REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 29-11-22

La primera lectura de hoy (Is 11,1-10) nos anuncia que “brotará un renuevo del tronco de Jesé”.

El profeta Isaías continúa dominando la liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. La primera lectura de hoy (Is 11,1-10) nos anuncia que “brotará un renuevo del tronco de Jesé” (es decir, del linaje de David). Para el pueblo de Israel esta imagen del tronco seco (a diferencia del árbol floreciente), representa la desgracia. Pero Isaías nos brinda un mensaje de esperanza: “de su raíz florecerá un vástago”. Un retoño que sale de un árbol seco, esperanza de nueva vida; un vástago floreciente, símbolo de felicidad.

Isaías describe al Mesías como una persona fascinante, alguien que despierta interés, expectativa (Adviento). Lo primero que dice es que “Sobre él se posará el espíritu del Señor”. Jesús echará mano de esa profecía y se la aplicará a sí mismo al pronunciar su “discurso programático” en la sinagoga de Cafarnaúm: “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18).

Ese Mesías esperado será más grande que David, y mostrará preferencia por los pobres, los sencillos los humildes: “juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados” (Cfr. Bienaventuranzas). Será el faro hacia el cual alzarán la vista todos los pueblos, según leíamos en la lectura de ayer, y que hoy Isaías nos plantea de otro modo: “Aquel día, la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: la buscarán los gentiles, y será gloriosa su morada”. Así se dará cumplimiento también a la promesa de Yahvé a Abraham: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn 12,3).

El profeta nos describe esos tiempos mesiánicos como tiempos de paz, justicia, armonía: “Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente”. Tiempos de paz y alegría desbordante.

Esa alegría la vemos reflejada en la lectura evangélica de hoy (Lc 10,21-24), que nos describe a Jesús como “lleno de la alegría del Espíritu Santo”, cuando exclamó: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla”. De nuevo la opción preferencial de Jesús por la gente sencilla, como los pastores a quienes se les reveló antes que a nadie el nacimiento del Mesías. Jesús nos está enseñando que para llegar a Él, para entrar en el Reino, tenemos que hacernos sencillos, como niños (Mt 18,3-4), reconocer nuestras debilidades, nuestra incapacidad de llegar a Él por nuestros propios méritos. Como decía santa Teresa de Ávila: “Teresa sola es una pobre mujer; Teresa con Dios, una potencia”.

Señor, durante este tiempo de Adviento, concédeme la sencillez de un niño, para poder recibirte en mi corazón con la misma humildad y alegría que te recibieron los pastores.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 31-08-22

“Él, de pie a su lado, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose en seguida, se puso a servirles”.

El pasaje evangélico que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 4,38-44), la curación de la suegra de Pedro, aparenta ser uno sencillo, envuelto en la cotidianidad. Jesús ha salido de la sinagoga y va a casa de su amigo Pedro. Es un tramo corto; Pedro vive cerca de la sinagoga. De hecho, los que han estado en Cafarnaún saben que la casa de Pedro se ve desde la sinagoga. La suegra de Pedro está enferma, con fiebre muy alta. Nos dice la escritura que Jesús “increpó a la fiebre” y esta se curó. Se riega la voz. Comienzan a traerle enfermos y Él los cura a todos; y hasta echa demonios. Nos hallamos en el último año de la vida pública de Jesús.

Esta escena nos muestra cómo va haciéndose realidad el “año de gracia del Señor” que Jesús había anunciado poco antes en el “discurso programático” pronunciado en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,19). Jesús sigue manifestando su poder, hasta los demonios saben que Él es el Mesías: “Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías”.

Tres cosas queremos resaltar de este pasaje.

