En este corto reflexionamos sobre la parábola del sembrador y el llamado que Jesús nos hace a ser “terreno bueno” para que la semilla de su Palabra de grano.
La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 13,10-17) continúa desmenuzando el pasaje que leíamos ayer, en el cual Jesús propone a los que le escuchan la parábola del sembrador. El pasaje de hoy sirve como paréntesis entre la parábola y la explicación de esta que Jesús hace a sus discípulos más adelante (13,18-23).
“¿Por qué les hablas en parábolas?”, le preguntan sus discípulos. Jesús les contesta: “A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender”.
Anteriormente hemos dicho que el significado de las parábolas solo puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios, pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe, “se le quitará hasta lo que tiene”.
Dios es un misterio, y la palabra “misterio” viene del griego antiguo μυστήριον (mystērion), que significa algo que no se puede comprender o explicar. Por eso ese misterio es comprendido solo por aquellos a quienes Dios se lo ha revelado y tienen la disposición de recibirlo. No es algo que dependa de la capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto, pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt 11,25).
Jesús nos está diciendo que la verdad contenida en el Evangelio no es de orden intelectual. Es una verdad que solo se percibe cuando abrimos nuestro corazón al Amor incondicional de Dios, que es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y nos lo enseña todo (Jn 14,26).
Continúa diciendo el Señor a sus discípulos: “¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”.
De ahí la importancia de invocar el Espíritu Santo para que venga en nuestro auxilio cuando leemos las Sagradas Escrituras, y nos ayude a entender las verdades de fe que Dios nos ha revelado en ellas para nuestra salvación, siempre bajo la guía del Magisterio de la Iglesia.
Cuando lees la Biblia, ¿lo haces como si fuera una novela u otra obra literaria, o como la Palabra de Dios viva?
En ocasiones anteriores hemos dicho que de
todos los evangelistas Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de
Jesús. El pasaje que nos presenta la lectura evangélica que contemplamos hoy
(Mc 10,13-16) es un ejemplo vivo de ello.
Nos dice la Escritura que la gente le acercaba
a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al ver
esta actitud en sus discípulos, Jesús se enfadó (otras versiones dicen que se
“indignó”) y les dijo la tan conocida frase: “Dejad que los niños se acerquen a
mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os
aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él”.
Añade la lectura que “los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos”.
Este es uno de esos pasajes que nos narran los
tres sinópticos (Ver: Mt 19, 13-15; Lc 18, 15-17). Mateo menciona el hecho de
que los discípulos les “reñían”, pero se limita a decir que Jesús pidió que
permitieran a los niños acercarse y que les imponía las manos. Lucas se limita
a mencionar lo primero, pero ni tan siquiera menciona que les impusiera las
manos.
Marcos nos revela un Jesús muy humano, igual a
nosotros en todo menos en el pecado (Cfr.
Hb 4,15). Un Jesús capaz de enojarse ante la torpeza y falta de caridad de sus
discípulos, y a la vez un Jesús tierno, amoroso, que abraza… sobre todo a los
niños. ¡Qué diferencia entre la actitud de Jesús y la de sus discípulos! Hemos
señalado que en tiempos de Jesús los niños eran seres insignificantes, ni tan
siquiera se sentaban a la mesa con sus padres; se sentaban con los criados.
Jesús se identifica con ellos, los acoge, los abraza. Con su gesto nos está
demostrando, no solo sus sentimientos, sino su preferencia por los más
pequeños, los más débiles, los más indefensos, los marginados.
Pero con sus palabras también nos está
señalando la actitud que tenemos que seguir frente a Dios y las cosas de Reino.
Tenemos que ser capaces de maravillarnos, ver las cosas sin dobleces, actuar
espontáneamente, sin segundas intenciones ni agendas ocultas, ser capaces de
acercarnos a Dios con la confianza y la inocencia de un niño: “el que no acepte
el reino de Dios como un niño, no entrará en él”.
No se trata de asumir una actitud “infantil”
respecto a las cosas de Dios y del Reino. Se trata de confiar en la Divina
Providencia, aprender a depender de Dios como lo hace un niño con su padre o,
más aun, con su madre.
Para entrar en el Reino hay que despojarse de
toda pretensión; hay que recordar que queremos entrar en un Reino donde el que
reina se hizo servidor de todos.
