REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 23-05-15

espiritu santo iglesia

¡Mañana es Pentecostés! La solemnidad que celebra la venida del Espíritu Santo sobre el colegio apostólico reunido en torno a María, la madre de Jesús. Si bien la Iglesia gira en torno al Misterio Pascual de Cristo, es el Espíritu quien guía a los pecadores que la componemos para tomar las decisiones más humanas de Su Iglesia. Por eso ha perdurado dos mil años, a pesar de las debilidades de sus miembros.

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy nos presentan el pasaje final del libro de los Hechos de los Apóstoles (28,16-20.30-31) y la conclusión del Evangelio según san Juan (21,20-25).

La lectura de Hechos nos narra la actividad de Pablo durante su primer cautiverio en Roma, y cómo su cautiverio (aunque estaba en lo que hoy llamaríamos “arresto domiciliario”) no fue impedimento para que él continuara su misión evangelizadora; estando preso, recibía a todos los que acudían a visitarle, “predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos”.

Aun estando en prisión, supo experimentar la verdadera libertad producto de saberse amado por Dios y estar haciendo su voluntad. Mediante su testimonio en Roma, Pablo da cumplimiento la promesa y el mandato de Jesús a sus discípulos antes de su Ascensión: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”.

Desde el principio hasta el final, vemos en el libro de los hechos de los Apóstoles la acción del Espíritu Santo en el desarrollo y expansión de la Iglesia por todo el mundo conocido.

El relato evangélico, por su parte, nos presenta la continuación del pasaje de ayer, con el diálogo entre Jesús y Pedro, que concluyó con el mandato de Jesús: “Sígueme”. Jesús le había dicho a Pedro que él iba a seguir su misma suerte, que iba a experimentar el martirio. Pedro probablemente se siente orgulloso de seguir los pasos del Señor. Entonces ve que Juan les está siguiendo mientras caminan, y ese deseo humano de compararse con los demás, de saber si otro va a tener el mismo privilegio que yo, le lleva a preguntarle a Jesús: “Señor, y éste ¿qué?”.

El mero hecho de referirse a Juan como “este”, implica cierto grado de orgullo, de aire de superioridad. Después de todo, ya había sido “escogido” para tomar las riendas de la Iglesia naciente. Jesús no pierde tiempo e inmediatamente lo baja de su pedestal: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. En otras palabras, cumple tu misión, y deja lo demás en las manos del Padre.

Nuestra Iglesia es Santa, pero está compuesta por pecadores que aspiramos a la Santidad; y solo guiados y asistidos por el Espíritu puede seguir adelante y llevar a cabo su misión evangelizadora para que se cumpla la voluntad del Padre: que no se pierda ninguna de las ovejas de su rebaño.

¡Ven Espíritu Santo!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 20-05-15

El símbolo ichtus o ichthys, creado por la combinación de las letras griegas ΙΧΘΥΣ en una rueda. Foto tomada en Éfeso, durante nuestra peregrinación del año pasado. El vocablo significa pez, pero constituye además un acrónimo: Ἰησοῦς Χριστός, Θεοῦ Υἱός, Σωτήρ (Iēsoûs Christós, Theoû Hyiós, Sōtḗr), que se traduce al español como Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador.

El símbolo ichtus o ichthys, creado por la combinación de las letras griegas ΙΧΘΥΣ en una rueda. Foto tomada en Éfeso, durante nuestra peregrinación del año pasado. El símbolo está tallado en una de las losas de piedra en la calle principal de la ciudad. El vocablo significa pez, pero constituye además un acrónimo: Ἰησοῦς Χριστός, Θεοῦ Υἱός, Σωτήρ (Iēsoûs Christós, Theoû Hyiós, Sōtḗr), que se traduce al español como Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador. El mismo fue tallado por los primeros cristianos de la comunidad de Éfeso, probablemente para indicar el lugar donde se reunían.

