REFLEXIÓN PARA EL UNDÉCIMO DOMINGO DEL T.O. (B) 13-06-21

“El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece”.

Dejando atrás las celebraciones litúrgicas de Pentecostés, la Santísima Trinidad y Corpus Christi, la liturgia dominical retoma el tiempo ordinario, y la lectura evangélica de hoy (Mc 4,26-34) nos presenta dos parábolas, ambas relacionadas con la agricultura. Jesús desarrolló su ministerio en una cultura acostumbrada a la siembra, que podía relacionarse con el lenguaje agrícola. Por eso lo encontramos enseñando con parábolas, incluyendo estas que les referían a vivencias que les resultaban familiares a los que escuchaban. “Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender”.

En la primera de ellas Jesús compara el Reino de Dios con una semilla que se siembra en la tierra y, sin que el campesino sepa cómo, desde el mismo momento en que la siembra, comienzan a ocurrir una serie de maravillas, allí, en lo oculto, bajo la tierra. Y un buen día cuando se levanta, encuentra que la semilla ha germinado. Un verdadero misterio. Una vez siembra la semilla ya no depende de él; las fuerzas ocultas de la naturaleza toman su curso, y “la tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano”. Finalmente llega el momento de la cosecha, “Se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Pero si no siembra, nunca va a cosechar.

Así es el Reino de Dios, como una semilla viva que hay que sembrar. No nos podemos cruzar de brazos. Hay que sembrar, hay que arriesgarse. Y el campo en que hemos de sembrarla son las almas de los que nos escuchan anunciar ese Reino. ¡Tenemos que sembrar! Tenemos que confiar en que esa semilla va a ir geminando lentamente, oculta en lo más profundo de las almas. Al igual que la semilla de la parábola, una vez la sembramos ya no depende de nosotros. La Palabra de Dios y el anuncio del Reino tienen una fuerza y poder misteriosos que harán germinar esa semilla de una u otra manera. Pero ¡tenemos que atrevernos a sembrar! Si no sembramos no podemos cosechar. Del mismo modo que el campesino confía en las fuerzas de la naturaleza al sembrar su semilla, así tenemos que confiar nosotros en la Fuerza de la Palabra de Dios para hacer germinar los frutos del anuncio del Reino.

La segunda parábola que nos presenta la lectura de hoy, la del grano de mostaza, nos apunta a que no importa cuán pequeña sea la semilla que sembremos, tiene el potencial de crecer como la más grande de las hortalizas, “y echar ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”.

A veces nos cohibimos de sembrar pensando que nuestra “semilla” es pequeña, no nos atrevemos a anunciar el Reino de Dios, porque “tenemos poco que decir”. Ninguna semilla es demasiado pequeña. Si hemos recibido la Palabra de Dios anunciando el Reino, tan solo tenemos que arriesgarnos, atrevernos a regar la semilla. No olvidemos que esa Palabra tiene poder creador, capaz de hacerla germinar aún en las condiciones más desfavorables. Entonces nos sorprenderemos cuando ese anuncio, al parecer insignificante, “echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”. El mensaje de Jesús es consistente: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15).

No me canso de repetirlo: ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 22-09-18

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 8,4-15), la parábola del sembrador, es uno de esos que no requiere interpretación, pues el mismo Jesús se encargó de explicarla a sus discípulos. La conclusión destaca la importancia de escuchar y guardar la Palabra de Dios. En el pasaje siguiente de Lucas, Jesús reafirma esa conclusión: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). De esta manera Jesús destaca que aún su propia madre es más madre de Él por escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios que por haberlo parido. Como el mismo Jesús dice al final de la parábola: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.

Como primera lectura tenemos la continuación de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15,35-37.42-49). El pasaje que contemplamos hoy es secuela de la primera lectura que leyéramos el pasado jueves (1 Cor 15,1-11), que nos presentaba la veracidad del hecho de la resurrección de Jesús. Hoy Pablo aborda el tema de nuestra resurrección. La manera en que lo plantea apunta a que la controversia que pretende explicar surge no tanto del “hecho” de la resurrección, sino del “cómo”: “¿Y cómo resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo traerán?”. La controversia parece girar en torno a la diferencia entre la concepción judía y la concepción griega de la relación entre el alma y el cuerpo, y cómo esto podría afectar el “proceso” de la resurrección.