En primer lugar, vemos cómo tan pronto Jesús curó a la suegra de Simón, ella “levantándose enseguida, se puso a servirles”. Jesús nos llama a servir de la misma manera que Él lo hace. Su vida terrenal se desarrolló en un ambiente de servicio amoroso al prójimo. Él nos llama a todos. Si hemos de seguir sus pasos tenemos que poner nuestros carismas al servicio de los demás, compartir las gracias que Él nos ha prodigado. Y no se trata de hacerlo “mañana”. No; hemos de hacerlo con la misma prontitud que Él lo hace. Tenemos que estar prestos a servir cuando se nos necesita, no “cuando tengamos tiempo”. Esa es la característica distintiva del verdadero discípulo de Jesús.

Otro detalle que cabe resaltar es cómo Jesús curaba los enfermos “poniendo las manos sobre cada uno”. Él pudo haberlos curados a todos con su mera presencia, o con el poder de su Palabra a todos en grupo; pero optó por hacerlo de manera personal. Nos está demostrando que para Él todos y cada uno de nosotros es importante, único, especial; que nos ama individualmente, que quiere tener una relación personal con cada cual; que no somos “uno más”.

Finalmente, vemos cómo la gente “querían retenerlo para que no se les fuese”; a lo que Jesús les dijo: “También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado”. A veces estamos tan “enamorados” de Jesús que queremos acapararlo, apropiarnos de Él. Nos tornamos egoístas. O peor aún, pretendemos aprovecharle, monopolizarle. Olvidamos que Él vino para todos. Lo mismo aplica a su Palabra. Si pretendemos retener el Evangelio para nosotros lo desvirtuamos. Jesús es la “Buena Noticia”, y si no la compartimos deja de serlo.

En este día que comienza, pidamos al Señor que abra nuestros corazones para recibir el poder sanador de Jesús, producto de su amor, y nos conceda el don de la generosidad para compartirlo con todos, especialmente mediante el servicio a Él y a los demás, como lo hizo la suegra de Simón Pedro; como lo hizo santa Rosa de Lima, cuya Fiesta celebramos ayer.

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DEL T.O. (C) 23-01-22

Al finalizar la lectura, Jesús enrolló el libro, lo devolvió al que le ayudaba, y dijo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.

El Evangelio que la liturgia propone para hoy (Lc 1,1-4; 4,14-21) contiene el pasaje del llamado “discurso programático” de Jesús, recogido en la lectura del libro de Isaías que Jesús leyó en la sinagoga de Nazaret, donde se había criado.

Al finalizar la lectura, Jesús enrolló el libro, lo devolvió al que le ayudaba, y dijo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Es en este momento que queda definida la misión de Jesús, asistido por el Espíritu Santo. Nos encontramos en el inicio de esa misión que culminará con su Misterio Pascual (pasión, muerte y resurrección). Pero antes de ascender en gloria a los cielos, nos encomendó a nosotros, la Iglesia, la tarea de continuar su misión: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15).

Y a cada uno de nosotros corresponde una tarea distinta en esa evangelización. Sobre eso nos habla san Pablo en la segunda lectura de hoy (1 Cor 12,12-30). En esta carta san Pablo nos presenta a la Iglesia como cuerpo de Cristo: “Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo…. El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo… Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo… Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro. Y Dios os ha distribuido en la Iglesia…”

El éxito de la misión evangelizadora de la Iglesia depende de cada uno de sus miembros, pues de lo contrario quedaría coja, o muda, o tuerta, o manca. Una diversidad de carismas (Cfr. 1 Co 12,11) puestas al servicio de un fin común: cumplir el mandato de ir por todo el mundo a proclamar la Buena Nueva a toda la creación.

Aunque en una época se pensaba en esos carismas del Espíritu como don extraordinario, casi milagroso, concedido de manera excepcional a unos “escogidos”, el Concilio Vaticano II dejó claramente establecido que “el mismo Espíritu Santo, no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que ‘distribuyendo sus dones a cada uno según quiere’ (1 Co 12, 11), reparte entre toda clase de fieles, gracias incluso especiales, con las que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y más amplia y provechosa edificación de la Iglesia” (Lumen Gentium 12). Eso nos incluye a ti y a mí. ¡Atrévete!

