REFLEXIÓN PARA AL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 10-09-22

“Cada árbol se conoce por su fruto”…

El evangelio de hoy (Lc 6,43-49) nos presenta la parte final del “Sermón del llano”, que es la versión que Lucas del Sermón de la Montaña. Esta lectura nos presenta la parábola del árbol que da buenos frutos. “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.

A renglón seguido nos explica lo que quiere decir con sus palabras: “El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”.

¿Y quién atesora bondad en su corazón? El que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica: “¿Por qué me llamáis “Señor, Señor” y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, … se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó desplomándose”.

El aceptar y hacer la voluntad del Padre es lo que nos hace discípulos de Jesús, lo que nos integra a la “familia” de Jesús: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49b-50).

Jesús no condena la oración, ni la escucha de la Palabra, ni la celebración litúrgica. Alude a aquellos que tienen Su nombre a flor de labios, que participan de las celebraciones litúrgicas y se acercan a los sacramentos, pero cuya oración y alabanza no se traduce en obras, en vida y en compromiso, es decir, en “hacer la voluntad del Padre”. Personas que escuchan la Palabra y hasta manifiestan euforia y gozo en las celebraciones, pero esa Palabra no deja huella permanente, cuyo gozo es pasajero. Me recuerda a aquél que va a ver una película emocionante, de esas que hacen llorar de emoción, y al abandonar la sala de cine deja allí todas esas emociones. Es a estos a quienes Jesús compara con el que edificó su casa sobre tierra, sin cimiento.

No se trata pues, de confesar a Jesús de palabra, de “aceptar a Jesucristo como mi único salvador”. Se trata de poner por obra la voluntad del Padre, de practicar la Ley del Amor. A los que así obren, el Padre los reconocerá el día del Juicio: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,34-36).

¿En qué terreno he construido mi casa?

REFLEXIÓN PARA EL OCTAVO DOMINGO DEL T.O. (C) 27-02-22

“¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este octavo domingo del tiempo ordinario (Lc 6,39-45), constituye el tercer fragmento de lo que se conoce como el “sermón del llano” o “sermón de la llanura” de Jesús que comenzó con las Bienaventuranzas (en paralelo con el discurso o “sermón de la montaña” que nos narra Mateo).

Jesús utiliza la figura de la vista (“ciego” – “ojo”), que nos evoca la contraposición luz-tinieblas (Cfr. Jn 12,46), para recordarnos que no debemos seguir a nadie a ciegas, como tampoco podemos guiar a otros si no conocemos la Luz. “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. El mensaje es claro: No podemos guiar a nadie hacia la Verdad si no conocemos la Verdad. No podemos proclamar el Evangelio si no lo vivimos, porque terminaremos apartándonos de la verdad y arrastrando a otros con nosotros hacia la oscuridad del pecado.

Ese peligro se hace más patente cuando caemos en la tentación de juzgar a otros sin antes habernos juzgado a nosotros mismos, cuando pretendemos enseñarles a otros cómo poner su casa en orden cuando la nuestra está en desorden: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”.

Con toda probabilidad Jesús estaba pensando en los fariseos cuando pronunció esas palabras tan fuertes. De hecho, en el relato de Mateo Jesús dirige esas palabras a los fariseos (Mt 7, 1-7; 16-20). Pero esa verdad no se limita a los fariseos, de ahí que en la versión de Lucas encontramos a Jesús dirigiéndose a sus discípulos (a nosotros). Somos muy dados a juzgar a los demás con severidad, pero cuando se trata de nosotros, buscamos (y encontramos) toda clase de justificaciones e inclusive nos negamos a ver nuestras propias faltas; nos tornamos “ciegos”.

Jesús nos invita a ser compasivos, indulgentes y misericordiosos con nuestros hermanos. “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá” (Mt 7,1-2).

Jesús nos está proponiendo un proceso de introspección, de autoexamen, que nos permita tomar conciencia de nuestra propia hipocresía, reconocer nuestros pecados, y hacer propósito de enmendar nuestra conducta de modo que sea agradable a Dios. Solo así podremos salir de nuestra “ceguera espiritual” y ver la Luz que nos permita guiar a nuestros hermanos hacia ella mediante la corrección fraterna sin juzgarlos ni criticarlos.

Tenemos pues que convertirnos (esa “conversión” a que se nos llama en el tiempo de Cuaresma que está a punto de comenzar) en seres humanos nuevos, en otros “cristos” (Gál 2,20), para entonces poder proponer un cambio de vida a nuestros hermanos, especialmente con nuestra conducta.

Hoy te invito a unirte al Santo Padre en oración por el pueblo de Ucrania. Jesús, en Ti confío…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 11-09-21

Se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla.

El evangelio de hoy (Lc 6,43-49) nos presenta la parte final del “Sermón del llano”, que es la versión que Lucas del Sermón de la Montaña. Esta lectura nos presenta la parábola del árbol que da buenos frutos. “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.

