En el relato evangélico que contemplábamos
ayer, habíamos dejado a Jesús embarcándose y zarpando “a la otra orilla”, luego
de haber reprendido la falta de fe de los fariseos, quienes le habían pedido
“un signo del cielo”. El pasaje de hoy (Mc 8,14-21) retoma la narración cuando
ya están en la barca y nos presenta una conversación aparentemente trivial y
cotidiana entre los apóstoles, en la que se quejaban porque se les había
olvidado traer suficiente pan para la travesía (“no tenían más que un pan en la
barca”).
Jesús, todavía pensando en el encuentro que
acababa de tener con los fariseos, escucha la queja de los discípulos y les
dice: “Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes”. Una
vez más encontramos a Jesús criticando al poder ideológico-religioso y político
de su tiempo (eso le costará la vida). En esos tiempos la “levadura” era
considerada generalmente (excepto cuando se utiliza en las parábolas del Reino)
como fuente de impureza y de corrupción (1 Co 5,6.8; Ga 5,9). Al utilizar este
término dentro del contexto del pan (los judíos consumían panes ázimos
especialmente en la fiesta de la Pascua y Ázimos), Jesús alude a la corrupción
del pan-doctrina, por un lado con la “levadura” de los fariseos quienes
esperaban y predicaban para el pueblo de Israel un Mesías poderoso, un líder
militar, y por otro lado de Herodes, un rey que había llegado al poder de forma
ilegítima.
Tras enfrentar a los fariseos, Jesús tiene que
enfrentar también la incomprensión de los suyos, quienes no entendieron lo que quería
decirles, y comentaron entre sí: “Lo dice porque no tenemos pan”. Estaba claro
que los discípulos no acababan de entender a Jesús. Y una vez más les reprende:
“¿Por qué comentáis que no tenéis pan? ¿No acabáis de entender? ¿Tan torpes sois?
¿Para qué os sirven los ojos si no veis, y los oídos si no oís?”.
Jesús tenía razón para estar molesto. Los
discípulos habían escuchado su Palabra y habían dejado todo para seguirle,
habían sido testigos de su poder para echar demonios, curar toda clase de
dolencias y enfermedades, lo habían visto caminar sobre las aguas y, además,
habían sido testigos de dos multiplicaciones de panes. Es decir, habían sido
testigos de la misericordia y providencia divinas en la persona de Jesús, ¡y se
quejaban porque solo tenían un pedazo de pan para la travesía! Ellos mismos
habían tenido la experiencia de salir a predicar tan solo con lo que llevaban
puesto, y el Señor siempre les había provisto lo necesario (Mc 6,6b-13). Trato
de imaginar la frustración de Jesús: “¿Y no acabáis de entender?”.
¿Cuántas veces nosotros nos “ahogamos en un
vaso de agua”, preocupados y contrariados por las dificultades y carestías
periódicas que enfrentamos, y permitimos que nuestras almas se corrompan con la
“levadura” de la falta de confianza en la palabra de Dios y su Providencia
Divina? Se nos olvida que al igual que las aves del cielo, que no siembran, ni
cosechan, ni recogen en graneros, nuestro Padre que está en los cielos siempre
nos provee (Cfr. Mt 6,26).
Hoy celebramos la memoria del beato fra Angelico, O.P., santo patrono de los pintores. Aquí unos datos biográficos sobre este hermano dominico.
La vida de fray Angélico, nacido en torno al año 1400 cerca de Vicchio, en Mugello (Toscana italiana), se desenvuelve en dos ambientes distintos y complementarios: el conventual y el artístico. Resumimos brevemente ambos, encuadrándolos dentro de un marco histórico-biográfico.
Carecemos de documentación sobre sus primeros años y su entorno familiar, y son escasas las noticias que pueden ofrecerse de su primera formación humana, religiosa y artística. En torno a 1417 se adiestra en talleres de Florencia como miniaturista y pintor, y se incorpora como un miembro más a la «Compañía de San Nicolás» en la Iglesia del Carmen.
