REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 26-11-16

entonces lo veran cara a cara

Hoy concluimos el tiempo ordinario de la liturgia, que este año coincide con mi cumpleaños. Mañana comienza ese “tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido contemplando en días recientes.

Luego de la frase de esperanza que pronunciara en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la del final de los tiempos, la parusía. A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final, que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular. Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra”.

Jesús, que es verdadero Dios y verdadero hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.

Jesús nunca nos pide algo sin darnos las “herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2 Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Fil, 4). Leí en algún lugar que “la oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).

Si examinamos las vidas de los grandes santos y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos vivir las palabras de la primera lectura de hoy (Ap 22,1-7), uno de mis pasajes favoritos de la Biblia: “lo verán cara a cara y llevarán su nombre en la frente. Ya no habrá más noche, ni necesitarán luz de lámpara o del sol, porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos, y reinarán por los siglos de los siglos”. Yo quiero estar allí. ¿Y tú?

REFLEXIÓN PARA LAS TÉMPORAS DE ACCIÓN DE GRACIAS Y PETICIÓN POR LA ACTIVIDAD HUMANA 24-11-16

accion de gracias

La Provincia Eclesiástica de Puerto Rico celebra hoy las Témporas de Acción de Gracias y Petición por la Actividad Humana. Por eso las lecturas que nos propone la liturgia (Dt 8,7-18 y Mt 7,7-11) tienen que ver con la providencia divina y el agradecimiento que debemos a Dios por su generosidad.

En el Evangelio, Jesús nos asegura que el Señor nos dará todas las cosas buenas que le pidamos: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre de ustedes que está en el cielo dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!” El problema estriba en que muchas veces no sabemos pedir; pedimos cosas que no nos convienen o que están en contra de la voluntad del padre. “Piden y no reciben, porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus pasiones” (St 4,3).

Lo cierto es que si analizamos nuestras vidas, y los dones que recibimos de Dios diariamente, todos frutos de su generosidad, comenzando con la vida misma, no podemos más que mostrar agradecimiento. Lo que ocurre es que se nos olvida o, peor aún, somos tan soberbios de creer que todo lo que tenemos se debe únicamente a nuestro propio esfuerzo. Solo el que lo ha perdido todo puede apreciar lo que es en realidad la Providencia Divina.

Por eso la primera lectura advierte: “Pero ten cuidado: no olvides al Señor, tu Dios, ni dejes de observar sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, que yo te prescribo hoy. Y cuando comas hasta saciarte, cuando construyas casas confortables y vivas en ellas, cuando se multipliquen tus vacas y tus ovejas, cuando tengas plata y oro en abundancia y se acrecienten todas tus riquezas, no te vuelvas arrogante, ni olvides al Señor, tu Dios. No pienses entonces: ‘Mi propia fuerza y el poder de mi brazo me han alcanzado esta prosperidad’. Acuérdate del Señor, tu Dios, porque él te da la fuerza necesaria para que alcances esa prosperidad, a fin de confirmar la alianza que juró a tus padres, como de hecho hoy sucede.”

Hoy celebramos en Puerto Rico el día de Acción de Gracias, y aunque nuestra primera y última oraciones de cada día deben comenzar con una acción de gracias, es justo que dediquemos al menos un día del año especialmente para dar gracias a Dios por toda las gracias y dones recibidos: las cosas buenas y las alegrías; y las cosas no tan buenas y los sufrimientos que nos hacen acercarnos y asemejarnos más a Él y nos ayudan a crecer espiritualmente y purificarnos. Por eso, cuando nos sentemos a la mesa a compartir el alimento que hemos recibido de su generosidad, digamos: “Señor Dios, Padre lleno de amor, al darte gracias por estos alimentos y por todas tus maravillas, te pedimos que tu luz nos haga descubrir siempre que has sido tú, y no nuestro poder, quien nos ha dado fuerza para obtener lo que tenemos” (adaptada de la Oración Colecta para hoy).

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LOS SANTOS SIMÓN Y JUDAS, APÓSTOLES 28-10-16

simon y judas

Hoy la Iglesia Universal celebra la Fiesta de los Santos Simón y Judas, apóstoles. Estos apóstoles tenían nombres en común con otros de los “doce”. Por eso los evangelistas y los propios apóstoles se referían a ellos como “Zelote” (o “Celotes”) y “Tadeo”, respectivamente para diferenciarlos de Simón Pedro y Judas Iscariote, el que traicionó a Jesús.