Sin pretender entrar en disquisiciones filosóficas profundas (cosa que tampoco haremos aquí), Pablo le plantea a sus opositores el ejemplo de la semilla, que para poder tener plenitud de vida, tiene que morir primero: “Igual pasa en la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual”. De esta manera Pablo explica la naturaleza del cuerpo glorificado (Cfr. Fil 3,21) que hemos de adquirir en el día final cuando todos resucitaremos (Jn 5,29; Mt 25,46); ese día en que esperamos formar parte de esa enorme muchedumbre, “imposible de contar”, de gentes que comparecerán frente al Cordero a rendirle culto por toda la eternidad, vestidas con túnicas blancas y palmas en las manos (Cfr. Ap 7,9.15).

El “hecho” de la resurrección no está en controversia. En cuanto al “cómo”, eso es una cuestión de fe. Si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús y a su Palabra salvífica, tenemos la certeza de que si Él lo dijo, por su poder lo va a hacer. “Para Dios, nada es imposible” (Lc 1,37). Jesús resucitó gracias a su naturaleza divina; y, gracias al Espíritu que nos dejó y a su presencia en la Eucaristía, nosotros también participamos de su naturaleza divina. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

Mañana, cuando acudamos a la Casa del Padre y nos acerquemos a la mesa del Señor a recibir la Eucaristía, recordemos que estamos recibiendo Vida eterna. Lindo fin de semana a todos.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMOSEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 27-07-18

En la primera lectura de hoy (Jr 3,14-17) el profeta Jeremías retoma la figura del pastor y, en el contexto histórico del exilio a Babilonia, anuncia el retorno de los deportados, que acudirán en respuesta al llamado de Yahvé: “Volved, hijos apóstatas –oráculo del Señor–, que yo soy vuestro dueño; cogeré a uno de cada ciudad, a dos de cada tribu, y os traeré a Sión; os daré pastores a mi gusto que os apacienten con saber y acierto”…

En ese ambiente de “retorno”, de reunión del pueblo en Sión (haciendo alusión al Monte Sión, en la ciudad de Jerusalén), con el Templo de Salomón en ruinas y el arca de la alianza quemada por los babilonios, Jeremías en cierto modo prefigura la enseñanza de Jesús a los efectos de que la presencia de Dios no depende lugares específicos ni de objetos materiales; Dios habita en el corazón del pueblo y en cada uno de nosotros: “Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos” (Mt 18,20). Por eso el profeta dice que “ya no se nombrará el arca de la alianza del Señor, no se recordará ni mencionará, no se echará de menos ni se hará otra. En aquel tiempo, llamarán a Jerusalén «Trono del Señor»”.

El arca representaba la antigua Alianza, una religión con un culto ritualista, que giraba en torno al Templo, y dentro del Templo, al Arca de la Alianza, donde habitaba Yahvé. Este culto habría de dar paso a otro centrado en el misterio pascual de Jesús, el culto en espíritu y verdad, que tiene como culmen la Eucaristía, la persona de Cristo. Jesucristo pasaría a ser el nuevo “Templo” (Cfr. Jn 2,19-21).

Pero Jeremías va más allá; profetiza la “catolicidad” (universalidad) de la Iglesia: “acudirán a ella todos los paganos, porque Jerusalén llevará el nombre del Señor, y ya no seguirán la maldad de su corazón obstinado”. Ya no se tratará solo del “pueblo elegido”, sino que acudirán a la nueva Jerusalén todos los pueblos. Esto nos evoca la visión de Juan en el Apocalipsis: “Entonces vi una enorme muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas. Estaban de pie ante el trono y delante del Cordero, vestidos con túnicas blancas; llevaban palmas en la mano…” (Ap 7,9).

La lectura evangélica de hoy (Mt 13,18-23) es la explicación que Jesús da a sus discípulos de la parábola del sembrador. Es como si Jesús hiciera una “homilía” sobre su Palabra para beneficio de sus discípulos.

Pero nos llama la atención un detalle que Jesús no explica en ese momento, y suscita una pregunta: ¿Por qué el “sembrador” (Dios) “desperdicia” la semilla regándola en toda clase de terreno, y hasta fuera del terreno (a la orilla del camino)? ¿No sería más lógico que sembrara en el terreno bueno, como lo haría un buen sembrador? La contestación es sencilla: Él quiere que todos nos salvemos (Cfr. 1 Tm 2,4; 2 Pe 3,9), por eso hace llover (siembra) su Palabra (semilla) sobre malos y buenos (tierra mala y buena) – (Cfr. Mt 5,45). El ser tierra mala o buena depende de nosotros.