En este día del Señor, pidámosle que nos permita reconocer los dones que el Espíritu ha derramado sobre nosotros, y nos conceda la gracia de ponerlos al servicio de su cuerpo, que es la Iglesia, para continuar Su misión evangelizadora.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 01-09-21

“Él, de pie a su lado, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose en seguida, se puso a servirles”.

El pasaje evangélico que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 4,38-44), la curación de la suegra de Pedro, aparenta ser uno sencillo, envuelto en la cotidianidad. Jesús ha salido de la sinagoga y va a casa de su amigo Pedro. Es un tramo corto; Pedro vive cerca de la sinagoga. De hecho, los que han estado en Cafarnaún saben que la casa de Pedro se ve desde la sinagoga. La suegra de Pedro está enferma, con fiebre muy alta. Nos dice la escritura que Jesús “increpó a la fiebre” y esta se curó. Se riega la voz. Comienzan a traerle enfermos y Él los cura a todos; y hasta echa demonios. Nos hallamos en el último año de la vida pública de Jesús.

Esta escena nos muestra cómo va haciéndose realidad el “año de gracia del Señor” que Jesús había anunciado poco antes en el “discurso programático” pronunciado en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,19). Jesús sigue manifestando su poder, hasta los demonios saben que Él es el Mesías: “Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías”.

Tres cosas queremos resaltar de este pasaje.

En primer lugar, vemos cómo tan pronto Jesús curó a la suegra de Simón, ella “levantándose enseguida, se puso a servirles”. Jesús nos llama a servir de la misma manera que Él lo hace. Su vida terrenal se desarrolló en un ambiente de servicio amoroso al prójimo. Él nos llama a todos. Si hemos de seguir sus pasos tenemos que poner nuestros carismas al servicio de los demás, compartir las gracias que Él nos ha prodigado. Y no se trata de hacerlo “mañana”. No; hemos de hacerlo con la misma prontitud que Él lo hace. Tenemos que estar prestos a servir cuando se nos necesita, no “cuando tengamos tiempo”. Esa es la característica distintiva del verdadero discípulo de Jesús.

Otro detalle que cabe resaltar es cómo Jesús curaba los enfermos “poniendo las manos sobre cada uno”. Él pudo haberlos curados a todos con su mera presencia, o con el poder de su Palabra a todos en grupo; pero optó por hacerlo de manera personal. Nos está demostrando que para Él todos y cada uno de nosotros es importante, único, especial; que nos ama individualmente, que quiere tener una relación personal con cada cual; que no somos “uno más”.

Finalmente, vemos cómo la gente “querían retenerlo para que no se les fuese”; a lo que Jesús les dijo: “También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado”. A veces estamos tan “enamorados” de Jesús que queremos acapararlo, apropiarnos de Él. Nos tornamos egoístas. O peor aún, pretendemos aprovecharle, monopolizarle. Olvidamos que Él vino para todos. Lo mismo aplica a su Palabra. Si pretendemos retener el Evangelio para nosotros lo desvirtuamos. Jesús es la “Buena Noticia”, y si no la compartimos deja de serlo.

En este día que comienza, pidamos al Señor que abra nuestros corazones para recibir el poder sanador de Jesús, producto de su amor, y nos conceda el don de la generosidad para compartirlo con todos, especialmente mediante el servicio a Él y a los demás, como lo hizo la suegra de Simón Pedro.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 01-12-20


“Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé”…

El profeta Isaías continúa dominando la liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. La primera lectura de hoy (Is 11,1-10) nos anuncia que “brotará un renuevo del tronco de Jesé” (es decir, del linaje de David). Para el pueblo de Israel esta imagen del tronco seco (a diferencia del árbol floreciente), representa la desgracia. Pero Isaías nos brinda un mensaje de esperanza: “de su raíz florecerá un vástago”. Un retoño que sale de un árbol seco, esperanza de nueva vida; un vástago floreciente, símbolo de felicidad.

Isaías describe al Mesías como una persona fascinante, alguien que despierta interés, expectativa (Adviento). Lo primero que dice es que “Sobre él se posará el espíritu del Señor”. Jesús echará mano de esa profecía y se la aplicará a sí mismo al pronunciar su “discurso programático” en la sinagoga de Cafarnaúm: “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18).