Atraído por la predicación del beato Juan Dominici, ingresa en 1420 —junto con su hermano Benedetto— en la Orden dominicana, en el nuevo convento de Santo Domingo, Fiésole, en la periferia de Florencia. Se somete a la vida de observancia regular en ese convento reformado por el beato Dominici, que enarbola el humanismo cristiano frente a la cultura paganizante del renacimiento florentino. Al ser recibido a la profesión religiosa, Guido cambia su nombre por el de Fra Giovanni di san Domenico, e inicia su carrera sacerdotal. Alterna la vida de observancia regular y de estudio con su innata vocación artística, y crea el taller y estudio de arte. Durante este período fiesolano (1425-1438) pinta las tablas de la «Anunciación» (Museo del Prado) y la «Coronación» (Museo de Louvre) para los altares laterales de la iglesia del convento; minia, junto con su hermano Benedetto, los Libros Corales (Museo de San Marcos); recibe ofertas para pintar tablas destinadas a organismos e iglesias florentinas y a la iglesia-convento de santo Domingo de Cortona.
Se incorpora a la nueva comunidad dominicana de San Marcos de Florencia. Su prior y maestro es San Antonino de Florencia, insigne moralista y profesor, cuya Suma de Moral le brinda el marco doctrinal (junto a la Suma de Santo Tomás) de su magisterio teológico-artístico. En este segundo período florentino (hasta 1445) sus obras se multiplican; es el más fecundo. Lleva a cabo la ejecución de los célebres frescos del «Claustro», «Sala Capitular», «Pasillos» y «Celdas» de San Marcos, alternando el oficio de pintor con el de administrador del convento.
Comienza su período artístico en Roma en 1445. El Papa Eugenio IV lo llama para que se haga cargo de la decoración muralista de la Capilla, hoy desaparecida, del Smo. Sacramento en la basílica de San Pedro. Es la fecha en que, vacante la sede de Florencia, le proponen nombrarle arzobispo, cargo que declina a favor de su prior San Antonino. Interrumpe su estancia en Roma y comienza en verano los frescos que decoran la «Capilla de San Brizio» en la catedral de Orvieto (1447). Y después vuelve a continuar los frescos del estudio del Papa Nicolás V, conocido por «Capilla Nicolina», con el tema de San Esteban y San Lorenzo, obra que finalizaría en 1449.
Con motivo de la muerte de su hermano Benedetto, regresa a Fiésole y lo eligen prior del convento en 1450. Allí no acepta ya nuevos encargos, como el de afrescar la catedral de Prato. Tres años después regresa de nuevo a Roma, al convento de Minerva, llamado por el cardenal Torquemada para decorar el claustro. En ese convento fallece el 18 de febrero de 1455. Su cuerpo fue inhumado en la nave izquierda, junto al presbiterio. Una remodelación moderna, a modo de «Capilla del Beato Angélico», acoge la austera lápida de mármol blanco en que se talló su efigie-retrato y una inscripción de caracteres góticos que reza así: Aquí yace el venerable pintor fray Juan de Florencia de la Orden de Predicadores, 1455.
Reflexiones sobre su pintura: objetivos y constantes estéticas
Ideal de belleza a lo divino
Contrariamente a la temática de sus colegas que estaban afanosamente ocupados en idolatrar al hom-bre, entreteniéndose en la faceta humana, en llegar a la perfección del «natural», a través de la anatomía física del cuerpo y la presentación del «desnudo» como ideal de belleza del Renacimiento, el Angélico enfoca sus conquistas estéticas desde el ángulo del hombre, desde su interioridad, buscando en él el reflejo divino, empeñándose en escudriñar sus sentimientos espirituales, dando así vida a un tipo de «hombre-modelo», que acaso rara vez se encuentra en las condiciones de la vida terrena, pero que debe proponerse a la imitación del pueblo cristiano (Pío XII).
Dos cosas faltan en el Angélico, comenta el P. Sertillanges; «el estudio de la antigüedad pagana y el estudio de la anatomía». La primera creo que no es cierta; en cambio sí la segunda, si se trata del estudio y examen del «desnudo natural». Sólo habría que suponerlo en el período de aprendizaje, no dentro del convento observante. Prefiere seguir la tradición de sus maestros toscanos de envolver castamente el cuerpo, especialmente el desnudo femenino, en amplios ropajes y telas estampadas, que dieran ocasión para jugar con la soltura y caída de los pliegues entubados, ocultando de esta manera las formas anatómicas.