Eso es lo hermoso de Jesús; Él no te juzga, tan solo te brinda su amor incondicional. ¿Lo aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 24-01-18

La liturgia nos invita hoy a continuar leyendo el evangelio según san Marcos (4,1-20). A partir de este punto en el relato, Marcos nos va a presentar cinco sermones de Jesús y cuatro milagros, todos en presencia de sus discípulos a quienes había instituido apóstoles (Mc 3,13-10), como para afianzar su relación con ellos, que ya constituían su círculo íntimo.

La lectura de hoy nos presenta a Jesús “enseñando” otra vez junto al lago. Esa palabra coloca a Jesús ejerciendo la función propia de un rabino, enseñar. Hemos visto a lo largo del relato de Marcos cómo la fama de Jesús ha seguido creciendo, y a donde quiera que vaya le siguen multitudes. Una vez más, había tanta gente que tuvo que subirse a una barca y retirarse de la orilla mientras la gente permanecía en ella, y “les enseñó mucho rato con parábolas, como él solía enseñar”.

La parábola es el recurso literario preferido por Jesús para comunicar sus enseñanzas, especialmente con relación al Reino. Estas consisten en una breve narración de un suceso, imaginario o real, del que podemos deducir, por comparación, una enseñanza moral, o una verdad que trasciende nuestra experiencia. El Reino es un misterio, algo que está más allá de nuestra comprensión, pero relacionándolo con situaciones concretas que forman parte de nuestra experiencia cotidiana, podemos tener al menos un atisbo de esa “otra” realidad trascendente.

El pueblo de Galilea entendía de árboles y pájaros, conocía el color y la historia del trigo y la amenaza de la cizaña, sabía de semillas, de la tierra, de la pesca, de las costumbres de las aves de rapiña, conocía la vida de las zorras y cómo cobija una gallina a sus polluelos, etc. Y Jesús aprovecha esas experiencias para comunicarles la Buena Noticia del Reino (Cfr. Lc 4,43).

Nos dice la lectura que en esta ocasión Jesús les narró la parábola del sembrador, en la que un hombre regó semillas que cayeron en cuatro tipos de terreno: la orilla del camino, terreno pedregoso, entre zarzas, y en tierra buena, y cómo solamente las últimas nacieron, crecieron y dieron fruto. Lo curioso de esta parábola es que al retirarse el gentío, los discípulos pidieron a Jesús que les explicara la parábola, y Jesús procedió a explicárselas, no sin antes advertirles que “a vosotros se os han comunicado los secretos del reino de Dios; en cambio, a los de fuera todo se les presenta en parábolas”. Más adelante veremos a Jesús repitiendo ese gesto de hablar a la gente en parábolas y explicarle su significado a los discípulos en privado: “Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo” (Mc 4,33-34).

¿Por qué esa doble vara? Algunos ven en ese gesto de Jesús, que hoy catalogaríamos de discriminatorio, la importancia que los “doce” (y sus sucesores, los obispos) iban a tener en la Iglesia. El fundamento para lo que hoy llamamos el “magisterio” de la Iglesia.

Que pasen un hermoso día en la PAZ del Señor.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOSEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 27-07-17

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 13,10-17) continúa desmenuzando el pasaje más largo que leímos el decimoquinto domingo del tiempo ordinario, hace poco más de una semana, en el cual Jesús propone a los que le escuchan la parábola del sembrador. El pasaje de hoy sirve como paréntesis entre la parábola y la explicación de la misma que Jesús hace a sus discípulos más adelante (13,18-23).

“¿Por qué les hablas en parábolas?”, le preguntan sus discípulos. Jesús les contesta: “A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender”.

Anteriormente hemos dicho que el significado de las parábolas solo puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios, pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe, “se le quitará hasta lo que tiene”.

Dios es un misterio, y la palabra “misterio” viene del griego antiguo μυστήριον (mystērion), que significa algo que no se puede comprender o explicar. Por eso ese misterio es comprendido solo por aquellos a quienes Dios se lo ha revelado y tienen la disposición de recibirlo. No es algo que dependa de la capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto, pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt 11,25). Jesús nos está diciendo que la verdad contenida en el Evangelio no es de orden intelectual. Es una verdad que solo se percibe cuando abrimos nuestro corazón al Amor incondicional de Dios, que es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y nos lo enseña todo (Jn 14,26).

Continúa diciendo el Señor a sus discípulos: “¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”.