Como primera lectura para esta celebración, la liturgia nos ofrece el fragmento de la carta a los Efesios (2,19,22), en la que san Pablo nos recuerda que somos “ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”, que estamos “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por eso decimos que nuestra Iglesia es “apostólica”.

El relato evangélico que nos brinda la liturgia de hoy (Lc 6,12-19) nos narra la elección de “los doce”. Este pasaje, que comienza diciéndonos que “por aquellos días se fue él (Jesús) al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios”, nos apunta a una característica de Jesús: Él vivió toda su vida pública en un ambiente de oración; desde su bautismo (Lc 3,21), hasta su último aliento de vida (Lc 23,46). Son innumerables las ocasiones en que Jesús “se retiraba a un lugar apartado a orar”. De hecho, el evangelio según san Lucas nos presenta a Jesús orando en al menos once ocasiones. Podemos decir que toda su misión, su actividad salvadora, se alimentaba constantemente de ese diálogo silencioso con su Padre celestial.

La elección de los apóstoles no fue la excepción. Por eso encontramos a Jesús en profunda oración previo a la elección de los doce. No debemos olvidar que Jesús es Dios, pero aun así deseaba “compartir” su decisión con el Padre y el Espíritu en ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Vemos por otro lado que su oración no se limitó a una “visita de cortesía”. No, pasó toda la noche en oración.

Jesús nos invita constantemente a seguirle. Y el verdadero discípulo sigue los pasos del maestro, imita al maestro. Si analizamos la vida de los grandes santos y santas de nuestra Iglesia descubrimos un denominador común: Todos fueron hombres y mujeres de oración, personas que “respiraban” oración; personas comunes como tú y como yo, que forjaron su santidad a base de la oración. Discípulos que supieron seguir los pasos del Maestro. Personas como Santo Domingo de Guzmán y tantos otros que supieron pasar las noches en vela dialogando con el Padre, tal y como lo hacía Jesús.

Hoy debemos preguntarnos, ¿cuándo fue la última vez que yo pasé una noche, o una mañana, o una tarde entera teniendo una conversación de amigos con Dios? Lo mejor que tiene ese amigo es que SIEMPRE está disponible; no tenemos que “textearle” ni llamarlo para saber si está en casa, o si puede recibirnos. Tan solo tenemos que pensarle.

Es cierto, no todos podemos dedicar una noche, o un día completo a la oración, pero si sumamos las horas que pasamos “descansando”, o viendo la tele, tendremos una medida de cuánto tiempo podemos dedicar a la oración. Estoy seguro que Simón y Judas lo hicieron.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 20-10-16

doblar rodillas

Como primera lectura hemos estado contemplando en los días pasados la carta del apóstol san Pablo a los Efesios. El texto de hoy (Ef 3,14-21) nos remite a la gratuidad del amor de Dios, ese amor que nos permite conocerle en la medida que nuestra capacidad finita lo permite.

“Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, pidiéndole que, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todos los santos, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano” (14-19).

Pablo habla de “doblar rodillas”, un gesto poco común entre los judíos, que acostumbran a orar de pie o sentados. El doblar rodillas implica postrarse en total adoración. Esa frase nos indica la profundidad de su oración por la comunidad de Éfeso, por la que pide que sus corazones sean “robustecidos” en la fe que, según Pablo, ha de estar enraizada y cimentada en el amor. Porque ese amor de Dios que se derrama sobre nosotros es lo que le da sentido a toda la doctrina de Jesús (Cfr. 1 Cor 13,1-3), lo que nos permite llegar al conocimiento de la verdad, esa verdad que nos hace conocer la verdadera libertad (Cfr. Jn 8,31-32). Y esa verdad no es otra cosa que la fidelidad del amor de Dios al hombre tal y como es. Es el amor de “Dios madre”, que ama a los hijos de sus entrañas no importa lo que hagan, y que siempre está presta a perdonarlos cuando regresan arrepentidos (Cfr. Lc 15,20-24).

Jesús nos ha dicho: “Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Y como nos dice Piet van Breemen: “Esta verdad es designada en el Antiguo Testamento con el término ‘emet’, que significa en el pensamiento judío, la solidez del amor de Dios. Cristo no vivió más que para eso: para convencernos de la verdad de que somos amados por Dios y de que ese amor es de fiar, hagamos lo que hagamos”. Pablo por su parte nos recuerda que solo cuando llegamos a ese conocimiento podemos llegar a nuestra “plenitud, según la plenitud total de Dios”.

