En este corto reflexionamos sobre la parábola del sembrador y el llamado que Jesús nos hace a ser “terreno bueno” para que la semilla de su Palabra de grano.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 8,4-15), la parábola del sembrador, es uno de esos que no requiere interpretación, pues el mismo Jesús se encargó de explicarla a sus discípulos. La conclusión destaca la importancia de escuchar y guardar la Palabra de Dios. En el pasaje siguiente de Lucas, Jesús reafirma esa conclusión: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). De esta manera Jesús destaca que aún su propia madre es más madre de Él por escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios que por haberlo parido. Como el mismo Jesús dice al final de la parábola: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.
Como primera lectura tenemos la continuación de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15,35-37.42-49). El pasaje que contemplamos hoy es secuela de la primera lectura que leyéramos el pasado jueves (1 Cor 15,1-11), que nos presentaba la veracidad del hecho de la resurrección de Jesús. Hoy Pablo aborda el tema de nuestra resurrección. La manera en que lo plantea apunta a que la controversia que pretende explicar surge no tanto del “hecho” de la resurrección, sino del “cómo”: “¿Y cómo resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo traerán?”. La controversia parece girar en torno a la diferencia entre la concepción judía y la concepción griega de la relación entre el alma y el cuerpo, y cómo esto podría afectar el “proceso” de la resurrección.
Sin pretender entrar en disquisiciones filosóficas profundas (cosa que tampoco haremos aquí), Pablo le plantea a sus opositores el ejemplo de la semilla, que para poder tener plenitud de vida, tiene que morir primero: “Igual pasa en la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual”. De esta manera Pablo explica la naturaleza del cuerpo glorificado (Cfr. Fil 3,21) que hemos de adquirir en el día final cuando todos resucitaremos (Jn 5,29; Mt 25,46); ese día en que esperamos formar parte de esa enorme muchedumbre, “imposible de contar”, de gentes que comparecerán frente al Cordero a rendirle culto por toda la eternidad, vestidas con túnicas blancas y palmas en las manos (Cfr. Ap 7,9.15).
El “hecho” de la resurrección no está en controversia. En cuanto al “cómo”, eso es una cuestión de fe. Si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús y a su Palabra salvífica, tenemos la certeza de que si Él lo dijo, por su poder lo va a hacer. “Para Dios, nada es imposible” (Lc 1,37). Jesús resucitó gracias a su naturaleza divina; y gracias al Espíritu que nos dejó, y a su presencia en la Eucaristía, nosotros también participamos de su naturaleza divina. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).
Mañana, cuando acudamos a la Casa del Padre y nos acerquemos a la mesa del Señor a recibir la Eucaristía, recordemos que estamos recibiendo Vida eterna. Lindo fin de semana a todos.
La liturgia de hoy nos presenta como lectura evangélica (Mt 13,1-9) el comienzo del “discurso parabólico” de Jesús, que ocupa todo el capítulo 13 del Evangelio según san Mateo e incluye siete parábolas, las llamadas “parábolas del Reino”.
La primera de esas parábolas, que leemos hoy, es la “parábola del sembrador”. En esta conocida parábola, un hombre salió a sembrar y la semilla cayó en cuatro clases de terreno (a la orilla del camino, en terreno pedregoso, entre zarzas, y en terreno bueno) pero solo la semilla que cayó en tierra buena dio grano. Esta parábola, que recogen los tres sinópticos, es una que no requiere un gran ejercicio de hermenéutica para interpretarla, pues el mismo Jesús se la explica a sus discípulos, según veremos en la lectura evangélica de este viernes.
A lo largo de todos los relatos evangélicos encontramos que Jesús enseña utilizando parábolas. El término “parábola” viene del griego y significa “comparación”. La parábola es, pues, una breve comparación basada en una experiencia de la vida diaria, que tiene por finalidad enseñar una verdad espiritual. Jesús vino a predicar los secretos y las maravillas, los misterios del Reino de Dios. Esos misterios sobrepasan el entendimiento humano; se refieren a verdades que el hombre no puede descubrir por sí mismo.
Sin embargo, los galileos sí entendían de árboles, de pájaros, de animales de labranza, de la tierra, de semillas, de la siembra y la cosecha y la amenaza de la cizaña, de la pesca. También de las aves de rapiña, de los rebaños y el peligro de las zorras, de las gallinas y sus polluelos, etc.