Señor, concédenos el don de esos ojos que ven y esos oídos que oyen. Permítenos ver con los ojos de la fe, e interpretar a la luz de tu Palabra todos los acontecimientos en nuestras vidas, tanto personales como colectivos, que en nuestra ceguera espiritual miramos solamente con ojos humanos. Permítenos descifrar tu mensaje interpelante en los “signos de los tiempos”, que nos hablan de Ti y nos revelan los secretos del Reino que viniste a instaurar. Concédenos Señor, la gracia de que toda nuestra vida se convierta en una parábola en la que Tú te nos reveles.

Por Jesucristo nuestro Señor.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 17-09-16

sembrador

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 8,4-15), la parábola del sembrador, es uno de esos que no requiere interpretación, pues el mismo Jesús se encargó de explicarla a sus discípulos. La conclusión destaca la importancia de escuchar y guardar la Palabra de Dios. En el pasaje siguiente de Lucas, Jesús reafirma esa conclusión: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). De esta manera Jesús destaca que aún su propia madre es más madre de Él por escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios que por haberlo parido. Como el mismo Jesús dice al final de la parábola: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.

Como primera lectura tenemos la continuación de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15,35-37.42-49). El pasaje que contemplamos hoy es secuela de la primera lectura que leyéramos el pasado jueves (1 Cor 15,1-11), que nos presentaba la veracidad del hecho de la resurrección de Jesús. Hoy Pablo aborda el tema de nuestra resurrección. La manera en que lo plantea apunta a que la controversia que pretende explicar surge no tanto del “hecho” de la resurrección, sino del “cómo”: “¿Y cómo resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo traerán?”. La controversia parece girar en torno a la diferencia entre la concepción judía y la concepción griega de la relación entre el alma y el cuerpo, y cómo esto podría afectar el “proceso” de la resurrección.

Sin pretender entrar en disquisiciones filosóficas profundas (cosa que tampoco haremos aquí), Pablo le plantea a sus opositores el ejemplo de la semilla, que para poder tener plenitud de vida, tiene que morir primero: “Igual pasa en la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual”. De esta manera Pablo explica la naturaleza del cuerpo glorificado (Cfr. Fil 3,21) que hemos de adquirir en el día final cuando todos resucitaremos (Jn 5,29; Mt 25,46); ese día en que esperamos formar parte de esa enorme muchedumbre, “imposible de contar”, de gentes que comparecerán frente al Cordero a rendirle culto por toda la eternidad, vestidas con túnicas blancas y palmas en las manos (Cfr. Ap 7,9.15).

El “hecho” de la resurrección no está en controversia. En cuanto al “cómo”, eso es una cuestión de fe. Si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús y a su Palabra salvífica, tenemos la certeza de que si Él lo dijo, por su poder lo va a hacer. “Para Dios, nada es imposible” (Lc 1,37). Jesús resucitó gracias a su naturaleza divina; y gracias al Espíritu que nos dejó, y a su presencia en la Eucaristía, nosotros también participamos de su naturaleza divina. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

Mañana, cuando acudamos a la Casa del Padre y nos acerquemos a la mesa del Señor a recibir la Eucaristía, recordemos que estamos recibiendo Vida eterna. Lindo fin de semana a todos.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 27-01-16

sembrador

La liturgia nos invita hoy a continuar leyendo el evangelio según san Marcos (4,1-20). A partir de este punto en el relato, Marcos nos va a presentar cinco sermones de Jesús y cuatro milagros, todos en presencia de sus discípulos a quienes había instituido apóstoles (Mc 3,13-10), como para afianzar su relación con ellos, que ya constituían su círculo íntimo.

La lectura de hoy nos presenta a Jesús “enseñando” otra vez junto al lago. Esa palabra coloca a Jesús ejerciendo la función propia de un rabino, enseñar. Hemos visto a lo largo del relato de Marcos cómo la fama de Jesús ha seguido creciendo, y a donde quiera que vaya le siguen multitudes. Una vez más, había tanta gente que tuvo que subirse a una barca y retirarse de la orilla mientras la gente permanecía en ella, y “les enseñó mucho rato con parábolas, como él solía enseñar”.