A renglón seguido nos explica lo que quiere decir con sus palabras: “El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”.

¿Y quién atesora bondad en su corazón? El que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica: “¿Por qué me llamáis “Señor, Señor” y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, … se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó desplomándose”.

El aceptar y hacer la voluntad del Padre es lo que nos hace discípulos de Jesús, lo que nos integra a la “familia” de Jesús: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49b-50).

Jesús no condena la oración, ni la escucha de la Palabra, ni la celebración litúrgica. Alude a aquellos que tienen Su nombre a flor de labios, que participan de las celebraciones litúrgicas y se acercan a los sacramentos, pero cuya oración y alabanza no se traduce en obras, en vida y en compromiso, es decir, en “hacer la voluntad del Padre”. Personas que escuchan la Palabra y hasta manifiestan euforia y gozo en las celebraciones, pero esa Palabra no deja huella permanente, cuyo gozo es pasajero. Me recuerda a aquél que va a ver una película emocionante, de esas que hacen llorar de emoción, y al abandonar la sala de cine deja allí todas esas emociones. Es a estos a quienes Jesús compara con el que edificó su casa sobre tierra, sin cimiento.

No se trata pues, de confesar a Jesús de palabra, de “aceptar a Jesucristo como mi único salvador”. Se trata de poner por obra la voluntad del Padre, de practicar la Ley del Amor. A los que así obren, el Padre los reconocerá el día del Juicio: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,34-36).

¿En qué terreno he construido mi casa?

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 12-09-20

“Cada árbol se conoce por su fruto”…

El evangelio de hoy (Lc 6,43-49) nos presenta la parte final del “Sermón del llano”, que es la versión que Lucas del Sermón de la Montaña. Esta lectura nos presenta la parábola del árbol que da buenos frutos. “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.

A renglón seguido nos explica lo que quiere decir con sus palabras: “El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”.

¿Y quién atesora bondad en su corazón? El que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica: “¿Por qué me llamáis “Señor, Señor” y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, … se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó desplomándose”.

El aceptar y hacer la voluntad del Padre es lo que nos hace discípulos de Jesús, lo que nos integra a la “familia” de Jesús: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49b-50).

Jesús no condena la oración, ni la escucha de la Palabra, ni la celebración litúrgica. Alude a aquellos que tienen Su nombre a flor de labios, que participan de las celebraciones litúrgicas y se acercan a los sacramentos, pero cuya oración y alabanza no se traduce en obras, en vida y en compromiso, es decir, en “hacer la voluntad del Padre”. Personas que escuchan la Palabra y hasta manifiestan euforia y gozo en las celebraciones, pero esa Palabra no deja huella permanente, cuyo gozo es pasajero. Me recuerda a aquél que va a ver una película emocionante, de esas que hacen llorar de emoción, y al abandonar la sala de cine deja allí todas esas emociones. Es a estos a quienes Jesús compara con el que edificó su casa sobre tierra, sin cimiento.

No se trata pues, de confesar a Jesús de palabra, de “aceptar a Jesucristo como mi único salvador”. Se trata de poner por obra la voluntad del Padre, de practicar la Ley del Amor. A los que así obren, el Padre los reconocerá el día del Juicio: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,34-36).

¿En qué terreno he construido mi casa?

REFLEXIÓN PARA EL OCTAVO DOMINGO DEL T.O. (C) 03-03-19

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este octavo domingo del tiempo ordinario (Lc 6,39-42), constituye el tercer fragmento de lo que se conoce como el “discurso del llano” o “sermón de la llanura” de Jesús que comenzó con las Bienaventuranzas (en paralelo con el discurso o “sermón de la montaña” que nos narra Mateo).

Jesús utiliza la figura de la vista (“ciego” – “ojo”), que nos evoca la contraposición luz-tinieblas (Cfr. Jn 12,46), para recordarnos que no debemos seguir a nadie a ciegas, como tampoco podemos guiar a otros si no conocemos la Luz. “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. El mensaje es claro: No podemos guiar a nadie hacia la Verdad si no conocemos la Verdad. No podemos proclamar el Evangelio si no lo vivimos, porque terminaremos apartándonos de la verdad y arrastrando a otros con nosotros hacia la oscuridad del pecado.

Ese peligro se hace más patente cuando caemos en la tentación de juzgar a otros sin antes habernos juzgado a nosotros mismos, cuando pretendemos enseñarles a otros cómo poner su casa en orden cuando la nuestra está en desorden: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”.