Jesús echa mano de esas experiencias cotidianas para explicar los secretos y maravillas del Reino de Dios. De ese modo las parábolas de Jesús trascienden su tiempo y sirven para nosotros hoy, pues para nosotros resulta más fácil familiarizarnos con las costumbres de la época de Jesús que tratar de entender por nuestra cuenta los misterios del Reino. Durante las próximas dos semanas estaremos leyendo estas “parábolas del Reino”, y a través de ellas, adentrándonos en los misterios del Reino.
Toda la misión de Jesús puede resumirse en una frase: “Tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado” (Lc 4,43).
Pero el significado de las parábolas solo puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios, pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe, “aun lo que tiene se le quitará” (13,12). No es algo que dependa de la capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto, pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt 11,25).
Señor, ayúdame a ser “tierra buena”, para recibir en nuestros corazones la Palabra que tu Hijo nos brinda y, entendiendo sus maravillas, convertirnos en verdaderos ciudadanos el Reino. Por Jesucristo Nuestro Señor.
La liturgia nos invita hoy a continuar leyendo
el evangelio según san Marcos (4,1-20). A partir de este punto en el relato,
Marcos nos va a presentar cinco sermones de Jesús y cuatro milagros, todos en
presencia de sus discípulos a quienes había instituido apóstoles (Mc 3,13-10),
como para afianzar su relación con ellos, que ya constituían su círculo íntimo.
La lectura de hoy nos presenta a Jesús
“enseñando” otra vez junto al lago. Esa palabra coloca a Jesús ejerciendo la
función propia de un rabino, enseñar. Hemos visto a lo largo del relato de
Marcos cómo la fama de Jesús ha seguido creciendo, y a donde quiera que vaya le
siguen multitudes. Una vez más, había tanta gente que tuvo que subirse a una
barca y retirarse de la orilla mientras la gente permanecía en ella, y “les
enseñó mucho rato con parábolas, como él solía enseñar”.
La parábola es el recurso literario preferido
por Jesús para comunicar sus enseñanzas, especialmente con relación al Reino.
Estas consisten en una breve narración de un suceso, imaginario o real, del que
podemos deducir, por comparación, una enseñanza moral, o una verdad que
trasciende nuestra experiencia. El Reino es un misterio, algo que está más allá
de nuestra comprensión, pero relacionándolo con situaciones concretas que
forman parte de nuestra experiencia cotidiana, podemos tener al menos un atisbo
de esa “otra” realidad trascendente. El pueblo de Galilea entendía de árboles y
pájaros, conocía el color y la historia del trigo y la amenaza de la cizaña,
sabía de semillas, de la tierra, de la pesca, de las costumbres de las aves de
rapiña, conocía la vida de las zorras y cómo cobija una gallina a sus polluelos,
etc. Y Jesús aprovecha esas experiencias para comunicarles la Buena Noticia del
Reino (Cfr. Lc 4,43).
Nos dice la lectura que en esta ocasión Jesús
les narró la parábola del sembrador, en la que un hombre regó semillas que
cayeron en cuatro tipos de terreno: la orilla del camino, terreno pedregoso, entre
zarzas, y en tierra buena, y cómo solamente las últimas nacieron, crecieron y
dieron fruto. Lo curioso de esta parábola es que al retirarse el gentío, los
discípulos pidieron a Jesús que les explicara la parábola, y Jesús procedió a
explicárselas, no sin antes advertirles que “a vosotros se os han comunicado
los secretos del reino de Dios; en cambio, a los de fuera todo se les presenta
en parábolas”. Más adelante veremos a Jesús repitiendo ese gesto de hablar a la
gente en parábolas y explicarle su significado a los discípulos en privado: “Y
con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que
ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios
discípulos, en privado, les explicaba todo” (Mc 4,33-34).
¿Por qué esa doble vara? Algunos ven en ese
gesto de Jesús, que hoy catalogaríamos de discriminatorio, la importancia que
los “doce” (y sus sucesores, los obispos) iban a tener en la Iglesia. El
fundamento para lo que hoy llamamos el “magisterio” de la Iglesia.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Lc 8,4-15) es la parábola del
sembrador. Esta parábola destaca la importancia de escuchar y guardar la
Palabra de Dios. En el pasaje siguiente de Lucas, Jesús reafirma esa
conclusión: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y
la practican” (Lc 8,21). De esta manera Jesús destaca que aún su propia madre
es más madre de Él por escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios que por
haberlo parido. Como el mismo Jesús dice al final de la parábola: “El que tenga
oídos para oír, que oiga”.