Hoy, pidamos al Señor que abra nuestros corazones para que podamos recibir la plenitud de la auténtica verdad: que somos amados por Él, y que nos ama tal cual somos. Entonces no tendremos más remedio que reciprocar ese amor, y ese será nuestro camino a la conversión total de corazón.

Y de la misma manera que Pablo “dobla rodillas” por los de Éfeso, nosotros debemos hacer lo propio por nuestros hermanos para todos se salven, pues “esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2,3-4).

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO NOVENO DOMINGO DEL T.O. (C) 16-10-16

orar sin cesar med

El Evangelio de hoy nos presenta la parábola del “juez inicuo” (Lc 18,1-8). En esta parábola encontramos a una viuda que recurría ante un juez para pedirle que le hiciera justicia frente a su adversario. Y aunque el juez “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”, fue tanta la insistencia de la viuda que el juez terminó haciéndole justicia con tal de salir de ella: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara” (Cfr. Lc 11,5-13).

Al terminar la parábola Jesús mismo explica el significado de la misma: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”

Esta parábola exhorta a todo el que sigue a Jesús a confiar plenamente en la justicia divina, en que Dios siempre ha de tomar partido con el que sufre injusticias o persecución por su nombre. El pasaje nos evoca, además, aquel momento en que Dios, movido por la opresión de su pueblo, decidió intervenir por primera vez en la historia de la humanidad: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios” (Ex 3,7-8).

La parábola nos invita, además, a orar sin cesar (1 Tes 5,17), sin perder las esperanzas, sin desaliento, aun cuando a veces parezca que el Señor se muestra sordo ante nuestras súplicas. El mismo Lucas precede la parábola con una introducción que apunta al tema central de la misma: “Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”.

Nos enseña también a luchar sin desfallecer en la construcción de Reino, sin importar las injusticias ni persecuciones que suframos, con la certeza de que, tarde o temprano, en Su tiempo, Dios nos hará justicia. Por eso nuestra oración ha de ser insistente, pero dejando en manos de Dios el “cuándo” y el “cómo” vendrá en nuestro auxilio.

Por otra parte, Jesús habla de que Dios ha de hacer justicia a “sus elegidos”. ¿Quiénes son los elegidos? “Los que han sido elegidos según la previsión de Dios Padre, y han sido santificados por el Espíritu para obedecer a Jesucristo y recibir la aspersión de su sangre” (1 Pe 1,1-2). Son aquellos que Él “ha elegido en Él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Somos elegidos, o más bien, nos convertimos en elegidos cuando seguimos el camino de santidad que Él nos ha trazado y que nos lleva a ser irreprochables, POR EL AMOR. De nuevo el imperativo del Amor…

Terminamos con la pregunta final que Jesús plantea a los que le seguían: Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Señor, acrecienta nuestra fe para confiar plenamente en tu Justicia.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 06-10-16

amigo-inoportuno

“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Este es el párrafo final del Evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Lc 11,5-13). Y debemos leerlo dentro del contexto del Padrenuestro que Jesús acaba de enseñar a sus discípulos.

Ayer leíamos cómo en el Padrenuestro Jesús nos ha enseñando a tratar a Dios comoAbba, con la misma confianza y familiaridad con que un niño trata a su padre. ¿Cuántas veces vemos a los niños pedirle algo a su padre, y si no lo consiguen de inmediato seguir insistiendo hasta ponerse impertinentes, hasta que el padre, con tal de “quitárselos de encima”, siempre que se trate de algo que no les malcríe o les dañe, los complacen?

La parábola nos presenta a un amigo que le pide tres panes al otro en medio de la noche (acaba de decirnos que tenemos que pedir al Padre “el pan nuestro de cada día”). Ante la negativa inicial del segundo, el primero sigue insistiendo, hasta que el amigo “si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite”. Jesús nos está enseñando que, siendo hijos del Padre, podemos y debemos ser insistentes en nuestra oración. Que debemos reiterar nuestras peticiones, como el amigo impertinente de la parábola, o como la viuda que comparece ante el juez inicuo de la que nos hablará Jesús más adelante (Lc 18,4-5).