Con su vida, fray Angélico se opone ya de principio a los planteamientos de su contemporáneos que halagan con la belleza anatómica de las formas humanas, con mezcla de frivolidad y a veces de atrevida sensualidad. Se comprende que «tal hombre, como puntualiza Hipólito Taine, no estudiase nada de anatomía ni el modelo contemporáneo». Escorando premeditadamente el análisis del natural anatómico, intenta por otras vías estilísticas profundizar en la vida interior del hombre, retratando el alma por dentro, más que el cuerpo humano por fuera. A pesar de todo, trata el cuerpo humano con elegancia y con dignidad, especialmente en la figura divina de Cristo Crucificado. La serenidad y majestad que sus pinceles imprimieron en su cuerpo desnudo supieron poner el toque preciso y hasta anatómico del artista santo. En la Lamentación sobre el Cristo muerto resalta la noble dignidad de un cuerpo anatómicamente muerto, donde la horizontalidad de sus formas pálidas contrasta con la verticalidad de los santos emplazados en su entorno. Una vez más el Angélico utiliza el tema no como una narración histórica sino como símbolo redentor de un Dios sacrificado en medio de los hombres para su salvación.
Predicación por la imagen
En su personal tratamiento de los temas y protagonistas descuella su profunda religiosidad. La pertenencia a la Orden Dominicana, iniciada y continuada en conventos de rigurosa observancia, motivaron seguramente su iconografía. Los juicios críticos sobre su obra apuntan en esta línea. Su Santidad Pío XII, en la apertura de la Exposición del Angélico, se expresó en estos términos: «Mas esto no significa que su profunda religiosidad, su ascesis, alimentada con virtudes sólidas, con plegaria y contemplaciones, no haya producido en él un influjo determinado en orden a dar a la expresión artística ese poder de lenguaje con que llega directamente a los espíritus y, como se ha dicho muchas veces, el poder de transformar en oración su arte».
Su aportación pictórica, a pesar de las connotaciones con otros maestros, se define por su personalidad religiosa, por su lirismo teológico transcendente, y por la carga espiritual que inyecta a sus protagonistas. Su lenguaje plástico contiene un proceso de maduración asequible al pueblo cristiano, pues todo lo narra con sencillez y trasparencia evangélicas. Su producción artística, en los diversos períodos de su vida, está marcada por esta dimensión didáctico-religiosa.
Sus composiciones sacras (cristológicas, mariológicas, angélicas, santorales y dominicanas) destacan por una rigurosa técnica artística, no exenta de anomalías típicas de los primitivos italianos, y por el toque de gracia de la luz y luminosidad de sus figuras. Son escenas que presentan una concepción unitaria, presidida por mesurado equilibrio en que los santos que la interpretan no se exhiben sino que asisten calladamente, sin pronunciar palabra que altere la serenidad del misterio del que todos son partícipes (Coronación de la Virgen, en San Marcos, celda n. 9; Crucifixión, en la Sala Capitular). A veces los santos comentan en silencio, o se miran con serena piedad para no turbar el orden y ritmo de la escena (Coronación del Louvre, Sagrada Conversación, Retablo de la SS. Trinidad, Descendimiento de la Cruz, Retablo de Bosco al Fratt). Sus personajes no se agitan exteriormente; están quietamente dominados por su calina interna; a lo sumo gesticulan con mesura sus manos ante la tragedia que presencian. En los rostros de todos los personajes se trasluce la paz interior de sus almas; y en la compostura externa se les aprecia tranquilidad anímica, fruto espiritual de la posesión de la «gratia Christi» en unos y de la «gloria Dei» en otros.
Dentro de este lirismo poético-religioso no caben emociones dramáticas, expresiones amargas, estados emocionales perturbados, estridencias psicológicas, exaltaciones desorbitadas, excitaciones pasionales: lo que predomina es la bonanza espiritual originada por una intensa vida interior.
En las composiciones de carácter sacrificial o martirial (Crucifixiones, Martirios) impone al lenguaje plástico su método adecuado. El drama de la Crucifixión se comunica a los asistentes, que lo evidencian en una emoción contenida, y lo superan asumiendo el dolor como realidad humana, sin gesticulaciones grandilocuentes a lo Giotto, con aceptación resignada de algo que era necesario a consecuencia del pecado del hombre, y dispuesto por voluntad divina al aceptar el acto sacrificial de Cristo redentor en la Cruz. Las posturas, ademanes y gestos de los participantes exteriorizan la aceptación de ese plan divino.