La parábola es el recurso literario preferido
por Jesús para comunicar sus enseñanzas, especialmente con relación al Reino.
Estas consisten en una breve narración de un suceso, imaginario o real, del que
podemos deducir, por comparación, una enseñanza moral, o una verdad que
trasciende nuestra experiencia. El Reino es un misterio, algo que está más allá
de nuestra comprensión, pero relacionándolo con situaciones concretas que
forman parte de nuestra experiencia cotidiana, podemos tener al menos un atisbo
de esa “otra” realidad trascendente. El pueblo de Galilea entendía de árboles y
pájaros, conocía el color y la historia del trigo y la amenaza de la cizaña,
sabía de semillas, de la tierra, de la pesca, de las costumbres de las aves de
rapiña, conocía la vida de las zorras y cómo cobija una gallina a sus
polluelos, etc. Y Jesús aprovecha esas experiencias para comunicarles la Buena
Noticia del Reino (Cfr. Lc 4,43).
La parábola que leemos hoy nos presenta un
sembrador que regó semillas que cayeron en cuatro tipos de terreno: la orilla
del camino, terreno pedregoso, entre zarzas, y en tierra buena, y cómo
solamente las últimas nacieron, crecieron y dieron fruto. Lo curioso de este
pasaje es que luego de concluir su narración los discípulos pidieron a Jesús
que les explicara la parábola, y Jesús, en un “aparte”, procedió a
explicárselas, no sin antes advertirles que “a vosotros se os ha concedido
conocer los secretos del reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas”. Son
varias las ocasiones en que veremos a Jesús repitiendo ese gesto de hablar a la
gente en parábolas y explicarle su significado a los discípulos en privado: “Y
con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos
podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios
discípulos, en privado, les explicaba todo” (Mc 4,33-34).
¿Por qué esa doble vara? Algunos ven en ese
gesto de Jesús, que hoy catalogaríamos de discriminatorio, la importancia que los
“Doce” (y sus sucesores, los obispos) iban a tener en la Iglesia que Él tenía
vislumbrada. El fundamento para lo que hoy llamamos el “magisterio” de la
Iglesia.
Mañana domingo, cuando acudamos a la Casa del
Padre y nos acerquemos a la mesa de la Palabra y a la mesa del Señor a recibir
la Eucaristía, recordemos que estamos recibiendo Vida eterna. Lindo fin de
semana a todos.
La liturgia de hoy nos presenta como lectura
evangélica (Mt 13,1-9) el comienzo del “discurso parabólico” de Jesús, que
ocupa todo el capítulo 13 del Evangelio según san Mateo e incluye siete
parábolas, las llamadas “parábolas del Reino”.
La primera de esas parábolas, que leemos hoy,
es la “parábola del sembrador”. En esta conocida parábola, un hombre salió a
sembrar y la semilla cayó en cuatro clases de terreno (a la orilla del camino,
en terreno pedregoso, entre zarzas, y en terreno bueno) pero solo la semilla
que cayó en tierra buena dio grano. Esta parábola, que recogen los tres
sinópticos, es una que no requiere un gran ejercicio de hermenéutica para
interpretarla, pues el mismo Jesús se la explica a sus discípulos, según
veremos en la lectura evangélica de este viernes.
A lo largo de todos los relatos evangélicos
encontramos que Jesús enseña utilizando parábolas. El término “parábola” viene
del griego y significa “comparación”. La parábola es, pues, una breve
comparación basada en una experiencia de la vida diaria, que tiene por
finalidad enseñar una verdad espiritual. Jesús vino a predicar los secretos y
las maravillas, los misterios del Reino de Dios. Esos misterios sobrepasan el
entendimiento humano; se refieren a verdades que el hombre no puede descubrir
por sí mismo.
Sin embargo, los galileos sí entendían de
árboles, de pájaros, de animales de labranza, de la tierra, de semillas, de la
siembra y la cosecha y la amenaza de la cizaña, de la pesca. También de las
aves de rapiña, de los rebaños y el peligro de las zorras, de las gallinas y
sus polluelos, etc.