Con la oración final de este pasaje Jesús reitera nuestra filiación divina, y nos recuerda que la mejor respuesta que Dios puede brindarnos a nuestras oraciones es, ¡nada más ni nada menos que el Espíritu Santo! “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Ese Espíritu Santo que derrama sus siete dones sobre nosotros y nos da la fortaleza para superar las pruebas y aceptar la voluntad del Padre.

“Quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre”. En la primera lectura (Ga 3,1-5), Pablo nos recuerda el ingrediente principal de la oración, y el requisito para recibir el Espíritu: “Contestadme a una sola pregunta: ¿recibisteis el Espíritu por observar la ley o por haber respondido a la fe? ¿Tan estúpidos sois? ¡Empezasteis por el espíritu para terminar con la carne! ¡Tantas magníficas experiencias en vano! Si es que han sido en vano. Vamos a ver: Cuando Dios os concede el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿por qué lo hace? ¿Porque observáis la ley o porque respondéis a la fe?”

No basta con ser “bueno”; hay que tener fe.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 05-10-16

Padre-Nuestro-2

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Lucas sobre el origen de la oración del Padre Nuestro (Lc 11,1-4). Al igual que con las Bienaventuranzas, Lucas nos presenta una versión “abreviada” del Padre Nuestro de Mateo (6,9-13) que es la que se incorpora eventualmente en la liturgia cristiana.

Comienza el pasaje mostrándonos a Jesús en oración, en ese diálogo íntimo con el Padre que caracterizó toda su vida. Los discípulos esperan que termine de orar, y se acercan a Él con una petición: que les enseñe una “fórmula”, una oración que todos puedan utilizar que los distinga como discípulos suyos, al igual que lo hacían los discípulos de Juan, los fariseos, y otros grupos. “Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo enseñó también a sus discípulos”. Es decir, no le están pidiendo que les de una catequesis sobre la oración, sino que les enseñe una oración que contenga los elementos básicos de su relación con Dios y, más aún, de su actitud para con Dios. Es ahí que Jesús formula esa oración que nos distingue como cristianos, la primera que aprendemos de niños, que aunque no menciona a Jesús, nos muestra la actitud de Jesús hacia Dios, y por tanto de nosotros como sus seguidores.

Y lo primero que Jesús hace es algo que para nosotros es natural, pero que era inconcebible para la mentalidad judía de su época. Comienza por instruir a sus discípulos que se dirijan a Dios como “Padre” (Abba), tal como Él mismo lo hacía. “Cuando oréis decid: ‘Padre’,…” Jesús instruye a sus discípulos a dirigirse a ese Dios distante y terrible cuyo nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar, llamándole Abba, que en realidad se traduce como “papi”, “papacito” o “papito”, el nombre con que los niños judíos se referían a sus padres.

Este sería definitivamente el “sello” que identificaría a los seguidores de Jesús, a los “seguidores del Camino”, que luego serían llamados cristianos. Así, el Padrenuestro sería, en lo adelante, la manifestación verbal de ese sello. Y para que no quedara duda de que los discípulos habían sido autorizados por el mismo Jesús a referirse a Dios con esa familiaridad que rayaba en la blasfemia, desde muy temprano en la Iglesia primitiva se introdujo en la liturgia una fórmula, a manera de preámbulo, que utilizamos todavía: “Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos ‘atrevemos’ a decir”, y otras similares.

Así los cristianos podemos dirigirnos al Padre con la misma intimidad, la misma familiaridad con que lo hacía Jesús. Pablo diría más adelante que es el Espíritu de su propio Hijo que nos permite clamar: “Abba, o sea: ¡Papá!” (Rm 8,15; Ga 4,6), tal como Él lo hacía.

Hoy, pidamos al Padre que nos conceda la gracia de poder dirigirnos a Él con la misma confianza que lo hizo su Hijo; con la confianza de un niño que le presenta a su papá un juguete roto, estando seguro que él es quien único que puede repararlo.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 01-10-16

Job 2

La liturgia de hoy nos presenta la conclusión del libro de Job (42,1-3.5-6.12-16). En la primera lectura de ayer (38,1.12-21; 40,3-5) veíamos cómo Dios le planteaba a Job, y este reconocía, la grandeza y soberanía de Dios y lo insondable de sus misterios, y terminaba reconociendo su pequeñez. La semilla de la fe.

