REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 19-11-18

La primera lectura (Ap 1,1-5a.6b.10.11; 2,1-5a) y el Evangelio (Lc 18,35-43) que nos presentan la liturgia para hoy tienen un denominador común: la importancia de perseverar en la fe. En la primera, el ángel de la Iglesia de Éfeso le dice: “Conozco tus obras, tu fatiga y tu aguante; sé que no puedes soportar a los malvados, que pusiste a prueba a los que se llamaban apóstoles sin serlo y descubriste que eran unos embusteros. Eres tenaz, has sufrido por mi y no te has rendido a la fatiga; pero tengo en contra tuya que has abandonado el amor primero. Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”.

Es un retrato de nuestro propio proceso de conversión; esa conversión (metanoia) que comienza con nuestro primer “enamoramiento” con Jesús, y que no termina hasta que cerramos los ojos por última vez. Luego de esa primera experiencia íntima con Jesús nos lanzamos a laborar en la construcción de Reino con un entusiasmo y confianza absolutos, impulsados por el amor, con la certeza de que sin Él nada, y con Él todo. Pero con el pasar del tiempo seguimos nuestro trabajo pastoral, y cada vez dependemos menos y menos de Él; nos creemos “creciditos” y que ya no necesitamos de Él. Comenzamos a depender de nuestras propias habilidades. Caemos en la rutina. Abandonamos el “primer amor”. No nos damos cuenta, pero nuestra fe se ha debilitado. Y el Señor, rico en misericordia (Sal 86,15), lejos de castigarnos, nos reprende e instruye: “Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”. A veces necesitamos una caída, un golpe que nos despierte de nuestro letargo espiritual. Entonces el Señor nos tiende su mano y nos “enamora” de nuevo.

El Evangelio, por su parte, nos muestra lo que es la perseverancia en la fe. “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”, le grita el ciego a Jesús, aunque no puede verlo. El ejemplo perfecto de un acto de fe. Mas cuando le regañan y le piden que calle, él no se rinde. Lo que hace es gritar con más fuerza: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. El ejemplo perfecto de perseverancia en la fe. Y Jesús, conmovido por la perseverancia de aquel ciego (que el paralelo de Marcos nos dice que se llamaba Bartimeo), pidió que se lo acercaran y le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” “Señor, que vea otra vez”, contestó el ciego. A lo que Jesús le responde: “Recobra la vista, tu fe te ha curado”. De nuevo el ingrediente indispensable para los milagros: la fe. “Todo lo que pidan con fe, lo alcanzarán” (Mt 21,22); “Cuando pidan algo en la oración, crean que ya tienen y lo conseguirán” (Mc 11,24).

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que no olvidemos aquel “primer amor” que nos hizo entregarnos a Él en cuerpo y alma, con la certeza de que “sin Él nada, y con Él todo”. Y si nos apartamos de ese amor, que reconozcamos que hemos caído, y tengamos la humildad de reconocer nuestra ceguera espiritual pidiéndole: “Señor, que vea otra vez”. Créanme, Él nos va “enamorar” nuevamente.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TRIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 15-11-18

“Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: ‘El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia’” (Mc 4,14-15).

En la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Lc 17,20-25), unos fariseos le preguntaban a Jesús que cuándo iba a llegar el Reino de Dios, a lo que Jesús contestó: “El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros”. Luego se tornó a sus discípulos y les dijo: “Llegará un tiempo en que desearéis vivir un día con el Hijo del hombre, y no podréis. Si os dicen que está aquí o está allí no os vayáis detrás. Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho y ser reprobado por esta generación”.

Les decía esto porque a pesar de todas sus enseñanzas, todavía algunos discípulos tenían la noción de un reino terrenal.  En el relato de la pasión que nos hace Juan, encontramos a Jesús diciendo a Pilato: “Mi reino no es de este mundo”. Luego, con la culminación del misterio pascual (su pasión, muerte, resurrección y glorificación), pero sobre todo con su resurrección, Jesús vence la muerte e inaugura definitivamente el Reino que había anunciado. Y ese Reino se hace presente en el corazón de todo aquél que le acoge y le recibe como su Rey y salvador.