La liturgia pascual continúa preparándonos para la gran Solemnidad de Pentecostés con la lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles que, como hemos dicho, se conoce como el “Evangelio del Espíritu Santo”, porque nos muestra la actividad divina del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia.

Hoy leemos la segunda parte del emotivo discurso de despedida de Pablo a la comunidad de Éfeso, en donde había permanecido durante tres años (Hc 20,28-38). Es continuación de la lectura que leyéramos ayer.

En esta parte Pablo se refiere principalmente a los deberes pastorales de los presbíteros que instituyó como sus sucesores en aquella Iglesia (algunas traducciones utilizan la palabra “anciano”, que es otra traducción de griego presbytres).

Pablo comienza recordándoles el carácter sagrado de sus cargos, advirtiéndoles que tengan cuidado de sí mismos, es decir, que lleven una conducta cónsona con el cargo que ocupan y el Evangelio que predican para que sirvan de ejemplo a la comunidad. Luego les encomienda el “rebaño” que “el Espíritu Santo les ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios”. Con eso Pablo enfatiza que no fue él quien los eligió y consagró en su cargo, sino el Espíritu Santo.

De paso les recuerda los peligros que van a enfrentar, para que estén avisados y preparados para enfrentarlos. Si los leemos encontramos que no distan mucho de los peligros que enfrenta nuestra Iglesia veinte siglos más tarde: Los externos, los “lobos feroces” que vienen de afuera a tratar de acabar con el rebaño (bástanos ver el proselitismo feroz de las sectas y otras religiones, el avance inmisericorde del secularismo y las prácticas “exóticas” de religiones y filosofías orientales, los “nuevos movimientos religiosos, etc.), así como los peligros internos: aquellos que deforman la sana doctrina de la Iglesia y crean grupos o movimientos con características de sectas dentro de la propia Iglesia, que llegan a promover creencias o conductas reñidas con las enseñanzas de la Iglesia.

Pablo los encomienda al Dios Uno y Trino: “Ahora os dejo en manos de Dios y de su palabra de gracia, que tiene poder para construiros y daros parte en la herencia de los santos”.

Hay un detalle en esta lectura que no quiero pasar por alto. Casi al final, Pablo cita a Jesús: “acordándonos de las palabras del Señor Jesús: ‘Hay más dicha en dar que en recibir’.” ¿De dónde sacó Pablo esa cita? Ciertamente no fue de los Evangelios, porque en ninguno de ellos Jesús pronuncia semejantes palabras. La recibió de la Santa Tradición. Este es uno de los pasajes que refuerzan la doctrina católica que expresa que el “depósito de la fe” está contenido en las Sagradas Escrituras y la Santa Tradición, contrario a la mayoría de otras confesiones cristianas que no aceptan nada que no esté contenido en la Biblia.

Hoy, pidamos al Señor que derrame su Santo Espíritu en abundancia sobre nuestros presbíteros, para que tengan la sabiduría y la constancia de cuidar de sí mismos, y proteger al rebaño que el mismo Espíritu les ha encomendado.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 12-05-15

Hc 16,22-34

Ya estamos en las postrimerías del tiempo pascual. La solemnidad de Pentecostés está a la vuelta de la esquina. Y la liturgia de hoy nos sigue presentando la obra del Espíritu Santo en la labor misionera de los apóstoles (Hc 16,22-34). De paso, nos muestra cómo nosotros podemos recabar la ayuda del Defensor, el Paráclito que Jesús nos promete en la lectura evangélica (Jn 16,5-11).

La primera lectura de hoy nos presenta el final de la estadía de Pablo en Filipos, en donde fundaron una comunidad de creyentes. La predicación había sido bien acogida, hasta que ocurrió el evento que provocó la reacción tan violenta que nos narra el pasaje que leemos hoy, en el cual la gente se amotinó contra Pablo y Silas, lo que hizo que los magistrados dieran orden de que los desnudaran y apalearan, para luego encarcelarlos. ¿Qué causó esa reacción?