Hoy vemos la respuesta de Job: “Reconozco que lo puedes todo, y ningún plan es irrealizable para ti, yo, el que te empaño tus designios con palabras sin sentido; hablé de grandezas que no entendía, de maravillas que superan mi comprensión. Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso, me retracto y me arrepiento, echándome polvo y ceniza”. Job reconoce que tenía una idea errónea de Dios. Así, desde el sufrimiento, aprende a conocerle; se consolida su fe.

En este pasaje encontramos también el diálogo entre Dios y el hombre que constituye la verdadera oración; ese diálogo entre Dios y el hombre motivado por la fe, y que a la vez sirve para fortalecer, acrecentar esa fe. Dios nos habla; nosotros le escuchamos y le respondemos. Como nos dice Nöel Quesson, “una de las mejores definiciones de la ‘oración’: dialogar con Dios. Escuchar a Dios, hablar a Dios”. Es mediante la oración que conocemos mejor a Dios; y mientras más le conocemos, más le amamos; y mientras más le amamos, más queremos conocerle.

Y a pesar de que este libro de Job, junto a los otros libros sapienciales, ya comienzan a apuntarnos al concepto de la retribución, el “premio” en la vida eterna (contrario al concepto judío de que el hombre “justo” recibía su “recompensa” en este mundo – algo similar a esas sectas de hoy en día que predican la “prosperidad”), en Job encontramos que al final, por haber perseverado en su fe a pesar de todas las calamidades que tuvo que soportar, Dios le premia con una prosperidad superior a la anterior. Y el autor, en un final más apetecible para el lector de la época, nos dice que Job vivió una larga vida rodeado de sus hijos e hijas, nietos y biznietos. “Y Job murió anciano y satisfecho”.

Con la llegada del Cristo y su misterio pascual (su pasión, muerte, resurrección y glorificación), que nos abrió el camino a la vida eterna, vemos en este “final feliz” de Job un tímido anticipo de la verdadera felicidad que nos espera en la “Nueva Jerusalén”, cuando estemos contemplando el rostro de Dios por toda la eternidad (Cfr. Ap 21,3-5).

Hoy, pidamos al Señor que, aunque a veces por nuestra debilidad humana le reclamemos, y hasta le recriminemos en nuestros momentos de prueba, nos brinde la fortaleza y la perseverancia en la fe que mostró Job. Así nuestras tribulaciones se convertirán en experiencias de purificación que, lejos de alejarnos, nos acercarán más a Él, asemejándonos a su Hijo.

Que pasen todos un hermoso fin de semana lleno de la PAZ que sólo Dios puede brindarnos. No olviden visitar su Casa; Él les espera.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O (2) 10-09-16

construyo sobre piedra

El evangelio de hoy (Lc 6,43-49) nos presenta la parte final del “Sermón del llano”, que es la versión que Lucas del Sermón de la Montaña del Evangelio de Mateo. Esta lectura nos presenta la parábola del árbol que da buenos frutos. “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.

A renglón seguido nos explica lo que quiere decir con sus palabras: “El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”.

¿Y quién atesora bondad en su corazón? El que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica: “¿Por qué me llamáis “Señor, Señor” y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, … se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó desplomándose”.

El aceptar y hacer la voluntad del Padre es lo que nos hace discípulos de Jesús, lo que nos integra a la “familia” de Jesús: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49b-50).

Jesús no condena la oración, ni la escucha de la Palabra, ni la celebración litúrgica. Alude a aquellos que tienen Su nombre a flor de labios, que participan de las celebraciones litúrgicas y se acercan a los sacramentos, pero cuya oración y alabanza no se traduce en obras, en vida y en compromiso, es decir, en “hacer la voluntad del Padre”. Personas que escuchan la Palabra y hasta manifiestan euforia y gozo en las celebraciones, pero esa Palabra no deja huella permanente, cuyo gozo es pasajero. Me recuerda a aquél que va a ver una película emocionante, de esas que hacen llorar de emoción, y al abandonar la sala de cine deja allí todas esas emociones. Es a estos a quienes Jesús compara con el que edificó su casa sobre tierra, sin cimiento.

No se trata pues, de confesar a Jesús de palabra, de “aceptar a Jesucristo como mi único salvador”. Se trata de poner por obra la voluntad del Padre, de practicar la Ley del Amor. A los que así obren, el Padre los reconocerá el día del Juicio: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,34-36).

¿En qué terreno he construido mi casa?