A la pregunta de si el Reino de Dios está entre nosotros, escuchamos a los teólogos decir: “Ya, pero todavía…” Es decir, ya está entre nosotros (Jesús se encarnó entre nosotros y nos dejó su presencia – Mt 18,20; 28-20), pero todavía le falta, no está completo; está como algunas páginas cibernéticas “en construcción”. Es un Reino, vivo, dinámico, en crecimiento. Y todos estamos llamados a convertirnos en obreros de esa construcción, a trabajar en ese gran proyecto que es la construcción de Reino, que estará consumado el día final, cuando Jesús reine en los corazones de todos los hombres, cuando “como el fulgor del relámpago brille de un horizonte a otro”. Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre sobre la frente, y reinaremos junto a Él por toda la eternidad (Ap 22,4-5).

Y ese reinado, el “gobierno” que Jesús nos propone y nos promete, es uno regido por una sola ley, la ley de amor, en el cual Él, que es el Amor, reina soberano (Cfr. 1Jn 4,1-12).

Hoy debemos preguntarnos: Jesús, ¿reina ya en mi corazón? ¿Estoy haciendo la labor que me corresponde, según mis carismas, en la construcción del Reino?

“Señor Dios nuestro: Tu reino no es un orden establecido y anquilosado, sino algo que está siempre vivo, dinámico y siempre llegando. Haznos conscientes de que encontraremos el reino allí donde te dejemos reinar a ti, donde nosotros y el reino de este mundo demos paso a tu reino, donde dejemos que tu justicia, amor y paz ocupen el lugar de nuestras torpezas y tropezones” (de la Oración Colecta para hoy).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 27-10-18

En el Evangelio de hoy (Lc 13,1-9) se nos continúa narrando la última subida de Jesús a Jerusalén. Acaba de contar a los que le siguen una parábola sobre la reconciliación. Ahora les plantea la necesidad de conversión, unida a la paciencia divina.

Los que le siguen le plantean dos eventos separados, uno producto de la conducta humana (los revoltosos ejecutados por Pilato en Galilea), y otro producto de un hecho fortuito (los que murieron aplastados por el derrumbe de la torre de Siloé en Jerusalén). En tiempos de Jesús existía la creencia que esas desgracias eran producto del pecado. Por eso Jesús se apresta a decirles que si creen que los que murieron eran más pecadores que el resto de la población, está equivocados: “Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Jesús les dice que no solo son culpables los que sufren algún “castigo”, sino todos: tanto los habitantes de Galilea como los de Jerusalén, por lo que es necesario entrar en un camino de conversión.

En el Evangelio de ayer Jesús hablaba de los “signos de los tiempos”, de cómo en los eventos que ocurren a nuestro alrededor, incluyendo las desgracias, podemos encontrar la Palabra de Dios, que nos invita constantemente a la conversión. Para enfatizar la necesidad de conversión y la inminencia de la misma, Jesús les plantea la parábola del viñador. En esta se nos narra la historia de “uno” que tenía una higuera que llevaba tres años (el tiempo que Jesús llevaba predicando) sin dar fruto, y dijo al viñador, “córtala”. Pero el viñador le pidió más tiempo para cavar a su alrededor y abonarla a ver si daba fruto.

Todos estamos llamados a la conversión, pero si leemos los signos de los tiempos, como la desgracia de los que murieron repentinamente, a la luz del Evangelio, comprendemos Dios nos está diciendo que tenemos un tiempo limitado en nuestra vida y tenemos que aprovecharlo. Y Dios es paciente con nosotros, no nos castiga, y nos da un año más, y otro, y otro… Pero el tiempo se nos acaba, y no sabemos ni el día ni la hora en que va a llegar novio y encontrarnos con las lámparas sin aceite (Cfr. Mt 25,1-13).

Jesús nos sigue llamando (Cfr. Ap 3,20), pero seguimos dejándolo “para mañana”. Entonces tenemos que preguntarnos, ¿hasta cuando voy a tener para contestarle? No tenemos más que abrir un periódico para leer sobre todas las personas que a diario mueren producto de accidentes o crímenes. La pregunta obligada es: Estas personas, ¿habían contestado la llamada de Jesús, o lo habían dejado para “mañana”?

Si no lo has hecho, este este fin de semana que comienza es un buen momento para reconciliarte con el Señor. No desaproveches la oportunidad.

Todavía estamos a tiempo… ¡Anda!, Él te espera.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 15-10-18

El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) es uno de esos que está “preñado” de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento. Pero el mensaje es uno: Jesús nos llama a la conversión, y nosotros, al igual que los de su tiempo, también nos pasamos pidiendo “signos”, milagros, portentos, que evidencien su poder. Una vez más escuchamos a Jesús utilizar palabras fuertes contra los que no aceptan el mensaje de salvación de su Palabra: “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.