La respuesta es sencilla: expulsaron un espíritu adivino que poseía a una esclava, a quien sus amos explotaban sacándole gran beneficio económico (Hc 16,16-19). Es decir, todo iba bien hasta que se afectaron sus bolsillos. En lugar de alegrarse porque la mujer había sido liberada de un espíritu, se enfurecieron por la pérdida económica que esa liberación implicaba. ¡Cuántas veces vemos cómo las personas anteponen su interés económico a los intereses del Reino! Tan solo tenemos que recordar el pasaje del joven rico (Mt 19,16-23).

Habiendo sido desnudados y apaleados, Pablo y Silas fueron apresados y encarcelados. En vez de sentirse derrotados, entristecidos o angustiados, optaron por alabar y bendecir al Señor entonando cánticos de alabanza. Y eso bastó para suscitar el auxilio del Defensor, que de inmediato los liberó. Pero no solo los liberó, sino que les inspiró las palabras adecuadas para lograr que el carcelero se convirtiera.

El Espíritu se hizo presente, y esa fuerza no solo es capaz de liberarnos de la esclavitud física y emocional, sino que nos permite lograr la liberación del pecado, la conversión, de otros. Cuando el carcelero le preguntó a Pablo y a Silas: “Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?” Le contestaron: “Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia”. Así lo hizo y se bautizaron él y su familia. Y el Espíritu se valió de aquél carcelero para lavar y vendar las heridas de Pablo y Silas, a quienes “les preparó una mesa”. La Providencia Divina.

Este pasaje hace patente las palabras de Jesús a sus discípulos en la lectura evangélica de hoy, en la que Jesús apunta a la necesidad de que Él se fuera al Padre y les enviara el “Defensor”. De ese modo el Espíritu podía acompañarles a todos, todo el tiempo y en todo lugar, sin que fuera necesaria Su presencia física.

Por eso tenemos que alabar y bendecir al Señor en todo momento y en todo lugar, invocando el auxilio del Espíritu Defensor, especialmente en los momentos de tribulación, de prueba. Y entonces veremos cómo se manifiesta la gloria de Dios en nuestras vidas, y cómo esa manifestación “toca” a otros. Esa es la mejor predicación que podemos llevar a cabo.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 11-05-15

Celebrando la Eucaristía en un pequeño islote en medio del río justo en el lugar en que Pablo bautizó a Lidia, la primera cristiana bautizada en el continente europeo (Hc 16,13-15). Una experiencia inolvidable. Allí celebramos la misa de la vigilia de Pentecostés.  Foto tomada durante nuestra peregrinación del 2014.

Celebrando la Eucaristía en un pequeño islote en medio del río justo en el lugar en que Pablo bautizó a Lidia, la primera cristiana bautizada en el continente europeo (Hc 16,13-15). Una experiencia inolvidable. Allí celebramos la misa de la vigilia de Pentecostés. Foto tomada durante nuestra peregrinación del 2014.

La liturgia pascual continúa presentándonos la historia de la Iglesia primitiva y su expansión por todo el mundo conocido, gracias a la acción del Espíritu Santo. La primera lectura para hoy (Hc 16,11-15), en un pasaje aparentemente sencillo, nos presenta un hecho trascendental en la historia de la Iglesia. El relato de un viaje en barco nos presenta a Pablo, ya acompañado por Lucas, poniendo pie y predicando por primera vez la Buena Noticia de Jesús en el continente europeo. El viaje nos muestra a Pablo llegando primero a Neáplois, y luego a Filipos, donde permaneció un tiempo y fundó la primera comunidad cristiana en Europa; comunidad a la que más tarde escribiría la carta que también forma parte del Nuevo Testamento. Corría aproximadamente el año 50.

Gracias a ese viaje misionero de Pablo llegó también el Evangelio a tierras americanas, por voz de aquellos primeros misioneros europeos que arriesgaron sus vidas cruzando el Atlántico para traer el mensaje de salvación a estas tierras.