Jesús echa mano de esas experiencias
cotidianas para explicar los secretos y maravillas del Reino de Dios. De ese
modo las parábolas de Jesús trascienden su tiempo y sirven para nosotros hoy,
pues para nosotros resulta más fácil familiarizarnos con las costumbres de la
época de Jesús que tratar de entender por nuestra cuenta los misterios del
Reino. Durante las próximas dos semanas estaremos leyendo estas “parábolas del
Reino”, y a través de ellas, adentrándonos en los misterios del Reino.
Toda la misión de Jesús puede resumirse en una
frase: “Tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he
sido enviado” (Lc 4,43).
Pero el significado de las parábolas solo
puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios,
pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las
personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe
entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe,
“aun lo que tiene se le quitará” (13,12). No es algo que dependa de la
capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer
nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto,
pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al
momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt 11,25).
Señor, ayúdame a ser “tierra buena”, para
recibir en nuestros corazones la Palabra que tu Hijo nos brinda y, entendiendo
sus maravillas, convertirnos en verdaderos ciudadanos el Reino. Por Jesucristo
Nuestro Señor.
La liturgia nos invita hoy a continuar leyendo
el evangelio según san Marcos (4,1-20). A partir de este punto en el relato,
Marcos nos va a presentar cinco sermones de Jesús y cuatro milagros, todos en
presencia de sus discípulos a quienes había instituido apóstoles (Mc 3,13-10),
como para afianzar su relación con ellos, que ya constituían su círculo íntimo.
La lectura de hoy nos presenta a Jesús
“enseñando” otra vez junto al lago. Esa palabra coloca a Jesús ejerciendo la
función propia de un rabino, enseñar. Hemos visto a lo largo del relato de
Marcos cómo la fama de Jesús ha seguido creciendo, y a donde quiera que vaya le
siguen multitudes. Una vez más, había tanta gente que tuvo que subirse a una
barca y retirarse de la orilla mientras la gente permanecía en ella, y “les
enseñó mucho rato con parábolas, como él solía enseñar”.
La parábola es el recurso literario preferido
por Jesús para comunicar sus enseñanzas, especialmente con relación al Reino.
Estas consisten en una breve narración de un suceso, imaginario o real, del que
podemos deducir, por comparación, una enseñanza moral, o una verdad que
trasciende nuestra experiencia. El Reino es un misterio, algo que está más allá
de nuestra comprensión, pero relacionándolo con situaciones concretas que
forman parte de nuestra experiencia cotidiana, podemos tener al menos un atisbo
de esa “otra” realidad trascendente. El pueblo de Galilea entendía de árboles y
pájaros, conocía el color y la historia del trigo y la amenaza de la cizaña,
sabía de semillas, de la tierra, de la pesca, de las costumbres de las aves de
rapiña, conocía la vida de las zorras y cómo cobija una gallina a sus polluelos,
etc. Y Jesús aprovecha esas experiencias para comunicarles la Buena Noticia del
Reino (Cfr. Lc 4,43).
Nos dice la lectura que en esta ocasión Jesús
les narró la parábola del sembrador, en la que un hombre regó semillas que
cayeron en cuatro tipos de terreno: la orilla del camino, terreno pedregoso, entre
zarzas, y en tierra buena, y cómo solamente las últimas nacieron, crecieron y
dieron fruto. Lo curioso de esta parábola es que al retirarse el gentío, los
discípulos pidieron a Jesús que les explicara la parábola, y Jesús procedió a
explicárselas, no sin antes advertirles que “a vosotros se os han comunicado
los secretos del reino de Dios; en cambio, a los de fuera todo se les presenta
en parábolas”. Más adelante veremos a Jesús repitiendo ese gesto de hablar a la
gente en parábolas y explicarle su significado a los discípulos en privado: “Y
con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que
ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios
discípulos, en privado, les explicaba todo” (Mc 4,33-34).
¿Por qué esa doble vara? Algunos ven en ese
gesto de Jesús, que hoy catalogaríamos de discriminatorio, la importancia que
los “doce” (y sus sucesores, los obispos) iban a tener en la Iglesia. El
fundamento para lo que hoy llamamos el “magisterio” de la Iglesia.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Lc 8,4-15), la parábola del sembrador, es uno de esos que no requiere
interpretación, pues el mismo Jesús se encargó de explicarla a sus discípulos.
La conclusión destaca la importancia de escuchar y guardar la Palabra de Dios.