(Fuente: Domingo ITURGAIZ, Beato Angélico. Patrono espiritual de los artistas, en “Retablo de Artistas”, Caleruega 1987)
“En aquel tiempo, se presentaron los fariseos
y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo
del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: “¿Por qué esta generación
reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”. Los
dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla” (Mc 8,11-13). Este corto pasaje
que nos propone la liturgia para hoy lunes de la sexta semana del tiempo
ordinario como lectura evangélica, nos invita a reflexionar sobre nuestra fe.
Aquellos se negaban a aceptar el anuncio de
Reino de parte de Jesús porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la
garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Sabemos
por los relatos evangélicos que Jesús era un maestro del debate. Imagino que
cuando los fariseos se sintieron acorralados ante los argumentos contundentes
de Jesús, en un intento de quedar bien delante de los que les escuchaban,
decidieron ponerle a prueba exigiendo un signo del cielo. Un riesgo para ellos
y una tentación para Jesús; la oportunidad de demostrar su poder, como cuando
el demonio tentó a Jesús en el desierto luego de ayunar por cuarenta días: “Si
eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes” (Mt 4,3).
Pero Jesús no vino a demostrar su poder sino a servir, a dar su vida por la
salvación de todos. Los milagros que hace son producto de su amor y
misericordia infinitos, no para demostrar su poder.
Aun así, los que decidimos seguir al Señor y
proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que
Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos
tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la cruz…
Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para
evitar su arresto y ejecución (Cfr.
Jn 18,36). El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su
Palabra.
Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus
enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que
preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera
conversión, o me gustaría al menos un “milagrito” para afianzar esa
“conversión”? ¿Acaso no basta el milagro que se efectúa sobre el altar cada vez
que las especies eucarísticas se convierten en el cuerpo, la sangre, el alma y
la divinidad de Jesús? ¡Ah!, pero para percibir ese milagro hace falta fe…
Pienso en esos “televangelistas” con su
espectáculo multitudinario en el cual los ciegos recuperan la vista, los
tullidos caminan, los sordos recuperan la audición y el habla, etc., etc., y me
pregunto: ¿Acaso los que presencian esos portentos creerían igual si no
tuvieran esos “signos”? La Buena Noticia del Reino, ¿necesita de “signos” visibles
para ser creída? Esas personas creen creer porque “ven”… (Cfr. Jn 20,25). ¿Es eso fe?
A veces el verdadero milagro consiste en la
felicidad que produce el saberse amado por Dios en medio de la enfermedad, del
dolor, de las dificultades y de las pérdidas, y confiar en su promesa de Vida
eterna.
El evangelio de hoy nos presenta la versión de Lucas de las Bienaventuranzas (6,17.20-26). Lucas nos presenta solo cuatro Bienaventuranzas, a diferencia de la versión de Mateo (5,1-11), que tiene ocho, y es la más conocida. Lucas le añade a su relato cuatro “ayes”, o “malaventuranzas”, en contrapunto con las cuatro Bienaventuranzas, enfatizando de ese modo el contraste entre la “vieja Ley” y la “nueva Ley” que Jesús nos propone, entre la Antigua Alianza y la Nueva Alianza, entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento; signo inequívoco de que los tiempos mesiánicos han llegado.
La Antigua Ley, basada en el decálogo, contenía unas prescripciones de conducta específicas, cuyo cumplimiento en cierto modo aseguraba la felicidad y prosperidad en este mundo. La pobreza, la enfermedad, la esterilidad, eran consideradas producto del pecado. Si bien Jesús aseguró que no había venido a abolir la ley y los profetas (Mt 5,17), no es menos cierto que con las Bienaventuranzas los viró “patas arriba”. A eso se refería cuando dijo en ese mismo pasaje que había venido a darle plenitud (Cfr. Rom 13,8.10).
La fórmula que Jesús nos propone es bien sencilla: interpretar la ley desde la óptica del Amor. “Pues la ley entera se resume en una sola frase: Amarás al prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14). Esto nos permite ver el mundo a través de los ojos de Jesús. Antes cumplíamos con la Ley por temor al castigo. Ahora lo hacemos por amor, o más aún, cuando amamos como Jesús nos ama (Cfr. Jn 13,34) cumplimos con la Ley. Como nos dice san Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.