Hay un dato que no quiero dejar de mencionar. Si nos fijamos, de este punto en adelante la narración de los Hechos de los Apóstoles cambia de tercera persona a primera persona (“zarpamos”, “salimos”, “nos detuvimos”, etc.); lo que significa que desde ese momento en adelante, ya Lucas, el autor del libro, acompaña a Pablo en sus viajes.

En ese primer encuentro con unas mujeres que estaba orando, sobresale la figura de Lidia, una comerciante a quien “el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo”. Vemos la acción del Espíritu abriendo caminos, ayudando a los misioneros, proveyéndoles los medios. Habiendo escuchado y aceptado el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, Lidia se hizo bautizar, e invitó a Pablo y Lucas a hospedarse en su casa (Cfr. Lc 10,5-7).

La lectura evangélica (Jn 15,26-16,4a) continúa narrándonos el discurso de despedida de Jesús, en el cual Jesús instruye y prepara a sus discípulos para lo que les espera, incluyendo el martirio. Les asegura que ha de enviarles el Paráclito que dará testimonio de Él; y que ellos también darán testimonio de Él. La palabra “testimonio”, según utilizada en el Nuevo Testamento, es sinónimo de martirio. Dar la vida por el Evangelio es el gran Testimonio, confesar con la sangre la Verdad. Jesús les está diciendo de tendrán que enfrentar el martirio: “llegará incluso una hora cuando el que os dé muerte pensará que da culto a Dios”. Y les advierte que: “Os he hablado de esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que yo os lo había dicho”.

Es el Espíritu quien ha de darles las fuerzas para “dar testimonio”. Y mientras existan en el mundo el pecado, el egoísmo y el mal, los cristianos seremos perseguidos, humillados, ridiculizados. La mayoría de nosotros tenemos la dicha de proclamar nuestra fe en un mundo donde no tenemos que confesar la Verdad con nuestra sangre, pero ello no nos exime de la burla, la persecución, a veces abierta y (la peor) a veces vedada. Desgraciadamente, todavía hoy existen aquellos que sufren el martirio por profesar su fe, como está ocurriendo en el Oriente medio.

Señor, envía tu Santo Espíritu sobre nosotros, para que tengamos la valentía y perseverancia de proclamar tu Evangelio, a tiempo y a destiempo, sin importar las consecuencias.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 09-05-15

Jn 15,18-21 med

En la lectura del evangelio que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 15,18-21), que forma parte de la gran oración de Jesús en la última cena, Él le dice a los apóstoles: “Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia”. En el evangelio que leíamos ayer ya Jesús les había manifestado que fue él quien les eligió, y hoy vemos que a reglón seguido les advierte que han de seguir su misma suerte. Ya desde la presentación en el Templo, Simeón había profetizado que el niño iba a ser signo de contradicción (Lc 2,34).

Jesús nos ha “sacado de este mundo” para que anunciemos a todos un nuevo modo de comprender el mundo y la vida, la Buena Noticia, que es Palabra de Dios, palabra que es viva y eficaz “y más cortante que espada alguna de dos filos”, que “penetra hasta la última división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón (Hb 4,12). Por eso, los que están “en el mundo” se sienten señalados y se incomodan ante el anuncio de la Palabra. De ahí que el mundo nos “odie”, nos persiga, como lo hicieron con Él.

Jesús sigue invitándonos a seguir sus pasos, a compartir su destino, pero nos advierte que el precio puede ser alto. Y tú, ¿estás dispuesto(a) a seguirle?

Antes de contestar esa pregunta, echemos un vistazo a la primera lectura (Hc 16,1-10), en la que continuamos viendo la acción decidida del Espíritu Santo en la expansión de la Iglesia por el mundo greco-romano, y cómo guía a los discípulos en esa misión: “Como el Espíritu Santo les impidió anunciar la palabra en la provincia de Asia, atravesaron Frigia y Galacia. Al llegar a la frontera de Misia, intentaron entrar en Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo consintió. Entonces dejaron Misia a un lado y bajaron a Troas”.  Aquella noche Pablo tuvo una visión en la que se le apareció un macedonio, de pie, que le rogaba ir a Macedonia a ayudarlos. Pablo y Timoteo partieron de inmediato para Macedonia, seguros de que Dios los llamaba a predicar el Evangelio a los macedonios.