Aun los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la cruz. Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución. El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra, pero esa Palabra nos resulta un tanto incómoda; a veces nos hiere, nos “desnuda”. Por eso la ignoramos…

Jesús le pone a los de su tiempo el ejemplo de Jonás, que con su predicación, sin necesidad de signos, convirtió a los habitantes de Nínive, una ciudad pagana a la que Yahvé le envió a predicar (Jon 3). Le bastó a Jonás un recorrido de un día por las calles de la ciudad, para que hasta el rey se convirtiera y emitiera un decreto ordenando al pueblo al ayuno y la penitencia. Sin embargo a Jesús, “que es más que Jonás”, no lo escucharon. No le escucharon porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Exigían signos, “ver para creer”, como Tomás (Jn 20,25).

Jesús pone también como ejemplo a la reina de Saba (“la reina del sur”), una reina también pagana, que viajó grandes distancias para escuchar la sabiduría de Salomón. Es decir, compara a los de su “generación” con los paganos y les dice que primero se salvan estos antes que ellos. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,11).

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos “un milagrito” para afianzar esa “conversión”?

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que nos conceda el don de la fe, y la valentía para deshacernos de todo lo que nos impide la conversión plena.

Que tengan una linda semana llena de la PAZ que solo la fe en Cristo Jesús puede traernos.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 02-08-18

El evangelio de hoy nos presenta la última de las parábolas del Reino que ocupan el capítulo 13 de san Mateo (13,47-53), la parábola de la red. Esta es otra de esas parábolas con “sabor” escatológico, Compara el Reino de los cielos con una red que saca toda clase de peces del mar, buenos y malos. Y nos dice que al final de los tiempos los ángeles harán con nosotros lo mismo que hacen los pescadores con los peces que atrapan en la red: “separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido”, seguido de esa frase que encontramos en Mateo y en Lucas: “Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. El rechinar de dientes es una frase tomada del Antiguo Testamento (Job16,9; Sal 35,16), que expresa odio y rabia, pero que unida al llanto expresa la desesperación y el dolor de los que quedarán excluidos de la salvación.

Esa imagen del Reino como una red en la que caben tanto los peces buenos como los malos, nos apunta también al hecho de que el Reino ya está aquí, que ha comenzado. La ventaja que tenemos es que el Pescador nos da la oportunidad de ser contados entre los “peces buenos”. Y de la misma manera que nos creó del barro (Gn 2,7), si nos entregamos a las manos del Alfarero, Él puede triturarnos y hacernos de nuevo, creaturas nuevas nacidas de la conversión, el “hombre nuevo” de que nos habla san Pablo (Cfr. Ef 4,24). Y seremos contados entre los elegidos (Cfr. Ap 7).

Precisamente la primera lectura de hoy, tomada del profeta Jeremías (18,1-6), nos presenta la figura del alfarero. Con esta figura Dios está diciéndole al profeta que de la misma manera que cuando el alfarero no está satisfecho con la vasija que ha hecho, lejos de desanimarse, hace una bola nueva con el mismo barro y comienza otra pieza con el mismo barro, Él hará lo mismo con el pueblo, Así actúa Dios con nosotros. Otra muestra de la infinita paciencia de Dios que nunca se cansa de esperar nuestra conversión.

En la celebración eucarística entonamos un cántico que dice “Yo quiero ser Señor amado, como el barro en manos del alfarero, toma mi vida hazla de nuevo, yo quiero ser un vaso nuevo”.

Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a entregarme en Sus manos para que Él me moldee en un “vaso nuevo” que sea de Su agrado?

“Señor, concédeme ser cada día más dócil a los impulsos de tus dedos divinos. Termina en mí tu creación”.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 22-03-18

La primera lectura de hoy (Gn 17,3-9) nos presenta la alianza que Yahvé Dios pacta con Abraham. Una alianza que por sus propios términos iba a ser perpetua. Una alianza que se trasmitiría por la carne (por herencia), por eso Dios utiliza un signo carnal para sellar la misma: la circuncisión. Dios le cambia el nombre a Abrán para significar su cambio de misión, y le llama Abraham, que quiere decir padre de muchedumbre de pueblos (Ab = padre, y ham = muchedumbre). Pero más allá de la herencia carnal, Abraham se convierte en “padre de la fe” para todos los que creen en las promesas de Dios.

En la lectura evangélica (Jn 8,51-59), Jesús alude a esa genealogía que comienza con Abraham: “Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría”.