Con las Bienaventuranzas Jesús le da contenido, le da vida a los diez mandamientos. Ya no se trata de una serie de normas escritas en piedra, ahora se trata de una ley escrita en nuestros corazones. Esto nos evoca la profecía de Ezequiel: “quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 11,19b). O como dice el profeta Jeremías: “pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones” (31,33).
Si leemos las Bienaventuranzas conjuntamente con los ayes que le siguen, Jesús nos está diciendo que a los que ahora “les va bien” y por eso creen merecerlo todo, les será más difícil alcanzar la felicidad eterna, mientras a los débiles, los pobres, los marginados, los perseguidos por causa de Él, serán saciados, reirán, serán recompensados. Y como hemos dicho en ocasiones anteriores, la verdadera “pobreza” evangélica no implica necesariamente estar desposeído; lo que implica es el desapego a los bienes materiales. Se trata de poner a Dios y el amor al prójimo por encima de todos los bienes materiales. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
Hoy pidámosle al Señor que nos permita vivir a plenitud el espíritu de las Bienaventuranzas, para que seamos acreedores a su promesa de Vida Eterna.
Hoy la liturgia nos ofrece como lectura evangélica
la “segunda multiplicación de los panes” (Mc 8,1-10). Como veremos más
adelante, Marcos aprovecha la narración de esta segunda multiplicación para
enfatizar lo que ha venido presentado en las lecturas de los días anteriores,
que la mesa de Jesús está abierta a todos, judíos y paganos. También nos apunta
hacia el sacramento que constituirá el culmen del culto cristiano: la
Eucaristía.
La narración comienza diciendo que había
“mucha gente” que seguía a Jesús y “no tenían qué comer”. A renglón seguido
Marcos destaca una vez más la dimensión humana de Jesús; nos presenta a un
Jesús capaz de sentimientos profundos, un Jesús rico en misericordia, que se
compadece de los que tienen hambre y
comparte su pan: “Me da lástima de esta gente; llevan ya tres días
conmigo y no tienen qué comer, y, si los despido a sus casas en ayunas, se van
a desmayar por el camino. Además, algunos han venido desde lejos”. Esta última
aseveración también nos apunta a la universalidad de la redención en la persona
de Cristo Jesús, haciéndose eco de la referencia a “los que vienen de lejos”,
frase utilizada en el libro de Josué (9,6), y en Is 60,4 para referirse a los
paganos.
Esto último adquiere mayor relevancia cuando
tomamos en cuenta que Marcos escribe para los paganos de la región itálica.
Estos comprenden el mensaje que se les quiere transmitir: Ellos, que han
“venido desde lejos”, también están invitados al banquete eucarístico de los
tiempos mesiánicos.
De hecho, si comparamos la primera
multiplicación de los panes con esta segunda, vemos más claro aún la relación
entre la Eucaristía y la universalidad de la salvación. Así, por ejemplo, la
primera ocurre en territorio judío para los judíos; la segunda ocurre en
territorio pagano (la Decápolis). En la primera Jesús “bendijo” los panes,
mientras que en la segunda pronunció la “acción de gracias” (eu-caristein en griego), un término
familiar para los paganos, que sería adoptado por los cristianos para referirse
a la celebración del sacramento que constituye el culmen de la liturgia, el
banquete eucarístico al que todos estamos invitados y en el cual Jesús se nos
ofrece a sí mismo como “pan de vida” (Cfr.
Jn 6,35).
Además, en ambos relatos hay un sobrante, una
sobreabundancia de panes, símbolo de un alimento que es inagotable y, por
tanto, debe ponerse a disposición de los demás. Hoy nosotros, como Iglesia,
hemos recibido la misión de anunciar la Palabra, la Buena Noticia del Reino a
todos los pueblos de la tierra. Y ese anuncio va unido a un “dar de comer”, a
practicar las obras de misericordia, a “servir” en el sentido más amplio de la
palabra. Como hemos señalado en otras ocasiones, no tenemos que hacer milagros
espectaculares como la multiplicación de los panes, pero sí podemos atender,
acompañar, dedicar nuestro tiempo y compartir nuestros recursos, por escasos
que sean, con los más necesitados. Entonces estaremos efectuando una verdadera
“multiplicación” del mensaje inagotable de caridad, paz, esperanza y bienestar
que Jesús nos legó en su actitud hacia los más necesitados.
Que tengan un hermoso fin de semana, y no
olviden visitar la Casa del Señor. Allí hay pan en abundancia.