Está claro, es Jesús quien escoge y convoca a sus discípulos, y a través de su Santo Espíritu les dice cuándo y dónde tienen que evangelizar. Por eso tenemos que aprender a orar, invocar, y ser dóciles al Espíritu Santo. Si intentamos valernos tan solo de nuestras propias fuerzas y capacidades, nuestra predicación será estéril; podremos presentar una imagen estática de Jesús, pero seremos incapaces de transmitir el Amor que solo la experiencia del Resucitado puede brindar.

Que pasen un hermoso fin de semana, recordando visitar la Casa del Padre.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 05-05-15

lapidación de Pablo

La liturgia de Pascua para hoy (Hc 14,19-28) nos presenta como primera lectura la conclusión del primer viaje misionero de Pablo. Si leemos cuidadosamente notaremos que a su regreso, Pablo y Bernabé hacen el viaje original a la inversa, pasando por las mismas ciudades que ya habían visitado, con el propósito de afianzar la fe de aquellos nuevos cristianos, convertidos en su mayoría del paganismo. Lo mismo hará Pablo posteriormente mediante las cartas que dirigirá a otras comunidades. Pablo estaba consciente que la semilla de la fe tiene que ser irrigada, abonada y podada en tiempo para que germine y de fruto.

El pasaje comienza con la lapidación de Pablo por parte de unos judíos que resentían la forma en que el Evangelio de Jesús se iba propagando. Luego de apedrearlo, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo dejaron por muerto. Pero lejos de amilanarlo, esa experiencia le dio nuevos bríos para continuar predicando. Nos evoca las palabras del Señor a Ananías en el pasaje de la conversión de Pablo, cuando refiriéndose a Pablo le dijo: “Ve a buscarlo, porque es un instrumento elegido por mí para llevar mi Nombre a todas las naciones, a los reyes y al pueblo de Israel. Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre” (Hc 9,15-16).

Pablo había vivido esas palabras. Por eso lo encontramos al final del pasaje de hoy “animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios”. Ese es un tema recurrente en la predicación de Pablo. Nuestra fe en el Resucitado no suprime la tribulación, las pruebas; por el contrario, parecería que acompañan al que decide seguir los pasos de Jesús. La diferencia es que para el cristiano ese sufrimiento adquiere un significado distinto, adquiere sentido.

Sabemos que, de la misma manera que Jesús fue glorificado en su pasión, para luego ser resucitado e ir a reinar junto al Padre por toda la eternidad, nuestro sufrimiento es un “paso”, un peldaño, en esa escalera que nos conduce al Reino de Dios en donde reinaremos junto a Él “por los siglos de los siglos” (Ap 22,5).

Cuando me enfrento a mis sufrimientos, ¿puedo ver en ellos esa prueba que me purifica como el oro en el crisol, y me permitirá ser enaltecido ante Dios (Cfr. Sir 2,1-6) en el día final?

La lectura evangélica (Jn 14,27-31a) nos muestra a Jesús anunciando a sus discípulos que con su pasión iba destronar a Satanás como “príncipe de este mundo”. “Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el Príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda yo lo hago”. Y eso implica que padezca, muera, y sea resucitado, para que todos crean en Él, y todo el que crea en Él se salve. Ese es el mismo camino que estamos llamados a seguir los que nos llamamos sus discípulos: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9,22-23).