Ese Mesías esperado será más grande que David, y mostrará preferencia por los pobres, los sencillos los humildes: “juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados” (Cfr. Bienaventuranzas). Será el faro hacia el cual alzarán la vista todos los pueblos, según leíamos en la lectura de ayer, y que hoy Isaías nos plantea de otro modo: “Aquel día, la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: la buscarán los gentiles, y será gloriosa su morada”. Así se dará cumplimiento también a la promesa de Yahvé a Abraham: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn 12,3).

El profeta nos describe esos tiempos mesiánicos como tiempos de paz, justicia, armonía: “Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente”. Tiempos de alegría desbordante.

Esa alegría la vemos reflejada en la lectura evangélica de hoy (Lc 10,21-24), que nos describe a Jesús como “lleno de la alegría del Espíritu Santo”, cuando exclamó: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla”. De nuevo la opción preferencial de Jesús por la gente sencilla, como los pastores a quienes se les reveló antes que a nadie el nacimiento del Mesías. Jesús nos está enseñando que para llegar a Él, para entrar en el Reino, tenemos que hacernos sencillos, como niños (Mt 18,3-4), reconocer nuestras debilidades, nuestra incapacidad de llegar a Él por nuestros propios méritos. Como decía santa Teresa de Ávila: “Teresa sola es una pobre mujer; Teresa con Dios, una potencia”.

Señor, durante este tiempo de Adviento, concédeme la sencillez de un niño, para poder recibirte en mi corazón con la misma humildad y alegría que te recibieron los pastores.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 02-09-20

“La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le pidieron que hiciera algo por ella. Él, de pie a su lado, increpó a la fiebre, y se le pasó”.

El pasaje evangélico que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 4,38-44), la curación de la suegra de Pedro, aparenta ser uno sencillo, envuelto en la cotidianidad. Jesús ha salido de la sinagoga y va a casa de su amigo Pedro. Es un tramo corto; Pedro vive cerca de la sinagoga. De hecho, los que han estado en Cafarnaún saben que la casa de Pedro se ve desde la sinagoga. La suegra de Pedro está enferma, con fiebre muy alta. Nos dice la escritura que Jesús “increpó a la fiebre” y esta se curó. Se riega la voz. Comienzan a traerle enfermos y Él los cura a todos; y hasta echa demonios. Nos hallamos en el último año de la vida pública de Jesús.

Esta escena nos muestra cómo va haciéndose realidad el “año de gracia del Señor” que Jesús había anunciado poco antes en el “discurso programático” pronunciado en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,19). Jesús sigue manifestando su poder, hasta los demonios saben que Él es el Mesías: “Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías”.

Tres cosas debemos resaltar de este pasaje.

En primer lugar, vemos cómo tan pronto Jesús curó a la suegra de Simón, ella “levantándose enseguida, se puso a servirles”. Jesús nos llama a servir de la misma manera que Él lo hace. Su vida terrenal se desarrolló en un ambiente de servicio amoroso al prójimo. Él nos llama a todos. Si hemos de seguir sus pasos tenemos que poner nuestros carismas al servicio de los demás, compartir las gracias que Él nos ha prodigado. Y no se trata de hacerlo “mañana”. No; hemos de hacerlo con la misma prontitud que Él lo hace. Tenemos que estar prestos a servir cuando se nos necesita, no “cuando tengamos tiempo”. Esa es la característica distintiva del verdadero discípulo de Jesús.

Otro detalle que cabe resaltar es cómo Jesús curaba los enfermos “poniendo las manos sobre cada uno”. Él pudo haberlos curados a todos con su mera presencia, o con el poder de su Palabra a todos en grupo; pero optó por hacerlo de manera personal. Nos está demostrando que para Él todos y cada uno de nosotros es importante, único, especial; que nos ama individualmente, que quiere tener una relación personal con cada cual; que no somos “uno más”.