En el pasaje siguiente de Lucas, Jesús reafirma esa conclusión: “Mi madre y mis
hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). De
esta manera Jesús destaca que aún su propia madre es más madre de Él por
escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios que por haberlo parido. Como el
mismo Jesús dice al final de la parábola: “El que tenga oídos para oír, que
oiga”.
Como primera lectura tenemos la continuación
de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15,35-37.42-49). El
pasaje que contemplamos hoy es secuela de la primera lectura que leyéramos el
pasado jueves (1 Cor 15,1-11), que nos presentaba la veracidad del hecho de la
resurrección de Jesús. Hoy Pablo aborda el tema de nuestra resurrección. La
manera en que lo plantea apunta a que la controversia que pretende explicar
surge no tanto del “hecho” de la resurrección, sino del “cómo”: “¿Y cómo
resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo traerán?”. La controversia parece
girar en torno a la diferencia entre la concepción judía y la concepción griega
de la relación entre el alma y el cuerpo, y cómo esto podría afectar el
“proceso” de la resurrección.
Sin pretender entrar en disquisiciones filosóficas
profundas (cosa que tampoco haremos aquí), Pablo le plantea a sus opositores el
ejemplo de la semilla, que para poder tener plenitud de vida, tiene que morir
primero: “Igual pasa en la resurrección de los muertos: se siembra lo
corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita
glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal,
resucita cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual”.
De esta manera Pablo explica la naturaleza del cuerpo glorificado (Cfr.
Fil 3,21) que hemos de adquirir en el día final cuando todos resucitaremos (Jn
5,29; Mt 25,46); ese día en que esperamos formar parte de esa enorme
muchedumbre, “imposible de contar”, de gentes que comparecerán frente al Cordero
a rendirle culto por toda la eternidad, vestidas con túnicas blancas y palmas
en las manos (Cfr. Ap 7,9.15).
El “hecho” de la resurrección no está en
controversia. En cuanto al “cómo”, eso es una cuestión de fe. Si creemos en
Jesús, y le creemos a Jesús y a su Palabra salvífica, tenemos la certeza de que
si Él lo dijo, por su poder lo va a hacer. “Para Dios, nada es imposible” (Lc
1,37). Jesús resucitó gracias a su naturaleza divina; y gracias al Espíritu que
nos dejó, y a su presencia en la Eucaristía, nosotros también participamos de
su naturaleza divina. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna,
y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).
Cuando acudamos a la Casa del Padre y nos acerquemos a la mesa del Señor a recibir la Eucaristía, recordemos que estamos recibiendo Vida eterna. Lindo fin de semana a todos.
En la primera lectura de hoy (Jr 3,14-17) el
profeta Jeremías retoma la figura del pastor y, en el contexto histórico del
exilio a Babilonia, anuncia el retorno de los deportados, que acudirán en
respuesta al llamado de Yahvé: “Volved, hijos apóstatas –oráculo del Señor–,
que yo soy vuestro dueño; cogeré a uno de cada ciudad, a dos de cada tribu, y
os traeré a Sión; os daré pastores a mi gusto que os apacienten con saber y
acierto”…
En ese ambiente de “retorno”, de reunión del
pueblo en Sión (haciendo alusión al Monte Sión, en la ciudad de Jerusalén), con
el Templo de Salomón en ruinas y el arca de la alianza quemada por los
babilonios, Jeremías en cierto modo prefigura la enseñanza de Jesús a los
efectos de que la presencia de Dios no depende lugares específicos ni de
objetos materiales; Dios habita en el corazón del pueblo y en cada uno de
nosotros: “Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente
en medio de ellos” (Mt 18,20). Por eso el profeta dice que “ya no se nombrará
el arca de la alianza del Señor, no se recordará ni mencionará, no se echará de
menos ni se hará otra. En aquel tiempo, llamarán a Jerusalén «Trono del Señor»”.
El arca representaba la antigua Alianza, una
religión con un culto ritualista, que giraba en torno al Templo, y dentro del
Templo, al Arca de la Alianza, donde habitaba Yahvé. Este culto habría de dar
paso a otro centrado en el misterio pascual de Jesús, el culto en espíritu y
verdad, que tiene como culmen la Eucaristía, la persona de Cristo. Jesucristo
pasaría a ser el nuevo “Templo” (Cfr. Jn 2,19-21).