El relato evangélico que contemplamos en la
liturgia para hoy (Mc 7,31-37) nos presenta el episodio de la curación del
sordomudo. Estando en territorio pagano, de regreso a Galilea (en las fronteras
del Líbano), le traen “un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden
que le imponga las manos”. Jesús, apartándolo a un lado, le introduce los dedos
en los oídos y le toca la lengua con saliva. Luego invoca al Padre (“mirando al
cielo”) y dice: “Effetá, que quiere
decir ‘Ábrete’” (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los
paganos de la región itálica; por eso pasa el trabajo de traducir los
arameismos). Nos dice la escritura que “al momento se le abrieron los oídos, se
le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.
Vemos en este episodio el cumplimiento de la
profecía de Isaías, cuando anunciaba al pueblo exiliado en Babilonia que sería
revestido con “el esplendor del Líbano”, y que los oídos de los sordos se
abrirían,… y la lengua de los mudos gritaría de alegría (Is 35,2.5-6). Este
milagro es un signo inequívoco de que la salvación ha llegado en la persona de
Jesús. Los presentes parecen reconocerlo cuando “en el colmo del asombro
decían: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. El
hecho de que el milagro se realice en territorio pagano (al igual que el
exorcismo que se nos presentaba en el pasaje que leíamos ayer) apunta, además, a
la universalidad de esa salvación.
Al milagro le sigue la petición de Jesús de
guardar silencio sobre el mismo (el llamado “secreto mesiánico”, típico del
evangelio según san Marcos), y la proclamación del mismo por todos los
presentes. Esta es la reacción típica de todo el que ha tenido la experiencia
de Jesús; no puede evitarlo, tiene que compartirla con todos.
En el rito del bautismo hay un momento que se
llama precisamente Effetá, en el cual
el ministro traza la señal de la cruz sobre los oídos y boca del bautizando
mientras pronuncia la misma palabra aramea que le dijo Jesús al “sordomudo” del
Evangelio de hoy. Esto, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de
Dios y sus labios se abran para proclamarla.
Antes a estas personas se les llamaba
“sordomudos”, pero ahora se les llama “sordos”, pues se reconoce que su
condición es un problema de audición. No hablan porque no pueden escuchar;
viven aislados en un mundo de silencio. Así mismo nos pasa a nosotros cuando nos
cerramos a la Palabra de Dios. Pero si nos tornamos hacia Él y permitimos que
su Palabra sanadora penetre en nuestras almas, aún dentro de la sordera
espiritual que hemos vivido, podremos escuchar ese Effetá potente y sonoro que nos librará de las cadenas del silencio
espiritual. Y esa Palabra sanadora hará brotar agua en el desierto de nuestras
vidas, haciendo que esa agua brote de nosotros como un torrente (Is 35,7),
“salpicando” a todo el que se cruce en nuestro camino.
“Anda vete, que por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.
La lectura evangélica de hoy (Mc 7,24-30) nos
presenta a Jesús en territorio pagano, en la región de Tiro, en Fenicia. Había
marchado allí huyendo del bullicio y el gentío que le seguía a todas partes.
Tenía la esperanza de pasar desapercibido, pero no lo logró. Jesús nunca busca
protagonismo ni reconocimiento. Por el contrario, se limita a curar y echar
demonios, pidiéndole a los que cura que no se lo digan a nadie (el famoso
“secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos). Así es la obra de Dios; así
debe ser la de todo discípulo de Jesús; sin hacer ruido. Cada vez que veo a uno
de esos llamados “evangelistas”, o autodenominados “apóstoles” que hacen de su
misión un verdadero espectáculo digno de Broadway o Hollywood, me pregunto qué
dirá Jesús cuando los ve…
A pesar de mantener un perfil bajo, una mujer
sirofenicia que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró, y enseguida
fue a buscarlo y se le echó a los pies, rogándole que echase el demonio de su
hija. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el
contexto y cultura de la época: “Deja que coman primero los hijos. No está bien
echarles a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el
aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor: pero también los perros,
debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Como sucede en otras
ocasiones, Jesús se conmueve ante aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en
los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Anda vete, que
por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y
continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13;
18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con sus
palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del
pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del
“alimento de los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado
primero al pueblo de Israel. Las migajas que los niños tiran a los “perros” se
refieren a la Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos
“paganos”.