La parábola es el recurso literario preferido por Jesús para comunicar sus enseñanzas, especialmente con relación al Reino. Estas consisten en una breve narración de un suceso, imaginario o real, del que podemos deducir, por comparación, una enseñanza moral, o una verdad que trasciende nuestra experiencia. El Reino es un misterio, algo que está más allá de nuestra comprensión, pero relacionándolo con situaciones concretas que forman parte de nuestra experiencia cotidiana, podemos tener al menos un atisbo de esa “otra” realidad trascendente. El pueblo de Galilea entendía de árboles y pájaros, conocía el color y la historia del trigo y la amenaza de la cizaña, sabía de semillas, de la tierra, de la pesca, de las costumbres de las aves de rapiña, conocía la vida de las zorras y cómo cobija una gallina a sus polluelos, etc. Y Jesús aprovecha esas experiencias para comunicarles la Buena Noticia del Reino (Cfr. Lc 4,43).

Nos dice la lectura que en esta ocasión Jesús les narró la parábola del sembrador, en la que un hombre regó semillas que cayeron en cuatro tipos de terreno: la orilla del camino, terreno pedregoso, entre zarzas, y en tierra buena, y cómo solamente las últimas nacieron, crecieron y dieron fruto. Lo curioso de esta parábola es que al retirarse el gentío, los discípulos pidieron a Jesús que les explicara la parábola, y Jesús procedió a explicárselas, no sin antes advertirles que “a vosotros se os han comunicado los secretos del reino de Dios; en cambio, a los de fuera todo se les presenta en parábolas”. Más adelante veremos a Jesús repitiendo ese gesto de hablar a la gente en parábolas y explicarle su significado a los discípulos en privado: “Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo” (Mc 4,33-34).

¿Por qué esa doble vara? Algunos ven en ese gesto de Jesús, que hoy catalogaríamos de discriminatorio, la importancia que los “doce” (y sus sucesores, los obispos) iban a tener en la Iglesia. El fundamento para lo que hoy llamamos el “magisterio” de la Iglesia.

Que pasen un hermoso día en la PAZ del Señor.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 19-09-15

parabola del sembrador med

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 8,4-15) es la parábola del sembrador. Esta parábola destaca la importancia de escuchar y guardar la Palabra de Dios. En el pasaje siguiente de Lucas, Jesús reafirma esa conclusión: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). De esta manera Jesús destaca que aún su propia madre es más madre de Él por escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios que por haberlo parido. Como el mismo Jesús dice al final de la parábola: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.

La parábola es el recurso literario preferido por Jesús para comunicar sus enseñanzas, especialmente con relación al Reino. Estas consisten en una breve narración de un suceso, imaginario o real, del que podemos deducir, por comparación, una enseñanza moral, o una verdad que trasciende nuestra experiencia. El Reino es un misterio, algo que está más allá de nuestra comprensión, pero relacionándolo con situaciones concretas que forman parte de nuestra experiencia cotidiana, podemos tener al menos un atisbo de esa “otra” realidad trascendente. El pueblo de Galilea entendía de árboles y pájaros, conocía el color y la historia del trigo y la amenaza de la cizaña, sabía de semillas, de la tierra, de la pesca, de las costumbres de las aves de rapiña, conocía la vida de las zorras y cómo cobija una gallina a sus polluelos, etc. Y Jesús aprovecha esas experiencias para comunicarles la Buena Noticia del Reino (Cfr. Lc 4,43).

La parábola que leemos hoy nos presenta un sembrador que regó semillas que cayeron en cuatro tipos de terreno: la orilla del camino, terreno pedregoso, entre zarzas, y en tierra buena, y cómo solamente las últimas nacieron, crecieron y dieron fruto. Lo curioso de este pasaje es que luego de concluir su narración los discípulos pidieron a Jesús que les explicara la parábola, y Jesús, en un “aparte”, procedió a explicárselas, no sin antes advertirles que “a vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas”. Son varias las ocasiones en que veremos a Jesús repitiendo ese gesto de hablar a la gente en parábolas y explicarle su significado a los discípulos en privado: “Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo” (Mc 4,33-34).

¿Por qué esa doble vara? Algunos ven en ese gesto de Jesús, que hoy catalogaríamos de discriminatorio, la importancia que los “Doce” (y sus sucesores, los obispos) iban a tener en la Iglesia que Él tenía vislumbrada. El fundamento para lo que hoy llamamos el “magisterio” de la Iglesia.

Mañana domingo, cuando acudamos a la Casa del Padre y nos acerquemos a la mesa de la Palabra y a la mesa del Señor a recibir la Eucaristía, recordemos que estamos recibiendo Vida eterna. Lindo fin de semana a todos.