuamente excluyentes, no pueden coexistir. Y para recibir la plenitud de ese Amor, que es Dios, es necesaria la fe (Cfr. Mc 5,36: “No tengas miedo, solamente ten fe”).

¡Cuántas veces en nuestras vidas nos encontramos “remando contra la corriente”, llegando al límite de nuestra resistencia! En esos momentos, si abrimos nuestros corazones al Amor misericordioso de Dios, escucharemos una dulce voz que nos dice al oído: “Ánimo, soy yo, no tengas miedo”. Créanme, ¡se puede! Yo he logrado enfrentar situaciones que de otro modo hubiesen sido aterradoras, con la alegría y tranquilidad que solo el saberme amado por Dios podían brindarme. Porque Jesús “entró en la barca [conmigo], y amainó el viento”.

“Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo” (Sal 23,4).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DESPUÉS DE EPIFANÍA 07-01-20

“Dadles vosotros de comer.”

Juan continúa dominando la primera lectura de la liturgia para este tiempo. La primera lectura de hoy (1Jn 4,7-10), que parece un trabalenguas, es tal vez el mejor resumen de toda la enseñanza de Jesús: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación para nuestros pecados”.

El amor de Dios, y la identidad del Amor con Dios, es el tema principal de Juan; nunca se cansa de insistir. Pero en esta lectura va más allá; entrelaza el tema del amor con el misterio de la Encarnación, unida a la vida, muerte y resurrección de su Hijo. De ese modo el amor no se nos presenta como algo espiritual, ideal, sino como algo real, palpable, histórico, con contenido y consecuencias humanas.

“Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”, nos dice san Juan. Nuestro amor es producto del Amor de Dios, de haber “nacido de Dios”. Si permitimos que ese Amor haga morada en nosotros, no tenemos más remedio que amar; amar con un amor que participa de la naturaleza del Amor divino. Por eso amando al prójimo amamos a Dios y seguimos creciendo en el Amor. Es un círculo que no termina. Alguien ha dicho que el amor es el único don que mientras más lo repartes más te sobra.

Y eso es precisamente lo que vemos en la lectura evangélica de hoy (Mc 6,34-44), el pasaje de la “primera multiplicación de los panes”. Un milagro producto de la gratuidad del amor. Al caer la tarde los discípulos le sugieren a Jesús que despida la gente para que cada cual resuelva sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hace esperar: “Dadles vosotros de comer”. Ya anteriormente Marcos nos había dicho que Jesús se había compadecido de la gente porque andaban “como ovejas sin pastor”, lo que le motivó a “enseñarles con calma”. Tenían hambre; no hambre material, sino hambre espiritual. Jesús se la había saciado con su Palabra. Ya el rebaño tiene Pastor. El Pastor tiene que procurar alimento para su rebaño. Llegó el momento del alimento, de la fracción del pan. “Dadles vosotros de comer”.

Vemos en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.

Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su Iglesia, para que continúen pastoreando Su rebaño, y alimentándolos con el Pan de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE EPIFANÍA 11-01-19


” y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad”.

El apóstol san Juan continúa dominando la primera lectura de la liturgia de este tiempo de Navidad que culminará mañana sábado para dar paso a la Fiesta del Bautismo del Señor, que a su vez marca el inicio del Tiempo Ordinario. La lectura de hoy (1 Jn 5,5-13) comienza planteándonos una interrogante: “¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” En los escritos de Juan la palabra “mundo” describe esa actitud nuestra de pensar que somos el “ombligo del mundo”, lo que nos lleva a sucumbir ante la tentación de pretender salvarnos por nuestras propias fuerzas, sin necesitar de Dios. Juan nos recuerda que solo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios puede vencer esa tentación. Solo de esa manera podemos entregarnos a Él y saber que solo en Él y por Él obtendremos la salvación y la vida eterna.

Establecido ese hecho, pasa a fundamentar su aseveración: “Éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Porque tres son los testigos: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo”. Al hacer referencia al “agua y la sangre”, Juan está aludiendo a la obediencia de Jesús a su Padre hasta la muerte, en el gesto de amor más formidable en la historia de la humanidad. No olvidemos que Juan estuvo al pie de la cruz y fue testigo de la sangre y el agua que brotaron del costado de Cristo en el momento del sacrificio máximo. Jesús ha hecho el máximo sacrificio, y lo ha hecho por amor. “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Como ha dicho Noel Quesson: “El Corazón abierto, del que mana «el agua y la sangre» ¡es el símbolo más fuerte y expresivo del amor!”.