Pablo, el apóstol de los gentiles, lo expresa
con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada,
pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los
que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús,
sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre
esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál.
26,28).
Una Iglesia universal (católica), abierta a
todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.
“Escuchad y entended todos: Nada que entre de
fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro
al hombre. El que tenga oídos para oír, que oiga”. Con esas palabras de Jesús,
dirigidas a todos los que le rodeaban, comienza la lectura evangélica que nos
brinda la liturgia para hoy (Mc 7,14-23).
Esta lectura es continuación del Evangelio que
leíamos ayer, en el que un grupo de fariseos y escribas se había acercado a
Jesús para criticarle que sus discípulos no seguían los ritos de purificación
exigidos por la Mitzvá para antes de
las comidas, específicamente las relativas a lavarse las manos de cierta manera
antes de comer.
Jesús critica el fariseísmo de aquellos que
habían creado todo un cuerpo de preceptos que llegaban inclusive a suplantar la
Ley de Dios, imponiendo sobre el pueblo unas cargas muy pesadas que ellos
mismos no estaban dispuestos a soportar (Cfr.
Mt 23,4). Esos preceptos mostraban una obsesión con la pureza ritual cuyo
cumplimiento se tornaba en algo vacío, que se quedaba en un ritualismo formal
que no guardaba relación con lo que había en su corazón. Por eso una vez más
les tildó de “hipócritas”.
Hoy vemos cómo Jesús, una vez más “regaña” a
sus discípulos cuando le piden que les explique qué quería decir con sus palabras,
llamándoles “torpes” por no haber comprendido. No obstante, se sienta a
enseñarles con paciencia: “Nada que entre de fuera puede hacer impuro al
hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la
letrina” (Marcos nos dice que con esto declaraba puros todos los alimentos). Y
siguió: “Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre. Porque de dentro, del
corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos,
homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia,
difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al
hombre impuro”.
Lo cierto es que en ningún lugar del decálogo
dice qué alimentos podemos consumir ni cómo tenemos que purificar nuestras
manos, brazos, etc. Lo que sí dice es que no se puede fornicar, ni robar, ni
matar, ni cometer adulterio, codiciar, etc. Esas son las cosas que tornan al
hombre impuro porque son fruto de la maldad que sale de su corazón.
Una vez más Jesús nos recuerda que Dios no se
fija en lo exterior al momento de juzgarnos; Él, que “ve en lo oculto” (Mt 6,6),
mirará la pureza o impureza de nuestro corazón. A esa mirada nadie puede
escapar… Pidámosle pues, al Señor que nos conceda un corazón puro como el de un
niño (Cfr. Mt 18,4), de manera que de
nuestro corazón no salga nada que pueda tornarnos impuros. “Por sus obras los
conoceréis” (Mt 7,15-20). ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?
Meditando sobre esta lectura, digamos a Dios
con humildad: “Señor, dame un corazón puro que sea agradable a ti”.
La lectura evangélica de hoy (Mc 7,1-13), nos
sitúa de lleno nuevamente en la pugna entre Jesús y los escribas y fariseos; la
controversia entre “cumplir” la Ley al pie de la letra, relegando el amor y la
misericordia a un segundo plano, como proponen los fariseos, y la primacía del
amor que predica Jesús.
La lectura comienza diciendo que “se acercó a
Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén”. Aquí Marcos
quiere enfatizar la diferencia entre Galilea y Jerusalén. Jesús ha desarrollado
su misión mayormente en el territorio de Galilea; allí ha calado hondo su
anuncio de Reino, allí ha obrado milagros y ganado adeptos. Por el contrario,
de Jerusalén siempre ha venido la crítica, la oposición virulenta a su mensaje
liberador. Allí vivirá su Pascua (Pasión, muerte y resurrección).
Los fariseos y escribas, con el propósito obvio
de desprestigiar o hacer desmerecer la persona de Jesús ante los presentes,
critican a Jesús y sus discípulos por no seguir los rituales de purificación
previos a sentarse a comer. El mismo Marcos describe el ritual de purificación
para sus lectores (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los
paganos de la región itálica que no conocían las costumbres judías; por eso
también explica los arameismos con que salpica en ocasiones su relato): “Los
fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos,
restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la
plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de
lavar vasos, jarras y ollas”.