En ocasiones anteriores hemos señalado que Juan resalta la divinidad de Jesús, ya que el objetivo principal de su evangelio es combatir una herejía (los “ebionistas”) que negaba la divinidad de Jesucristo (Cfr. Jn 20,30-31). De ahí que cuando Él aludió a Abraham de esa manera los judíos le dijeron: “No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?” A lo que Jesús respondió: “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy”. Jesús está diciendo que Él “es” antes de Abraham y “es” ahora, es eterno, por lo tanto es Dios. “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1,1). De igual modo fue presentado por Juan el Bautista: “A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo” (Jn 1,30).

Pero Jesús va más allá: “En verdad, en verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Eso resultaba inaceptable para los judíos que le escuchaban, quienes lo tildaron de endemoniado, diciéndole: “¿y tú dices: ‘Quien guarde mi palabra no gustará la muerte para siempre?’ ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?”

La actuación de Jesús sigue incomodando cada vez más al poder político-religioso de su época. El complot para eliminarlo se acrecienta. El cerco sigue cerrándose, pero todavía no ha llegado su hora. “Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo”.

La liturgia continúa acercándonos al Misterio Pascual de Jesús. Ya pasado mañana es la víspera del domingo de ramos. Ayer nos decía que en Él encontraríamos la Verdad y que esa Verdad nos haría libres. Hoy ha añadido: “quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Es decir, que además de ser libres, tendremos vida en plenitud, y vida eterna.

El llamado a la conversión está vigente. Todavía estamos a tiempo. Si creemos en Él y “le creemos” (tenemos fe), tendremos Vida. Anda, ¡atrévete! El sacramento de la reconciliación está a nuestro alcance. ¿Y sabes qué? Él te está esperando para darte el abrazo más tierno y cálido que hayas sentido. Entonces comprenderás…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 17-03-18

En las lecturas que contemplamos hoy se percibe un ambiente de tensión. Ya se ve en el horizonte el drama de la Pasión…

La primera lectura (Jr 11,18-20) continúa prefigurando la Pasión, con la imagen del “cordero manso, llevado al matadero”. Seis siglos antes que Jesús, Jeremías también había sido perseguido por anunciar la palabra de Dios e invitar a su pueblo a la conversión.

Esa imagen del cordero, tan asociada al “cordero pascual” que representa la figura de Cristo, enfatiza la inocencia de la víctima y la injusticia del sacrificio; sacrificio que fue justificado por la Ley.

En la lectura evangélica (Jn 7,40-53) encontramos a los judíos divididos en cuanto a su opinión sobre Jesús. Jesús siempre se presentó como una figura controversial. Ya Simeón había profetizado que Jesús iba a ser “signo de contradicción” (Lc 2,34). Por otro lado, vemos que los sumos sacerdotes y fariseos ya estaban poniendo en marcha su conspiración para acabar con Jesús. Pero sus esfuerzos por arrestarlo resultaban en vano. Los guardias del templo que tenían esa encomienda regresaron ante ellos con las manos vacías. Furiosos ante el fracaso de su gestión, increparon a los guardias: “¿Por qué no lo habéis traído?”, a lo que éstos respondieron: “Jamás ha hablado nadie como ese hombre”. El poder del Verbo, la Palabra de Dios que creó el universo (Cfr. Gn 1), que separó las tinieblas de la luz; que es capaz de apartar las tinieblas de los corazones que se abren a ella. Los guardias no habían podido resistir ese Poder.

Los fariseos estaban tan concentrados en estudiar la Ley y los profetas, en aprenderlos de memoria, en debatir sobre su interpretación, en el estricto “cumplimiento” de la Ley, que no reconocieron a Aquél de quien hablaban los profetas. Por eso insultan a los guardias: “¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la Ley son unos malditos”.

Los compararon con los llamados “pecadores” de su época. Este grupo lo conformaban aquellos que por falta de instrucción, y desconocimiento de la Ley, estaban constantemente expuestos a incumplir sus normas o preceptos, especialmente aquellos relativos a la pureza ritual, y eso los convertía en “pecadores”. Los judíos los denominaban el “pueblo de la tierra” o ham ha’ares. Solo esta gente “ignorante” podía dejarse “embaucar” por Jesús.

Los fariseos estaban convencidos que solo mediante el estudio de la Ley y las escrituras se podía alcanzar el favor de Dios. Todavía, en pleno siglo XXI, existen sectas fundamentalistas que sostienen que el que no sabe leer no puede salvarse, pues no puede leer la Biblia. Los fariseos confundían el conocimiento de la Ley con el conocimiento de Dios. Esa actitud resalta el contraste entre ellos y Jesús. Ellos se sienten “superiores”, por encima de la plebe, mientras Jesús se identifica con los pobres y marginados.