Con toda probabilidad Jesús estaba pensando en los fariseos cuando pronunció esas palabras tan fuertes. De hecho, en el relato de Mateo Jesús dirige esas palabras a los fariseos (Mt 7, 1-7; 16-20). Pero esa verdad no se limita a los fariseos. De ahí que en la versión de Marcos encontramos a Jesús dirigiéndose a sus discípulos (a nosotros). Somos muy dados a juzgar a los demás con severidad, pero cuando se trata de nosotros, buscamos (y encontramos) toda clase de justificaciones e inclusive nos negamos a ver nuestras propias faltas; nos tornamos “ciegos”.

Jesús nos invita a ser compasivos, indulgentes y misericordiosos con nuestros hermanos. “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá” (Mt 7,1-2).

Jesús nos está proponiendo un proceso de introspección, de autoexamen, que nos permita tomar conciencia de nuestra propia hipocresía, reconocer nuestros pecados, y hacer propósito de enmendar nuestra conducta de modo que sea agradable a Dios. Solo así podremos salir de nuestra “ceguera espiritual” y ver la Luz que nos permita guiar a nuestros hermanos hacia ella mediante la corrección fraterna sin juzgarlos ni criticarlos.

Tenemos pues que convertirnos (esa “conversión” a que se nos llama en el tiempo de Cuaresma que está a punto de comenzar) en seres humanos nuevos, en otros “cristos” (Gál 2,20), para entonces poder proponer un cambio de vida a nuestros hermanos, especialmente con nuestra conducta.

¡Feliz domingo!

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O (2) 10-09-16

construyo sobre piedra

El evangelio de hoy (Lc 6,43-49) nos presenta la parte final del “Sermón del llano”, que es la versión que Lucas del Sermón de la Montaña del Evangelio de Mateo. Esta lectura nos presenta la parábola del árbol que da buenos frutos. “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.

A renglón seguido nos explica lo que quiere decir con sus palabras: “El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”.

¿Y quién atesora bondad en su corazón? El que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica: “¿Por qué me llamáis “Señor, Señor” y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, … se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó desplomándose”.

El aceptar y hacer la voluntad del Padre es lo que nos hace discípulos de Jesús, lo que nos integra a la “familia” de Jesús: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49b-50).

Jesús no condena la oración, ni la escucha de la Palabra, ni la celebración litúrgica. Alude a aquellos que tienen Su nombre a flor de labios, que participan de las celebraciones litúrgicas y se acercan a los sacramentos, pero cuya oración y alabanza no se traduce en obras, en vida y en compromiso, es decir, en “hacer la voluntad del Padre”. Personas que escuchan la Palabra y hasta manifiestan euforia y gozo en las celebraciones, pero esa Palabra no deja huella permanente, cuyo gozo es pasajero. Me recuerda a aquél que va a ver una película emocionante, de esas que hacen llorar de emoción, y al abandonar la sala de cine deja allí todas esas emociones. Es a estos a quienes Jesús compara con el que edificó su casa sobre tierra, sin cimiento.

No se trata pues, de confesar a Jesús de palabra, de “aceptar a Jesucristo como mi único salvador”. Se trata de poner por obra la voluntad del Padre, de practicar la Ley del Amor. A los que así obren, el Padre los reconocerá el día del Juicio: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,34-36).

¿En qué terreno he construido mi casa?

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 12-09-15

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El evangelio de hoy (Lc 6,43-49) nos presenta la parte final del “Sermón del llano”, que es la versión que Lucas del Sermón de la Montaña del Evangelio de Mateo. Esta lectura nos presenta la parábola del árbol que da buenos frutos. “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.

A renglón seguido nos explica lo que quiere decir con sus palabras: “El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”.

¿Y quién atesora bondad en su corazón? El que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica: “¿Por qué me llamáis “Señor, Señor” y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, … se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó desplomándose”.

El aceptar y hacer la voluntad del Padre es lo que nos hace discípulos de Jesús, lo que nos integra a la “familia” de Jesús: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49b-50).

Jesús no condena la oración, ni la escucha de la Palabra, ni la celebración litúrgica. Alude a aquellos que tienen Su nombre a flor de labios, que participan de las celebraciones litúrgicas y se acercan a los sacramentos, pero cuya oración y alabanza no se traduce en obras, en vida y en compromiso, es decir, en “hacer la voluntad del Padre”. Personas que escuchan la Palabra y hasta manifiestan euforia y gozo en las celebraciones, pero esa Palabra no deja huella permanente, cuyo gozo es pasajero. Me recuerda a aquél que va a ver una película emocionante, de esas que hacen llorar de emoción, y al abandonar la sala de cine deja allí todas esas emociones. Es a estos a quienes Jesús compara con el que edificó su casa sobre tierra, sin cimiento.

No se trata pues, de confesar a Jesús de palabra, de “aceptar a Jesucristo como mi único salvador”. Se trata de poner por obra la voluntad del Padre, de practicar la Ley del Amor. A los que así obren, el Padre los reconocerá el día del Juicio: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,34-36).

¿En qué terreno he construido mi casa?