Jesús arremete contra el legalismo de los
fariseos: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: ‘Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que
me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.’
Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los
hombres”. Está claro, los fariseos habían convertido el decálogo en un complejo
cuerpo de preceptos (la Mitzvá), compuesto
por 613 mandamientos que todo judío venía obligado a cumplir. De ahí que Jesús
en un momento diga a los fariseos: “Atan pesadas cargas y las ponen sobre los
hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el
dedo” (Mt 23,4). La hipocresía, el legalismo ritual vacío.
Jesús está claro, la tradición está basada en
el decálogo. Pero esa tradición, propia del pueblo judío, tiene que ceder ante
las exigencias del anuncio de la Buena Nueva del Reino a otros pueblos que no
tienen la misma cultura, las mismas tradiciones. No podemos establecer una
abismo entre lo “sagrado” y el mundo, pues estamos llamados a vivir y proclamar
nuestra fe en este mundo. Y esa fe está fundamentada en el amor y la caridad.
La tradición es secundaria y tiene que ceder ante estas.
No puede haber prácticas piadosas que
aprisionen las obras de misericordia corporales y espirituales. Pues como
escribía San Juan de la Cruz, “en el atardecer de nuestras vidas, seremos
juzgados en el amor”.
Hoy celebramos la memoria de Nuestra Señora de
Lourdes. Dicha advocación mariana surge con motivo de la aparición de Nuestra
Señora, la Virgen María, a santa Bernardita Soubirous en Lourdes, Francia en
1858. Además de los muchos milagros atribuidos a la intercesión de la Virgen
bajo esta advocación y relacionado con el lugar de las apariciones, esta
aparición se destaca por el hecho de que en la decimosexta aparición, el 25 de
marzo, fiesta de la Anunciación del arcángel Gabriel a la Santísima Virgen,
esta se identificó a sí misma diciéndole a la niña Bernardita: “Yo soy la
Inmaculada Concepción”. Apenas cuatro años antes, el papa Pío IX había definido
el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, hecho que, con los
medios de comunicación limitados de la época, era totalmente desconocido para
los habitantes de aquella pequeña villa en los Pirineos.
El calendario litúrgico católico celebra la
“Festividad de Nuestra Señora de Lourdes” el día de la primera
aparición, es decir, el 11 de febrero. Son incontables las curaciones
atribuidas a la intercesión de Nuestra Señora de Lourdes, especialmente en
peregrinos al santuario que allí se erigió. En 1992, el papa Juan Pablo II
instituyó la celebración de la “Jornada Mundial del Enfermo” a
realizarse el 11 de febrero de cada año, en memoria litúrgica de Nuestra Señora
de Lourdes. Por eso hoy en muchas parroquias alrededor del mundo se celebran
misas por los enfermos.
Y el Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Mc 6,53-56), nos muestra a Jesús una vez más curando enfermos: “cuando se
enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermos en camillas. En
la aldea o pueblo o caserío donde llegaba, colocaban a los enfermos en la plaza
y le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y los que lo
tocaban se ponían sanos”.
El poder de la fe. Como hemos dicho en
ocasiones anteriores, la fe es el “gatillo” que dispara el poder de Dios.
Aquella gente creía, y actuaba conforme a su fe. Creían que con tan solo tocar
el borde de su manto sanarían, pero no se conformaban con creer, hacían el
esfuerzo hasta tocar el manto, y se obraba el milagro; como la hemorroísa cuyo
relato leímos hace poco (Mc 5,25-34), quien se arrastró hasta tocar el manto de
Jesús, arriesgándose a ser apedreada si no era sanada. Aquella mujer, por
padecer flujos de sangre era considerada “impura” y no podía tocar a ningún
hombre, so pena de ser lapidada. Pero tuvo fe, y su fe la curó.
Su Madre María nos conduce a Él y, como en las
bodas de Caná, nos dice: “Hagan todo lo que él les diga” (Jn 2,5). No basta con
creer, hay que “hacer”; y ese hacer se convierte en un “acto de fe” que nos
permite ver la gloria de Dios y experimentar su poder sanador. Recordemos que
la Santísima Virgen María, de por sí, no puede obrar milagros; ese poder está
reservado a su Hijo. Ella es la intercesora por excelencia que nos conduce a la
presencia de su Hijo, pero necesitamos del “acto de fe” para recibir el milagro
de manos de Él.