Pero Jeremías va más allá; profetiza la
“catolicidad” (universalidad) de la Iglesia: “acudirán a ella todos los
paganos, porque Jerusalén llevará el nombre del Señor, y ya no seguirán la
maldad de su corazón obstinado”. Ya no se tratará solo del “pueblo elegido”,
sino que acudirán a la nueva Jerusalén todos los pueblos. Esto nos evoca la
visión de Juan en el Apocalipsis: “Entonces vi una enorme muchedumbre,
imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos
y lenguas. Estaban de pie ante el trono y delante del Cordero, vestidos con
túnicas blancas; llevaban palmas en la mano…” (Ap 7,9).
La lectura evangélica de hoy (Mt 13,18-23) es
la explicación que Jesús da a sus discípulos de la parábola del sembrador. Es
como si Jesús hiciera una “homilía” sobre su Palabra para beneficio de sus
discípulos.
Pero nos llama la atención un detalle que
Jesús no explica en ese momento, y suscita una pregunta: ¿Por qué el
“sembrador” (Dios) “desperdicia” la semilla regándola en toda clase de terreno,
y hasta fuera del terreno (a la orilla del camino)? ¿No sería más lógico que
sembrara en el terreno bueno, como lo haría un buen sembrador? La contestación
es sencilla: Él quiere que todos nos salvemos (Cfr. 1 Tm 2,4; 2 Pe 3,9), por
eso hace llover (siembra) su Palabra (semilla) sobre malos y buenos (tierra
mala y buena) – (Cfr. Mt 5,45). El ser tierra mala o buena depende de nosotros.
Eso es lo hermoso de Jesús; Él no te juzga,
tan solo te brinda su amor incondicional. ¿Lo aceptas?
La liturgia de hoy nos presenta como lectura
evangélica (Mt 13,1-23) el comienzo del “discurso parabólico” de Jesús, que
ocupa todo el capítulo 13 del Evangelio según san Mateo e incluye siete
parábolas, las llamadas “parábolas del Reino”.
La primera de esas parábolas, que leemos hoy,
es la “parábola del sembrador”. En esta conocida parábola, un hombre salió a
sembrar y la semilla cayó en cuatro clases de terreno (a la orilla del camino,
en terreno pedregoso, entre zarzas, y en terreno bueno) pero solo la semilla
que cayó en tierra buena dio grano. Esta parábola, que recogen los tres
sinópticos, es una que no requiere un gran ejercicio de hermenéutica para
interpretarla, pues el mismo Jesús se la explica a sus discípulos.
A lo largo de todos los relatos evangélicos
encontramos que Jesús enseña utilizando parábolas. El término “parábola” viene
del griego y significa “comparación”. La parábola es, pues, una breve
comparación basada en una experiencia de la vida diaria, que tiene por
finalidad enseñar una verdad espiritual. Jesús vino a predicar los secretos y
las maravillas, los misterios del Reino de Dios. Esos misterios sobrepasan el
entendimiento humano; se refieren a verdades que el hombre no puede descubrir
por sí mismo.
Sin embargo, los galileos sí entendían de
árboles, de pájaros, de animales de labranza, de la tierra, de semillas, de la
siembra y la cosecha y la amenaza de la cizaña, de la pesca. También de las
aves de rapiña, de los rebaños y el peligro de las zorras, de las gallinas y sus
polluelos, etc.
Jesús echa mano de esas experiencias
cotidianas para explicar los secretos y maravillas del Reino de Dios. De ese
modo las parábolas de Jesús trascienden su tiempo y sirven para nosotros hoy,
pues para nosotros resulta más fácil familiarizarnos con las costumbres de la
época de Jesús que tratar de entender por nuestra cuenta los misterios del
Reino. Durante las próximas dos semanas estaremos leyendo estas “parábolas del
Reino”, y a través de ellas, adentrándonos en los misterios del Reino.
Toda la misión de Jesús puede resumirse en una
frase: “Tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he
sido enviado” (Lc 4,43).
Pero el significado de las parábolas solo
puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios,
pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las
personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe
entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe,
“aun lo que tiene se le quitará” (13,12). No es algo que dependa de la
capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer
nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto,
pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al
momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt
11,25).
Señor, ayúdanos a ser “tierra buena”, para
recibir en nuestros corazones la Palabra que tu Hijo nos brinda y, entendiendo
sus maravillas, convertirnos en verdaderos ciudadanos el Reino.