Te lo aseguro. Si logras despojarte de toda
ínfula de autosuficiencia y bajar todas tus “defensas” ante la presencia de
Dios, sentirás Su tierno y cálido abrazo, que sin necesidad de palabras te
expresará el amor más grande que hayas experimentado jamás. Y no tendrás más
remedio que compartirlo. De eso se trata el Reino.
No olviden visitar la Casa del Padre; Él les
espera…
El profeta Isaías continúa dominando la liturgia
del Adviento. La primera lectura que se nos presenta para hoy (Is 41,13-20), al
igual que la de ayer, está tomada del “libro de la consolación” o el “segundo
Isaías”, que comprende los capítulos 40 al 55. El libro de Isaías está formado
por tres libros de tres autores distintos: El “primer Isaías”, que comprende
los primeros 39 capítulos, compuesto principalmente antes de la deportación a
Babilonia; el “segundo Isaías” que hemos mencionado, compuesto primordialmente
durante el exilio en Babilonia; y el “tercer Isaías”, compuesto durante la era
de la restauración, luego del exilio.
Uno de los temas de reflexión del segundo
Isaías es la presentación de un futuro escatológico, dentro del marco de
referencia del Éxodo, el hecho salvífico y de redención por excelencia para el
pueblo judío, una era de portentos y milagros, similar a lo que la vida de
Jesús representa para nosotros los cristianos. La lectura de hoy pertenece a
ese grupo.
La lectura nos presenta al pueblo de Israel
pisoteado y humillado por el régimen opresor: “gusanito de Jacob, oruga de
Israel”. Y Dios le dice “Te agarro de la diestra” y “no temas, yo mismo te
auxilio”. Dios se compadece de su pueblo humillado y viene en su auxilio. Jesús
recogerá ese mismo pensamiento en las Bienaventuranzas, especialmente la de los
pobres, los débiles, los pequeños.
La pequeñez de ese pueblo de deportados que merecen
el favor de Dios la encontramos reflejada en la pequeñez de María, una débil y
humilde doncella de Nazaret a quien Dios convirtió en portadora del Misterio de
Dios, del Verbo encarnado: “porque él miró con bondad la pequeñez de su
servidora…” (Lc 1,48).
Así mismo, la primera lectura nos dice que: “Tu
redentor es el Santo de Israel”, mientras María exclama en el mismo canto del
Magníficat: “porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es
santo!” (Lc 1,49).
“Alumbraré ríos en cumbres peladas; en medio
de las vaguadas, manantiales; transformaré el desierto en estanque y el yermo
en fuentes de agua; pondré en el desierto cedros, y acacias, y mirtos, y
olivos; plantaré en la estepa cipreses, y olmos y alerces, juntos. Para que
vean y conozcan, reflexionen y aprendan de una vez, que la mano del Señor lo ha
hecho, que el Santo de Israel lo ha creado”. Una promesa de abundancia en medio
de la necesidad; una promesa de agua abundante en medio de una sed
insoportable. No nos podemos dejar llevar por el sentido literal de las
palabras. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque
serán saciados” (Mt 5,6). Lo “pobres” de hoy tampoco tienen sed de agua; buscan ser amados, acompañados, respetados. “No
temas, yo mismo te auxilio”, les dice el Señor.
¿Y cómo los va a auxiliar? ¿Cómo los va a
acompañar? ¿Cómo los va a amar? “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con
el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,45). Que el
verdadero portento de Dios en este Adviento sea que al nacer su Hijo en nuestros
corazones, nos convierta en “piedras vivas” de las cuales brote agua en
abundancia para saciar la sed de nuestros hermanos, especialmente los más
necesitados de su bondad y misericordia. Así todos ellos, junto a nosotros
podremos gritar en ese día: ¡Feliz Navidad!
El profeta Isaías continúa dominando la liturgia del
Adviento. La primera lectura que se nos presenta para hoy (Is 41,13-20), al
igual que la de ayer, está tomada del “libro de la consolación” o el “segundo
Isaías”, que comprende los capítulos 40 al 55. El libro de Isaías está formado
por tres libros de tres autores distintos: El “primer Isaías”, que comprende
los primeros 39 capítulos, compuesto principalmente antes de la deportación a
Babilonia; el “segundo Isaías” que hemos mencionado, compuesto primordialmente
durante el exilio en Babilonia; y el “tercer Isaías”, compuesto durante la era
de la restauración, luego del exilio.