Finalmente, vemos cómo la gente “querían retenerlo para que no se les fuese”; a lo que Jesús les dijo: “También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado”. A veces estamos tan “enamorados” de Jesús que queremos acapararlo, apropiarnos de Él. Nos tornamos egoístas. O peor aún, pretendemos aprovecharle, monopolizarle. Olvidamos que Él vino para todos. Lo mismo aplica a su Palabra. Si pretendemos retener el Evangelio para nosotros lo desvirtuamos. Jesús es la “Buena Noticia”, y si no la compartimos deja de serlo.

En este día que comienza, pidamos al Señor que abra nuestros corazones para recibir el poder sanador de Jesús, producto de su amor, y nos conceda el don de la generosidad para compartirlo con todos, especialmente mediante el servicio a Él y a los demás, como lo hizo la suegra de Simón Pedro.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DESPUÉS DE EPIFANÍA 09-01-20

“Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.

“Nosotros amamos a Dios, porque él nos amó primero”. Con esta frase comienza el pasaje de la primera carta del apóstol san Juan que nos presenta la liturgia para hoy (1 Jn 4,19-5,4). Detengámonos un momento a meditar sobre el alcance y la profundidad de esa frase. Dios nos amó primero. Esta aseveración no está condicionada. Es absoluta. Dios nos ama, nos ha amado, antes de que le correspondiéramos, y aunque no le correspondamos. No nos ama porque seamos buenos, o virtuosos, o piadosos, o llenos de amor. Nos ama tal y como somos: pecadores, egoístas, viciosos, con carácter deforme. Dios no escatima en su amor. Él ama inclusive a aquellos que no creen en Él, a aquellos que le persiguen (Jn 13,34-35).

Recuerdo haber escuchado a un sacerdote decir a un niño: “Dios ama a los niñitos que se portan bien”. Y yo me pregunté: ¿es que acaso no ama a los que no se “portan bien”? Dios nos ama primero precisamente para capacitarnos a amar, para salvarnos; para inundar nuestro corazón con su amor de manera que podamos amar a nuestros hermanos, y amándolos a ellos amarlo a Él. Una vez nos dejamos seducir por Su amor, amamos al prójimo y cumplimos los mandamientos; no por temor, sino por amor. Es la ley del amor.

Por eso el mensaje de Jesús resultaba atractivo para el pueblo, especialmente aquellos que eran marginados de la sociedad, a quienes se les consideraba inmerecedores de la gracia y el amor de Dios. Jesús, con su carisma y sabiduría, había logrado cautivar las multitudes. Nos dice el Evangelio de hoy (Lc 4,14-22) que su fama se había extendido por toda la Galilea. Podríamos decir que se encontraba en el pináculo de su popularidad como predicador. Se había convertido en lo que hoy llamaríamos un “celebrity”. En ese momento decide regresar a su pueblo de Nazaret, pero cambiado. Ya no era aquel carpintero que había salido de su pueblo hacía más de dos años. Imagino que todos estaban ávidos de escucharle.

Nos dice la escritura que Jesús entró en la sinagoga, se puso en pie para hacer la lectura, y encontró el pasaje del profeta Isaías que dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. Y al terminar de leer, a manera de homilía, dijo a los presentes: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Es el llamado “discurso programático” de Jesús, que constituye. Es la culminación de su manifestación, de aquella “epifanía” que celebramos hace apenas tres días.

Esas palabras de Jesús constituyen una proclamación del amor gratuito de Dios a toda la humanidad (incluyendo a los paganos), estableciendo su “opción preferencial” por los pobres, los cautivos, los ciegos. En ese momento queda definida la misión de Jesús, asistido por el Espíritu Santo. Y nosotros, con la ayuda del Espíritu, estamos llamados a continuar la proclamación de ese mismo Amor.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 03-12-19

“Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago”.