Al final de pasaje vemos que los fariseos también apoyan sus prejuicios en las Escrituras cuando insultan a Nicodemo: “verás que de Galilea no salen profetas”.

Hagamos examen de conciencia. Nosotros, ¿utilizamos las Escrituras para juzgar, y fundamentar nuestros prejuicios contra ciertas personas o grupos? ¿Ponemos los preceptos por encima del amor?

“Misericordia quiero, y no sacrificio”…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 10-03-18

“Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Estos versos, tomados del Miserere, Salmo que nos presenta la liturgia de hoy (50) y ha estado resonando en la liturgia cuaresmal, sientan la tónica para las lecturas del día.

La primera, tomada del profeta Oseas (6,1-6), nos habla del arrepentimiento y la misericordia divina: “Vamos a volver al Señor: él, que nos despedazó, nos sanará; él, que nos hirió, nos vendará. En dos días nos sanará; al tercero nos resucitará (prefigurando la gloriosa resurrección de Jesús); y viviremos delante de él”. A lo que el Señor contesta: “Quiero misericordia, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos”.

Durante este tiempo de Cuaresma se nos hace un llamado a la conversión. Esa conversión está relacionada al arrepentimiento, pero no a un arrepentimiento que implique culpa, remordimiento, o temor al castigo, sino más bien un arrepentimiento que sea producto de una transformación interior, en lo más profundo de nuestro ser, que nos haga reconocer nuestras faltas, lo que se ha de reflejar en nuestra forma de relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo.

Se trata de que el arrepentimiento y la penitencia sean producto de la conversión y no a la inversa. Se trata de abrirnos incondicionalmente al Amor de Dios y rendirnos ante Él con la firme determinación de cumplir Su voluntad.

No se trata de decirlo de palabra, ni de confesarlo en público, ni de ponerse en pie frente a una asamblea y decir: “Yo acepto a Jesucristo como mi único Salvador”. No. Tampoco se trata de gestos exteriores como orar en público, ni de dar limosna donde todos nos vean, ni de ayunar por ayunar. No son las devociones las que hacen a un hombre “bueno” ante los ojos de Dios. Él no halla en ellas el Amor recíproco que espera de nosotros. “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21).

El pasaje del Evangelio, tomado de san Lucas (18,9-14) nos presenta la parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar. El fariseo, “erguido” (los fariseos solían orar de pie), se limitaba a dar gracias a Dios por lo bueno que era: “no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”. También decía a Dios cómo cumplía con sus obligaciones: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.

En cambio, el publicano se mantenía en la parte de atrás y no se atrevía ni levantar los ojos al cielo, mientras se daba golpes de pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Jesús sentenció: “Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

La diferencia estaba en la actitud interior, en el corazón. “Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”…

En esta Cuaresma, abramos nuestros corazones al Amor infinito de Dios, y ese Amor nos permitirá reconocer las veces que le hemos fallado. Eso nos permitirá postrarnos ante Él con un corazón quebrantado y humillado. Entonces Él nos tomará de la mano, nos levantará, y nos dará el abrazo más amoroso que hayamos recibido.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 09-03-18

Estamos finalizando la tercera semana de Cuaresma. Y las lecturas que nos está brindando la liturgia para estos días ponen énfasis en “escuchar” la Palabra de Dios. En la primera lectura de ayer Dios le decía a su pueblo: “Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Jr 7,23). En el Evangelio de hoy (Mc 12,28b-34) un escriba se acerca a Jesús y le pregunta cuál mandamiento es el primero de todos. Los escribas tenían casi una obsesión con el tema de los mandamientos y los pecados. La Mitzvá contenía 613 preceptos (248 mandatos y 365 prohibiciones), y los escribas y fariseos gustaban de discutir sobre ellos.

La respuesta de Jesús no se hizo esperar: “‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’ (Dt 6,4). El segundo es éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Lv 19,18). No hay mandamiento mayor que éstos”.

“Escucha…” Tenemos que ponernos a la escucha de esa Palabra que es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos (Hb 4,12-13), que nos interpela. Una Palabra ante la cual no podemos permanecer indiferentes. La aceptamos o la rechazamos. No se trata pues, de una escucha pasiva; Dios espera una respuesta de nuestra parte. Cuando la aceptamos no tenemos otra alternativa que ponerla en práctica, como los Israelitas cuando le dijeron a Moisés: “acércate y escucha lo que dice el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que él te diga. Nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica”. O como le dijo Jesús los que le dijeron que su madre y sus hermanos le buscaban: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21). Hay que actuar conforme a esa Palabra. No se trata tan solo de “creer” en Dios, tenemos que “creerle” a Dios y actuar de conformidad. El principio de la fe. Ya en otras ocasiones hemos dicho que la fe es algo que se ve.