Uno de los temas de reflexión del segundo Isaías es la
presentación de un futuro escatológico, dentro del marco de referencia del
Éxodo, el hecho salvífico y de redención por excelencia para el pueblo judío,
una era de portentos y milagros, similar a lo que la vida de Jesús representa
para nosotros los cristianos. La lectura de hoy pertenece a ese grupo.
La lectura nos presenta al pueblo de Israel pisoteado y
humillado por el régimen opresor: “gusanito de Jacob, oruga de Israel”. Y Dios
le dice “Te agarro de la diestra” y “no temas, yo mismo te auxilio”. Dios se
compadece de su pueblo humillado y viene en su auxilio. Jesús recogerá ese
mismo pensamiento en las Bienaventuranzas, especialmente la de los pobres, los
débiles, los pequeños.
La pequeñez de ese pueblo de deportados, que merecen el
favor de Dios, la encontramos reflejada en la pequeñez de María, una débil y
humilde doncella de Nazaret a quien Dios convirtió en portadora del Misterio de
Dios, del Verbo encarnado: “porque él miró con bondad la pequeñez de su
servidora…” (Lc 1,48).
Así mismo, la primera lectura nos dice que: “Tu redentor es
el Santo de Israel”, mientras María exclama en el mismo canto del Magníficat: “porque
el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo!” (Lc 1,49).
“Alumbraré ríos en cumbres peladas; en medio de las
vaguadas, manantiales; transformaré el desierto en estanque y el yermo en
fuentes de agua; pondré en el desierto cedros, y acacias, y mirtos, y olivos;
plantaré en la estepa cipreses, y olmos y alerces, juntos. Para que vean y conozcan,
reflexionen y aprendan de una vez, que la mano del Señor lo ha hecho, que el
Santo de Israel lo ha creado”. Una promesa de abundancia en medio de la
necesidad; una promesa de agua abundante en medio de una sed insoportable. No nos
podemos dejar llevar por el sentido literal de las palabras. “Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mt 5,6). Lo
“pobres” de hoy tampoco tienen sed de agua;
buscan ser amados, acompañados, respetados. “No temas, yo mismo te
auxilio”, les dice el Señor.
¿Y cómo los va a auxiliar? ¿Cómo los va a acompañar? ¿Cómo
los va a amar? “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de
mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,45). Que el verdadero portento de
Dios en este Adviento sea que al nacer su Hijo en nuestros corazones, nos
convierta en “piedras vivas” de las cuales brote agua en abundancia para saciar
la sed de nuestros hermanos, especialmente los más necesitados de su bondad y
misericordia. Así todos ellos, junto a nosotros podremos gritar en ese día:
¡Feliz Navidad!
La lectura evangélica que nos ofrece la
liturgia para hoy (Mt 13,10-17) continúa desmenuzando el pasaje más largo que
leímos el decimoquinto domingo del tiempo ordinario, hace poco más de una
semana, en el cual Jesús propone a los que le escuchan la parábola del
sembrador. El pasaje de hoy sirve como paréntesis entre la parábola y la
explicación de la misma que Jesús hace a sus discípulos más adelante (13,18-23).
“¿Por qué les hablas en parábolas?”, le
preguntan sus discípulos. Jesús les contesta: “A vosotros se os ha concedido
conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene
se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que
tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír
ni entender”.
Anteriormente hemos dicho que el significado
de las parábolas solo puede ser entendido por los que tienen una disposición
favorable para con Dios, pues es algo que es concedido por pura gratuidad de
parte de Dios a las personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el
que tiene fe entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que
no tiene fe, “se le quitará hasta lo que tiene”.
Dios es un misterio, y la palabra “misterio”
viene del griego antiguo μυστήριον (mystērion), que significa algo que
no se puede comprender o explicar. Por eso ese misterio es comprendido solo por
aquellos a quienes Dios se lo ha revelado y tienen la disposición de recibirlo.