El profeta Isaías continúa dominando la liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. La primera lectura de hoy (Is 11,1-10) nos anuncia que “brotará un renuevo del tronco de Jesé” (es decir, del linaje de David). Para el pueblo de Israel esta imagen del tronco seco (a diferencia del árbol floreciente), representa la desgracia. Pero Isaías nos brinda un mensaje de esperanza: “de su raíz florecerá un vástago”. Un retoño que sale de un árbol seco, esperanza de nueva vida; un vástago floreciente, símbolo de felicidad.

Isaías describe al Mesías como una persona fascinante, alguien que despierta interés, expectativa (Adviento). Lo primero que dice es que “Sobre él se posará el espíritu del Señor”. Jesús echará mano de esa profecía y se la aplicará a sí mismo al pronunciar su “discurso programático” en la sinagoga de Cafarnaúm: “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18).

Ese Mesías esperado será más grande que David, y mostrará preferencia por los pobres, los sencillos los humildes: “juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados” (Cfr. Bienaventuranzas). Será el faro hacia el cual alzarán la vista todos los pueblos, según leíamos en la lectura de ayer, y que hoy Isaías nos plantea de otro modo: “Aquel día, la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: la buscarán los gentiles, y será gloriosa su morada”. Así se dará cumplimiento también a la promesa de Yahvé a Abraham: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn 12,3).

El profeta nos describe esos tiempos mesiánicos como tiempos de paz, justicia, armonía: “Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente”. Tiempos de alegría desbordante.

Esa alegría la vemos reflejada en la lectura evangélica de hoy (Lc 10,21-24), que nos describe a Jesús como “lleno de la alegría del Espíritu Santo”, cuando exclamó: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla”. De nuevo la opción preferencial de Jesús por la gente sencilla, como los pastores a quienes se les reveló antes que a nadie el nacimiento del Mesías. Jesús nos está enseñando que para llegar a Él, para entrar en el Reino, tenemos que hacernos sencillos, como niños (Mt 18,3-4), reconocer nuestras debilidades, nuestra incapacidad de llegar a Él por nuestros propios méritos. Como decía santa Teresa de Ávila: “Teresa sola es una pobre mujer; Teresa con Dios, una potencia”.

Señor, durante este tiempo de Adviento, concédeme la sencillez de un niño, para poder recibirte en mi corazón con la misma humildad y alegría que te recibieron los pastores.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 04-09-19

“…y él, poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando”.

El pasaje evangélico que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 4,38-44), la curación de la suegra de Pedro, aparenta ser uno sencillo, envuelto en la cotidianidad. Jesús ha salido de la sinagoga y va a casa de su amigo Pedro. Es un tramo corto; Pedro vive cerca de la sinagoga. De hecho, la casa de Pedro se ve desde la sinagoga. La suegra de Pedro está enferma, con fiebre muy alta. Nos dice la escritura que Jesús “increpó a la fiebre” y esta se curó. Se riega la voz. Comienzan a traerle enfermos y Él los cura a todos; y hasta echa demonios. Nos hallamos en el último año de la vida pública de Jesús.

Esta escena nos muestra cómo va haciéndose realidad el “año de gracia del Señor” que Jesús había anunciado poco antes en el “discurso programático” pronunciado en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,19). Jesús sigue manifestando su poder, hasta los demonios saben que Él es el Mesías: “Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías”.

Tres cosas queremos resaltar de este pasaje.

En primer lugar, vemos cómo tan pronto Jesús curó a la suegra de Simón, ella “levantándose enseguida, se puso a servirles”. Jesús nos llama a servir de la misma manera que Él lo hace. Su vida terrenal se desarrolló en un ambiente de servicio amoroso al prójimo. Él nos llama a todos. Si hemos de seguir sus pasos tenemos que poner nuestros carismas al servicio de los demás, compartir las gracias que Él nos ha prodigado. Y no se trata de hacerlo “mañana”. No; hemos de hacerlo con la misma prontitud que Él lo hace. Tenemos que estar prestos a servir cuando se nos necesita, no “cuando tengamos tiempo”. Esa es la característica distintiva del verdadero discípulo de Jesús.