No es cuestión de valor; se trata de creer en el Resucitado y creer en su Palabra.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 02-05-15

El Padre y yo somos uno

La primera lectura de hoy (Hc 13,44-52) continúa presentándonos a Pablo y Bernabé predicando la Buena Nueva que “se iba difundiendo por toda la región” de Pisidia. Pablo acababa de decirles a los de Antioquía que la justificación que ellos no habían podido alcanzar por la Ley de Moisés, gracias a Jesús, la alcanzaría todo el que cree (13,38b-39). Como siempre, la Palabra fue acogida con agrado por los gentiles y rechazada por los judíos, quienes en su mayoría se radicalizaban en su apego a la Ley por encima de la predicación de Pablo y Bernabé.

No pudiendo rebatir esa predicación, optaron por desacreditarlos, valiéndose de “las señoras distinguidas y devotas y los principales de la ciudad, quienes provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron del territorio. Ellos sacudieron el polvo de los pies, como protesta contra la ciudad, y se fueron a Iconio” a continuar su labor evangelizadora. Termina diciendo el pasaje que “los discípulos quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo”. Y no es para menos. A pesar de los inconvenientes y las persecuciones, estando llenos de Espíritu Santo y llevando la Palabra en sus corazones, se sentían acompañados por Jesús, quien antes de subir al Padre les había prometido: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia” (Mt 28,20).

En la lectura evangélica (Jn 14,7-14), continuación de la de ayer, encontramos a Jesús nuevamente estableciendo esa identidad entre el Padre y Él: “Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Y ante la insistencia de Felipe de que les muestre al Padre, Jesús le responde: “¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores”.

Jesús no solo nos está diciendo que Él es quien nos puede mostrar al Padre en Su propia persona, sino que el Padre y su Reino se hacen también presentes en este mundo a través de las obras de los que creen en el Hijo y le creen al Hijo, porque “lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré”.

El creyente, la persona de fe, está llamada a continuar la misión que el Padre le encomendó al Hijo, y que Él nos ha delegado. Y en el desempeño de esa misión lo acompañarán grandes signos, como nos dice el evangelio según san Marcos: “echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos” (Mc 16, 17-18). Esto es una promesa del Señor, y Él nunca se retracta de su Palabra.

Señor, que tu Hijo esté presente en todas las obras que hagamos en Tu nombre para que al igual que Él, seamos signos de Tu presencia en el mundo.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 30-04-15

lavatorio de pies

La primera lectura de hoy (Hc 13,13-25) continúa presentándonos la expansión de la Iglesia por el mundo greco-romano. Expansión que llevaría la Buena Noticia a los confines del mundo conocido, obedeciendo el mandato de Jesús a sus discípulos antes de su ascensión: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).

En el pasaje de hoy, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos relata el comienzo de la misión de Pablo y Bernabé. Guiado por el Espíritu Santo, Pablo “actualiza” el Antiguo Testamento, narrando a los que estaban congregados en la sinagoga de Antioquía la historia del pueblo de Israel, todas las obras maravillosas que Dios había hecho por su Pueblo elegido, y cómo en la persona de Jesús esas obras habían encontrado su culminación. La transición de la Antigua Alianza a la Nueva Alianza, sellada con la sangre derramada por Jesús en la Cruz.

Esta lectura nos enseña que no nos podemos limitar a “leer” las Sagradas Escrituras; que tenemos que actualizarlas, encontrar el mensaje de Jesús resucitado en los “signos de los tiempos”, en todos los acontecimientos, positivos y negativos, personales y colectivos, los cuales, cuando los interpretamos a la luz del Evangelio, nos transmiten un mensaje interpelante de Cristo. Es la continuación de la Historia de la Salvación, de la cual somos testigos y protagonistas junto al Resucitado.

La lectura evangélica (Jn 13,16-20) nos narra las palabras de Jesús a sus discípulos luego de la lavarles los pies: “Os aseguro, el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”. Con estas palabras Jesús quiere explicar a los discípulos (y a nosotros) el alcance del gesto que acaba de realizar, y que ha de ser el norte de la conducta de sus seguidores, pero sobre todo el significado de la Ley del Amor.