Juan añade un tercer “testigo” para confirmar la veracidad de su afirmación: “el Espíritu [que] es la verdad”. Así tenemos tres testigos: el Espíritu, el agua y la sangre. Debemos recordar que en los procedimientos judiciales de la época se requerían tres testigos para probar la veracidad de un hecho. Está claro; Juan no quiere dejar lugar a dudas de que lo que dice es la verdad.

Y el resultado de ese sacrificio de amor y por amor del Hijo de Dios, es hacernos acreedores a la vida eterna: “Y éste es el testimonio: Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene la vida, quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna”.

Juan nos asegura que esa “vida eterna” la podemos disfrutar desde ahora, porque si tenemos al Hijo, podemos vencer al “mundo”, y si vencemos al mundo, seremos partícipes de la plenitud de la Vida que es el Hijo.

Señor, aumenta mi fe para que pueda llegar a la plenitud de la Vida en tu Hijo, de manera que pueda disfrutar desde ahora de la vida eterna que nos tienes prometida.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DESPUÉS DE EPIFANÍA 10-01-19

“Nosotros amamos a Dios, porque él nos amó primero”. Con esta frase comienza el pasaje de la primera carta del apóstol san Juan que nos presenta la liturgia para hoy (1 Jn 4,19-5,4). Detengámonos un momento a meditar sobre el alcance y la profundidad de esa frase. Dios nos amó primero. Esta aseveración no está condicionada. Es absoluta. Dios nos ama, nos ha amado, antes de que le correspondiéramos, y aunque no le correspondamos. No nos ama porque seamos buenos, o virtuosos, o piadosos, o llenos de amor. Nos ama tal y como somos: pecadores, egoístas, viciosos, con carácter deforme. Dios no escatima en su amor. Él ama inclusive a aquellos que no creen en Él, a aquellos que le persiguen (Jn 13,34-35).

Recuerdo haber escuchado a un sacerdote decir a un niño: “Dios ama a los niñitos que se portan bien”. Y yo me pregunté: ¿es que acaso no ama a los que no se “portan bien”? Dios nos ama primero precisamente para capacitarnos a amar, para salvarnos; para inundar nuestro corazón con su amor de manera que podamos amar a nuestros hermanos, y amándolos a ellos amarlo a Él. Una vez nos dejamos seducir por Su amor, amamos al prójimo y cumplimos los mandamientos; no por temor, sino por amor. Es la ley del amor.

Por eso el mensaje de Jesús resultaba atractivo para el pueblo, especialmente aquellos que eran marginados de la sociedad, a quienes se les consideraba inmerecedores de la gracia y el amor de Dios. Jesús, con su carisma y sabiduría, había logrado cautivar las multitudes. Nos dice el Evangelio de hoy (Lc 4,14-22) que su fama se había extendido por toda la Galilea. Podríamos decir que se encontraba en el pináculo de su popularidad como predicador. Se había convertido en lo que hoy llamaríamos un “celebrity”. En ese momento decide regresar a su pueblo de Nazaret, pero cambiado. Ya no era aquel carpintero que había salido de su pueblo hacía más de dos años. Imagino que todos estaban ávidos de escucharle.

Nos dice la escritura que Jesús entró en la sinagoga, se puso en pie para hacer la lectura, y encontró el pasaje del profeta Isaías que dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. Y al terminar de leer, a manera de homilía, dijo a los presentes: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Es el llamado “discurso programático” de Jesús, que constituye. Es la culminación de su manifestación, de aquella “epifanía” que celebramos hace apenas cuatro días.

Esas palabras de Jesús constituyen una proclamación del amor gratuito de Dios a toda la humanidad (incluyendo a los paganos), estableciendo su “opción preferencial” por los pobres, los cautivos, los ciegos. En ese momento queda definida la misión de Jesús, asistido por el Espíritu Santo. Y nosotros, con la ayuda del Espíritu, estamos llamados a continuar la proclamación de ese mismo Amor.