Otro detalle que cabe resaltar es cómo Jesús curaba los enfermos “poniendo las manos sobre cada uno”. Él pudo haberlos curados a todos con su mera presencia, o con el poder de su Palabra a todos en grupo. Pero optó por hacerlo de manera personal. Nos está demostrando que para Él todos y cada uno de nosotros es importante, único, especial; que nos ama individualmente, que quiere tener una relación personal con cada cual; que no somos “uno más”.

Finalmente, vemos cómo la gente “querían retenerlo para que no se les fuese”; a lo que Jesús les dijo: “También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado”. A veces estamos tan “enamorados” de Jesús que queremos acapararlo, apropiarnos de Él. Nos tornamos egoístas. O peor aún, pretendemos aprovecharle, monopolizarle. Olvidamos que Él vino para todos. Lo mismo aplica a su Palabra. Si pretendemos retener el Evangelio para nosotros lo desvirtuamos. Jesús es la “Buena Noticia”, y si no la compartimos deja de serlo.

En este día que comienza, pidamos al Señor que abra nuestros corazones para recibir el poder sanador de Jesús, producto de su amor, y nos conceda el don de la generosidad para compartirlo con todos, especialmente mediante el servicio a Él y a los demás, como lo hizo la suegra de Simón Pedro.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 02-09-19

La primera lectura que nos propone la liturgia para hoy (1 Tes 4, 13-18), nos plantea uno de los temas centrales de la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses: la suerte de aquellos que murieron antes de la venida del Señor. San Pablo nos plantea que todo el que participe en la muerte y resurrección de Jesús, esté muerto o esté vivo, se salvará. “Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo, a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él”. El otro tema de esa primera carta a los Tesalonicenses es el tiempo y las circunstancias de la parusía (la segunda venida de Cristo), que se plantea en el capítulo cinco.

Esas eran las dos grandes preocupaciones aquellos primeros cristianos de Tesalónica. Y aunque en esta primera carta san Pablo le imprime un carácter de inminencia a la parusía para inculcar la vigilancia, ello crea impaciencia en el pueblo. Por eso en la segunda insistirá en la “lejanía” para calmar esa impaciencia.

Después de haber estado leyendo a Marcos y Mateo, hoy abordamos el Evangelio según san Lucas, que nos acompañará hasta noviembre. El pasaje de hoy (Lc 4, 16-30), nos presenta a Jesús regresando a su pueblo. La fama de Jesús se había extendido por toda la Galilea. Podríamos decir que se encontraba en el pináculo de su popularidad como predicador. Se había convertido en lo que hoy llamaríamos un celebrity. En ese momento decide regresar a Nazaret, pero cambiado. Ya no era aquel carpintero que salió de su pueblo hacía más de dos años. Imagino que todos estaban ávidos de escucharle.

Nos dice la escritura que Jesús entró en la sinagoga, se puso en pie para hacer la lectura, y encontró el pasaje del profeta Isaías que dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. Y al terminar de leer, a manera de homilía, dijo a los presentes: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Este pasaje se conoce como el “discurso programático” de Jesús, porque constituye una “epifanía”, una manifestación de su persona.

Esas palabras de Jesús constituyen una proclamación del amor gratuito de Dios a toda la humanidad (incluyendo a los paganos), estableciendo su “opción preferencial” por los pobres, los cautivos, los ciegos. En este momento queda definida la misión de Jesús, asistido por el Espíritu Santo. Y nosotros, con la ayuda del Espíritu, estamos llamados a continuar la proclamación de ese mismo Amor.

Aunque de primera instancia vemos cómo “todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios”, cuando Jesús continuó hablando y les enfrentó con su falta de fe en comparación con lo que había encontrado en otros lugares, esos mismos se enfurecieron e intentaron acabar con Él. ¿Nos enfurecemos nosotros también cuando la Palabra nos enfrenta a nuestras faltas y debilidades, o tenemos la capacidad de admitir nuestra debilidad y dejarnos arropar por Su amor?

Que pasen una hermosa semana…