El discípulo de Jesús tiene que seguir sus pasos. Eso implica amar sin límites, hasta que duela, como nos dice Madre Teresa de Calcuta. No se trata meramente de “imitar” la conducta de Jesús, se trata de sentir igual que Él, de amar igual que Él, de convertirse en servidor incondicional, en “esclavo” del hermano, por amor.

Jesús continúa diciéndonos lo que espera de nosotros, y cada vez nos parece más difícil cumplir con esa expectativa. Eso nos obliga a hacer introspección, no de nuestra conducta exterior, sino de nuestra vida, de nuestro “ser”. ¿Soy un verdadero “servidor”? ¿Hasta dónde estoy dispuesto a servir? ¿A quién sirvo? Jesús nos ha dado la medida y nos ha dicho: “dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”.

Jesús sabe que va a ser traicionado. Y aun así lava los pies del que lo va a traicionar, se convierte en su esclavo. Y es en esa traición que nos va a revelar su divinidad (¡qué misterio!): “Os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que yo soy”. “Yo soy”, el nombre que Dios le reveló a Moisés en la zarza ardiendo (Ex 3,14).

Esta lectura nos invita a preguntarnos: ¿Soy un “admirador” de Jesús o soy otro “cristo” (Gál 2,20)?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 29-04-15

Envio a su hijo para dar luz al mundo med

“Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe”, nos dice el Salmo que nos propone la liturgia para hoy (Sal 66). Este Salmo sirve para unir la primera lectura (Hc 12,24-13,5) y la lectura evangélica (Jn 12,44-59). Y todas tienen como tema central la misión de la Iglesia de llevar la Buena Noticia a todas las naciones.

La primera lectura nos presenta la acción del Espíritu Santo en el desarrollo inicial de la Iglesia. En ocasiones anteriores hemos dicho que el libro de los Hechos de los Apóstoles recoge la actividad divina del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia.

El pasaje que contemplamos hoy nos muestra una comunidad de fe (Antioquía) entregada a la oración y el ayuno, y dócil a la voz del Espíritu, y cómo en un momento dado el Espíritu les habla y les dice: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado”. Es el lanzamiento de la misión que les llevará a evangelizar todo el mundo pagano. El momento que cambiará la historia de la Iglesia y de la humanidad entera; la culminación del mandato de Jesús a sus apóstoles antes de partir: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15). Es la característica sobresaliente de la Iglesia: “La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (Decreto “Ad gentes” de SS. Pablo VI).

El pasaje que nos brinda la lectura evangélica ocurre luego de la resurrección de Lázaro y la unción en Betania, y marca el final de la primera parte del relato de Juan, para dar paso a la Pasión. En él vemos a Jesús que se presenta a sí mismo como “el enviado” (missus, en latín; apóstolos en griego). Es decir, se nos presenta como “apóstol” del Padre, “enviado” del Padre, “misionero” del Padre: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve al que me ha enviado”. De ahí que la Iglesia, llamada a continuar la misión del Jesús en el tiempo, tenga ese talante misionero.

“El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, ésa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha encargado el Padre”.

Jesús quiere conducirnos a descubrir al Padre; esa es su misión. Pero va más allá, hace que veamos al Padre en su propia persona. Nosotros estamos llamados a conducir a los que nos rodean a descubrir a Jesús y, al igual que Él hace con el Padre, siguiendo su ejemplo, tenemos que hacer que los demás lo vean en nuestra propia persona. Tenemos que convertirnos en otros “cristos”, de manera que quien nos vea, le vea a Él y, más aún, conozca su Amor. Esa es la verdadera “misión” a la que todos estamos llamados.

¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 24-04-15

conversion de san pablo

Hemos estado leyendo como primera lectura el libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a evangelizar el mundo entero.

En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios, en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los confines de la tierra. Saulo de Tarso, el mayor perseguidor se convirtió, en un instante, en el más valiente y decidido defensor del Resucitado.

¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo evitarlo, era una fuerza superior a la de él.

El perseguidor se enamoró del perseguido y se sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los gentiles”.

La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda que lo has tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a tiempo.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,52-59) continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.