No es algo que dependa de la capacidad intelectual de la persona. Por el
contrario, se trata de reconocer nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón
humilde, sensible y dispuesto, pues Él siempre ha mostrado preferencia por los
humildes y los débiles al momento de mostrarles las maravillas y los misterios
del Reino (Cfr. Mt 11,25).
Jesús nos está diciendo que la verdad
contenida en el Evangelio no es de orden intelectual. Es una verdad que solo se
percibe cuando abrimos nuestro corazón al Amor incondicional de Dios, que es el
Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y nos lo enseña todo (Jn 14,26).
Continúa diciendo el Señor a sus discípulos: “¡Dichosos
vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos
profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo
que oís y no lo oyeron”.
De ahí la importancia de invocar el Espíritu
Santo para que venga en nuestro auxilio cuando leemos las Sagradas Escrituras, y
nos ayude a entender las verdades de fe que Dios nos ha revelado en ellas para
nuestra salvación, siempre bajo la guía del Magisterio de la Iglesia.
Cuando lees la Biblia, ¿lo haces como si fuera una novela u otra obra literaria, o como la Palabra de Dios viva?
En ocasiones anteriores hemos dicho que de
todos los evangelistas Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de
Jesús. El pasaje que nos presenta la lectura evangélica que contemplamos hoy
(Mc 10,13-16) es un ejemplo vivo de ello.
Nos dice la Escritura que la gente le acercaba
a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al ver
esta actitud en sus discípulos, Jesús se enfadó (otras versiones dicen que se
“indignó”) y les dijo la tan conocida frase: “Dejad que los niños se acerquen a
mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os
aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él”.
Añade la lectura que “los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos”.
Este es uno de esos pasajes que nos narran los
tres sinópticos (Ver: Mt 19, 13-15; Lc 18, 15-17). Mateo menciona el hecho de
que los discípulos les “reñían”, pero se limita a decir que Jesús pidió que
permitieran a los niños acercarse y que les imponía las manos. Lucas se limita
a mencionar lo primero, pero ni tan siquiera menciona que les impusiera las
manos.
Marcos nos revela un Jesús muy humano, igual a
nosotros en todo menos en el pecado (Cfr.
Hb 4,15). Un Jesús capaz de enojarse ante la torpeza y falta de caridad de sus
discípulos, y a la vez un Jesús tierno, amoroso, que abraza… sobre todo a los
niños. ¡Qué diferencia entre la actitud de Jesús y la de sus discípulos! Hemos
señalado que en tiempos de Jesús los niños eran seres insignificantes, ni tan
siquiera se sentaban a la mesa con sus padres; se sentaban con los criados.
Jesús se identifica con ellos, los acoge, los abraza. Con su gesto nos está
demostrando, no solo sus sentimientos, sino su preferencia por los más
pequeños, los más débiles, los más indefensos, los marginados.
Pero con sus palabras también nos está
señalando la actitud que tenemos que seguir frente a Dios y las cosas de Reino.
Tenemos que ser capaces de maravillarnos, ver las cosas sin dobleces, actuar
espontáneamente, sin segundas intenciones ni agendas ocultas, ser capaces de
acercarnos a Dios con la confianza y la inocencia de un niño: “el que no acepte
el reino de Dios como un niño, no entrará en él”.
No se trata de asumir una actitud “infantil”
respecto a las cosas de Dios y del Reino. Se trata de confiar en la Divina
Providencia, aprender a depender de Dios como lo hace un niño con su padre o,
más aun, con su madre.
Para entrar en el Reino hay que despojarse de
toda pretensión; hay que recordar que queremos entrar en un Reino donde el que
reina se hizo servidor de todos.
Te lo aseguro. Si logras despojarte de toda
ínfula de autosuficiencia, y bajar todas tus “defensas” ante la presencia de
Dios, sentirás Su tierno y cálido abrazo, que sin necesidad de palabras te
expresará el amor más grande que hayas experimentado jamás. Y no tendrás más
remedio que compartirlo. De eso se trata el Reino.
No olviden visitar la Casa del Padre; Él les
espera…
La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 13,10-17) continúa desmenuzando el pasaje más largo que leímos el decimoquinto domingo del tiempo ordinario, hace poco más de una semana, en el cual Jesús propone a los que le escuchan la parábola del sembrador. El pasaje de hoy sirve como paréntesis entre la parábola y la explicación de la misma que Jesús hace a sus discípulos más adelante (13,18-23).