¿Y qué nos dice el texto de la Ley citado por Jesús? “Amarás al Señor tu Dios”. ¿Y cómo ha de ser ese amar? “Con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. Que no quede duda. Quiere abarcar todas las maneras posibles, todas las facultades de amar. Amor absoluto, sin dobleces, incondicional. Corresponder al Amor que Dios nos profesa. Pero no se detiene ahí. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Consecuencia inevitable de abrirnos al Amor de Dios. El escriba lo comprendió: “amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Por eso Jesús le dice: “No estás lejos del reino de Dios”.

La fórmula que nos propone Jesús es sencilla. Dos mandamientos cortos. La dificultad está en la práctica. Se trata de escuchar la Palabra y “ponerla en práctica”. Nadie dijo que era fácil (Dios los sabe), pero si queremos estar cada vez más cerca del Reino tenemos que seguir intentándolo. Es parte del proceso de conversión a que se nos llama en la Cuaresma.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 08-03-18

La primera lectura que contemplamos en la liturgia de hoy (Jr 7,23-28) nos presenta a un Dios desilusionado y amargado con su pueblo, porque le ha dado la espalda: “Ésta fue la orden que di a mi pueblo: ‘Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo. Seguid el camino que os señalo, y todo os irá bien’. Pero no escucharon ni prestaron caso. Al contrario, caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado corazón. Me dieron la espalda y no la cara. Desde que salieron vuestros padres de Egipto hasta hoy, os envié a mis siervos, los profetas, un día tras otro; pero no me escucharon ni me hicieron caso: Al contrario, endurecieron la cerviz y fueron peores que sus padres”.

Un pueblo que le da la espalda al Dios de la Alianza. Alianza que está recogida en la frase “Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Cfr. Lv 26,12). Jeremías profetizó en el reino del sur (Judá), alertando al pueblo que si continuaban dando la espalda a Yahvé y apartándose de la Alianza les sobrevendría un castigo en la forma de la deportación a Babilonia. Pero el pueblo no le escuchó, no escuchó la Palabra de Dios pronunciada por boca del profeta.

Dios se queja del que el pueblo no le ha querido escuchar: “no me escucharon ni prestaron oído”. Y advierte al profeta que a él tampoco le escucharán: “Ya puedes repetirles este discurso, que no te escucharán; ya puedes gritarles, que no te responderán”. “Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón”, nos dice el Salmo responsorial (94).

El relato evangélico (Lc 11,14-23) nos muestra a Jesús curando a un mudo (“echando un demonio que era mudo”), y apenas salió el demonio, el mudo habló. Algunos de los presentes le acusaron de echar demonios por arte del príncipe de los demonios, mientras otros pedían un signo en el cielo. Resultaba más “cómodo” para ellos creer que Jesús actuaba por el poder del demonio, que aceptar que el Reino había llegado, para no tener que asumir las responsabilidades que ello implicaba. Tenían un signo enfrente de sí, tenían la Palabra encarnada y, al igual que los del tiempo de Jeremías, le dieron la espalda, se negaron a escucharle, tenían el corazón endurecido. La sentencia de Jesús no se hace esperar: “El que no está conmigo está contra mí”.

Miramos a nuestro alrededor. Vemos a nuestro pueblo, y tenemos que preguntarnos: ¿qué diferencia hay entre nuestro pueblo hoy, y el pueblo de Israel en tiempos de Jeremías, o en tiempos de Jesús? Vemos que nuestro pueblo, al igual que aquellos, le ha dado la espalda a Dios, se niega a escuchar su voz, tiene el corazón endurecido.

Esa voz nos habla con mayor intensidad durante este tiempo de Cuaresma. Nosotros, los bautizados, ¿también nos negamos a escuchar lo que se nos está diciendo durante esta Cuaresma? ¿O estamos prestando atención al llamado a la conversión que se nos hace durante este tiempo?

Pensemos por un momento: ¿estoy con Jesús, o contra Él? El seguimiento de Jesús no puede ser a medias, tiene que ser radical (Cfr. Lc 9,62; Ap 3,15-16). Todavía estamos a tiempo.