“¿Por qué les hablas en parábolas?”, le preguntan sus discípulos. Jesús les contesta: “A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender”.
Anteriormente hemos dicho que el significado de las parábolas solo puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios, pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe, “se le quitará hasta lo que tiene”.
Dios es un misterio, y la palabra “misterio” viene del griego antiguo μυστήριον (mystērion), que significa algo que no se puede comprender o explicar. Por eso ese misterio es comprendido solo por aquellos a quienes Dios se lo ha revelado y tienen la disposición de recibirlo. No es algo que dependa de la capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto, pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt 11,25). Jesús nos está diciendo que la verdad contenida en el Evangelio no es de orden intelectual. Es una verdad que solo se percibe cuando abrimos nuestro corazón al Amor incondicional de Dios, que es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y nos lo enseña todo (Jn 14,26).
Continúa diciendo el Señor a sus discípulos: “¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”.
Señor, concédenos el don de esos ojos que ven y esos oídos que oyen. Permítenos ver con los ojos de la fe, e interpretar a la luz de tu Palabra todos los acontecimientos en nuestras vidas, tanto personales como colectivos, que en nuestra ceguera espiritual miramos solamente con ojos humanos. Permítenos descifrar tu mensaje interpelante en los “signos de los tiempos”, que nos hablan de Ti y nos revelan los secretos del Reino que viniste a instaurar. Concédenos Señor, la gracia de que toda nuestra vida se convierta en una parábola en la que Tú te nos reveles.
En ocasiones anteriores hemos dicho que de todos los evangelistas Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús. El pasaje que nos presenta la lectura evangélica que contemplamos hoy (Mc 10,13-16) es un ejemplo vivo de ello.
Nos dice la Escritura que la gente le acercaba a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al ver esta actitud en sus discípulos, Jesús se enfadó (otras versiones dicen que se “indignó”) y les dijo la tan conocida frase: “Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Añade la lectura que “los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos”.
Este es uno de esos pasajes que nos narran los tres sinópticos (Ver: Mt 19, 13-15; Lc 18, 15-17). Mateo menciona el hecho de que los discípulos les “reñían”, pero se limita a decir que Jesús pidió que permitieran a los niños acercarse y que les imponía las manos. Lucas se limita a mencionar lo primero, pero ni tan siquiera menciona que les impusiera las manos.
Marcos nos revela un Jesús muy humano, igual a nosotros en todo menos en el pecado (Cfr. Hb 4,15). Un Jesús capaz de enojarse ante la torpeza y falta de caridad de sus discípulos, y a la vez un Jesús tierno, amoroso, que abraza… sobre todo a los niños. ¡Qué diferencia entre la actitud de Jesús y la de sus discípulos! Hemos señalado que en tiempos de Jesús los niños eran seres insignificantes, ni tan siquiera se sentaban a la mesa con sus padres; se sentaban con los criados. Jesús se identifica con ellos, los acoge, los abraza. Con su gesto nos está demostrando, no solo sus sentimientos, sino su preferencia por los más pequeños, los más débiles, los más indefensos, los marginados.
Pero con sus palabras también nos está señalando la actitud que tenemos que seguir frente a Dios y las cosas de Reino. Tenemos que ser capaces de maravillarnos, ver las cosas sin dobleces, actuar espontáneamente, sin segundas intenciones ni agendas ocultas, ser capaces de acercarnos a Dios con la confianza y la inocencia de un niño: “el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él”.
No se trata de asumir una actitud “infantil” respecto a las cosas de Dios y del Reino. Se trata de confiar en la Divina Providencia, aprender a depender de Dios como lo hace un niño con su padre o, más aun, con su madre.
Para entrar en el Reino hay que despojarse de toda pretensión; hay que recordar que queremos entrar en un Reino donde el que reina se hizo servidor de todos.
Te lo aseguro. Si logras despojarte de toda ínfula de autosuficiencia, y bajar todas tus “defensas” ante la presencia de Dios, sentirás Su tierno y cálido abrazo, que sin necesidad de palabras te expresará el amor más grande que hayas experimentado jamás. Y no tendrás más remedio que compartirlo. De eso se trata el Reino.
No olviden visitar la Casa del Padre; Él les espera…